Carter

Carter


Viernes

Página 8 de 15

Al principio apareció un leve alivio en su cara, pero sus expresiones posteriores describieron lo que le estaba pasando por la cabeza. Un viejo amigo. De los viejos tiempos. A esa hora de la noche. La mujer miró su reloj y luego al techo. Todavía se oía perorar a Cliff.

—Sé que es una hora un poco extraña para venir de visita —dije—. Pero es bastante urgente.

—¿Para qué quiere ver a Cliff?

—Bueno, la verdad es que es por negocios…

—Estoy al corriente de todos los negocios de Cliff.

—No me cabe duda.

—¿Y bien?

—Mire, señora Brumby —dije—. No actúo en nombre propio, compréndalo. Simplemente dígale a Cliff que Jack Carter de Londres ha venido a verlo.

Levantó un poco la barbilla y se me quedó mirando.

—¿Y cómo sé yo que se trata de negocios? —dijo—. ¿Por qué tendría que aceptar su palabra? No le conozco.

—Pero conoce a Gerald y Les Fletcher, ¿no?

Prolongó la mirada y me di cuenta de que me creía al decirle que estaba con Gerald y Les. Pero no sabía qué pensar de por qué estaba allí. Pero fuera cual fuera la razón, sabía que no me marcharía hasta no haber visto a Cliff. De manera que concentró su mirada un poco más y acto seguido salió rápidamente del cuarto y subió las escaleras.

Miré a mi alrededor. Al otro lado de la sala, delante del ventanal que daba no sabía adonde, había una reproducción de una mesa de refectorio con sillas a juego. La mesa estaba inundada de alcohol. Botellas de cerveza Pipkins vacías ocupaban una tercera parte de la mesa. El resto eran vasos y botellas del mueble bar musical de Cliff. Al borde de la mesa, un cigarrillo había formado una pequeña muesca en el lustroso roble.

En el piso de arriba seguían pasando cosas. Aún se oían las voces, pero mucho más apagadas. Luego llegó el silencio. Una puerta se abrió y se cerró. Unas pisadas susurraron sobre la alfombra de la escalera. Cliff Brumby entró en la sala. Me volví hacia él. No parecía muy contento. No creo que yo tampoco pusiera muy buena cara, porque en aquel momento sentía algo en las tripas, una sensación que no me gustaba mucho, y que tenía que ver con lo que estaba viendo en la cara de Cliff mientras lo miraba.

—¿Qué cojones es todo esto? —exclamó.

No contesté.

—¿Supongo que sabes qué puta hora es?

Asentí. De todos modos, me la dijo.

—Son las dos y cuarto de la mañana, joder.

—Ya lo sé.

—¿Y bien?

Saqué mis cigarrillos y encendí uno.

—Dot me ha dicho que te envían los Fletcher. ¿Qué cojones es tan importante que no puede esperar hasta mañana?

Negué con la cabeza.

—No —dije—. No me envían los Fletcher.

Se me quedó mirando. A continuación avanzó, cerró el puño y con el dedo índice me apuntó a la cara hasta quedar a pocos centímetros de mi nariz.

—Y ahora escúchame —dijo—. Escúchame bien, joder. Esta noche no estoy de humor. He tenido suficiente. Estoy hasta aquí. Así que dejémonos de bromitas, ¿vale? Porque no tengo muchas ganas de reír.

—He cometido un error —dije.

—¿Cómo?

—He dicho que al parecer he cometido un error.

—¿Un error? ¿Qué clase de error?

—Me han dado una información equivocada.

—¿Una información equivocada? ¿Sobre qué?

—Me han dado una información equivocada sobre ti. Lo he sabido desde el momento en que has entrado en esta sala.

Cliff se sentó en el brazo del sofá. Comenzaba a comprender.

—No era por negocios, ¿verdad?

—No, no era por negocios —dije.

Hubo un silencio. Ahora ya se hacía una idea bastante acertada.

—Has venido a liquidarme. ¿Es eso?

No contesté.

—¿Por qué, Jack?

—Prefiero no decirlo.

—¿Prefieres no decirlo?

—Cliff, he cometido un error. Tengo que irme. He de ver a alguien por un asunto.

Comencé a dirigirme hacia la puerta. Cliff se levantó del sofá de un salto y me agarró por las solapas.

—Y ahora escucha lo que te voy a decir, joder. No me gusta que ningún matón entre y salga de mi casa en mitad de la noche y me amenace. No saldrás de aquí hasta que no te hayas explicado. Has venido a liquidarme y quiero saber por qué. Si alguien ha estado metiendo cizaña contra mí, quiero saber quién cojones es. Y cuando sepa lo que es y quién lo ha dicho, a lo mejor quiero ocuparme del asunto contigo, Jack, si te parece bien.

—Me parece bien —dije—. Aunque tampoco me parece tan bien.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Cliff, eres un tipo grandote, y estás en buena forma. Pero yo sé más que tú.

No fueron exactamente las palabras más acertadas. Cliff me hizo dar media vuelta con todas sus fuerzas y me arrojó sobre el sofá. Se inclinó sobre mí y apenas conseguí impedirle que me rompiera la cara.

—Muy bien, mariquita —dijo—. Ahora enséñame de qué vas.

Se lo enseñé. Le solté una patada fuerte en la espinilla y un puñetazo en la barriga, no demasiado fuerte, lo suficiente. Me puse en pie. Esta vez me tocaba a mí cogerle por las solapas. Lo enderecé y le miré a la cara. Estaba un poco más gris que antes.

—Lo siento —dije—. A veces hacemos cosas que no queremos.

Salí de la sala. La señora Brumby se había quedado petrificada en la escalera.

—Buenas noches —dije.

Abrí la puerta principal. La señora Brumby entró corriendo en la sala.

—¿Qué ha pasado? —la oí decir—. ¿Estás bien? ¿Quién era? ¿Qué quería?

—Nada que sea asunto tuyo.

—Ha habido problemas, ¿verdad?

—¿No va siendo hora de que empieces a limpiar el maldito caos que ha montado tu hija?

Hubo un silencio.

—Sí, Cliff. Supongo que sí.

Cerré la puerta tan suavemente como cuando había entrado.

Entré marcha atrás en el garaje y me dirigí a la puerta de la pensión. Estaba abierta. Apenas unos centímetros, pero estaba abierta.

No hice ruido. La luz estaba encendida. Iluminaba un radio de unos pocos palmos alrededor de la bombilla y nada más. No se oía nada.

Me dirigí al pie de las escaleras. La puerta que daba a la cocina, al final del pasillo, se abrió ligeramente. Quienquiera que estuviera en la cocina, prefería estar allí a oscuras.

Me aparté del pie las escaleras, recorrí el vestíbulo en un par de zancadas y empujé la puerta de la cocina. Se abría hacia dentro. La puerta golpeó a quienquiera que hubiera comenzado a abrirla. Palpé la pared de la cocina y encendí la luz. Se oyó un leve chillido. Volví a tirar de la puerta y cerré de un portazo. Me encontré a la patrona allí de pie, la espalda apretada contra el papel pintado. Tenía un morado bajo el ojo derecho que acabaría recorriendo todo el arco iris. Vestía una bata larga de color rojo con un cuello de plumas blancas que flotaban bajo su barbilla. Tenía un vaso y un cigarrillo en la mano izquierda, y en la derecha un atizador de latón ornamental. Nos quedamos mirándonos mutuamente.

—Bueno —dije—. ¿Qué ha ocurrido?

Dejó de mirarme y se acercó a la mesa de la cocina. Cogió una botella de brandy. Era del bueno. Vertió un poco en su vaso.

—Han vuelto, ¿verdad?

Echó un trago.

—Uno de ellos. Con dos tipos diferentes.

—¿Qué ha pasado?

—¿Qué cojones cree que ha pasado?

No dije nada.

—Vinieron a buscar a ese tipo, ¿no? Sabían que usted no estaría. Todo les parecía muy gracioso.

—Muy bien —dije—. ¿Y qué ha pasado? ¿Qué le han hecho a Keith?

—Se lo llevaron con ellos. El que había venido antes no parecía muy contento con él.

—¿Y qué le han hecho a usted?

No contestó.

—¿Y bien?

—Digamos que me debe una blusa.

—Ha tenido suerte —dije, y encendí un cigarrillo. Miré a mi alrededor. En una de las paredes había una vitrina de madera blanca. Abrí la puerta de cristal y saqué un vaso. Me acerqué a la mesa, me senté en una silla de cocina y me serví un brandy.

—¿Todo ha terminado, entonces? —dijo la patrona.

No dije nada.

—Le da igual, ¿verdad? —dijo—. Podrían haber hecho cualquier cosa.

No dije nada.

—¿Y qué me dice del chico? ¿No va a hacer nada por él?

—No puedo hacer nada, ¿no cree?

—¿Qué le harán?

—Es difícil decirlo, así de pronto.

Eché un trago.

Se dirigió apresuradamente hacia la puerta de la cocina y la abrió con tanta fuerza que golpeó contra la pared.

—Fuera —gritó—. Fuera de mi casa.

Eché otro trago. Comenzó a llorar.

—Maldito maricón de mierda —dijo—. ¿Quién demonios se cree que es? Esta noche me han hecho daño. Ya lo creo que me han hecho daño.

—Eso no es nada comparado con lo que le hicieron a mi hermano —dije.

—¿Y qué va a hacer? ¿Les pagará con la misma moneda?

—Exacto.

—Esta noche no ha llegado muy lejos, ¿verdad?

No contesté.

—¿Qué ha pasado? ¿Se ha cargado a quien no debía?

—No, no me he cargado a nadie, así que cierre el pico.

—Oh, no hablaban de otra cosa cuando vinieron a buscar a Thorpey. A Thorpey le parecía muy gracioso.

—Cállese.

—Decía que le habían encargado decirle que era Brumby quien le enviaba si no conseguía manejarle. Thorpey dijo que le habría encantado ver la cara de Brumby cuando se presentó en su casa.

—¿Y por qué iba a darme una lección Brumby si cuatro de esos cabrones no habían podido?

—No lo está pillando. Esperaban que usted le diera una lección a Brumby. Que lo matara, con un poco de suerte. Saben que usted no es de los que primero preguntan. Thorpey dijo que así matarían dos pájaros de un tiro. Se quitarían a Brumby de en medio y a usted le colgarían el muerto por haberlo hecho. Thorpey está esperando saber qué ha ocurrido, y en cuanto lo sepa alguien llamará a la poli y se lo contará todo.

—Bueno, pues parece que se quedará con las ganas, ¿no?

—¿Qué pasó? ¿Brumby era más grande de lo que usted esperaba?

No dije nada.

—Es usted muy valiente con un hombrecillo como Thorpey.

—Cállese.

—Fue una suerte que Keith estuviera aquí para ayudarle. Aunque es una lástima, ¿no?, que ahora que él le necesita no pueda echarle una mano.

—¿Me está provocando?

—Oh sí. Eso le gustaría, ¿no?

—No, pero a lo mejor a usted sí.

Se precipitó hacia mí.

—¿Le gustaría ver las magulladuras?

—¿Por qué? ¿Quiere enseñármelas?

Me soltó una bofetada. Yo le solté otra. Volvió a pegarme. Me puse en pie, la agarré por las muñecas y la lancé contra la pared. La solté antes de que impactara, salí de la cocina, recorrí el vestíbulo y comencé a subir las escaleras. Ella salió corriendo de la cocina.

—¿Adonde cree que va? —gritó.

—A la cama. ¿Viene? —dije sin detenerme.

Corrió hasta el pie de las escaleras.

—¡Fuera! ¡Salga de aquí de una maldita vez! Si no se va, llamaré a la policía.

—Seguro que lo hará —dije entrando en mi dormitorio.

Me dirigí hacia la cama y levanté el cubrecama. Saqué el paquete alargado de debajo de la cama y comencé a desenvolver los periódicos. La patrona apareció en la puerta, pero ni me fijé en ella. Se quedó completamente estupefacta al ver que estaba desenvolviendo una escopeta. La abrí, saqué la caja de cartuchos de la bolsa y coloqué dos en la recámara.

—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó.

—Voy a proteger todas mis pertenencias.

—Esta noche no volverán, ¿verdad?

Cerré la escopeta.

—Nunca se sabe —dije.

—Y si volvieran, ¿la utilizaría?

—No sea estúpida. Basta con que te apunten con una de estas para que te cagues en los pantalones.

—Entonces, ¿por qué la ha cargado?

—Alguien podría pensar que iba de farol. Me gustaría asegurarle que no.

—Jesús —dijo en tono cansado.

Apoyé la escopeta contra la pared que quedaba junto a la cama, me tendí y cerré los ojos. Oí cómo la patrona se acercaba a la mesilla de noche, cogía uno de los vasos y vertía algo dentro.

—¿Por qué mataron a su hermano?

—No lo sé. Y tampoco sé quiénes lo mataron.

—Entonces, ¿Thorpey no tiene nada que ver con ello?

—Lo dudo mucho. No tendría valor.

—Pero esta noche ha tenido valor para enviarle a una persecución inútil.

—Eso no ha sido valor; ha sido apostar sobre seguro. Fuera cual fuera el resultado de mi encuentro con Brumby, no tendría que haber vuelto. Se meará en los pantalones cuando averigüe que no he actuado como hago normalmente.

—¿Va a ir a por él?

—Lo haría si pensara que puedo cogerlo. Probablemente ya está a medio camino de Doncaster o Barnsley, o donde sea. No volverá hasta que no haga un mes que me he marchado.

—¿Y Keith? ¿Qué va a hacer con él?

—Darle algo de dinero.

—No creo que ahora le sirva de mucho.

—No sé dónde vive, ¿vale? Tampoco sé dónde lo han llevado, ¿vale? ¿Usted lo sabe?

—No.

—Pues ahí lo tiene.

Estuvo un rato sin decir nada. Me incorporé, eché un buen trago, volví a tumbarme y cerré los ojos.

—¿Qué hará si pilla a los que lo mataron?

—¿Usted qué cree?

Otro silencio.

—¿Por qué? —dijo.

—Era mi hermano.

Se sentó en la cama.

—¿Simplemente los matará? ¿Así, sin más?

—Si no me matan ellos primero.

—¿Sería capaz de hacerlo? ¿Sin más remordimientos?

—Cualquiera lo haría por alguien de su propia sangre, y además, ellos sabían que no los iban a detener.

—Y a usted, ¿no lo van a detener?

—No.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo sé.

Al cabo de un rato dijo:

—Suponga que telefoneara a la policía y les dijera que en mi pensión hay un tipo con una escopeta que me ha dicho que va a liquidar a alguien.

—No lo haría.

—¿Cómo sabe que no lo haría?

—Porque sé que lleva las bragas verdes.

—¿Y eso qué significa?

—Piénselo.

Se puso a pensarlo.

Hubo un prolongado silencio en el que no ocurrió nada, excepto que abrí los ojos y me encontré con los suyos delante. No me miraba como si yo le gustara, pero tampoco tenía por qué gustarle. Las mujeres que llevan bragas verdes son así. Extendí un brazo y abrí la bata. El sujetador hacía juego con lo que ya había visto. Tenía una magulladura cerca del pezón izquierdo. Seguía mirándome.

—¿Qué hicieron? —pregunté.

—Uno de ellos me arrancó la blusa. Otro me dio un puñetazo. Habrían continuado si Thorpey no hubiera comenzado a preocuparse por algunas cosas.

Toqué la magulladura con el dedo.

—Te pegó aquí, ¿no?

Ella no contestó.

—No habrá sido muy agradable —dije—. ¿O sí?

—Eres un cabrón, ¿lo sabías?

No contesté y seguí masajeando la magulladura. Se inclinó hacia atrás hasta que la espalda se arqueó sobre mi pecho. Se desanudó el cordón de la bata, se llevó las manos a la espalda, se desabrochó el sujetador y dejó los brazos donde estaban, inmovilizados debajo de ella. Amplié el masaje hacia una zona más grande. Al final, aún atravesada encima de mí, rodó hasta quedar de lado, apartándome la mirada.

Ir a la siguiente página

Report Page