Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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—Que ustedes no van a ver hoy, amigos, porque la vieja Chispas no está en nuestros locales sino en Raiburn. La gente cree que está en Orion, pero no es verdad; se trata de un malentendido. Tenemos nuestra propia silla eléctrica, aunque no es tan famosa como la vieja Chispas y ya no se la utiliza, debido a que a los condenados se les ofrece elegir entre la inyección letal o la electrocución y siempre eligen la inyección, porque los pobres desgraciados piensan que es una manera más llevadera de pasar a mejor vida. La realidad es que las dos se pueden complicar. Tuvieron que retirar la vieja Chispas porque chisporroteaba y provocaba fuegos la mitad de las veces y no funcionaba bien; la cabeza de un reo, por ejemplo, podía echar humo, y cualquier gordo podía freírse, achicharrarse y derretírsele la grasa como si se tratara de un cerdo asado, lo que provocaba que algunos de los testigos vomitaran y se desmayaran. De nuestra silla eléctrica, la última vez que se utilizó, ya hace unos cuantos años, empezaron a saltar chispas después de la primera sacudida y a salir llamas de los electrodos en las piernas del condenado; las ataduras se soltaron y empezaron a arder. Y también se produjeron humo y chispas dentro del capuchón, en la cabeza. Hablamos de fuego real, de llamas de quince centímetros por encima de la cabeza del reo. Se atribuyó a un «error humano», pero el maldito humo llenó toda la cámara, incluso los miembros del equipo del verdugo se marearon. Hubo que llamar a dos médicos: creo que no eran doctores, quizá solo auxiliares; los médicos de verdad no quieren saber nada de ejecuciones, como si considerasen que participar sería rebajarse. De manera que llegaron aquellos dos y trataron de comprobar si el corazón seguía latiendo. Y al abogado del condenado, uno de esos de una asociación de derechos civiles, nada más que un crío, también se le revolvió el estómago. Estaba, por así decirlo,

suplicándole al alcaide que parase. Pero nunca se detiene una ejecución; siempre se sigue adelante. Así que el equipo del verdugo aprieta de nuevo el interruptor y vuelven a salir las condenadas chispas y el humo. Y los auxiliares médicos lo auscultan otra vez y todavía le late el corazón. Finalmente le administran una tercera descarga. Han transcurrido catorce minutos. El pobre desgraciado en la silla eléctrica está chamuscado y humeante como un asado de grandes dimensiones; nadie se le pudo acercar durante mucho tiempo, dijeron. El resto de los que estábamos allí, incluso los familiares de la víctima, que habían querido sentarse lo más cerca posible, salimos a toda velocidad en cuanto se abrió la puerta.

Se produjo un silencio entre el grupo. ¿Había tratado el teniente de resultar… divertido? ¿Informativo? Cualquiera diría que había repetido muchas veces su espantoso monólogo, como un soliloquio shakespeariano en el vacío.

La ayudante había mantenido la mirada fija en el teniente, llena de repugnancia. No se había atrevido a mirar al investigador, que, suponía ella, habría grabado las palabras de su guía y le habría hecho fotos.

Los visitantes hicieron pocas preguntas. Ni siquiera el tipo rubicundo parecía haber disfrutado con el último relato del teniente, aunque hizo un esfuerzo para decir a continuación, con voz entrecortada:

—Un hombre no tiene que delinquir necesariamente, como si estuviera condenado de antemano. Algunos de nosotros creemos en el libre albedrío.

—¡Todos nosotros creemos en el libre albedrío, caballero! No somos animales, no somos máquinas. Estamos hechos

a imagen de Dios —el teniente hablaba de manera categórica.

Una expresión peculiar apareció en su rostro.

—Cierta vez en que presencié una electrocución aquí en Orion, el condenado era un individuo muy gordo que pesaba ciento sesenta y cinco kilos y apenas cabía en la silla. Y todas las malditas cosas que podían fallar, como con la vieja Chispas, fallaron. Ni siquiera quedó inconsciente, sino que más bien aullaba. Hasta el capuchón se le torció. El verdugo y su equipo se preguntaban qué hacer, lo mismo que el alcaide y todos nosotros; luego vimos que al reo le salía sangre de la cabeza, que empapaba el capuchón y acababa formando una cruz. ¿Se dan cuenta? Una señal de que Dios aprobaba la ejecución, sin que importaran los malditos problemas técnicos.

La ayudante no pudo evitar mirar al investigador. ¡Sangre en forma de cruz! ¡Una reivindicación de la pena capital! Pero el investigador se limitó a fruncir el ceño sin hacer caso de la ayudante.

—¿Quién va a abrir esta puerta? ¿Algún voluntario?

El teniente los miró como un adulto podría contemplar a un grupo de niños cautivos.

La ayudante quería salir corriendo y esconderse en algún sitio. Sentía ganas de vomitar. Pero vio que el investigador le hacía una señal, un gesto con la mano, imperceptible para los demás. De manera que dio un paso al frente, llena de valentía.

—Lo haré yo, teniente.

Tuvo que forcejear después para abrir la puerta. Que parecía estar hundida en la tierra y cerrada con llave. Y el teniente mirándola con aire socarrón. E insistiéndole.

—No está cerrada con llave, muchacho. Siga intentándolo.

Un empujón final, pero la puerta no cedió ni un ápice. El teniente se colocó delante y con repentina violencia tiró del pomo hacia fuera y hacia arriba (la ayudante vio que allí estaba el truco: había que alzarla, no solo tirar de la muy condenada), con lo que consiguió que la puerta se abriera como una boca desencajada.

El grupo fue entrando a regañadientes y tuvieron que descender por tres escalones de piedra. Enseguida les asaltó un olor aún más desagradable que el del módulo C y el del refectorio.

Impotentes, pasaron a la cámara de ejecución. El teniente se quedó junto a la puerta para guiarlos. La ayudante fue la última en entrar. El funcionario le guiñó un ojo como para indicar que, si él no lo vigilaba atentamente, el

muchachito desaparecería.

La cámara de ejecución les reservaba una asombrosa sorpresa: el dispositivo donde se ejecutaban las sentencias parecía una

batisfera.

Un octágono de color turquesa. Con ventanas de plexiglás.

El investigador preguntó qué era aquel artefacto. Parecía una campana de inmersión.

El teniente se echó a reír. Había estado acomodando a los visitantes en aquel espacio sin ventanas, tratando de conseguir que se abrieran en abanico y se sentaran en las sillas más próximas a la parte delantera de la sala. Todos estaban tensos y agitados como gallinas asustadas. Después del trauma del módulo C algunos estaban próximos al colapso, y el teniente tenía que evaluar si resistirían mucho más.

—Sí, caballero —le dijo al investigador—. Eso es una «batisfera». Adquirida en una feria ambulante en Daytona Beach.

Se veía fácilmente que la campana de inmersión o batisfera tenía un aire carnavalesco. Constaba de ocho lados, como un círculo deformado; y también parecía un ojo —del más perfecto color azul turquesa— extraído de su órbita.

Turquesa: el color de las brillantes esperanzas infantiles.

No todos los visitantes parecían estar familiarizados ni sentirse cómodos con aquella palabra.

—La

batisfera —se les explicó— es una campana de inmersión para grandes profundidades que la dirección de la cárcel adquirió de una fuente privada. Se consideraba preferible que la cámara de ejecución fuese hermética y estuviera insonorizada.

Uno de los visitantes preguntó por los métodos de ejecución. ¿Era la batisfera una cámara de gas? El teniente explicó que se había utilizado la silla eléctrica desde 1923 a 1999; después, la inyección letal; el gas, nunca.

Antes de 1923, se ahorcaba. Muchos ahorcamientos.

El individuo vehemente cuyo rostro ya no estaba tan encarnado, sino más bien con manchas y vetas, dijo sin gran convicción:

—¡Qué demonios! ¿Sabe lo que le digo? Pues que en estos casos está bien que la muerte sea un castigo cruel e inusual.

—No le falta a usted razón, caballero. Y si ustedes supieran lo que les hicieron algunos de estos asesinos a sus pobres e inocentes víctimas, algunas de ellas niños, serían los primeros en decir «cruel e inusual». ¡Amén!

El teniente hablaba con mucha convicción. Luego fue a cerrar la puerta; sus cautivos se estremecieron.

—Aquí —les hizo un gesto para que se acercaran— es donde se sienta la familia de la víctima. Estas sillas que hay aquí —indicaba una fila de sillas de respaldo recto de dimensiones muy reducidas que hacían pensar en muebles de la Gran Depresión fotografiados por Paul Strand. Las sillas estaban muy juntas, sin ningún espacio entre ellas, y formaban un semicírculo delante del octógono. Las ventanas de plexiglás, sin ser grandes, abarcaban toda la altura del artefacto, de manera que era posible sentarse en la primera fila y ver la cámara de la muerte desde pocos centímetros de distancia. La ayudante sintió deseos de vomitar ante la posibilidad de presenciar desde tan cerca cómo se acababa con la vida de otro ser humano; de un ser humano atado a lo que podría haber sido una mesa de operaciones.

—Fíjense en esas sillas, en las que se sientan los funcionarios estatales, el alcaide, la persona que ha firmado la sentencia de muerte; pueden sentarse también, si lo desean, el policía que practicó la detención, el fiscal del distrito, un senador o un gobernador. Y aquí detrás, los miembros de la prensa, a los que en los viejos tiempos se les ponían trabas.

Uno de los visitantes preguntó si a los medios de comunicación se les permitía transmitir una ejecución. O grabar cintas o vídeos.

—De ninguna de las maneras. Se respeta la privacidad del condenado.

—Y ustedes tampoco querrían que nadie viese a la vieja Chispas prendiendo fuego a un ser humano, asándolo como a un cerdo —uno de los presentes rio entre dientes, repentinamente campechano—. Quiero decir que no les gustaría que el mundo lo viera. Dar armas al movimiento contra la pena capital.

El teniente pasó la mano por el octógono de color turquesa en una especie de caricia antes de responder:

—Nuestra silla eléctrica ha sido desterrada ya. Nadie elige morir de esa forma y parece lo más lógico. Ahora lo que se lleva es la «inyección letal». A veces, por razones de conveniencia, se ejecuta a dos condenados, con una diferencia entre el primero y el segundo como de media hora. Si fueran cómplices, se les podría ejecutar al mismo tiempo. Y sí, si están pensando en preguntarlo, ha habido en el pasado parejas de condenados ejecutadas en Orion en el mismo turno. ¿Alguien se acuerda de Bags y Briana, de finales de los cincuenta? ¿No?

Nadie los recordaba. O nadie quiso reconocerlo. Tampoco respondió el investigador, que había estudiado la historia de la prisión y tenía suficiente edad para acordarse del final de los años cincuenta.

—Secuestraron a un niñito para pedir el rescate a sus padres, personas con dinero, en Boca Ratón. Pero hicieron cosas terribles con la criatura. Y acabaron matándolo de todos modos, a pesar del rescate. De manera que también a ellos se les hicieron cosas terribles —el teniente hizo una pausa y se secó la frente con un pañuelo de papel—. Por supuesto los dos trataron de echarle la culpa al otro. Bags tardó ocho minutos en morir. Casi un récord.

La profesora, recuperada en parte de la experiencia del módulo C, se atrevió a preguntar.

—¿Han muerto muchas mujeres en las cámaras de ejecución de Florida?

—¿Muchas mujeres? No, señora, no; no si se compara con las muchas que merecían morir pero han tenido suerte —el teniente sonrió.

—¿Y hay muchas en el corredor de la muerte en estos momentos?

—¿Muchas? Cuatro según el último recuento. Su corredor de la muerte está en la prisión para mujeres de Lowell.

—¿Qué clase de delitos han cometido?

—Delitos muy desagradables, señora. Encontrará la información, si tiene curiosidad.

El teniente hablaba de manera despectiva. Por alguna razón no se sentía

cautivado por la profesora de Sociología de Eustis.

¡Qué bajo era el techo de la cámara de ejecución! ¡Qué opresivas las paredes sin ventanas, que parecían presionar a quienes estaban dentro!

La ayudante buscó con la vista al investigador. Sus cabellos de una blancura nívea y su camisa de vestir blanca brillaban en aquel lugar tan sombrío; sintió un terrible deseo de acercarse hasta donde estaba, tomarle una mano entre las suyas y suplicarle.

Por favor, ayúdeme. No tendría que estar en este lugar. Me va a suceder algo.

Cuando el investigador la invitó a acompañarle había tenido una premonición. Había sabido entonces que aquel viaje era un error.

En su vida anterior, perdida ya, en

aquel otro sitio, se había equivocado muchísimas veces.

Había pagado por sus errores. (¿De verdad?) En cualquier caso, nunca se te absuelve del todo por una equivocación que implica a otro, de manera que la ayudante no había obtenido una absolución completa ni se había librado de la consiguiente vergüenza.

La única forma de borrar los errores y la vergüenza era borrar el yo, «extinguir» el yo.

Pero la ayudante no quería

eso.

La ayudante no quería

morir, porque entonces no tendría nuevas oportunidades de ayudar a otros, de colaborar con otras personas como (por ejemplo) el investigador, que parecía necesitarla y por quien había llegado a sentir afecto.

La ayudante vio al investigador en el lado más distante de la sala, moviéndose inquieto. ¿Qué era lo que miraba? ¿Qué era lo que anotaba en su libreta? ¿Había estado haciendo fotos con su minicámara? Sintió el ansia voluptuosa, totalmente irracional, de que llegara el momento en que, de vuelta en su despacho, el investigador encendiera el ordenador y dispusiera, para verlas, las fotos que había hecho en Orion. Una vez más advirtió que escribía algo en su libretita. Deseaba con toda el alma cogerle la mano; las suyas estaban heladas.

Imposible. El investigador rechazaría la estúpida patita de la ayudante como si se tratara de una serpiente. Se sentiría violento, ofendido. Se sentiría avergonzado. Toda relación entre ellos dos, profesional o de cualquier otro tipo, cesaría al instante.

El teniente estaba distribuyendo fotocopias, ¿de qué?

Fotos, brillantemente coloreadas, de «últimas cenas».

—Lo primero que tiene que quedar claro, amigos, es que la «última cena» del condenado no puede costar más de cuarenta dólares. Está legislado así.

¡Cuarenta dólares! Para algunos visitantes, cuarenta dólares para la cena de un delincuente contumaz era

demasiado dinero.

—También pueden pedir una bebida alcohólica, aunque no de cualquier clase. El equipo encargado de la ejecución entrega la sentencia de muerte treinta días antes, lo que da al muerto (discúlpenme, al «condenado») tiempo para informar a su familia, organizar las cosas para que vayan a verlo y consultar a su abogado, si todavía no se han agotado todos los recursos de apelación. Y entonces se le permite elegir el medio de ejecución y la última cena.

Los componentes del grupo se quedaron mirando las reproducciones de fotos de las «últimas cenas» que el teniente había hecho circular.

Eran imágenes brillantes, chillonas, de bandejas de plástico con alimentos. Una rebosaba de cosas fritas, como patatas, aros de cebolla, alitas de pollo. Otra contenía dos cajas de copos de avena azucarados. Otra, dos docenas de los más típicos perritos calientes con mostaza y algún tipo de salsa para acompañar, y varias latas de Coca-Cola.

Algunos de los visitantes reían, nerviosos. ¿Acaso se consideraba aquello divertido? La ayudante se escandalizó: el teniente parecía estar mostrando las fotos como objeto de diversión.

—Vaya… ¿Quién podría comer en un momento así?… Yo no.

—¡Qué cosa tan triste!

¡Cómo se puede! Esa pobre gente tan triste…

—Si fuera yo, seguro que no pediría gusanitos de queso ni gaseosas…

Una cena más ambiciosa ofrecía un sándwich de bogavante (un producto de McDonald’s) y mazorcas de maíz. Otra incluía un bistec, patatas fritas y un refresco Mountain Dew.

Una de las más curiosas, una fuente de donuts grasientos y dos enormes vasos de leche.

Otra, un helado gigante con tres clases de chocolate y un vaso grande de leche.

Otra, montones de comida mexicana: tacos, burritos, tamales, salsa verde picante y un vaso bien grande de Gatorade.

—Empiezan a comer pero nunca terminan —dijo el teniente—. Al principio parece que están hambrientos, pero luego cambian de idea —una expresión maliciosa apareció en su rostro, como si estuviera planteándose la conveniencia de contar a sus visitantes una de las historias que había contado tantas veces—. Scroggs era un pobre desgraciado con tan pocas luces que le dijo al vigilante que le gustaría guardar la mitad de la tarta de nueces de pecán para «después». Tenía veintinueve años cuando se le acabaron los recursos de apelación; había confesado el asesinato de una docena de chicas en Fort Myers. Demasiado estúpido para tratar de mentir a la policía, se limitó a decir

: había hecho lo que decían que había hecho. Después ¡pensó que lo dejarían irse!

El teniente rio a mandíbula batiente.

Hubo un momento de silencio. Nadie rio. Nadie

sonrió.

Al teniente no le importó. A semejanza de un cómico «en vivo y en directo» cuyo desprecio por el público supera su resentimiento y el temor que le inspira depender de su aprobación, se limitó a pasar al número siguiente.

—Vamos a ver, amigos, ¿cómo les gustaría morir si les dieran a escoger?

Nuevo silencio. El teniente prosiguió:

—En Florida, por ejemplo, en cierta época, se podía elegir entre la horca y la silla eléctrica. Ahora la elección está entre la inyección letal o la electrocución. En algunos estados existe el «pelotón de fusilamiento». Creo que en Utah. En otros se utiliza todavía la cámara de gas, pero quizás ha desaparecido la horca. En casi todos los sitios se ha impuesto la «inyección letal», que puede ser una manera bastante dura de decir adiós, francamente. ¿Qué elegirían ustedes, si pudieran?

La mayoría de los visitantes eligió la inyección letal, a regañadientes. Los demás guardaron silencio.

El teniente sorprendió a la ayudante volviéndose hacia ella y preguntándole con voz altanera qué elegiría. De igual modo que un maestro interrogaría a un alumno del que adivinaba que no le estaba prestando atención.

La ayudante dijo que no elegiría.

—¿Entre electrocución o inyección letal? ¿No elegiría?

—No.

—En alguno de los estados donde hubiera cámara de gas, electrocución, horca, pelotón de fusilamiento, inyección letal, ¿tampoco elegiría? Seguro que sí.

Pero la ayudante estaba segura de que

no. No colaboraría en su propia muerte.

—¿Usted, caballero? ¿Qué elegiría?

El teniente interrogaba al investigador, que era la única persona del grupo que parecía haber desafiado su autoridad.

El investigador se encogió de hombros. Tampoco él escogería.

—Obligaría al Estado a hacerlo. No intervendría en mi propia muerte.

El teniente dijo, exasperado:

—¡Claro que lo haría! Si fuese cuestión de la muerte menos difícil… o la que a usted le parece la más fácil.

El investigador no cedió.

—No. No participaría en mi propia muerte porque no reconozco que el Estado tenga ese poder sobre mí.

—Pero, en ese caso, ¡le estaría usted cediendo ese poder al Estado! ¡Lo que usted dice no tiene ni pies ni cabeza!

El teniente parecía ofendido, de verdad molesto con la ayudante y el investigador. Dos personas tan diferentes, tan claramente desconocidas la una de la otra y, sin embargo, claramente afines en temperamento. Se tenía la impresión de que, de haber estado en su mano, el teniente habría sentenciado a muerte a la mitad de los componentes del grupo nada más que para darles una lección.

—Imagino que, según usted, la pena de muerte es una «barbarie». ¿Es eso lo que usted piensa?

—¿He dicho yo eso? No creo haber dicho nada parecido; la palabra «barbarie» nunca ha salido de mi boca.

—¡Pero lo piensa, señor mío! ¿No es cierto? Es usted uno de esos jueces liberales de izquierdas… No es usted un juez de Florida…

—No soy

juez, teniente. Ni siquiera un juez jubilado.

—Bien, es igual; un abogado, entonces. Un profesor. ¿Permitiría usted

irse a los criminales? ¿A violadores, asesinos en serie, infanticidas?

Pero el investigador era demasiado astuto para dejarse arrastrar a una acalorada discusión en semejante momento y en un lugar como aquel. La ayudante supuso que quería hacer a toda costa fotografías del octógono de color turquesa y no estaba dispuesto a seguir hablando con el teniente.

—Bien, vamos a ver… ¿Quién se ofrece voluntario para entrar? Solo un minuto, para hacer una demostración.

El teniente se refería a la campana de inmersión. Contempló con aire burlón a sus cautivos, que rehuyeron devolverle la mirada.

¡Qué cosa tan odiosa era todo aquello! Una pesadilla, y para escapar no había otra solución que acceder a los deseos del teniente.

—Necesitamos un voluntario. ¿Quién?

La ayudante no esperó la señal del investigador.

—Lo haré yo, teniente.

Los otros se la quedaron mirando. La ayudante vio gratitud en sus rostros.

El teniente pareció molesto.

—¡Usted! Vaya, muchacho, tengo que reconocerlo, es un tipo testarudo. Pero hay otras personas aquí que podrían ayudarnos…

—Lo haré yo, teniente. Para ahorrárselo a los demás.

Aturdida, la ayudante se acercó al octógono de color turquesa. La cabeza le estallaba de dolor y tenía un nudo en el estómago, al borde de la náusea. Al menos, como era tan pequeña, no tuvo ninguna dificultad para entrar, ni tampoco para enderezarse por completo una vez dentro. (El techo de la batisfera, aunque parecía opresivamente bajo, se hallaba en realidad, en su vértice, a algo más de dos metros: un varón adulto podía mantenerse sin esfuerzo de pie, al menos durante algún tiempo.)

El teniente miró irritado a la ayudante, aunque, por otra parte, le agradara la manera en que había parecido obedecerlo.

Acto seguido se inclinó para introducir la cabeza por la puerta del octógono, y con tono brusco ordenó a la ayudante que se subiera a la mesa y se tumbara de espaldas.

La ayudante obedeció. El techo de la fea batisfera quedaba muy cerca de su cabeza, así que cerró los ojos. La voz del teniente, moderadamente entusiasta, se seguía oyendo.

—Aquí tendríamos al equipo encargado de la ejecución, dispuesto para atar al muchachito, que no habría entrado por su propio pie.

El teniente hablaba con pesar; aquello no era una verdadera ejecución, ni tampoco una buena demostración. Pero era todo lo que la visita estaba en condiciones de ofrecer.

—Como ya he dicho, nunca hemos tenido una «vieja Chispas»; nuestra silla eléctrica está en el depósito. Con la inyección letal no hay mucho que

ver.

De todos modos el teniente siguió describiendo con estilo vigoroso inyecciones letales desastrosas de las que había sido testigo a lo largo de los años.

—Por ejemplo, si tus venas están hechas una pena por los chutes de heroína, tienen que pincharte por todas partes: brazos, piernas, interior de los muslos, pies, caderas, debajo de la mandíbula. Algunos de esos pobres desgraciados acaban como un acerico, chillando «¡No, no, ya basta! Dios todopoderoso, ayúdame, lo siento mucho» —el teniente hizo una pausa dramática—. Y a veces son las sustancias químicas las que no funcionan, las soluciones no son las buenas, o no están, como suele decirse, en la «proporción» adecuada, de manera que el líquido que entra en las venas del condenado es abrasador, como ácido, y el pobre empieza a gritar dentro del capuchón. Incluso con un trapo o una esponja en la boca, grita y se le oye. Nada de «muerte piadosa»; no es eso lo que se merecen. Así que no malgasten la compasión.

Sus oyentes se estremecieron. El teniente era un maestro de ceremonias en un parque de atracciones que funcionaba a toda velocidad: montaña rusa, rueda del diablo… No era posible abandonar aquella cabalgata infernal sin su permiso.

Los visitantes hacían preguntas que la ayudante no conseguía oír. Habían empezado a rugirle los oídos, el golpeteo de la sangre era como un oleaje distante.

La ayudante pasó los dedos por las correas de cuero. Afortunadamente el teniente no le había pedido que metiera por ellas los brazos y las piernas. Se daba cuenta de que le insertarían en un brazo o en el dorso de la mano una vía intravenosa, para inyectarle toxinas.

A muy poca distancia el teniente hablaba a su manera fanfarrona e intimidante, con un trasfondo de entusiasmo.

La ayudante empezó a recordar… algo.

Empezó a recordar… cómo había estado tumbada y encogida sobre sí misma. No sobre una mesa ni de espaldas, sino arrastrándose por el suelo, con sangre en la cara, en la nariz y en la boca, y tierra en los ojos.

No te deseo vete me das asco.

—La verdad es que en los días que corren, una sentencia de muerte no significa lo que ustedes creen. Están los infinitos recursos, «expedientes», «argumentos», «alegatos», que se prolongan durante años. Cualquier hombre (¡o mujer!) que llega al corredor de la muerte, permítanme decirles que no ha sido precisamente la «inocencia» lo que le ha enviado allí. Quizá sea «inocente» del delito por el que se le va a ejecutar, pero no es, de ninguna de las maneras,

inocente en términos generales. Ni ellos ni ellas. Es un hecho estadístico.

Hubo una pausa. La ayudante cerró los ojos todo lo que pudo y se esforzó por ver y oír.

Estaba muy asustada ya. Una sensación como de muerte se apoderó de ella, se le dormían los pies, las piernas, cada vez más arriba… Se le dormían los dedos, la cara. Le habían arrancado la lengua.

De manera que no podía hablar. No hablaría nunca ya.

¿no habla? Quizá también sea sorda.

Parece que tiene heridas en la cara. Déjame lavarle la sangre.

Quien le haya hecho esto volverá. Siempre vuelven.

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