Carthage

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Tercera parte El regreso » 14. La iglesia del Buen Ladrón

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Lo sacaban durante sesenta minutos una vez al día para que hiciera ejercicio en una parte del patio aislada del resto; también en días alternos se duchaba (con agua tibia), dado que su piel estaba plagada de microbios purulentos invisibles a simple vista. De todos modos, se sometía a su castigo sin resistencia pero también sin disculpas ni remordimiento, porque no veía qué error había cometido. El instinto de ayudar al interno acosado, un desconocido para él, un chico joven con aspecto de no haber cumplido los veinte años, había sido muy fuerte.

Al padre Kranach, que fue a verlo, preocupado y alarmado, le dijo: «Volvería a hacer lo mismo, joder».

Su primera visita, al dejar de estar incomunicado, fue a la iglesia del Buen Ladrón, donde se arrodilló y rezó.

Como un hombre hambriento que se da un banquete.

A quien rezó no fue a Dios ni a Jesucristo, sino a san Dimas.

Ayúdame porque he pecado. No le pareció que fuera la petición de un loco querer salvar el alma en la penumbra de la iglesia del Buen Ladrón, donde se arrodilló ocultando su rostro deforme.

Bastará con que entres en mi alma y mi alma quedará sana.

Era sincero. Quería ser

bueno con todas sus fuerzas.

Sin embargo, quince meses después, un nuevo

estallido se apoderó de él.

Esta vez, en el servicio psiquiátrico en el que trabajaba de celador bajo la supervisión de un funcionario negro de piel clara llamado Foyle (porque en el centro había escasez de personas como Brett Kincaid, que dieran pruebas de ser inteligentes, responsables, razonables), atacó a un guardia que había estado hostigando a un interno (el interno, un tipo gordo y blando de ojos descoloridos, piel muy pálida, pestañas blancas) clavándole la cachiporra. Kincaid le dijo que no siguiera haciéndolo, le habló con brusquedad exigiéndole que no siguiera, pero el guardia le ignoró, entre risas, de manera que Kincaid se llegó a donde estaba y sin mediar palabra le quitó la cachiporra de la mano y le golpeó la cabeza, fracturándole el cráneo.

¡Tan deprisa! El cabo oyó el

crac.

Esta vez intervino el alcaide directamente. Kincaid había atacado a un funcionario de prisiones y se le acusaría de haber cometido un delito grave:

agresión con lesiones y circunstancias agravantes.

El fiscal del condado presentaría cargos formales contra él. Habría algo más que los habituales meses de incomunicación: de siete a diez años añadidos a su condena.

¡Maldita sea, le tenía sin cuidado! Le importaba un

carajo.

De manera temeraria renunció a su derecho a un abogado como renunciaría a su derecho constitucional a ser juzgado. Sin arrepentirse, porque no le parecía que hubiera podido comportarse de otro modo.

El hijo de puta que le había golpeado a él, que había tratado de detener la refriega, y sus amigos funcionarios, comerciaban con drogas en el centro. El cabo estaba al tanto.

En el centro, las drogas eran el pan nuestro de cada día. Solo podían llegar a través de los guardias, pero el sindicato de funcionarios tenía tanto poder, su relación con los traficantes del sur del estado estaba tan consolidada, que Brett no veía cómo la situación podría llegar a cambiar en el futuro.

(El funcionario al que había agredido fue expulsado del centro por empleo excesivo de la fuerza y tráfico de drogas. Pero eso no redujo la condena del cabo.)

Descorazonador pensar en que uno no es más que la suma de las neuronas que tiene dentro del cráneo. Ningún misterio en por qué la gente se volvía loca como animales rabiosos y a veces solo quería morder y desgarrar con los dientes: había en todo ello una euforia delirante.

Jodido como estaba, por lo menos no tendría que enfrentarse a una comisión de libertad condicional durante mucho tiempo.

¿Remordimientos? ¿Por qué razón?

Su condena era tan larga ya que Brett no podía prever su fin. Si traspasaba el límite perdería toda posibilidad de libertad condicional. Y quizás había acumulado suficientes castigos administrativos como para retrasar hasta el infinito su salida de la cárcel.

Veintisiete años cuando entró en Dannemora, de manera que ahora tenía (pero ¿en qué mes estaban?, ¿en qué año?)… treinta y uno… o treinta y dos.

La chica a la que había asesinado seguiría siendo para siempre una jovencita, nada más. La otra, de todos modos, a la que tanto había querido, con la que casi se había casado, seguiría siendo igual de joven porque nunca volvería a verla.

También ella había muerto para él.

Todos los Mayfield; muertos para él.

¿O más bien los Mayfield vivían y el muerto era él?

Significado (secreto) del Corazón Púrpura.

(Lo más vergonzoso era, sin embargo, que Brett había codiciado aquella medalla. En sus fantasías de servicio a la patria en el extranjero, para impresionar a su padre borracho y ausente y a su prometida dulcemente ingenua y a todo Carthage que lo miraba con la boca abierta, en su uniforme de gala, como si fuera Tom Cruise, Brett Kincaid había considerado que el Corazón Púrpura sería la medalla que con más probabilidad se le concediera; y en ese caso, el truco sería que lo

hirieran pero sin

morir.)

A los diez días de estar incomunicado su cerebro se había aletargado y funcionaba como la batidora de su madre, con muchos años de servicio, cuya finalidad era

licuar, pero cuyas cuchillas apenas giraban mientras el aparato hacía ruido, vibraba y se escoraba.

Diez días más, y unas gachas muy líquidas escapaban de su escocido ano en carne viva, y el agua (tibia, nauseabunda) que conseguía beber, la vomitaba acto seguido convertida en una espuma del color de orines muy aguados.

El padre Kranach fue a verlo en su delirio. El sacerdote suplicó al alcaide que hospitalizara a Kincaid en la enfermería, pero el alcaide, que estaba furioso, no le hizo ningún caso. «No será el primer recluso que haya precipitado su propio fin y tampoco será el último.»

Brett se despertó al cabo de una semana y ¿dónde estaba después de todo?: atado a una cama metálica en la enfermería, apestando a excrementos, a vómitos y a un desinfectante tan fuerte como la lejía.

Las moscas se paseaban por los cristales de las ventanas. Moscas que salían de grietas en la masilla y de otras, en zigzag, que había en el techo.

Lo que en sueños le había parecido un dirigible de tiempos pasados (¿la Primera Guerra Mundial?), que flotaba muy alto sobre su cabeza, era en realidad una bolsa de suero que le estaban inyectando en vena por el interior del codo derecho.

Y el dolor en el pene no era un alambre incandescente hundido hasta el intestino sino un catéter que drenaba líquidos tóxicos del interior de su cuerpo y los depositaba en una bolsa debajo de la cama.

Un enfermero le decía: «Parece que estabas enfermo de verdad, muchacho. Tenías casi cuarenta de fiebre y una seria infección en la sangre, y la medicación, por sí sola, es tan condenadamente fuerte que podría matarte. Aunque no te acuerdes de la última semana no creas que te has perdido gran cosa».

No puedo garantizar su seguridad, cabo. Tome precauciones.

Fue a rezar a la iglesia del Buen Ladrón.

Rezó de rodillas. Con el corazón latiéndole muy deprisa, rezó.

En una hornacina dentro de la iglesia, la asombrosa figura de san Dimas crucificado. El perfecto cuerpo masculino, totalmente desnudo a excepción de un taparrabos, y ¡qué realismo el del torso, los muslos y las pantorrillas, la cabeza y el rostro crispados por el dolor que se está transformando en otra cosa: paz, una especie de alegría!

También le impresionó la perfección del cuerpo varonil: ni discapacitado, ni «defectuoso», nada más que perfecto y, sin embargo, con la rigidez de la muerte.

Pensó

El cuerpo está clavado en la cruz del mundo. No hay escape de la crucifixión como tampoco es posible escapar del cuerpo.

No había pensado nunca en el cuerpo del varón como hermoso, menos aún como

perfecto. Ahora, sin embargo, al contemplar la figura esculpida del legendario Buen Ladrón, sus musculosos hombros y brazos colgados de un grueso madero horizontal, sintió una compasión tan intensa, un dolor tan hondo, que tuvo el convencimiento de que algo se rompía en su interior, pero no por él sino por otro que quedaba más allá de todo lo que él, Brett Kincaid, pudiera entender.

En los oficios religiosos a los que asistía en la cárcel había mucho de Jesús en tu corazón y de aceptar a Jesús como tu salvador, pero el padre Kranach no hablaba de Jesús sino de san Dimas.

Patrón de ladrones y de perdedores.

Intercederá por ti. Si se lo pides.

La iglesia del Buen Ladrón se había convertido en su lugar de esparcimiento. En el sitio donde se sentía cómodo. Más incluso ahora, después de haber pasado tanto tiempo incomunicado, y de haber sentido en su alma un pequeño terremoto.

La iglesia del Buen Ladrón no era una capilla ni tampoco una iglesia pequeña sino un templo de buenas proporciones, que podía albergar hasta doscientas personas, construido en el interior del muro de hormigón de veinte metros de altura que formaba un círculo semejante a una serpiente mordiéndose la cola. La iglesia estaba hecha de rocas que parecían arrancadas con piquetas de una montaña próxima.

La habían construido internos de Dannemora a finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta del siglo XX. Los materiales, de segunda mano, procedían de casas abandonadas, graneros, edificios locales. Algunos de ellos habían sido donados. La madera de roble rojo americano utilizada para los bancos la había regalado, según se decía, el célebre Lucky Luciano, antiguo interno de Dannemora.

Contenía numerosas tallas en madera y ventanas con vidrieras de colores que reproducían rostros de santos modelados por presos del centro.

En una iglesia protestante, al menos en las que Brett Kincaid había visitado, nunca había sentido aquella

inmanencia.

Nunca había sentido semejante conmoción en el alma. En la raíz más profunda de su ser, imposible de nombrar.

En las iglesias de su vida pasada, incluida la de Carthage a la que iba con Juliet, el centro de gravedad era

exterior. Los rostros sonrientes de otros feligreses, el entonar juntos himnos familiares, el rezar unidos. Las manos enlazadas. Pero en la iglesia del Buen Ladrón Brett llegó a entender la quietud y el misterio de un dios esquivo.

Porque era la

inmanencia de Dios lo que anhelaba y no la comunión con otros.

Gracias a aquella

inmanencia llegó a entender que su cuerpo mutilado era, a su manera, un cuerpo perfecto. Y su alma mutilada, también, a su manera, perfecta. Porque tal era el destino que Dios había previsto para el cabo Kincaid. Ningún otro destino habría permitido al cabo Kincaid seguir viviendo.

Trató de hablar sobre aquello con el padre Kranach en su pequeño despacho en la parte trasera de la iglesia. A través de la única ventana horizontal, ligeramente hundida, se podía ver una amplia franja de jardines situados detrás de los módulos y atendidos por los internos; lo que no se veía desde el despacho del padre Kranach era el interminable muro de hormigón de veinte metros de altura.

El padre Kranach se había convertido en su amigo. Su único amigo.

Brett no lograba adivinar la edad del sacerdote: ni joven ni viejo, ni siquiera de mediana edad. Bajo y ancho de hombros, con extremidades finas y un tic nervioso que consistía en pasarse la mano por el pelo: lisos cabellos rubios peinados para tapar la curva de la cabeza.

Su saludo era siempre un enérgico apretón de manos.

¿Qué tal estás, Brett?

Y la pregunta era sincera, de verdad quería saberlo.

Fred Kranach, el sacerdote católico de la cárcel, estaba de servicio los siete días de la semana; a diferencia del capellán protestante que solo acudía cuando se le requería para celebrar algún oficio y para orientación de los reclusos, e, incluso entonces, a juzgar por sus tensas sonrisas, parecía hacerlo a regañadientes.

¿Por qué un sacerdote católico está soltero y es célibe? Porque esposa e hijos distraen a un hombre y merman las energías que debe consagrar a su vocación.

Porque un sacerdote católico que es un buen sacerdote

encarna a Jesucristo: el único hombre que existe para todos, que ha muerto por todos, que permanecerá en el corazón de todos solo con pedírselo.

El cabo no había conocido a ningún sacerdote católico en el pasado. No había entrado ni una sola vez en una iglesia católica aunque al comienzo de Potsdam Street estaba la vieja y adusta iglesia de Santa María, la iglesia católica más antigua del condado de Beechum, por delante de la cual había pasado con frecuencia de niño montado en su bicicleta.

Extraño que al padre Kranach no pareciera importarle que Brett no fuese católico.

Tampoco le preguntaba por sus experiencias en el campo de batalla ni aludía a sus discapacidades. Solo había mencionado el hecho de que Brett hubiera «servido» en la guerra de Iraq siendo muy joven. Hablaba con mayor vehemencia de la guerra —de las guerras— contra el terror: la

cruzada que nunca terminaría.

Como querer erradicar el mal. Pero el mal no acabará nunca.

En la cárcel, Brett Kincaid miraba rara vez a otro interno a la cara. Era más prudente evitar el contacto visual. Pero alzaba los ojos, casi tímidamente, hacia el sacerdote, viendo, anhelante, que el padre Kranach le sonreía al verlo

a él.

Feliz por conocer un secreto. Como alguien que ha muerto y regresa para ayudar a otros.

Había creído que la ruina de su cuerpo era una maldición. Pero ahora entendía que Dios había permitido aquella destrucción de un cuerpo para que sobresaliera y para que soportase.

En otras guerras anteriores combatidas por soldados norteamericanos, unas heridas tan graves habrían significado la muerte.

En la iglesia del Buen Ladrón, Brett Kincaid no sentía felicidad, pero sí la cesación de la tristeza, del dolor.

La desaparición de la culpa.

Sentimientos temporales, no permanentes. Aun así, de todos modos, le levantaban el ánimo.

Porque el padre Kranach le había explicado, dado que Brett se lo había pedido, los fundamentos de la doctrina católica.

El padre Kranach le había enseñado un acto de contrición abreviado: «Dios mío, estoy sinceramente arrepentido de mis pecados. Bastará con que entres en mi alma y mi alma quedará sana».

*

En el cuarto año de su condena, ella vino a verlo.

Muchas veces le había pedido permiso para visitarlo y Brett le había dicho que no, que no era una buena idea. A menudo ni siquiera respondía a sus cartas.

Como era de esperar, sin embargo, Arlette Mayfield no renunció. Según su cristianismo el orgullo era una especie de tela resplandeciente, algo así como una seda muy cara, cuyo valor residía en pisotearla y en permitir que otros la pisotearan con toda libertad.

Hasta que, a la larga, Brett dijo

.

Era cierto que no quería ver a Arlette Mayfield, ni a ninguno de los Mayfield, ni tampoco a nadie de su vida en

aquel otro sitio, pero acabó por ceder y contestó a la señora Mayfield diciendo

.

Arlette le respondió de inmediato para decirle que iría en automóvil a Dannemora el viernes siguiente, pasaría la noche en un motel y llegaría a la cárcel a las ocho de la mañana, cuando empezaban las visitas.

Porque Arlette viajaría sola, al parecer. Un largo recorrido, siguiendo estrechas carreteras tortuosas por las estribaciones de los Adirondacks.

Aquello le supuso a Brett un alivio. No soportaba la idea de volver a ver a Zeno Mayfield.

Los padres de Juliet. Que habían estado tan cerca de convertirse en sus padres.

El protocolo era que los visitantes llegaran a la entrada principal de la cárcel, pasaran los controles de seguridad, firmaran el registro, se notificara al preso que deseaban verlo y se los acompañara hasta la sala de visitas; a ningún visitante se le permitía entrar en la sala si no iba acompañado y también tenía que esperar a que el interno ya estuviera allí.

Cuando le avisaron de la visita, la primera reacción de Brett fue decir

no.

Pero hizo de tripas corazón y accedió a volver a verla después de tanto tiempo. Y por la novedad de recibir a una visitante que lo conocía como Brett y no como el

caso Kincaid.

Porque su madre no había hecho nunca el viaje: su salud

empeoraba de mes en mes, y un viaje tan condenadamente largo en autobús

la mataría.

La sala de visitas era un espacio amplio, brillantemente iluminado, ruidoso e inhóspito. Todos los internos eran hombres y la mayoría de los visitantes, mujeres.

Aquí y allá, en el amplio espacio, había niños, algunos muy pequeños. Brett sintió el dolor de su pérdida como nunca lo había sentido antes: no solo de su vida como hombre, como marido, sino también de su vida potencial como padre, de hombre con una familia.

Todo aquello lo había tirado por la borda.

Brett vio a una mujer alta y delgada con cabellos de color castaño plateado que un guardia conducía en su dirección. La mujer le sonreía, ¿era Arlette Mayfield? Sintió un vago sobresalto: la mujer marchita, la sonrisa radiante.

Están los padres de tus amigos que son

viejos y están los padres de tus amigos que son jóvenes; en el caso de los Mayfield, tanto Arlette como Zeno habían sido

jóvenes, juveniles. Con vaqueros y polo, de vuelta de un «paseo alrededor del cementerio», con zapatillas deportivas manchadas de agua, Arlette Mayfield daba la sensación de ser la hermana mayor de Juliet más que su madre.

—¡Brett! Hola…

En su rostro demacrado, sus ojos eran más grandes de lo que recordaba. Sus cabellos, mechones con ligereza de plumas. Su boca sonriente parecía enmarcada por el sufrimiento.

Brett tartamudeó un saludo mientras pensaba

Esto es un error, no soy capaz de aguantar.

Pero, en cualquier caso, Arlette Mayfield se había sentado al otro lado de una mesa, delante de él. Entre los dos había una barrera de plexiglás. A través de una rejilla se podían hablar; o, más bien, Arlette podía hablar con Brett, horrorizado y reducido al silencio.

Las visitas duraban media hora. El cabo recordaba de su formación militar que en una situación peligrosa en la que el futuro inmediato es impredecible hay que ralentizar el tiempo mediante un acto de la voluntad, hay que separar y «apropiarse» cada segundo, porque de lo contrario uno se paraliza y es arrastrado.

Lo que estaba sucediendo en aquel momento no era posible. Que se hallara delante de aquella mujer a la que había rehuido durante años. Que ella le hablara con calor y emoción y en absoluto con tono de reproche, incluso con respeto (lo recordaría más adelante, con asombro:

respeto), y que él fuera capaz de responder, aunque solo de manera lacónica, torpe:

sí, no, creo que sí, tal vez…

Supuso que había estado enferma. La madre de Juliet.

El pelo fino, canoso, menos abundante; algunas mujeres de su familia habían tenido aquel aspecto; sin duda se trataba de cáncer, quimioterapia; luego los cabellos volvían a crecer, pero nunca como antes.

No se lo podía preguntar. No le podía hacer una sola pregunta personal.

Podrás llamarme mamá… ¡muy pronto!

Había bromeado con él. Parte de la broma era la extraordinaria juventud de Arlette Mayfield, tan divertida y juguetona como una jovencita, de hecho más dispuesta a bromear que Juliet.

Llamar

mamá a la señora Mayfield. Brett se había reído.

Ni siquiera a su propia madre la llamaba

mamá. Eso formaba parte del chiste.

Pero tenía que reconocerlo: Arlette no era ninguna

mamá.

No había sido nunca su suegra. Más bien la madre de la chica que había asesinado.

(Extraño: raras veces recordaba su nombre. Un nombre excéntrico, no lo había oído nunca antes, posiblemente le resultaba molesta por eso, por unas cualidades tan «singulares», por su aire de saberse «distinta» en la presencia misma de su hermana mayor a quien todo el mundo adoraba, cosa que

a ella no le sucedía. Y ¡qué derecho tenía aquella hermana poco agraciada, temible, a reclamar el afecto

de Brett!)

(Aunque habían sido amigos, en un principio. Hubo un entendimiento entre ellos. Un secreto, ya que la había ayudado cuando tuvo un accidente de bicicleta en Waterman Street, junto al río. Casi una niña entonces: jovencísima.)

Los sentimientos lo dominaron, dejándolo débil, aturdido.

Como si no fuera suficiente haber matado a la chica y arrojado su cuerpo al río para destruir las pruebas de su delito. No bastaba con eso: tenía además que aborrecerla.

Arlette se inclinó hacia delante. En aquel día de un otoño ventoso llevaba una chaqueta de punto con dibujo de ochos del color de hojas quemadas. Sus muñecas, huesudas, habían adelgazado demasiado. Brett tuvo la sensación repentina de una pérdida tan terrible que se sintió mareado.

—¿Brett? No es tan difícil, ¿verdad que no?

Arlette sonreía. Una especie de broma nostálgica.

No resulta tan duro ver a la madre de la chica a la que asesinaste, ¿verdad que no? ¡Qué valiente eres!

—Creo que tiene que ser algo muy sencillo. Dios quiere que estemos juntos, así. Sin otra finalidad que estar juntos.

Arlette hablaba sin alzar la voz, con total naturalidad. Era difícil oírla con el ruido de la sala de visitas.

El cabo no había estado a menudo allí; durante sus años de cárcel, los abogados que habían ido a verlo utilizaban habitaciones privadas, sin la presencia de guardias.

El caso Kincaid. Condena por homicidio sin premeditación basada en la confesión del acusado y en pruebas circunstanciales. Nunca se encontró el cuerpo de la víctima.

—Se me ocurrió después de que… te mandaran a la cárcel… Me di cuenta de que todavía éramos una familia y de que no importaba si había sucedido algo que suponía una ruptura. Se me ocurrió entonces, hace ya mucho tiempo, como ves, pero no… no lo entendí en aquel momento. Me faltaba… No era… tan fuerte, entonces.

Arlette hablaba despacio. Alzó la mano derecha para presionar la barrera de plexiglás con la palma, en un gesto de súplica.

Una mano pequeña, de dedos finos. Con una punzada de remordimiento, Brett notó la ausencia de anillos en los dedos de Arlette.

—Si Jesús está con nosotros, está con todos. Con los vivos y con los que… no viven ya.

Se alzaron voces en otra parte de la sala de visitas. De inmediato un guardia se adelantó para hablar con voz cortante:

—¡Silencio ahí! No se levanten.

Brett se armó de valor ante la posibilidad de gritos más fuertes, de una alarma estridente.

Estaban en un lugar donde se producían alucinaciones. Innumerables sueños anónimos que se mezclaban grosera, burlonamente.

Alzó la mano y la colocó con timidez sobre la de Arlette al otro lado de la barrera: una mano más grande, una mano de hombre, las uñas cortas y romas.

Ella está con nosotros. Ahora es más feliz, sabiendo que la queremos.

Así, sin decir una palabra más y oscuramente consolados, siguieron juntos hasta que el brusco sonido de un timbre los despertó, señalando el término de la visita.

Cada cierto número de meses Arlette regresaba.

Hacía noche en un motel de Dannemora, visitaba la prisión a primera hora y volvía a Carthage.

Rara vez hablaba de Zeno o de Juliet. Incluso de Carthage.

Durante las visitas, pasaban la mayor parte del tiempo en silencio. Al verlos en la sala se podría haber pensado que eran una madre y un hijo ligados por un extraño duelo.

Retrospectivamente, el silencio que compartían era de verdad consolador para Brett. Como un medicamento poderoso que el torrente sanguíneo no es capaz de absorber de inmediato y es preciso administrar más despacio, durante un periodo de horas, o de días.

Brett dejó de aborrecerse con tan extraordinaria virulencia.

Ahora pensaba

Tengo una amiga. Dos amigos.

Pensaba

Aunque sea una porquería, no es eso todo lo que soy. Soy… algo más.

Dentro del muro circular de veinte metros de altura, la reputación del cabo fue mejorando de manera gradual. A falta de otros candidatos, Kincaid era uno de los preferidos de los funcionarios, que veían en él una persona muy parecida a ellos por carácter, inteligencia, integridad,

cordura.

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