Carthage

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Tercera parte El regreso » 14. La iglesia del Buen Ladrón

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Ethel, además, gracias a su sagacidad y a algo muy parecido a un sentido del humor subversivo, había encontrado una manera de mantener vivo el caso de su hijo en la prensa de Carthage y en las noticias de la televisión anunciando la existencia de «pistas recientes», de «nuevos testigos» y de pruebas exculpatorias a intervalos regulares, por el procedimiento de telefonear a figuras de los medios de comunicación locales como Evvie Estes, del canal WCTG, y Hal Roche, del

Carthage Post-Journal; y, cuando no respondían a sus mensajes telefónicos, acercarse a ellos en la calle, seguirlos hasta sus mismos hogares, convencida de que con toda probabilidad, sin duda, nadie en Carthage se atrevería a llamar a la policía para que la detuvieran a ella, la desconsolada madre del cabo Brett Kincaid, héroe de la guerra de Iraq, injustamente perseguido, condenado y encarcelado.

Desde finales del verano de 2005, la señora Kincaid había contactado con todos los abogados del condado de Beechum, incluidos los de avanzada edad y jubilados desde hacía mucho, y les había pedido su colaboración en la campaña para poner en libertad a su hijo; todos ellos habían aprendido a evitar a la inconsolable madre.

Incluso personas convencidas de que el cabo Kincaid había sido condenado injustamente y deseosos de contribuir con dinero a su «fondo de defensa» habían aprendido también a evitar a la inconsolable madre.

Más de una vez Ethel Kincaid abordó también, por separado, a los padres de Cressida Mayfield en lugares públicos. Con Arlette se había enfrentado en el camino de entrada del refugio para mujeres maltratadas en el distrito municipal de Mount Olive —en el que Arlette trabajaba como voluntaria a raíz de la desaparición de su hija—, con la pretensión de que «renunciara a seguir ocultando» el paradero de la joven; a Zeno lo había encontrado en un restaurante de Carthage en el que comía con unos amigos y había procedido a denunciarlo como «enemigo de la lucha de clases» cuya hija «se había escapado» y estaba viva en algún sitio, formando parte de una «conspiración» para mantener encarcelado a su hijo.

En una representación de la

Medea de Eurípides en la Escuela Universitaria de Carthage en la primavera de 2008, el sorprendido público había pensado al principio que se trataba de un epílogo de la obra, presentado con «vestuario contemporáneo», cuando, después de que se encendieran las luces, una mujer de mediana edad con un rostro de chica joven muy estropeado apareció en el pasillo del teatro para declamar, alzando mucho la voz, que los espectadores tenían delante a una «verdadera madre amantísima», «no a una madre-monstruo como Medea, completamente loca», pero ¿es que a alguien «le importaba lo más mínimo» lo que le sucedía

a ella?

Solo después de unos minutos quedó claro, al menos para una parte del público, que la mujer delgada y nerviosa con ojos como resplandecientes bolas de acero era en realidad Ethel, la madre del cabo Kincaid que, en el otoño de 2005, se había confesado autor del asesinato de Cressida Mayfield.

La maniobra más hábil que Ethel Kincaid había intentado hasta la fecha era entablar una demanda para obtener fondos públicos por ser una de las víctimas de los atentados del 11 de septiembre.

Era una pena, por desgracia, que no hubiera pensado en ello hasta pasados nueve años desde aquellos sucesos —cuatro desde la prisión de Brett—, por lo que parecía difícil que la gente se tomara en serio su pleito, para el que argumentaba que ella, Ethel Kincaid, era una víctima, aunque indirecta, del ataque terrorista, por cuanto Brett, su único hijo, había sido enviado a Iraq para luchar contra Al Qaeda —es decir, los terroristas musulmanes— y en aquel terrible lugar había sido herido en combate y devuelto a casa «discapacitado» y «defectuoso», y como resultado de todo ello estaba «encarcelado» en un penal de máxima seguridad en un extremo del estado de Nueva York olvidado de Dios, a centenares de kilómetros de su hogar, prácticamente en Canadá. Ella no tenía la culpa de todo aquello, como tampoco eran culpables de sus vidas destrozadas los familiares de las personas muertas en las Torres Gemelas o en los aviones secuestrados; el culpable era el Gobierno de los Estados Unidos, que no había protegido a sus ciudadanos de un ataque terrorista. Ethel había escrito al presidente en la Casa Blanca así como a otros políticos, más locales, y ni uno solo le había respondido; y ahora se manifestaba delante de la delegación de los servicios sociales del condado de Beechum, convencida de que merecía una mejora en sus mensualidades y de que no necesitaba probar su «indigencia», sino que se le permitiera, al menos, disponer de coche propio. Dado su estado de nervios desde julio de 2005, Ethel había abandonado su trabajo de administrativa. Tampoco había buscado todavía un nuevo empleo, sabiendo que en Carthage existían prejuicios contra ella.

Ethel Kincaid cobraba el paro, pero le abonaban una cantidad risible, que la obligaba a vivir en el «límite de la pobreza».

En Dannemora, a mucha distancia de Carthage, Brett supo de aquellos notables episodios en la vida de su madre dado que Ethel presumía de ellos en sus conversaciones telefónicas.

Brett se armaba de valor para oírla. Y en ocasiones, mientras la voz de Ethel le sonaba en los oídos como vidrios rotos, dejaba de escuchar.

—Nunca te imaginarás lo que tu anciana madre, completamente loca, ha estado haciendo esta misma semana —así empezaba Ethel la conversación tan pronto como Brett se ponía al teléfono.

Al ver que Brett no respondía como debería hacerlo un hijo normal, pasaba a decir:

—Alguien tiene que mantener vivo tu caso, maldita sea. Y ese alguien ha de ser tu madre, ya que a nadie más le importa un comino.

Ethel estaba deseosa de visitar a Brett en la cárcel, pero no podía hacer un viaje tan largo en autobús, dado que había perdido la salud desde aquel terrible verano de 2005: un viaje en autobús acabaría con ella. Existía una oferta (de un programa de entrevistas en un canal de televisión por cable) para llevarla en una «limusina» a Dannemora y acompañarla hasta las puertas de la cárcel para que después el presentador la entrevistara

con franqueza y total sinceridad sobre el tema de la visita a su hijo encarcelado, y Ethel la había considerado seriamente —y con ganas de aceptarla—, pero Brett la había rechazado de plano.

—El mundo necesita conocer tu versión de los hechos, Brett. De manera que se te haga un nuevo juicio o el gobernador conmute tu pena.

Y como su hijo seguía sin responder, añadió, con resentimiento en la voz:

—Todo el mundo cree que eres

culpable, Brett. Tus enemigos nunca te dieron una oportunidad y algunas personas que creías amigos tuyos resultaron ser tus enemigos y tienes que hacer algo por defenderte.

El cabo pareció forzarse a volver desde una gran distancia, pero luego no pasó más allá de un encogimiento de hombros y un murmuro que su madre apenas consiguió oír:

—¿Por qué?

Otra persona que llamó desde Carthage fue Arlette Mayfield.

¡La madre de Juliet! ¡La señora Mayfield! El cabo no se sintió con fuerzas para oír su voz y se negó a ponerse al teléfono.

Por cobardía, por vergüenza. No pudo ponerse al teléfono.

De manera que Arlette le escribió al Centro Penitenciario Clinton de Dannemora, Nueva York. El cabo tuvo que hacer de tripas corazón para abrir la carta manuscrita, porque su reacción instintiva fue deshacerse de ella al instante.

Querido Brett:

Siento que no quieras hablar conmigo. Pero lo volveré a intentar, por supuesto.

Me gustaría mucho oír tu voz, Brett. Me gustaría verte. Pienso en ti con frecuencia… rezo por ti. Creo que el vínculo entre nosotros es muy hondo y aunque no te casaras con Juliet en ocasiones me llegó a parecer (perdóname, es extraño decirlo, lo sé) que eras mi yerno.

Y un miembro de la familia Mayfield.

Es mucho lo que hay entre nosotros, Brett, y tenemos que hablar de ello antes de que sea demasiado tarde.

Zeno y yo estábamos en la sala del tribunal cuando se dictó la sentencia, y sentí entonces con muchísima fuerza que eras de mi familia. Aunque no fui capaz de reconocerlo en aquel momento. Tenía roto el corazón, creo; por la pérdida de Cressida, que supuso también perderte a ti.

No te voy a preguntar por Cressida, Brett. Son muchísimos los que te han preguntado ¿por qué? ¿Por qué hacer una cosa así?,

pero yo no te lo voy a preguntar. Si fuese a visitarte, solo pediría pasar contigo un rato en silencio y así descubriríamos lo que Dios quiere de nosotros. (No se me oculta que es perdón por mi parte, pero quizá sea más que eso.)

Nadie sabe que te estoy escribiendo, Brett. Ni mi querida Juliet ni Zeno, mi marido, que no lo entendería porque estos años han sido muy duros para él, sin fe en Dios para guiarlo. Mi marido es, como dicen, un hombre público… pero no tan dispuesto a la indulgencia en su propia alma.

E incluso Juliet, que es cristiana, como sabes, no lo ha tenido fácil, de manera que no se lo contaré a Juliet; no por esta vez, al menos.

Estás en mis oraciones, Brett. ¡Hay tantas cosas más que tienen que suceder entre nosotros!

En el nombre de Jesús,

Arlette Mayfield

Aquella carta estaba fechada el 9 de julio de 2008. En el tercer aniversario de

aquella noche.

La señora Mayfield escribió varias veces más a Brett, que no le contestó nunca pero guardó todas sus cartas, cuidadosamente dobladas, en la Biblia que le había dado el padre Kranach; luego, sin que pudiera explicar por qué razón, de manera impulsiva, contestó a la carta de la señora Mayfield del 11 de noviembre de 2008, escribiendo en papel rayado con un cabo de lápiz:

Querida señora Mayfield, gracias. He leído sus cartas muchas veces, pero no creo que ahora mismo sea una buena idea. Atentamente, Brett Kincaid.

Gritaba. Como algún pobre animal despedazado por hienas.

¡Gritaba, gritaba! Pero aún era peor cuando dejaba de gritar.

Al principio de su reclusión se le había ocurrido (era tanto una esperanza como un temor) que… quizás… Juliet pudiera llamarlo por teléfono o escribirle. Porque era asombroso el número de personas que se mantenían en contacto con los internos del centro, probablemente mujeres que eran esposas, madres, novias, hermanas; ningún preso tan poco atractivo, tan malhumorado y agresivo, tan envilecido, tan

perdedor, como para que no existiera al menos una mujer deseosa de seguir unida a él de alguna manera misteriosa.

Era cierto, el cabo había recibido cartas de mujeres de Carthage y de otros sitios, unas cuantas procedentes de personas que lo habían conocido mucho tiempo atrás, en el instituto, incluso en primaria, pero él no había contestado a ninguna ni, en la mayoría de los casos, había terminado de leerlas. Y ahora, todavía con más frecuencia, las cartas de un remitente desconocido eran rápidamente descartadas porque no sentía ningún deseo de entrar en las fantásticas cavilaciones de otros referidas a él.

Porque la idea de una mujer fascinada por un preso, sobre todo por un preso declarado culpable de matar a otra mujer, llenaba al cabo de repugnancia.

No me conoces, Brett Kincaid. Pero creo que yo sí te conozco.

¡Hola! En un sueño me has pedido que te escriba, Brett Kincaid. Y por eso…

Cartas así, en papel de algún color pastel, que despedían una fragancia enfermiza. Se esperaba que imaginaras, morbosamente, que la autora había apretado aquellas cuartillas contra sus pechos rociados con polvos de talco.

Pero Juliet Mayfield no le había escrito. Y, a decir verdad, Brett no esperaba que lo hiciera.

¡Inconmensurable la culpa que arrastraba! No solo Cressida, también Juliet había quedado destruida, eso lo veía ahora con claridad.

Sin embargo, en momentos de flaqueza, aún fantaseaba con la posibilidad de que Juliet pudiese querer ponerse en contacto con él. Aunque solo fuese para afirmar que nunca volvería a verlo y que no le había perdonado.

¡Habían estado tan unidos en otro tiempo!

La había querido tanto. Con tanta intensidad.

Extraño pensar ahora en eso, como alguien a quien se le han gangrenado las extremidades podría esforzarse por recordar una época de salud, cómo habrían podido ser las cosas…

entonces.

La había despedido, a la postre. Por el temor de herirla. Había sido la decisión más prudente.

En sueños confusos Juliet venía a él. Aunque no siempre resultara evidente que la figura femenina fuese Juliet Mayfield.

Sus facciones desdibujadas como en una película que ha comenzado a desintegrarse.

Sus terribles gritos. Unos gritos tales que la joven no podía haber tenido tiempo de respirar entre ellos.

Antes de salir la segunda vez para Iraq había tenido una premonición.

En su primera estancia, estaba tan ciego que no… Había creído que era un soldado de los Estados Unidos en una misión de justicia. Había creído que Dios lo protegería… Todo el mundo en su sección lo había creído, sin ponerlo nunca en duda.

Pero la segunda vez lo había sabido. Había entregado a Juliet el sobre cerrado

para abrirlo solo si no vuelves a verme.

Juliet le miró fijamente, muy asustada. Porque también ella daba por sentado que regresaría tal como estaba al dejarla; ya fuese por la gracia del Dios de los cristianos o por la superior potencia de fuego de las fuerzas de los Estados Unidos, el caso era que los soldados norteamericanos estaban protegidos.

Brett se hallaba en un estado de extraordinaria emoción mientras redactaba aquella carta. Ahora, sin embargo, unos pocos años después, no conseguía recordar lo que había escrito.

Suponía que Juliet podía haber abierto y leído la carta. Y, después de que él confesara haber matado a su hermana, haberla destruido.

No recordaba ni un solo correo electrónico de los muchos —¿cientos?— que había mandado a Juliet y a otras personas desde Iraq. También había enviado fotos. Una vertiginosa sucesión de mensajes, todos inmediatos, urgentes y entrecortados, tecleados velozmente en los escasos minutos de relativa intimidad arrancados a la ruidosa inconsciencia de la vida del soldado.

Estaban orgullosos de él. Durante una temporada, más que orgullosos.

Brett había querido creer que el sargento Graham Kincaid, su padre, también estaba orgulloso.

Sin que importase que el Kincaid de más edad hubiera dicho de la guerra del Golfo que era una mierda y que todo lo que tuviese que ver con la guerra, el ejército de los Estados Unidos y el «patriotismo» era para cretinos sin dos dedos de frente.

Tampoco veía con buenos ojos a

la gente que sin haber salido de los Estados Unidos hacía preguntas estúpidas como si tuvieran algún derecho.

Brett, de todos modos, tenía que pensar que su padre estaría orgulloso de él, si es que

se enteraba.

Antes de que lo hirieran, claro está. Bastaba ver al cabo Brett Kincaid con su uniforme de gala, tan alto, tan erguido y con tan buen aspecto, y no te quedaba más remedio que sonreír.

Alegraba sentirse orgulloso del joven cabo que había sido un buen chico, recto y amable, y un gran atleta en el instituto, antes del 11 de septiembre y antes de alistarse en el ejército de los Estados Unidos.

El Corazón Púrpura: era la medalla que todo el mundo conocía.

La medalla de la campaña de Iraq no era más que una condecoración sin el menor valor que se les concedía a todos los que iban a Iraq y no la cagaban, es decir, no acababan muertos o detenidos por la policía militar.

La Insignia de Combate de Infantería merecía la pena. Firmeza bajo el fuego enemigo, valor militar y competencia. No estaba nada mal para el cabo a quien habían volado medio cerebro.

Los galardones de más categoría eran la Estrella de Plata y la Medalla de Honor; a él no le habían concedido ninguna de las dos, por supuesto, ni tampoco a nadie que él conociese o fuera a conocer. Todo aquello lo había explicado, pero por alguna razón, al escribir un artículo de «interés humano» sobre el cabo Brett Kincaid centrándolo en su «regreso a casa», su «rehabilitación» y su «inminente matrimonio» (por entonces Juliet y él aún estaban prometidos), la periodista, poco rigurosa, había incluido en la última línea de su trabajo para el periódico de Carthage algo llamado

Medalla de Oro al Valor.

Juliet había tratado de calmarlo. Brett estaba indignado, furioso.

Piensa que todo esto no es más que un chiste, un jodido chiste, había dicho, encolerizado, y Juliet se le había quedado mirando como si no lo hubiera visto nunca y él había añadido, como quien arroja una cerilla a una hoguera ya en llamas: si esa hija de puta me convierte en un chiste, más le valdrá no ponerse en mi camino.

Grandes llamaradas, como al arrojar un fósforo en un reguero de gasolina.

La primera vez que alguien lo vio rabioso —compañero de celda, otros internos, funcionarios de prisiones que habían llegado a confiar en él y a los que les caía bien—, su asombro y su incredulidad fueron grandes.

¿Kincaid? ¿Seguro?

Sí, carajo, ¡se le cruzaron los cables, tío!

Durante los primeros dieciocho meses en Dannemora había estado bien. Tan cerca de la normalidad como jamás podría estarlo en su condición de «discapacitado» y de «defectuoso», y con un régimen similar al de los internos con VIH a quienes el Departamento de Salud del estado de Nueva York autorizaba los medicamentos. (El cabo se encontraría con muchos de aquellos pacientes en el centro, algunos de ellos visiblemente enfermos, demacrados y agonizantes en la enfermería, cuando se convirtiera en ordenanza en su segundo año en Dannemora.) En un primer momento se le mantuvo en aislamiento y con una vigilancia por riesgo de suicidio que requería veinticuatro horas de luz fluorescente en su celda, por lo que había tenido que aprender a dormir tapándose la cara con las manos, como algún tipo de criatura nocturna herida. La mayoría de los internos en aislamiento y separados de los demás eran asesinos psicóticos, maníacos sexuales y asesinos de niños, y entre todos ellos Brett Kincaid era el interno más joven y más dispuesto a «cooperar». El

paso a aquel otro mundo, que era una manifestación clara y visible de un infierno en el que su castigo estaba asegurado, le resultó tranquilizador, porque no sentía ya la obligación de castigarse él mismo.

Muy pronto se daría cuenta de que la cárcel era un sitio donde reinaba la locura. Un desasosiego que era como una gran nube tóxica flotando sobre los deteriorados edificios del Centro Penitenciario Clinton de Dannemora, en cuyo interior, rodeado por el interminable muro de hormigón de veinte metros de altura, todas las personas sin excepción lo respiraban.

Brett se enteraría, por el padre Kranach, de que en Dannemora había habido en el siglo XIX un manicomio, el mayor del estado de Nueva York.

Eran muchos los enfermos que habían muerto allí; sus cuerpos se habían enterrado en un cementerio ya olvidado que quedaba fuera de los muros de la cárcel.

La locura, a manera de esporas que brotaran de la fértil tierra oscura, iba a parar al aire grisáceo.

La mayor parte del tiempo Brett Kincaid no hablaba. No hablaba en voz alta. Aunque, como truenos incesantes, los pensamientos le estallaran dentro de la cabeza. El cabo los podía controlar como podredumbre interior, pero sin dejarlos salir, porque entonces se desprendía un hedor real que llamaba la atención. Brett no deseaba llamar la atención. Era capaz de mantenerse muy quieto, receloso y preparado, como si le hubieran dejado sin piernas los disparos del enemigo; como si no fuera más que un torso, el tronco de un hombre, un cuerpo…

un cadáver. Los peores momentos llegaban cuando le dominaba el pánico y tenía que tocarse los dedos de las manos y de los pies (quitándose los zapatos y los calcetines) para comprobar que Shaver o Muksie, los dos tan bromistas, no habían conseguido sus trofeos con las tijeras quirúrgicas, lo que significaba que podía haber perdido dedos de las manos o de los pies; o los lóbulos de las orejas, o la verga y los huevos.

Tomaba sus medicinas tal como se le había recetado. Se trataba de prescripciones del Departamento de Salud del estado de Nueva York, que los funcionarios del centro penitenciario estaban obligados a acatar.

Recetados para dolores crónicos, espasmos musculares, «pensamientos incontrolados», insuficiencia respiratoria, diarrea, estreñimiento, eran medicamentos potentes, que pertenecían a la categoría de los

psicoactivos.

Había otros internos en el centro igualmente «discapacitados» y «defectuosos», un ejército de heridos ambulantes.

Brett les caía bien a los funcionarios de la cárcel y confiaban en él. Un chico blanco, excombatiente de la guerra de Iraq, silencioso y enfurruñado, pero «cooperativo».

Aunque no con mucha frecuencia, lo llevaban a que lo viera un médico.

Un enfermero comprobaba sus constantes vitales: tensión arterial, pulsaciones por minuto, peso, altura. Le miraba los ojos con una intensa luz cegadora y le inspeccionaba el interior de la boca.

Su madre se quejaba amargamente de que no recibía la clase de atención médica,

examen neurológico, TAC, tratamiento y rehabilitación, que requería su estado. Su madre demandaría al Departamento de Penitenciarías de Nueva York y al Centro Penitenciario Clinton de Dannemora, porque su hijo, un excombatiente herido, estaba siendo discriminado por funcionarios en connivencia con sus enemigos.

Para satisfacer las necesidades de rehabilitación de Brett bastaba con los ejercicios que podía hacer por su cuenta en su celda. También en el patio. Al cabo de dieciocho meses salió del aislamiento y lo trasladaron a otra parte de la cárcel donde se le permitía pasar horas fuera de su celda y se encontraba bien.

¿Qué tal te sientes, hijo?

Bien.

¿Te tomas las medicinas?

Sí, doctor.

¿Estás seguro de que te las tomas?

Sí, doctor.

¿No las tiras por el retrete?

No, doctor.

No las vendes, ¿eh? ¿Seguro que no?

No, doctor. No.

Grandes llamaradas, como al dejar caer un fósforo en un reguero de gasolina.

Era Muksie, con el cuerpo macizo de un luchador, más viejo, con más peso y torcida la cabeza muy redonda mientras en el estruendo ensordecedor del refectorio había hecho surgir lo que parecía un arma fabricada con un cepillo de dientes para hostigar a uno de los internos más jóvenes. Y Kincaid se lanzó contra él rápido y silencioso como un pitbull y como un pitbull imposible de separar del interno de cabeza redonda, aporreándolo hasta que los dos contrincantes pasaron a forcejear en el suelo y los guardias corrieron gritando para separarlos.

Chillidos, gritos y alaridos como si mataran a mujeres. Sillas derribadas, platos y bandejas arrojados al suelo. Peleas entre internos en el amplio espacio, como una sucesión de pequeñas explosiones alzándose hasta un único rugido ensordecedor.

Lo último que supo el cabo fue que la alarma sonaba a todo volumen.

Se lo llevaron a rastras para separarlo del soldado raso Muksie, a quien habría asesinado si no se lo hubieran impedido.

Los guardias lo golpearon con las cachiporras hasta que perdió el conocimiento.

No había sido en defensa propia, sino un ataque lleno de agresividad para proteger a otro interno, como los testigos reconocerían, pero de todos modos Kincaid había contravenido las reglas de la cárcel. El simple hecho de desobedecer la orden de un funcionario era una violación de las reglas de la cárcel. La resistencia a la autoridad, tratar de apartar a los guardias a empujones, golpearlos: violaciones de las reglas de la cárcel. Al historial de Brett Kincaid en la prisión, hasta entonces impoluto, se añadió un apunte de

agresión, negativa a obedecer a los funcionarios, instigación al motín.

La persona a la que había confundido con el soldado raso Muksie fue hospitalizada en la enfermería de la cárcel. El joven al que Muksie hostigaba había salido bien parado, tan solo con desgarros y cardenales.

A Kincaid se le aplicó un «castigo administrativo» de ocho semanas de incomunicación.

La voz áspera del alcaide Heike, más espesa y grave por la indignación, fue amplificada por todo el centro, que quedó clausurado durante veinticuatro horas.

Tolerancia cero para las infracciones de las reglas del Centro Penitenciario Clinton. Tolerancia cero para las peleas, amenazas e intimidaciones, para la posesión de armas, insubordinación y resistencia a las órdenes de los funcionarios.

Sentenciado a permanecer incomunicado completamente desnudo. Criaturas con pezuñas semejantes a caballos galopaban por sus sueños, y aquellos pesados cascos golpeaban con fuerza junto a su cabeza sin que pudiera apartarla, su fatiga era extrema.

Incomunicado, Kincaid era el torso, el muñón. Forcejear no tenía ningún sentido, de manera que abandonó.

Dejaron de medicarlo. Echaba de menos sus medicinas solo vagamente, como se puede echar de menos un meñique gangrenado después de perderlo; meñique que, como ya no es tuyo, deja de preocuparte.

Ocho semanas incomunicado.

Castigo cruel e inusual, protestaría Zeno Mayfield si estuviera del lado de Brett Kincaid y no convertido ya en su enemigo.

Cuando se está incomunicado no se tiene apetito. Uno no para de perder peso: Brett Kincaid perdió seis kilos. Tomaba los medicamentos si se los traían, pero se olvidó de la mayoría porque no se los llevaban a su nuevo alojamiento. «Muchacho, ¿estás haciendo alguna clase de dieta? O, cómo lo llaman… ¿quimioterapia? ¿Estás enfermo de verdad, chico? ¡Maldita sea!»

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