Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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—Nuestra última ejecución fue en febrero. Hace cosa de un mes. Ha habido otra (el tal «Richard Karpe», del que han hablado en las noticias) pospuesta dos, tres veces. ¡Dios santo! Nadie cree que eso sea bueno para todos los interesados, como la familia de la víctima, ni siquiera para el propio condenado, al que llevan de aquí para allá como a una marioneta. Un condenado acepta que su vida se acaba, está preparado para morir. Pregúntenlo en el corredor de la muerte, la mayoría se lo dirá. La mayoría son cristianos de verdad para entonces. También se lo dirán. «Vamos a hacerlo de una vez», les dirán. Este último, Pop Krunk. Se lo tengo que contar, en cierto modo llegué a tenerle cariño, y Pop Krunk me lo tenía

a mí. Setenta y seis años cuando murió. Había estado en Orion desde 1987. Antes de eso, en Raiford. Por robo y asalto a mano armada. Era un verdadero veterano, todo un personaje, con la barba y el pelo largos, como esos tipos que se pueden ver en los Everglades. Lo mandaron al corredor de la muerte después de acabar a golpes con alguien que se le resistió en un robo, tenía órdenes de detención pendientes por otros probables homicidios en Tampa que acabaron por caerle encima. Pop decía que lo habían «embaucado» para que confesara, luego quiso «retractarse», como suele suceder, pero el juez lo paró en seco, sin andarse por las ramas. De inmediato un equipo de abogados jóvenes trató de anular la sentencia y conseguir un nuevo juicio, ¡Dios sabrá por qué! Siempre es posible un nuevo juicio, no hay ninguno en el que no quede «ni una sombra de duda», tanto si el abogado de alguien se queda dormido en la sala del tribunal como si se presenta enfermo o borracho…, siempre pasa algo. De manera que hace un mes seguían en la brecha para conseguir otro aplazamiento, trataban de que el gobernador conmutara la sentencia, el mismo Pop Krunk nunca se quejaba por que tuviera miedo de morir ni por que se le tratara injustamente, no, al menos, cuando estaba

conmigo. Su última cena estuvo muy bien: una hamburguesa doble con patatas, aros de cebolla fritos y un batido de chocolate. Me preguntó si quería hacerle compañía y dije que

, aunque lo triste fue que empezó a comer con buen apetito, pero luego perdió interés y no llegó siquiera a la mitad; dejó la hamburguesa y explicó, carajo, que se le había quitado el hambre. «¿Le gustaría tomarse el batido?», me preguntó. «De acuerdo», dije yo. «¡Gracias!» ¿Les he dicho que Pop Krunk iba en silla de ruedas? Empezó nada más que con muletas, las piernas y las caderas con una artritis galopante. No era que se hiciese el enfermo, se veía el sufrimiento, el rostro contraído por el dolor, así que le trajeron la silla de ruedas de la enfermería y pasaba en ella la mayor parte del tiempo, en su celda. Una vez entregada la sentencia de muerte, el reloj empieza a hacer tictac, ya saben; solo una llamada del gobernador puede aplazar la ejecución. Pero esta vez no iba a haber ninguna llamada. Esta vez a Pop se le había acabado la suerte. Lo sabía. Porque también era capaz de predecir el tiempo: un huracán, sin ir más lejos. Le dolían mucho más los huesos con esa clase de tiempo. Así que también podía prever que el condenado gobernador no llamaría por teléfono. Cuando el capellán y los demás fuimos a buscarlo, Pop no parecía el mismo. Lo que resulta aleccionador. Llegas a esperar cierto…, esperas un determinado comportamiento de la gente que conoces. Las gotas de sudor le caían por la cara. Había cerrado con fuerza los ojos y la boca, tratando de no respirar. Quería ahogarse, asfixiarse, dejar de respirar. Pero no podía, el instinto de respirar es demasiado poderoso. A continuación, el pobre desgraciado trató de resistirse en la silla de ruedas. Jadeaba, sudaba y rezaba. Lo empujamos hasta aquí, hasta la cámara, por una pequeña rampa junto a los escalones. Pero la silla de ruedas no cabe en la campana de inmersión, de manera que hubo que ponerlo en pie para que anduviera. Fui uno de los guardias elegidos para ayudarle. El pobre Pop Krunk temblaba como nunca le había visto hacerlo. Le dije: «Pop, ¡le aseguro que puede! Demonios, verá como sale todo bien». Estaban los familiares de las víctimas en las primeras sillas, algunos de más edad que el mismo Pop. ¡Cielos! Todos llevaban muchísimo tiempo esperando a que llegase aquel momento. Y también estaban el alcaide, el director de prisiones y algunos periodistas. Pop, aterrado, se resistía. Hubo que apartar la silla de ruedas. Y hacer fuerza para retirarle las manos, porque se agarraba a la campana de inmersión para evitar que lo metieran dentro. El capellán dijo: «No nos decepciones, Pop. Ahora no. Esperamos más de ti, Pop. Los familiares de las víctimas también están aquí, esperando justicia. Dales lo que se merecen». Y Pop se dio cuenta de que era así como tenía que ser. Se sentó enseguida lo más erguido que pudo en la silla a la que le estaban atando. Todos los testigos se llevaron una sorpresa. Pop Krunk dijo, sonriendo de pronto: «¡Vaya! Es un día bien hermoso para morir». Aquella frase fue la señal. Le pusimos el capuchón y se lo atamos.

Volverá a hacerte daño. Te asesinará.

No tienes que volver. Nunca.

… te protegeré. Lo juro.

La ayudante había dejado de escuchar la voz del teniente. Sentía que el corazón se le había ido ralentizando hasta detenerse y ahora revivía de nuevo, aunque sin saber de dónde le venía la fuerza para devolverla a la vida.

Otros seres humanos habían muerto en la mesa sobre la que estaba tumbada, dentro de la campana de inmersión de color turquesa, seres humanos que habían perecido de muertes horrendas. Los que la habían precedido, el anciano Pop Krunk, habían muerto atados en aquel mismo sitio. A Krunk le habían clavado agujas en los brazos, inyectándole veneno, y él se había desplomado y dejado de respirar y los testigos no habían podido ver nada más, excepto que el capuchón se había hundido, y que la cabeza había dejado de ser la de un ser vivo.

Desesperada, la ayudante logró incorporarse. El aire la oprimía: se sentía débil. Salió a trompicones de la campana de inmersión y dejó atrás la sorpresa del teniente y de los visitantes hasta llegar a la puerta de la cámara de ejecución, que consiguió abrir, en un desvergonzado arranque de fortaleza.

Tras ella se alzaron voces de alarma. La visita iba a terminar de forma abrupta.

La ayudante había tropezado al salir, cayendo al suelo, pero respiraba con normalidad. No se había desmayado. Tenía cicatrices de años atrás en las rodillas. Las viejas cicatrices seguían intactas. Porque llevaba pantalones de pana para protegerse las piernas. Seguía donde había caído, sobre una zona cubierta de maleza en el exterior de la cámara de ejecución, al final de la desolada fachada del corredor de la muerte. Estaba haciendo acopio de fuerzas para levantarse. El teniente la llamó para reñirla. La llamó, enojado, pero con el miedo en el cuerpo, porque la caída de un civil durante su visita, una baja civil, no era una buena cosa. No era una buena cosa para el teniente ni para la visita de Orion. El teniente salió de la cámara de ejecución para acercarse a la ayudante, que, ya de rodillas, estaba tratando de levantarse. ¿Tenía sangre en la cara? ¿Le sangraba la nariz? La ayudante se limpió el rostro apesadumbrada, avergonzada. Los componentes del grupo, algunos de ellos, la miraban desde la puerta de la cámara de ejecución. No estaban seguros de lo que había sucedido. ¿Qué había pasado exactamente? En la campana de inmersión la ayudante se había tumbado sin rechistar sobre la mesa de acuerdo con las indicaciones del teniente, pero luego, de pronto, se había bajado y había salido corriendo. Sin duda el teniente no estaba acostumbrado a que se le desobedeciera.

La ayudante se había asustado y casi desmayado. Esa debía de ser la razón de que hubiera tropezado al salir. Y ahora el caballeroso investigador de pelo blanco se abrió camino entre los demás para llegar hasta ella.

Para ayudarla a levantarse. Sabbath McSwain estaba de rodillas, tiritando de frío.

¡Dándose cuenta con retraso de que el investigador quería que hiciese fotos dentro de la cámara de inmersión! Por supuesto.

¿Para qué le había proporcionado si no el reloj Sony? ¿No era esa la razón?

Su cerebro funcionaba de manera irregular. Se había quedado sin oxígeno, habían entrado toxinas en su torrente sanguíneo y se le había empezado a morir el cerebro.

Pero sin duda esa era la razón de que le hubiera dado el reloj. De que hubiera querido que lo acompañara para ir a aquel terrible lugar. Y ella no había pensado en eso ni por lo más remoto. Había pensado en otras cosas pero no en las fotos.

Como tampoco pensaba ahora. Todo —incluso el

investigador— había desaparecido ante la enormidad de aquel momento.

Mientras decía: «Es un día bien hermoso para morir».

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