Carter

Carter


Viernes

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—Bueno… Al final, tienes que casarte, ¿no? —Sonrió de una manera peculiar—. Te vuelves demasiado viejo para trabajar, ¿no?

—¿Y a qué te dedicas ahora?

—No a gran cosa. A esto y aquello. A cualquier cosa que pueda arreglar sin levantarme de la silla.

—Tienes mucha suerte —dije.

—La verdad es que no —dijo—. Porque no es por propia elección. Son órdenes del médico. Echo de menos la vida de antes.

Hubo un silencio.

—Tienes buen aspecto, Jack —dijo—. Muy buen aspecto. He oído que te va muy bien.

—Así que eso has oído.

—Lo oí hace años, Jack. Cuando todavía podía dar guerra.

Se abrió una puerta situada en la otra punta de la cocina, opuesta al lugar donde estaba la tele. Me di la vuelta y Albert volvió ligeramente la cabeza. Entraron un hombre y una mujer. El hombre llevaba un chaquetón con refuerzos en los hombros y un peto. Cargaba una mochila al hombro. Encendió un cigarrillo nada más entrar. La mujer vestía un salto de cama de cuadros escoceses. No sabría decir qué llevaba debajo. Era pelirroja, y naturalmente también llevaba rulos. Fumaba un cigarrillo a medio consumir. El hombre de la chaqueta con refuerzos comenzó a caminar hacia la puerta trasera. La vieja que me había dejado entrar se había sentado en otra de las sillas de jardín que estaban apoyadas contra la mesa de la cocina. En cuanto el tipo se dirigió hacia la puerta, la vieja se levantó y se interpuso.

—¿Te gustaría darle algo a la abuela? —dijo la mujer que llevaba la bata.

El tipo se detuvo, se puso un cigarrillo en la boca y se desabrochó la chaqueta. A continuación, sacó un fajo de billetes del bolsillo superior del peto, extrajo un billete de diez chelines y se lo dio a la vieja, que cogió el dinero y volvió a sentarse sin decir nada. El tipo siguió caminando hacia la puerta.

—Buenas noches, Len —dijo Albert—. Nos vemos.

El tipo asintió y se dispuso a abrir la puerta, pero antes de poder llevar la mano a la manija, la mayor de las dos niñas se puso en pie de un salto, cruzó corriendo la cocina y le abrió.

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches —chilló la niña, toda su cara una sonrisa.

—Buenas noches —dijo el tipo, y salió. La mirada de la niña recorrió la cocina con una sonrisa radiante antes de volver a sentarse.

—Jack —dijo Albert—, esta es mi mujer. Lucille, este es Jack Carter. Un amigo de los viejos tiempos.

—Qué tal —dijo Lucille.

—Encantado de conocerla —dije. No me levanté.

Lucille rodeó la mesa, cogió una silla que había bajo la ventana y la acercó al taburete donde estaba sentada Greer.

—Qué hay, Lucille —dijo Greer.

—Qué hay, Greer —dijo Lucille.

—He traído la revista —dijo Greer, y de la bolsa de la compra que había en el suelo, junto al taburete, extrajo uno de esos grandes catálogos de venta por correo, y ella y Lucille comenzaron a hojearlo. Albert arrojó el cigarrillo a la chimenea, sacó su cajetilla del bolsillo del cárdigan y me ofreció uno, pero yo ya estaba fumando. Él cogió uno y lo encendió. Fuera se oyó el sonido de una motocicleta al ponerse en marcha.

—Te has enterado de lo de Frank, claro —dije.

—Sí —dijo aspirando el humo—. Una pena.

—¿Eso crees?

—Pues sí.

—¿Y qué sabes del asunto, Albert?

—¿Que qué sé?

—Exacto.

—Lo que he leído en el periódico. Así fue como me enteré. Igual que todo el mundo.

—Déjate de gilipolleces, Albert. Sabes que a Frank se lo cargaron a propósito.

Albert me clavó la mirada.

—Un comentario muy interesante, Jack —dijo.

—Dicho de otra manera: si se hubieran cargado a Frank, tú lo sabrías, ¿no? Igual que sabías que yo estaba en la ciudad. Igual que has sabido desde el primer momento que no me iré hasta que no haya aclarado las cosas. Y sé que a Frank lo liquidaron. Así están las cosas.

Albert expulsó un montón de humo.

—La verdad es que no me importa si no quieres contarme nada, Albert —dije—, porque lo entenderé. Pero hazme un favor. No me vengas con gilipolleces.

Albert miró en dirección a Lucille y Greer, pero sobre nuestra conversación se imponía el estruendo de la tele y su propia cháchara, por lo que Albert no tenía de qué preocuparse.

—Jack —dijo—, todo lo que sé es que a mí también me parece un poco raro. Conociendo a Frank. Y dadas las circunstancias. Pero si supiera qué ocurrió realmente, como tú dices, sabes que para mí sería muy difícil contarte nada.

Hubo un silencio.

—¿Quién fue? —dije al cabo de unos momentos.

Albert seguía mirándome. No dijo nada.

—Muy bien. No te lo volveré a preguntar.

Encendí otro cigarrillo.

—Entonces, dime una cosa. ¿Para quién trabaja ahora Thorpey?

Albert aspiró.

—¿Thorpey? —dijo—. ¿Siderurgias Thorpey?

—Siderurgias Thorpey.

—¿Entonces ya no trabaja por su cuenta?

—Cómo voy a saberlo.

Albert hizo la comedia de mirarme como si intentara recordar cuándo fue la última vez que oyó hablar de Thorpey.

—No —dijo por fin—, lo último que oí de él fue que seguía trabajando por su cuenta. Y creo que de eso hará, mmm…, unos seis meses.

Me lo quedé mirando.

—Es la verdad, Jack —dijo—. Que yo sepa, Thorpey sigue trabajando por su cuenta.

—Entonces, ¿por qué cojones iba a querer saber dónde encontrarme?

—A lo mejor tiene algo que decirte.

—Y una mierda. ¿Recuerdas aquel altercado en Skeggie?

Albert permaneció en silencio casi un minuto.

—Bueno, pues en ese caso, a lo mejor quiere encontrarte antes de que tú lo encuentres a él.

—¿Por qué un mindundi como Thorpey iba a liquidar a Frank? Además, no tendría agallas. Se mearía en los pantalones solo con que le clavaras la mirada.

Albert se encogió de hombros.

—Bueno, no sé, Jack —dijo.

—Sí que lo sabes, Albert —dije—. Pero no espero que me lo digas, aunque solo tengas una idea aproximada. Pero lo de Thorpey es diferente. Solo quiero saber para quién trabaja.

—Jack, ya te lo he dicho. Que yo sepa, sigue trabajando por su cuenta.

—Que tú sepas —dije.

Me puse en pie y arrojé el cigarrillo a la chimenea.

—Bueno —dije—, gracias, Albert. Has sido de gran ayuda. Si te puedo hacer algún favor, solo tienes que decírmelo.

Albert puso cara de cansancio.

—Piensa lo que quieras, Jack. No puedo decirte algo que ignoro.

—En eso tienes razón.

Me dirigí hacia la puerta.

—Bueno —dijo Albert—, y cuando vuelvas por aquí, que no se te olvide hacerme una visita. Podemos hablar de los viejos tiempos.

—Lo haré —dije.

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches —gritó la niña.

Cerré la puerta al salir.

El club estaba abarrotado. Los viejos se sentaban con la mirada fija en sus fichas de dominó. Los jóvenes se apiñaban en torno a las dianas de dardos. No había música, ni cánticos, ni mujeres. Solo una mala iluminación, una buena cerveza negra, un suelo desnudo y una barra decorada exclusivamente por barriles de cerveza alineados en un extremo.

Miré a mi alrededor. El hombre al que había ido a ver se encontraba en el mismo rincón que ocupaba la última vez que lo había visto.

Me dirigí hacia su mesa. Estaba solo.

Habría sido un hombre delgado de no ser por el tamaño de su tripa. La sidra y la Guinness habían convertido su estómago en un globo de barrera que colgaba encima del borde de la silla como si necesitara una muleta para sustentarse. Entre sus piernas se apoyaba un bastón, y tenía las dos manos juntas sobre el mango. Detrás de sus gafas de montura dorada se veían unos ojos apagados. La lengua le asomaba de manera regular de la boca y nadaba sobre sus labios como un pececillo bajo el agua. Olía a lo que bebía.

—¿Qué sabes, Rowley? —dije.

Se paseó la lengua por los labios.

—¿Qué quieres saber?

—Quién mató a Frank.

—El Demonio de la Bebida —dijo el viejo Rowley—. O eso es lo que he oído.

Apartó una mano del bastón y se ajustó las gafas.

—Si lo supieras, podrías ganarte un dinero —dije.

—No sé, Jack —dijo el viejo Rowley—. No sé.

—Piensa en todos los cochambrosos libros que podrías comprarte si tuvieras unas cuantas libras —dije.

—Yo no sé nada de lo de Frank —dijo, pero ya no tenía los ojos tan apagados como antes.

—De todos modos, sabes que ahí hay gato encerrado, ¿no?

—Siempre hay algún gato encerrado, Jack.

—Muy bien —dije—. ¿Para quién trabaja Thorpey en la actualidad?

No hubo respuesta.

—Unas cuantas libras —dije—. Tendrás libros para unas cuantas semanas.

Dio un sorbo de sidra y de Guinness.

—¿Thorpey?

—Thorpey.

—Rayner le paga de vez en cuando para que haga algún trabajillo —dijo el viejo Rowley—, o eso he oído.

—¿Rayner?

Asintió. Asomó la lengua. Saqué la cartera, de ella extraje dos billetes de cinco libras y los puse sobre la mesa. Se los quedó mirando. Una mano se separó del bastón y comenzó a moverse por la mesa hacia el dinero. Como si fuera un cangrejo. Cuando la mano comenzaba a acercarse al dinero, cogí los billetes de sopetón.

—Eres un cabrón mentiroso —dije.

Me puse en pie.

—No, espera un momento —dijo el viejo Rowley—. Es cierto. Pregúntale a cualquiera.

—Claro que es cierto. ¿Por qué ibas a decirlo si no lo fuera?

Me lo quedé mirando mientras me observaba volver a colocar el dinero en la cartera.

—Ciao, Rowley —dije.

Se encogió de hombros y volvió a ajustarse las gafas. Lo dejé con su olor.

Volví en coche a la ciudad. Estaba seco. Tenía whisky en la habitación. Se me ocurrió dejarme caer y tomar una copa, pensar un rato y luego actuar. La noche era joven. Era la hora en que los pubs estaban más concurridos. Los restaurantes chinos se estarían llenando, al igual que los lavabos de caballeros en el Baths, donde había baile y bebida hasta la una de la mañana cada viernes por la noche. Mover el esqueleto hasta las diez, bronca hasta la una. Una trifulca tras otra. Guantazos a porrillo. Patadas en la entrepierna.

Pasé por delante del Baths, que estaba en la esquina de High Street con la calle en la que me alojaba. Un montón de patanes se dirigían muy decididos al Baths en grupos de media docena. Las manos en los bolsillos, las chaquetas abiertas. Camisas con el cuello abierto y peinados a lo Walker Brothers.

Giré a la izquierda, aminoré la velocidad, entré marcha atrás en el camino de entrada y salí del coche. Todas las ventanas del Baths estaban abiertas para ventilar el sudor, y el sonido del grupo que tocaba era un estruendo apagado y menguante en el frío aire de la noche. Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick &Tich[7] tocaban con la precisión de un cuarteto de Mozart en comparación con esos chavales.

Cerré el coche y eché a andar hacia la acera mientras rodeaba la puerta principal. Se oyó el sonido de unos pasos. Que corrían. Me quedé en el borde del camino de entrada, donde la persona que se acercaba corriendo no pudiera verme. Los pasos eran cada vez más próximos. Una figura pasó corriendo por el extremo del camino de entrada. Era Keith. Lo agarré del brazo y lo aparté de la acera.

—Joder —dijo con una voz entrecortada—. Me ha dado un susto de cojones.

Sudaba como un cerdo. Le estaba naciendo un moretón sobre el ojo derecho. El nudo de la corbata le quedaba por detrás de la oreja izquierda. En la manga de la americana y en las rodillas de los pantalones había humedad y grava. No le quedaba mucha piel en los nudillos de la mano derecha.

—¿Qué ocurre? —dije.

Se oyó un chirrido de neumáticos que doblaban el extremo de la calle. El sonido se redujo a medida que el coche aminoraba la velocidad. El ruido, más tenue ahora, se iba acercando.

—Thorpey —dijo Keith—. Estaban esperando en el aparcamiento. Pensaban que sería fácil.

—¿Cuántos eran?

—Cuatro.

—¿Incluido Thorpey?

Asintió.

—Entonces tres.

Un viejo Zodiac pasó junto al camino de entrada a unos tres kilómetros por hora, con dos ruedas sobre la acera. Cuatro caras contemplaron boquiabiertas la oscuridad en la que nos encontrábamos. El coche se detuvo bloqueando la salida del camino de entrada. No salió nadie.

—Un momento —le dije a Keith.

Vi cómo bajaban la ventanilla de atrás más cercana.

—¿Jack? —preguntó la voz de Thorpey.

—Buenas noches —contesté.

—Me gustaría hablar un momento contigo, Jack —dijo. No parecía muy contento.

—Muy bien —dije.

—De manera confidencial.

—Quédate en el coche y yo me acercaré.

—Muy bien.

Recorrí la breve distancia hasta el coche y quedé bañado en una luz amarilla. Me incliné hacia delante y apoyé el brazo en la ventanilla abierta.

—¿Qué quieres decirme, Thorpey?

Thorpey sacó su temblorosa zarpa por la ventanilla.

—Me han pedido que te dé esto.

Me dejó caer algo en la mano. Era un billete de British Railways a Londres. Sonreí.

—El tren sale a las doce y cuatro —dijo—. Tienes el tiempo justo.

—Bueno, hay que decir que alguien está siendo muy amable. ¿A quién tengo que dar las gracias?

Thorpey no dijo nada. Sus ojos de rata emitían un brillo amarillo en la oscuridad del coche.

—¿Y si pierdo el tren? —dije.

—Me han pedido que me asegure de que no lo pierdas.

Su voz estaba reuniendo valor por momentos, aunque no el suficiente.

—Vaya —dije—. Con la vejez te has vuelto optimista, ¿no, Thorpey?

—Basta de chorradas —dijo una voz más cerca de mí, en la parte delantera.

—¿Vienes, Jack? —dijo Thorpey—. Será lo mejor.

Dejé caer el billete al suelo.

—Muy bien, chicos —dijo Thorpey.

Se abrieron tres portezuelas, y la de Thorpey no fue una de ellas. El tipo que ya estaba harto de chorradas comenzó a salir del asiento delantero. Agarré la manecilla de la puerta, la abrí completamente, y con todas mis fuerzas volví a cerrarla antes de que el tipo pudiera hacer nada. Lo calculé perfectamente, y él quedó entremedias. El borde superior de la puerta le atrapó la frente y parte del puente de la nariz, y el borde lateral le impactó contra la rótula. Quedó muy dolorido. Cayó hacia atrás entre los asientos delanteros y comenzó a vomitar. Salté sobre el capó del coche y le solté una patada en la sien al conductor antes de que tuviera tiempo de rodear completamente el coche después de salir. Apenas consiguió dar un par de pasos. El tercer tipo se había puesto en guardia. Me bajé del capó de un salto y caí en la calzada. Cometió el error de venir hacia mí en lugar de dejar que fuera yo hacia él. Me lanzó un puñetazo, y con una mano le agarré el brazo y tiré de él hacia mí antes de soltarle un golpe en la tráquea con el otro antebrazo. Cayó intentando recobrar el resuello que acababa de perder. Le propiné otro golpe en la nuca. Cayó con la cara contra el cemento antes que ninguno de los demás. Me volví para ver al tipo al que le había dado la patada. Se levantó, pero allí estaba Keith para soltarle un derechazo de boxeador. Mientras estaba de espaldas, Thorpey había conseguido salir del coche y corría calle abajo como un conejo asustado.

—¡Thorpey! —grité.

Pero no se detuvo.

Me metí en el coche. No había tiempo para darle la vuelta ni para sacar de un empujón al tipo que estaba tumbado sobre el asiento, así que me senté encima de él. Arranqué y puse la marcha atrás. Cuando llegué a la altura de Thorpey, este estaba ya al final de la calle, y había doblado en High Street. No podía seguir marcha atrás, así que me bajé y corrí tras él. Había mucha gente, pero ni él ni yo estábamos muy interesados en la manera en que ellos se interesaban por nosotros.

El error que cometió Thorpey fue ir a esconderse al Baths. A la mierda, pensé cuando vi que subía corriendo las escaleras, pero al momento siguiente resbaló y quedó con la cara ensangrentada, resbalando hacia abajo. Unos cuantos parroquianos se echaron a reír cuando vieron lo que ocurría, pero pararon al comprobar que me acercaba corriendo, le daba la vuelta y lo ponía en pie. Pero lo que más les quitó las ganas de reír fue el golpe corto que le solté a Thorpey en las costillas.

—Y ahora, dime —dije—. ¿Cuál era esa información confidencial que ibas a contarme?

—No lo hagas, Jack —dijo—. No lo hagas. No fue idea mía, de verdad.

—Muy bien —dije—. Pues vamos a averiguar de quién fue esa maldita idea.

Lo agarré por el cuello de la camisa y la corbata y me lo llevé a rastras por las escaleras. Alguien me empujó el pecho con fuerza.

—¿A qué te crees que estás jugando? —dijo una voz.

Tenía a un patán delante de mí, un peldaño más abajo, y detrás de él había otro. Los dos me miraban a la cara con mucho interés.

—A nada que pueda interesarte —dije.

—¿Ah sí? —dijo. Y dirigiéndose a Thorpey—: ¿Qué pasa, amigo? ¿Necesitas ayuda?

Thorpey no sabía qué demonios contestar.

—Mirad, muchachos —dije—. No os metáis en algo de lo que no podáis salir.

—¿Ah sí? —dijo el patán.

Comencé a bajar las escaleras. El tipo me dio otro empujón en el pecho, solo que esta vez más fuerte.

—Él es más pequeño que tú —dijo.

—Y tú también —contesté—, así que ¿para qué arriesgarse?

El patán retrocedió para soltar un golpe. Pensó que el movimiento le haría parecer más duro, pero solo consiguió que fuera más lento. Le di un puñetazo en el estómago. Su peinado a lo Walker Brothers le cayó sobre la cara y cayó de rodillas sobre las escaleras. Su compañero observó cómo se derrumbaba por completo y, lentamente, volvió la mirada hacia mí.

—¿Tú también quieres? —dije—. ¿O solo vas de acompañante?

El otro patán no contestó. Pasé junto a él y junto a su compañero, que ahora apoyaba la frente en uno de los peldaños intentando recordar qué le había pasado para sentir un dolor tan terrible en las tripas. Nadie más se interpuso en mi camino, de manera que me marché mientras las luces del interior del Baths iluminaban al patán, que ahora rezaba en las escaleras. Thorpey, naturalmente, vino conmigo. Solo lo solté cuando doblamos hacia la calle donde estaba mi alojamiento.

El coche estaba donde lo había dejado. Uno de los chicos de Thorpey estaba ayudando a subirse al asiento de atrás al chaval que había recibido el golpe en la tráquea. El que ayudaba nos miró a mí y a Thorpey, pero eso fue todo. A continuación, rodeó el coche por el otro lado, levantó las piernas del compañero que estaba sobre el asiento delantero y las colocó debajo del salpicadero. Cuando hubo terminado, se colocó detrás del volante e hizo lo que yo no había hecho: dobló marcha atrás por High Street a bastante velocidad. Thorpey fue muy sensato. No salió corriendo y gritando detrás del coche. Keith estaba en la acera, delante de mi alojamiento, hablando con una mujer. Era mi patrona. Enfrente se habían encendido unas luces que antes estaban apagadas.

—Vamos a ver —dijo mi patrona cuando llegué—, ¿qué demonios se cree que está haciendo?

—Lo siento mucho —dije.

—Ya lo veo.

—No, de verdad que lo siento.

—No me venga con chorradas —dijo—. Si es usted un viajante de comercio, yo soy la maldita Twiggy. ¿Qué demonios está pasando? ¿Y quién es este tipo?

Thorpey se había quedado sin palabras. Una mujer mayor que se cubría con una bata cruzó la calle.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Es que no piensan en los demás? —gritó. Su fina voz se la llevó el viento y la arrastró por encima de las farolas.

—Quizá sería mejor que entráramos —dije.

—¿Entrar? —dijo la patrona—. ¿Por qué iba a alojar a alguien de su calaña?

—Todo el mundo te conoce, Edna Garfoot —gritó la anciana—. Todo el mundo sabía que traerías líos. Esta es una calle respetable.

Miré a mi patrona y sonreí. Mi patrona frunció el entrecejo y se volvió hacia la anciana.

—Calla esa bocaza, abuela —dijo.

—¡Vaya, vaya! —dijo la anciana—. A ver si te voy mandar a mi marido.

—Sí, seguro que le encantaría, vieja pelleja —dijo mi patrona.

—¡Oh! —dijo la anciana—. ¡Será posible!

Comenzó a cruzar la calle otra vez. Asentí a Keith con la cabeza y le soltó un empujón a Thorpey. Entramos en la casa.

—¡Hay que ver! —dijo la patrona. Recorrió el camino de entrada a buen paso. La esperamos en el vestíbulo. No cerró la puerta.

—¿Y bien? —dijo.

—Bueno —dije—, creo que ya puede cerrar la puerta. Ya estamos dentro.

Me lanzó una mirada lenta y airada, y a continuación aspiró y cerró la puerta. Keith, Thorpey y yo comenzamos a subir las escaleras.

—¿Adonde cree que va? —dijo la patrona.

—A mi habitación —contesté—. Tenemos un par de asuntos que tratar.

Nos siguió escaleras arriba.

—¿Qué va a hacer? —dijo.

Abrí la puerta de mi habitación.

—¿Por qué no vuelve abajo y nos prepara una taza de té? —dije.

Asentí en dirección a Keith, y este hizo entrar a Thorpey en el cuarto de un empujón.

—¿Qué va a hacer? —repitió la patrona.

Le cerré la puerta en la cara y eché el pestillo.

—Prepárenos una taza de té y se lo contaré —dije—. Puede que incluso la deje entrar a mirar.

—Llamaré a la policía.

—No, no lo hará.

Hubo un silencio.

—No se preocupe —dije—. No va a pasar nada. Tráiganos el té y ya está.

Hubo otro silencio, que al final se convirtió en el silencio de ella bajando las escaleras.

Keith y Thorpey estaban ahora en el centro de la habitación. Keith tenía las manos en los bolsillos del pantalón y me miraba. Thorpey también me miraba, pero no tenía las manos en los bolsillos. Permanecía bien firme, como si perteneciera a la Legión Británica. Mantenía los pulgares hacia abajo, siguiendo las franjas de un uniforme imaginario.

—Siéntate, Thorpey —dije.

No se movió.

—Relájate —dije—. Keith, tráele una silla a Thorpey.

Keith le trajo la silla en la que mi patrona se había exhibido aquel mismo día. Colocó la silla en el centro de la habitación, justo detrás de Thorpey.

Thorpey permaneció de pie.

Hurgué en mi bolsa y saqué una botella y también mi petaca.

Desenrosqué el tapón de la petaca y con mucho cuidado vertí un poco de whisky de la botella. Le entregué la petaca a Keith y me senté en la cama. Keith echó un trago, y yo me quité la americana y me aflojé los cordones de los zapatos.

Thorpey seguía en posición de firmes.

Eché un buen trago de la botella. La coloqué en el suelo, saqué mis cigarrillos y le ofrecí uno a Keith. Los encendimos.

—Bueno, Thorpey —dije.

No contestó.

—Al parecer tengo un benefactor secreto —dije.

Eché otro trago. Thorpey contemplaba la botella mientras iba del suelo a mis labios y de nuevo al suelo.

—No sabes cómo conforta saberlo —dije—. ¿No te parece, Keith?

Keith no contestó. Tampoco asintió. Tuve la sensación de que le preocupaba algo.

—El problema de tener un benefactor secreto —dije— es no saber quién es. No sé, me hace sentir un tanto incómodo. Porque no sé a quién darle las gracias, ¿entiendes?

Thorpey seguía mirando la botella.

—Y luego hay otra cosa. Cuando tienes un benefactor así, bueno, no dejas de preguntarte por qué te ha escogido a ti, teniendo en cuenta la cantidad de gente que pasa necesidad hoy en día.

Hubo un silencio.

—Me gustaría saber quién es, Thorpey.

Nada.

—Muy bien, muy bien —dije en tono cansino—. Si quieres, dejaremos de marear la perdiz. Alguien te ha enviado para que me subieras a un tren porque están acojonados por lo que pueda descubrir si meto las narices donde no debo, y me hago una idea bastante clara de lo que puedo descubrir, o no intentarían impedir que metiera las narices. Si tengo razón, hay una o dos personas que van a verse metidos en un buen lío. No sé, pero tú podrías ser una de ellas. Y si lo eres, que Dios te asista. Porque en ese caso, me enteraré. Pero a lo mejor no sabes nada del asunto. A lo mejor lo único que sabes es que alguien te dio un fajo de billetes de cinco para hacer un trabajo. Lo que quiero que me digas, más que ninguna otra cosa, es quién te dio ese fajo de billetes.

Thorpey se me quedó mirando.

—No puedo, Jack —dijo—. ¿Cómo te lo voy a decir?

—Sí que puedes, Thorpey.

—De verdad, tío, no puedo.

—Vamos. Sabes que es lo mejor.

Bajó la mirada al suelo y negó con la cabeza.

—¿Has tenido algo que ver con ello, Thorpey? —dije.

—¿Con qué?

—Con lo de Frank.

—¿Qué?

—¿Estabas allí?

—¿Cuándo?

—Cuando le hicieron tragar un montón de whisky.

—¿Qué?

—¿Sostenías la botella?

—¿Qué?

Llamaron a la puerta. Asentí en dirección a Keith, que dejó entrar a la patrona con su bandeja de té.

—¿Te reías mientras él vomitaba tan deprisa como tú le hacías tragar?

Thorpey me miraba fijamente.

—¿Soltaste una risita cuando quitaste el freno del coche de Frank y este empezó a caer por el precipicio?

Comenzó a negar con la cabeza.

—¿Os pasasteis la botella después de que el coche cruzara el seto? ¿La misma botella que le habíais metido por el gaznate?

—No sé de qué estás hablando, Jack —dijo Thorpey.

—Bueno, pues yo sí —dije.

Salté de la cama y agarré a Thorpey por el desaliñado cuello de la camisa y lo obligué a sentarse en la silla.

—Estoy hablando de mi maldito hermano, Thorpey. De eso estoy hablando. ¡Así que empieza a largar o te vas a enterar de lo que es bueno!

Thorpey levantó la vista hacia mí, así que le crucé la cara tres veces. Levantó los brazos para cubrirse la cabeza y dijo:

—No, Jack. No.

—¿Quién lo mató, Thorpey?

—No lo sé. No lo sé.

—Pero sabes que lo mataron.

—No. No.

—¿Quién te pidió que me quitaras de en medio?

Negó con la cabeza. Volví a golpearlo, ahora un gancho bajo que le dio de pleno en mitad de la cabeza gacha.

—No, no me pegues, Jack.

—Entonces contesta a mi pregunta.

—Muy bien. Muy bien —dijo—. Te lo contaré.

Retrocedí. Thorpey estaba sentado con el culo al borde de la silla, aún agachado.

—Brumby —dijo—. Él nos dio el dinero. Pero eso es todo lo que sé. De verdad.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que averiguara dónde estabas y que me asegurara de que cogías el tren de las doce.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. De verdad, Jack.

—¿Tus chicos sabían de dónde venía el dinero?

—No, solo yo.

Me dirigí a la cama y me senté.

—Así que Brumby, ¿eh? —dije.

—Pero por amor de Dios, no le digas que te lo he contado, Jack. Por favor.

—¿Ahora trabajas para él?

—No. Solo me encarga algún trabajillo de vez en cuando.

—¿No te pagó para que hicieras algo para él hace poco? ¿Pongamos el domingo pasado?

—De verdad, Jack, eso es todo. De verdad.

Eché un trago. Mi patrona seguía delante de la puerta con la bandeja del té.

—Ah, eso está bien —dije—. Justo lo que necesitamos. Una buena taza de té.

No parecía tan indignada como antes. Colocó la bandeja sobre la cómoda y comenzó a servir el té.

—Brumby —repetí.

—¿Puedo irme ya? —dijo Thorpey.

—No, maldita sea, claro que no.

—¿Quién es Brumby? —dijo Keith.

—Cliff Brumby —dije—. ¿Has estado alguna vez en Cleethorpes?

Keith asintió.

—¿Alguna vez has entrado en una sala de juegos y has puesto una moneda en una tragaperras?

—Sí —dijo Keith.

—Bueno, pues me apuesto diez contra uno a que esa tragaperras pertenece a Brumby, y probablemente también la sala. Y lo mismo en Brid y Skeggie. ¿No es verdad, Thorpey?

Thorpey no contestó.

—¿Por dónde para Cliff últimamente, Thorpey?

No hubo respuesta.

—¿Thorpey?

—Probablemente lo encontrarás en el Conservative Club. Suele ir allí casi todos los viernes. Juega al snooker.

—¿Y dónde vive?

—Tiene una casa en Burnham.

—¿Cuál es la dirección?

No hubo respuesta.

—¿Thorpey?

—La casa se llama «Pantiles». La compró hace más o menos un año.

—Bueno —dije—. Muchas gracias.

Mi patrona me alcanzó una taza de té.

—Muchísimas gracias, señora Garfoot. ¿O puedo llamarla Edna?

—¿Por qué no me cuenta de una maldita vez lo que está pasando? Por si no lo sabe, esta es mi casa.

Me eché un poco de whisky en el té y lo removí.

—Sí —dije—. Debo decir que, en general, se ha portado usted muy bien, Edna, de verdad.

—Deje de darme coba, y vamos al grano.

Me bebí el té y me puse en pie.

—En este momento no se lo puedo explicar —dije—. Tengo que salir un rato. Pero Keith la pondrá al corriente.

—¿Keith?

—Oh —dije poniéndome de nuevo la americana— lo siento mucho. Edna, Keith. Keith, Edna.

—¿Quién dice que él se queda aquí? —dijo mi patrona.

—Bueno, tiene que quedarse, ¿no? Hasta que yo vuelva. Procura que Thorpey no salga y empiece a llamar por teléfono.

—Demonios —dijo Thorpey.

—Un momento… —dijo mi patrona.

—Ciao —dije—. Ah, y Keith, muchísimas gracias. Has sido de gran ayuda. Me encargaré de que no te pase nada. ¿Entendido, compadre?

Keith esbozó una sonrisa.

—Muy bien, compadre —dijo.

Cerré la puerta y bajé las escaleras.

Primero fui al Conservative Club.

No había recepcionista. Entré directamente. Había un vestíbulo mal iluminado con dos máquinas tragaperras a cada lado, como si fueran centinelas. Nadie jugaba en ellas. Unas habitaciones con las puertas cerradas flanqueaban el vestíbulo. En el otro extremo había unas puertas dobles, y más allá se oía el sonido de gente jugando a snooker. Recorrí el vestíbulo y entré por las puertas dobles.

Había seis mesas, todas ocupadas. El techo era muy alto, y las luces de las mesas, suspendidas de aquellos finos cables que ascendían a través de una vasta extensión de oscuridad, parecían un tanto ridículas. Había una plataforma elevada de más o menos un palmo de altura que rodeaba toda la sala, y sobre esa plataforma había unos bancos pegados a la pared para que los que no jugaban pudieran sentarse a mirar a los jugadores. Brumby no estaba en ninguno de los dos grupos. Aparte de las luces que colgaban sobre las mesas, la única iluminación digna de ese nombre estaba en un rincón, y procedía de una diminuta barra curva sobre la que se inclinaba un camarero, que con la barbilla apoyada en las manos ahuecadas contemplaba la partida de la mesa más cercana a la barra. Es decir, la contemplaba hasta que me vio.

Entonces se irguió y frunció la frente. Estaba a punto de levantar la parte de la barra abatible y salir a decirme unas palabras, pero no le concedí esa oportunidad. Llegué a la barra antes de que pudiera decir «Solo para socios».

—Lamento mucho entrar así —dije—, pero tengo un mensaje urgente para el señor Brumby. ¿Sabe dónde podría encontrarlo?

—Esto es muy irregular —dijo el camarero—. Nunca permitimos la entrada a personas que no son socias del club si no van acompañadas.

—No, si la yo sé. Como ya le he dicho, lamento haber entrado así, pero es bastante urgente.

—Y no se permite entrar a nadie después de las once.

—Ya lo sé. Pero me dijeron que el señor Brumby podría encontrarse aquí, y es un asunto que realmente necesita su atención…

—¿Es un asunto de negocios? —dijo aquel entrometido cabrón.

—No, no exactamente —dije—. Pero es bastante urgente.

—¿Quién es usted?

—Un amigo del señor Brumby. Y ahora…

—No le había visto nunca.

—No. Acabo de llegar de Londres.

—¿Ah sí?

Comencé a alejarme de la barra.

—¿Adonde cree que va? —dijo el camarero.

—A buscar al señor Brumby.

—Bueno, pues es inútil que lo busque aquí —dijo el camarero—. El señor Brumby no ha venido esta noche.

Me di la vuelta.

—Vaya —dije.

—No —añadió el camarero—. Esta noche no. Es el Baile de la Policía, ¿no?

La noche era muy oscura y las carreteras muy estrechas. Los limpiaparabrisas abanicaban el cristal en un zumbido. Miré mi reloj. Las manecillas luminosas indicaban la una y diez. Si el baile acababa a la una, le llevaría unos treinta y cinco o cuarenta minutos llegar en coche hasta Burnham, y yo me adelantaría en unos veinte minutos. Si el baile no acababa hasta la una y media o las dos, entonces tendría que esperar un buen rato. Pero no me importaba.

La carretera formaba una pronunciada pendiente y los faros iluminaron el cartel que decía BURNHAM. Aminoré la velocidad. Era un pueblo muy pequeño y no quería pasar la casa de largo.

Aunque habría sido difícil. Detuve el coche y bajé la ventanilla. Un tanto apartada de la carretera, sobre una empinada elevación, había una casa nueva estilo rancho. Todas las luces estaban encendidas. Había un montón de coches aparcados en el camino de entrada y a lo largo de la calle. En el interior había mucho ruido, pero yo no oía gran cosa. Solo podía ver a la gente que lo provocaba. La casa estaba abarrotada de chavales. Una fiestecita para los más jóvenes mientras mamá y papá besaban el culo del Inspector Jefe. Bueno, no tenía mucho sentido hacer sonar aquel timbre musical. Di marcha atrás con el coche hasta el arcén cubierto de hierba del otro lado de la calle, encendí un cigarrillo y me quedé mirando mientras esperaba. Unas cuantas personas salieron y se metieron en su coche, y un joven salió a cuatro patas y vomitó sobre las begonias, pero aparte de eso no pasó gran cosa, excepto que el interior de las ventanas se fue empañando cada vez más y la música se hizo más estruendosa.

A eso de las dos menos cuarto, un bonito y flamante Rover bajó lentamente por la carretera y tomó el camino de entrada. El coche frenó bruscamente en mitad de la verja. Durante un minuto o dos no ocurrió nada. A continuación se abrió la portezuela del copiloto y salió Cliff Brumby. Tenía muy buen aspecto. Llevaba un bonito abrigo oscuro cruzado sin abrochar, y sobre los hombros una bufanda blanca de seda con borlas. Su estatura realzaba su aspecto elegante, al igual que su cabello gris perfectamente cortado. Parecía más Henry Cabot Lodge[8] recién salido de la Casa Blanca que un rey de las tragaperras cualquiera que acaba de llegar del Baile de la Policía.

Se quedó mirando la casa durante casi un minuto, sin moverse, con la mano sobre la portezuela del coche.

—Joder —dijo.

Seguía sin moverse.

—Y ahora, Cliff —dijo una voz de mujer desde el interior del coche—, no te enfades. Luego lo lamentarás.

Cliff cerró de un portazo, tan fuerte como el que yo le había asestado a su sicario aquella misma noche.

—Voy a matar a esa zorra —dijo.

—Cliff… —insistió la voz de la mujer.

Cliff recorrió el camino de entrada despacio, sin prisa. Se detuvo una vez para mirar al joven que dormía entre las begonias. Lo contempló unos momentos antes de apartar la mirada. Cuando llegó a la puerta principal no la abrió y entró sin más, sino que hizo sonar el timbre y dio un paso atrás con los brazos cruzados. La tonadilla musical fue lo bastante estridente como para imponerse al resto del ruido. Se vio ondularse un vestido rojo detrás del cristal esmerilado de cuerpo entero. Se abrió la puerta. La chica era muy guapa. Tenía los ojos llenos de vida y las mejillas muy rojas, y se la veía feliz hasta que se dio cuenta de a quién tenía delante.

—Papá —dijo.

—Exacto —dijo Cliff—. Tu maldito papá.

—Pero si solo son las dos menos cuarto —dijo la chica pensando en voz alta—. El baile no acababa hasta los dos.

—Exacto —dijo Cliff—. Esto te enseñará a no dar nunca nada por supuesto.

La cara de la chica se puso mustia.

—¿Y llamas a esto invitar a unos cuantos amigos a tomar café? —dijo Cliff.

—Esto… —dijo la chica.

Cliff pasó junto ella y entró en la casa.

—Un maldito desmadre sobre mis malditos muebles, bebiéndose mis malditas bebidas, vomitando sobre mis…

Desapareció en el interior de la casa y no pude oír el resto. Se abrió la portezuela del conductor del Rover y salió una mujer. Llevaba un vestido de noche blanco, muy sencillo y hermoso, y un abrigo de visón, también muy sencillo y hermoso. El problema era que estaba gorda, por lo que el hermoso vestido y el hermoso abrigo no la mejoraban gran cosa. Se quedó mirando la casa con aspecto preocupado. No me imaginaba a un tipo como Cliff pasando con ella más horas de las necesarias.

La gente comenzó a salir de la casa. La música se detuvo. Los coches se pusieron en marcha. A través de las ventanas se veía a Cliff yendo de habitación en habitación para dirigir las operaciones. Al final apareció en la puerta, ayudando a salir a un chico y una chica a los que agarraba del pescuezo. La chica tenía la ropa muy arrugada y a él le costaba subirse la cremallera de la bragueta, que por algún motivo se le había quedado atascada.

Después de que Cliff hubiera propulsado a esa pareja, se acercó a las begonias, recogió al jovenzuelo, lo arrastró por el camino de entrada y lo arrojó al arcén cubierto de hierba que quedaba junto a la verja.

—Cliff, ten cuidado —dijo la mujer.

—Cállate —dijo Cliff.

Se acercó a la casa, y la mujer lo siguió. Cliff se hizo a un lado para dejar salir a los últimos. Miró a la cara a cada uno mientras pasaban a su lado. Cuando se hubo ido el último, entró en la casa.

—¡Sandra!

Era un milagro que los cristales dobles siguieran intactos. La mujer entró en la casa y cerró la puerta, pero todavía podía oír la voz de Cliff.

—¡Sandra!

Hubo un silencio, y a continuación vi a Cliff aparecer al otro lado de una de las ventanas del piso de arriba. Estaba de espaldas al cristal, y bajaba la vista hacia un punto del interior del dormitorio. Se puso a gritar otra vez.

Salí del coche y cerré la puerta.

Crucé la carretera y subí por el camino de entrada. Me quedé delante de la puerta durante unos momentos. En el piso de arriba, Cliff seguía con su perorata. El resto de la casa estaba en silencio. No se oía que retiraran las copas, ni vaciaran los ceniceros ni ordenaran los muebles.

Abrí la puerta principal y la cerré detrás de mí sin hacer ningún ruido.

Me encontré en un vestíbulo cuadrado que no era ni grande ni pequeño. Una moqueta cubría todo el suelo, y su estampado de flores era demasiado grande para encajar en el espacio que ocupaba. Había una escalera baja en el centro del vestíbulo que giraba en ángulo recto tres veces antes de alcanzar la galería que circundaba las cuatro paredes. El pasamanos y la barandilla eran de hierro forjado barnizado de blanco. El papel pintado también era un estampado a flores, y el dibujo no era mucho más pequeño que el de la alfombra. En una de las paredes colgaba un grabado de una chica oriental de cara verde dentro de un marco blanco, y en la otra, a bastante altura, se veían un par de pistolas de duelo de plástico. En un rincón, cerca de la puerta principal, había una mesita para el teléfono de hierro forjado y tablero de cristal, y encima un teléfono rojo. Todas las puertas que desembocaban en el vestíbulo tenían un cristal esmerilado de cuerpo entero. Una de las puertas estaba abierta. Sin moverme de la puerta, miré al otro lado y vi la totalidad de una gran butaca blanca y parte de un sofá a juego. Más allá del sofá, vi una chimenea de ladrillo estilo granja y un fuego eléctrico en mitad de ella. Acababan de encender el fuego. Sobre la repisa había muchas copas y ceniceros. Por encima de las copas y ceniceros se veía Flatford Mill[9].

Entré en la habitación. La señora Brumby estaba sentada en un extremo del sofá, en la parte que no había podido ver desde fuera. Todavía llevaba el abrigo puesto. Miraba los barrotes del fuego eléctrico. Reposaba el codo sobre el brazo del sofá, y con los dedos se acariciaba lentamente la frente, como si intentara librarse de un leve dolor de cabeza. Al principio no se apercibió de mi presencia.

—Buenas noches —dije.

En un primer momento, todo lo que hizo fue volver la cabeza lentamente, como si aquello le pareciera lo más normal del mundo, pero cuando me vio se puso en pie de un salto y derribó un cenicero colocado sobre el brazo del sofá.

—Lamento haberla sobresaltado —dije—. He llamado al timbre, pero no ha contestado nadie, y como la puerta estaba abierta…

—¿Quién es usted?

—Lo siento. Me llamo Carter. Jack Carter.

—¿Ha venido a quejarse del ruido?

—No, no —dije—. Soy un viejo amigo de Cliff. Se me ocurrió hacer una visita porque quería comentarle una cosa.

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