Carthage

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Segunda parte Exilio » 11. El rescate

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Era lo que habría hecho su hermana, si hubiera estado en su lugar. A Haley no le cabía la menor duda.

A la larga el policía las dejó marchar. Un cuarto de hora acosándolas en el arcén, mientras, a su lado, el tráfico superaba todo el tiempo el límite de velocidad.

—¡Vale, chicas! —dijo, desdeñoso y con el ceño fruncido—. Las dejo que se vayan con una advertencia, no lo olviden. Busquen a alguien que les mire esa luz trasera y conduzcan sin exceder el límite de velocidad, háganme caso. Y no

zigzagueen.

Ya en la cabina de la camioneta, mientras el coche patrulla se alejaba, Sabbath miró de reojo a Haley, asombrada al ver que su compañera se tapaba la cara con las manos; le pareció, además, que sus labios se movían y, apenas audible, dejaban escapar un susurro

La madre que lo parió, Dios del cielo apiádate de nosotras.

Así que al día siguiente se detienen a las afueras de Fort Pierce en un 7-Eleven. Y Haley está nerviosa y tensa y todavía sigue hablando de cómo Sabbath les evitó una multa, o algo peor, la noche anterior. Pero habla tan deprisa y tan acalorada que Sabbath tiene el presentimiento de que algo no va bien o de que algo irá mal antes de que pase mucho tiempo. Y en el 7-Eleven hay un hombre que se dirige a Haley con una sonrisita, un individuo que intenta hablar con ella y que la sigue hasta la camioneta donde Sabbath la espera. Y no se sabe cómo, sucede: cuando Haley abre la portezuela del conductor, el intruso se ha acercado mucho por detrás y se inclina hacia delante de manera que Haley no puede cerrar la puerta; y procede a llamarlas

chicas como se lo había llamado el policía estatal la noche anterior; sin decir una palabra, Haley saca de debajo del asiento del conductor la barra de hierro que guarda ahí, la hace girar y golpea al otro en el hombro con menos violencia de la necesaria para romperle el hueso, pero cuando el tipo cae al suelo gritando, Haley utiliza de nuevo el arma para golpearle en la rodilla con un sonoro

¡crac! que deja al intruso sobre el asfalto como una marioneta a la que se han cortado los hilos. Haley cierra de un portazo, gira la llave en el encendido, retrocede con la camioneta y da un pequeño rodeo para salir del aparcamiento como un piloto de Fórmula 1.

Ríe en voz baja.

—¿Has visto la cara que se le ha quedado a ese hijo de puta?

Segundos después están de nuevo en la carretera interestatal 75, dirección sur. Los letreros, anuncian WEST PALM BEACH, FORT LAUDERDALE, MIAMI.

*

Por espacio de dieciocho meses Sabbath McSwain vivió con Haley McSwain en compañía de distintas amistades (mujeres en su mayoría), en chalés alquilados, caravanas y apartamentos en la zona de Miami. Y, a continuación, varios años en Hollywood, Fort Lauderdale, Miami (de nuevo) y North Miami Beach. Si en la vida de Haley las mujeres cambiaban todo el tiempo, lo mismo sucedía con los lugares en los que vivían y los empleos en los que trabajaban: en Miami, por ejemplo, Haley condujo una furgoneta de reparto y Sabbath fue pasando por una sucesión de restaurantes de comida rápida; en Hollywood, Haley fue guardia de seguridad en un centro comercial y Sabbath hizo de camarera en una pizzería del mismo centro; en Fort Lauderdale y en North Miami Beach, Haley trabajó para UPS, conduciendo una furgoneta y como mensajera, y Sabbath en cualquier puesto que le ofrecieran; los empleos de Sabbath eran siempre temporales, hasta que Haley le anunciaba que se marchaban a otro lugar.

¿Tienes ganas de cambio, eh? ¡A mí me pasa lo mismo!

Resultó, tal como Haley suponía, que Drina Perrino, su amiga del ejército, tenía una relación con otra persona. Pero lo que no sucedió, en un primer momento, fue que Drina estuviera dispuesta a emparejarse de nuevo con ella, tal como Haley había creído.

La otra persona se llamaba

Opa Han.

Durante unos cuantos años Sabbath oiría muchas veces aquel nombre, pero solo en una ocasión alcanzó a verla fugazmente en carne y hueso, cuando Haley y ella se acurrucaban en la cabina de la camioneta Dodge mientras lloviznaba en el exterior del chalé en el que Drina y Opa vivían en North Miami Beach: una figura femenina sin nada llamativo excepto la negrura como de azabache de sus cabellos, que le llegaban hasta los hombros, anchos y caídos.

Opa Han, Drina Perrino.

Aunque «solo fuesen amigas», Haley y Drina se veían con frecuencia y Sabbath las acompañaba a menudo, como

hermana menor de Haley, «que vive conmigo durante una temporada». Drina Perrino había supuesto una sorpresa para Sabbath porque Haley hablaba de ella sin descanso como una criatura

hermosa radiante maravillosa, pero, de hecho, Drina tenía mal genio y era desagradable, cejas depiladas, una boquita insatisfecha de color remolacha, piercings y aretes en las orejas, en la aleta izquierda de la nariz y en la ceja derecha; una mujercita fornida de piernas y brazos gruesos, pechos y caderas de buen tamaño y redonda cara de niña; «sin un solo gramo de grasa» (como Haley comentaba maravillada), sino carnes desafiantes y firmes, como una muñeca de goma. Drina se vestía de manera muy llamativa, con ropa muy ajustada que subrayaba pechos, caderas y vientre; se teñía y aclaraba el pelo cada poco tiempo: castaño rojizo, rubio platino. Se daba colorete en las mejillas para tener un aspecto lleno de vida, febril; se pintaba «ojos egipcios» (así era como Haley los describía) con rímel negro azabache y sombra de ojos verde; llevaba una multitud de joyas baratas y llamativas y zapatos de tacones altos. Drina parecía más joven, pero era varios años mayor que Haley, cuyo rostro poco agraciado, serio, de piel un poco basta, empezaba a estar surcado por arrugas de preocupación («preocupación por-quien-tú-sabes», bromeaba Haley); aunque ya no se pareciera nada a un soldado, Drina había sido en otro tiempo soldado de primera clase en el ejército de los Estados Unidos, y era originaria de Hazard, en Virginia Occidental. En una vida anterior se había casado y divorciado; y así como Haley McSwain esperaba con paciencia a que se cansara de Opa Han, y volviera con ella, también se mencionaba (la misma Haley bromeaba sobre ello, aunque Sabbath no podía verlo como un problema risible) que su exmarido, que seguía viviendo en Hazard, acariciaba la esperanza de que Drina volviera con él.

Drina irradiaba un aura glamurosa en comparación con la sobriedad de Haley. Se había formado para trabajar como esteticista en las especialidades prestigiosas de «cosmetología» y «electrolisis», pero en Miami y South Beach solo encontraba trabajo de manera esporádica. Daba la sensación (según Haley suponía, aunque era demasiado orgullosa para preguntarlo) de que Opa Han, radióloga de cuarenta años que trabajaba en el hospital comarcal Miami-Dade, mantenía a Drina la mayor parte del tiempo.

Algo que yo podría hacer igual de bien, decía Haley. O mejor aún.

Si me diera una oportunidad, se lo demostraría.

Sabbath se preocupaba: Haley haría algo temerario, peligroso, para impresionar a Drina Perrino. Para conseguir la atención de una persona como Drina no era suficiente con ser simplemente

.

Como una noche, cuando Haley se presentó con un pesado jarrón, lleno de rosas rojas, para Drina.

No quiso decirlo, pero Sabbath tuvo la fundada sospecha de que Haley había sustraído el jarrón y las flores de un cementerio o, todavía más arriesgado, de una funeraria.

Muy agitada, tuvo que subirse a la camioneta y conducir durante media hora de tráfico congestionado para llegar a casa de Drina en North Miami Beach; una vez allí, Drina tardó todo lo que quiso en salir a abrir, miró incrédula a Haley, que le sacaba por lo menos veinte centímetros, y parpadeó varias veces, casi como si no la hubiera visto nunca; luego aceptó el jarrón y las flores y murmuró «¡Gracias!» además de rozar con sus labios color remolacha la mejilla de Haley, aunque sin invitarla a entrar. (Por supuesto, Opa Han estaba allí. Haley y Sabbath habían visto su reluciente Volkswagen rojo estacionado junto a la acera.)

La semana que viene es el cumpleaños de Drina, explicó Haley. Quería ser la primera que le hiciera un regalo.

A Sabbath no le caía bien Drina por la manera que tenía de tratar a Haley. Pero también sentía un pequeño estremecimiento de emoción ante la perspectiva de verla, como les sucedía a otras personas. Drina era una especie de

fermento.

Por una parte, Sabbath nunca sabía de qué humor iba a estar. La primera vez que se vieron, con Haley deseosísima de que se cayeran bien, Drina se había mostrado distante y sarcástica, como si tuviera celos de la «hermana» de Haley; otras veces, sin embargo, trataba a Sabbath como si fuera de verdad la hermana menor de Haley y, por consiguiente, parte de la «familia».

Lo que hacía que Drina fuese una persona tensa era que nunca dejaba de juzgar a los demás.

Quizás fuese la peculiar mirada de una esteticista, jamás contenta con lo que

es y siempre pensando en cómo podría ser

diferente, mejor.

Sabbath oía sin querer diálogos murmurados. La voz quejosa de Drina: «¿Por qué está siempre contigo? ¿Por qué es tan pegajosa? ¿Es que no tiene a nadie con quien salir más que a su hermana mayor?». Y las protestas de Haley: «Ahora mismo Sabbath es toda mi familia. Lo que ha sobrevivido».

Drina no era la única amiga en la vida de Haley, aunque sí, con mucho, la más importante. Otras mujeres —Lisha, Luce, Jen-Jen, Zanne, «M»— no dominaban de manera tan dolorosa las emociones de Haley, aunque, de todos modos, se sintiera obligada a prestarles dinero, o a invitarlas a quedarse a vivir con ella; con menor frecuencia, cuando tenía dificultades con el casero de turno, se la invitaba a que se fuese a vivir con una de ellas. (Sabbath, por supuesto, la acompañaba. Haley era su «protectora», tal como le había prometido.) Al principio Sabbath no se esforzaba por recordar los nombres de las mujeres, aunque de hecho se trataba de personas bien diferentes; poco a poco llegó a conocerlas, como también ellas a Sabbath:

la hermana menor de Haley que había sufrido un accidente de algún tipo, o padecía una enfermedad, como una lesión cerebral que no se advertía a primera vista.

(Sabbath se preguntaba si aquello era cierto. Sabía —sospechaba— que a ojos de otras personas

no estaba del todo bien. Mucho tiempo atrás se la había diagnosticado como [quizás] «autista», o se la situaba dentro del «espectro de los comportamientos autísticos». Lo suyo no era timidez, sino resistencia a mirar a otra persona a la cara, a mirar a alguien a los ojos. No tenía dificultades auditivas, sencillamente

se negaba a oír, lo que es una manera de

desinteresarse.)

Excepto cuando Haley se marchaba durante un día o dos —o más, una semana, diez días— subyugada por una nueva amiga que a la larga podía, o no, serle presentada a Sabbath, ellas dos estaban siempre juntas.

La hermana menor no dejaría nunca de agradecer sus desvelos a la mujer que la había rescatado, que la había cuidado, que la había devuelto a la vida.

Era una cuestión alimentaria. «De crianza.»

Haley estaba decidida a conseguir que el peso de Sabbath «volviera a la normalidad», de manera que se encargaba de las comidas y se aseguraba de que su joven compañera se acabara todo lo que tenía en el plato.

Proteínas, hidratos de carbono, grasas, calcio. Las verduras más acordes con su propósito: col rizada y acelgas.

Y, por lo menos, un cuenco de helado todos los días. Si el estómago de Sabbath reaccionaba con náuseas al elevado contenido en azúcar de los helados o a un recuerdo de lo que

los helados podían haber significado para ella de niña, Haley decía con severidad: «Es una

medicina».

A Haley le encantaban los helados. Una docena de sabores eran sus favoritos. Así que las dos se tomaban juntas un helado antes de acostarse.

Dormían en camas separadas; siempre habían dormido así y nunca de otra manera. Excepto en noches en las que Sabbath no conseguía dormir, las piernas en posturas inverosímiles por las pesadillas y el cerebro desbocado y autodestructor, como un vehículo que se estrella contra una pared de cemento, y entonces Haley la envolvía en una manta y la rodeaba con sus brazos musculosos, murmurando «Oye, no pasa nada. Todo está en orden. Fuera quien fuese, queda ya muy lejos. Nunca volverá a hacer daño a Sabbath, ¿de acuerdo?».

Durante los meses en que vivieron juntas o en los que compartieron alojamiento con otras personas, Haley siempre estaba trayendo a casa animales «perdidos»: gatos, perros, incluso una pareja de loros grises medio calvos abandonados junto a un montón de basura en el bordillo de una acera. Desaliñados y renqueantes, ojos cerrados e hinchados, cicatrices, heridas supurantes, eczema, temblores. Haley McSwain era la indicada, todo el mundo hacía chistes sobre Haley McSwain, la Buena Samaritana, pero ella se tomaba muy en serio sus responsabilidades. Para Haley no existían en la vida accidentes ni coincidencias, de manera que si una criatura perdida o abandonada se cruzaba en su camino, eso significaba que dicha criatura se había puesto en marcha en un punto predeterminado en el tiempo para cruzarse en el camino de Haley. Jesucristo no era más que un ser humano, pero un ser humano que se ponía de puntillas para llegar así más alto. Y eso es lo menos que podemos hacer los demás.

Haley no se fiaba de la báscula corriente que tenía en casa, así que llevaba a Sabbath cada quince días al Centro para el Tratamiento del Cáncer de Miami, donde la pesaba y examinaba una amiga que trabajaba allí en calidad de «técnico»: aquella amiga, una joven filipina llamada Luce, le tomaba la temperatura y la tensión y le administraba antibióticos si parecía tener algún tipo de infección, porque Sabbath era propensa al dolor de garganta y a los problemas respiratorios. Luce confiaba en volver a la escuela de Enfermería para terminar sus estudios, y mientras tanto, disfrutaba ayudando a su querida amiga Haley, de todos conocida por su generosidad, simpatía y corazón cristiano.

En la cafetería de la clínica, Luce y Haley se preocupaban por Sabbath, instándola a que comiera. Porque, con frecuencia, Sabbath tenía muy poco apetito. Aunque sonreía, o trataba de sonreír, para agradar a sus amigas. Distraída, sin embargo, como si lo que persistía de su cerebro maltrecho estuviera

en otro sitio.

«Tu hermana ha sufrido algún tipo de… trauma, ¿no es eso?»

«Creemos que sí. Algún hijo de mala madre con el que se juntó, fue una equivocación, como les pasa a las chicas jóvenes…, le dio una paliza tremenda. Por eso pensamos que padece amnesia.»

«¿Se sabe si… la violó? ¿O… no se sabe?»

«Los médicos piensan que probablemente fue eso lo que pasó. Sí.»

«Pero ella no lo recuerda.»

«No; no lo recuerda.»

«Puede ser una suerte, ¿no crees?»

«Es lo que pensamos.»

«Parece una buena chica. Algo así como una versión más joven

de ti

«No; no es una versión más joven de mí. Sabbath es Sabbath, con su propia personalidad.»

La risa de Haley era un consuelo cuando tú habías olvidado lo que podía ser el valor de una carcajada.

Gracias al consuelo del presente, Sabbath había dejado de pensar

en lo que había pasado antes. O en lo que

sucedería en el futuro.

No había pensado ni una sola vez (qué extraño le parecería eso, retrospectivamente) en lo que le sucedería, en lo que les sucedería a ella y a Haley McSwain cuando Drina

se cansara de Opa Han y

volviera a enamorarse de Haley.

Pero, al final, sucedió de manera muy brusca. Todo lo que Haley, llena de confianza, había previsto años antes.

Un día Haley explicó a Sabbath, con tono solemne, que Drina y Opa Han

tenían problemas.

Otro día le dijo, en el mismo tono, que Drina y Opa Han

se separaban.

Fue un periodo, un momento complicado, durante el que Sabbath no supo de verdad lo que sucedía en la vida de su amiga. Una época en la que, para alguien más perspicaz, habría resultado evidente que Haley McSwain se distanciaba de ella y se ligaba más estrechamente a otra persona.

Haley, por ejemplo, se olvidaba de engatusar a Sabbath para que comiera.

Se olvidaba de comprar su helado favorito: el de nata con arándanos que las dos compartían.

Pasaba fuera toda la noche, de manera que Sabbath dormía —o no conseguía dormir— sola.

Fue una época en la que Drina tuvo problemas médicos. No una época feliz en su vida, pero sí un tiempo en el que la presencia de Haley McSwain se hizo sentir, consagrándose a su amiga como no lo hizo nadie más.

Sin que Sabbath lo supiera, Haley llevó a Drina a un médico y después a un ambulatorio para un chequeo que sonaba desagradable: colonoscopia y biopsia. El resultado fue que a Drina hubo que operarla de urgencia en el mismísimo Centro para el Tratamiento del Cáncer al que Haley llevaba a Sabbath.

La consecuencia de todo aquello fue que Haley estuvo ausente varios días… con sus noches; y cuando Sabbath volvió a verla, vestía la misma camiseta y los mismos pantalones, tenía el pelo apelmazado, los ojos inyectados en sangre y la piel áspera y gris, pero sonreía y su voz se alzaba y era tan etérea como una pluma llevada por la brisa.

Porque, al parecer, la cirugía de urgencia —sobre la que Sabbath no había sabido nada hasta entonces— había sido «todo un éxito, creían los médicos». Y también, al parecer, Drina adoraba ahora a Haley y le estaba tan agradecida que, a partir de aquel momento, iban a vivir juntas durante la dura prueba del tratamiento posoperatorio que comprendería tanto radiación como quimioterapia.

Aunque oyó las noticias, Sabbath no entendió lo que entrañaban.

¿

Dónde iba a vivir Haley? ¿Con

ella no?

Lamentándolo mucho, Haley le estaba diciendo que Drina necesitaba ser

la única persona en su vida. Ni siquiera soportaría compartir a Haley con su hermana menor.

—No es así como Drina funciona, ¿te das cuenta? No es una persona hecha para la vida de familia. Nunca ha aprendido a

compartir. Está enamorada o no lo está; pero si lo está, quiere a esa persona para ella las veinticuatro horas del día.

Haley sonreía aturdida y negaba con la cabeza, porque no daba crédito a toda la felicidad que suponían para ella tales noticias.

Llena de valor, Sabbath dijo entonces que se alegraba por ella, por Haley. Añadió que también se alegraba por Drina y confiaba en que se restableciera por completo.

(Aunque pensó mezquinamente

¡Quizás todavía se muera! En ese caso Haley volvería conmigo.)

(Y luego, asustada, siguió pensando

Si me sucediera algo, ¡Haley no tendría sitio para mí en su corazón!)

Por entonces, en el otoño de 2009, Haley y Sabbath vivían en Fort Lauderdale, donde Haley trabajaba como guardia de seguridad en un sórdido y pretencioso hotel turístico de la playa y Sabbath en una tienda donde se hacían fotocopias, al tiempo que, de noche, estudiaba Introducción a la Economía en el Broward Community College. Compartían además una casa de tipo comunitario con mujeres de edades comprendidas entre los veintiún y los sesenta y un años, de las que una era profesora de Lengua en el mismo centro donde estudiaba Sabbath y otra también tenía allí un puesto administrativo. Haley y Sabbath ocupaban dos habitaciones en el ático: una, donde se desparramaban la ropa y las posesiones de Haley, estaba dominada por una cama de matrimonio, hundida en parte, con un cabecero de latón, y otra, más pequeña, apenas amueblada con una cama turca, un buró infantil de nudosa madera de pino, y libros, cuadernos y papeles en ordenados montones, estaba decorada con retratos a carboncillo, sujetos a las paredes con cinta adhesiva, de chicas y mujeres (sobre todo de Haley y otras residentes de la casa), ejecutados con gran habilidad y estilo minimalista.

Sabbath había tenido ocasión de oír a Haley cuando les decía a las otras residentes hasta qué punto había sido para ella una sorpresa (así como lo impresionada y orgullosa que estaba) descubrir que su «hermana menor era una persona con talento artístico», ¡algo que nadie en la familia había imaginado nunca!

Sabbath se enfrentó valerosamente a la pérdida de su amiga, aunque Haley insistía en que iría a verla con toda la frecuencia que le fuera posible, en que le mandaría correos electrónicos y en que la telefonearía como si no hubiera sucedido «casi nada».

Haley prometió igualmente que le mandaría dinero cuando pudiese, aunque quizá no con tanta frecuencia como querría.

Drina también era conflictiva en lo referente a aquella modalidad de

compartir.

Drina, además, dejaría de trabajar durante un periodo indefinido: ¿semanas?, ¿meses? En consecuencia carecería de ingresos, puesto que no disponía de seguro para pagar los gastos de médicos ni de hospital.

Haley los pagaría hasta donde pudiera. Y lo que no pudiera, lo

mendigaría, lo pediría prestado o lo robaría.

Ante aquello, a Sabbath no se le ocurrió ninguna respuesta. Un estremecimiento le había empezado a brotar desde lo más profundo.

¡Así estaban las cosas! Haley se frotó las manos. En su rostro era evidente una euforia misteriosa.

Sabbath consiguió responder que se alegraba mucho por Haley.

—¡Joder, Sabbath! —dijo Haley—. Yo también me alegro de que me haya pasado esto. De momento.

Luego la estrechó entre sus brazos, largos y musculosos. Durante mucho tiempo las dos mujeres permanecieron estrechamente abrazadas, sin atreverse a separarse, ni abrir los ojos, ni respirar.

Sabbath se marchó de la casa en la que había vivido con Haley; desapareció sin despedirse de sus compañeras de alojamiento, si se exceptúa un papel doblado, con el escueto mensaje «Me marcho ahora. Gracias y adiós. Atentamente, Sabbath McSwain», acompañado de media docena de billetes de veinte dólares bien alisados que, según sus cálculos, era un poquito más de su parte del alquiler por lo que quedaba de mes.

Aquellas mujeres eran amigas de Haley, no suyas. No podía creer que fueran a echarla de menos como echarían de menos a Haley.

Sabbath se llevó solo lo que pudo acarrear. Lo que se vio obligada a abandonar lo borró de la memoria como se lava una pared: deprisa, sin florituras, con eficacia.

Luego se trasladó a Temple Park. No conocía a nadie allí. En una zona de Fort Lauderdale cercana al océano, Haley empezó a vivir con Drina en una nueva casa que habían alquilado juntas.

De Haley recibía correos electrónicos todos los días, o casi.

«¡Espero que estés bien! Aquí nos vamos apañando aceptablemente.»

«Ven a cenar alguna vez. O podemos vernos en otro sitio.»

Pero aquellos encuentros eran poco frecuentes. Sabbath no tenía coche y la distancia era excesiva para que Haley condujera después de uno de sus largos días de trabajo, porque pronto empezó a complementar su puesto en el hotel turístico con otro de media jornada como guardia de seguridad en un centro comercial.

Sabbath alquiló una habitación cerca del campus de la Universidad de Florida, en una casa victoriana que se estaba viniendo abajo. La mayoría de los otros residentes eran estudiantes, extranjeros matriculados en algún posgrado. Pasaba entre ellos tan inadvertida como un espectro. Que su piel fuese blanca y su identidad supuestamente estadounidense no la hacía, a sus ojos, más visible sino menos.

Un infinito número de pasos en una cantidad finita de tiempo.

Era la paradoja de Zenón, replanteada: suponía enfrentarse con el infinito dentro de la finitud. Como es natural, el cerebro saltaba hecho pedazos.

Sabbath, sin embargo, perseveraba. Aunque Haley la había abandonado, perseveraba. Aunque otros la habían rechazado, considerándola despreciable, repugnante, había perseverado e incluso, por pura casualidad, había hecho nuevos amigos, y también por casualidad, vivía enfrente de una residencia universitaria llamada Casa Internacional donde, por muy poco dinero, podía disfrutar de comidas «étnicas» en largas mesas comunes en las que no era inusual estar solo, sin otra compañía que un libro, o un cuaderno donde dibujar. Empezó a tratar a un círculo de universitarias asociadas con Mujeres Sin Fronteras, una de las cuales, Chantelle Ríos, llegaría a ser una de sus mejores amigas.

—Chica, siempre estás

sola. ¿Por qué?

—Supongo… —Sabbath rio, incómoda—. No lo sé.

—Pues yo sí.

—¿De verdad? ¿Lo sabes?

—Porque la expresión que tienes en la cara es como la de algún tipo de lagarto muy desagradable…, estoy pensando en una iguana. Un bicho malévolo y feo que dice «Déjame tranquilo. No me busques las cosquillas».

Sabbath rio, avergonzada, pese a que no le sorprendía que otra persona pudiera interpretar así su expresión.

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