Carnaval

Carnaval


CAPITULO XLIII

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CAPITULO XLIII

AMPANILLAS

El verano pasó muy de prisa en el abandonado huertecillo, y un día hermoso de septiembre se celebró el primer cumpleaños de Frank con muy buena voluntad por parte de todos. Zachary, después de haber recogido una buena cosecha, cesó de cavilar tanto sobre el fracaso de la Humanidad. Volvió a ser la misma persona activa de antes; acumulando grano y oro y expurgando con celo un libro de sermones de un obispo anglicano para reeditarlo aquel invierno. El pequeño Frank empezó a mostrar rasgos muy parecidos a Jenny; tanto es así que aun el observador más crítico no podría negarlo. Demostró también algo del carácter de su madre: tenía genio y voluntad propios y parecía, como ella, nacido para heredar las emociones más intensas de la vida. Jenny no estaba aún decidida a dedicarse totalmente a él; de transferir a su hijo todas sus actividades y sensaciones. La señora Raeburn tenía treinta y tres años cuando nació Jenny; el pequeño Frank llegó cuando su madre contaba diez años menos. Era natural que no sintiese todavía que las puertas de la juventud se cerraban tras ella. Además, Jenny, a pesar de su mucha experiencia parecía muy joven en la víspera de cumplir veinticuatro años y sólo representaba diecinueve. Había una juventud divina en ella, a prueba contra todas las furias, y la risa volvió a sus labios con las gracias de Frank. Aquellos profundos ojos volvían a sonreír para uno que desde las alturas de las alegrías infantiles, le correspondía encantadoramente. May era otro triunfo para el cariño. Era un placer ver a esta hermanita, feliz y saludable y casi tan sonrosada como la misma Jenny, ella que en los aires de Islington parecía enfermiza. ¡ Qué contenta se hubiese puesto su madre! ¡Cuánto hubiese dudado de la habilidad de Jenny para cumplir la promesa que le había dado de cuidar siempre de May!

La vida no era tan mala en aquella mañana de su cumpleaños, mientras que, sin apartar la vista del pequeño Frank, Jenny se vestía para desafiar el tempestuoso pero agradable tiempo de octubre. Pensaba en lo coloradas que estaban las manzanas del huerto, que caían al suelo con un golpe sordo, y de cómo ella y May habían reído cuando una de estas manzanas cayó sobre Frank, quien también rió, creyendo que, a pesar de su sorpresa, el caso era de risa.

El cartero vino aquella mañana, y el abuelo, agitando los brazos, trajo las cartas al huerto: había dos para Jenny. Permaneció unos minutos observando su excitación y, después, se marchó para cavar bajo el sol otoñal.

—¡ Hola! —gritó Jenny—, una carta de Maudie Chapman.

26 Alverton Street.

Pimlico.

Querida Jenny: De pronto me he acordado que es tu cumpleaños, hija. Muchas felicidades, y espero te encuentres perfectamente y continúes tan bien como yo. Tenemos un nuevo director de escena, de quien te reirías si le vieras. Hemos estado ensayando durante meses, y estoy ya harta. Te aseguro que hiciste bien en salir te del Orient. Esto es el infierno y no cabe la menor duda. Walter te envía recuerdos. Tengo una niñita que se llanta Ivy. Es un sol. ¡Tienes hijos ¡

Muchos abrazos de tu amiga Maudie.

P, D.-Irene se ha ido con ese chico Danby, y Elsie tiene dos mellizos. A su Artie le sentó muy mal. Madge Wilson tiene unas pieles fantásticas. Termino ya. Escríbenos.

—¡Imagínate! —dijo Jenny—. Elsie Crauford con dos mellizos.

Esta carta, leída al aire libre con la brisa del mar atravesando los manzanos, a trescientas millas de distancia, estaba llena del encanto de Londres. La habría echado al correo al regresar del teatro. ¡ Era increíble! Jenny veía el buzón colorado en el que la había echado. Este buzón estaba en una esquina de mucho tránsito. En el sobre había una mancha de una gota de lluvia londinense, y todo el papel tenía un leve olor a teatro. La misma tinta parecía pintura de pestañas, y Maudie debió escribir laboriosamente cada palabra durante los descansos entre los números.

—¿Me acordaré todavía de algún paso de baile? —se preguntó Jenny—, Ojalá no hubiese dado a Gladys West mis zapatillas nuevas de baile.

Como antaño bailó bajo los altos árboles de Hagworth Street con la melodía de “Caballería”, bailó ahora en el huerto de manzanos, llevando el compás con el viento y con la agitación de las ramas. Frank saltó y pataleó de alegría al ver el revoloteo de las faldas de su madre.” May gritó: “¡ Qué retozona estás!”, pero continuó mirando i su hermana con ojillos de pájaro, con la cabeza inclinada.

De ser poeta, Jenny hubiera cantado las alabanzas de Londres, del trueno y la penumbra; de las farolas y la lluvia; de los largos e irresistibles viajes en los tranvías; de las estrepitosas sacudidas a través de las entrañas de la tierra, pasando las luces verdes que se convierten en rojas. En su lugar, bailó en el recinto del huerto, con la brisa del mar, todo lo que su corazón había encontrado en Londres. Bailó las esperanzas de las infinitas hijas de Apolo que trabajan tanto por tan poco. Bailó sus desilusiones, sus sueños de inmortalidad, sus vidas, sus casamientos, sus hogares. Bailó sus temores a la pobreza y al hambre; sus trabajos, esfuerzos y luchas; sus regresos al hogar en las 'tinieblas. Bailó su edad madura, las esperanzas renovadas, los desengaños y alegrías. Bailó su senectud, las noches de Londres y los amaneceres llenos de gorriones. Bailó los pocos chelines que las hijas de Apolo ganaban. Quince piruetas por quince chelines; quince piruetas para largos ensayos y largas funciones; quince piruetas por una semana; quince piruetas sin fama; quince piruetas por quince chelines y un redoble por el funeral de un fantoche.

Y todo el tiempo, las alegres hojas otoñales bailaron sobre la hierba, acompañándola.

—Bueno, espero que te habrás divertido —dijo May cuando Jenny se echó sobre la hierba sin aliento y besó a Frank.

—¡ Creo que no volveré a bailar más!

—¿De quién era la otra carta? —preguntó May.

—¡Ya se me olvidaba! —dijo Jenny—. Pero ¿ de quién será? ¡ Qué letra más rara! Parece música.

Rompió el sobre.

Pump Court Temple.

Mí querida Jenny: Creo que he sido muy bueno al no molestarte hasta ahora; pero tengo gana de escribirte y desearte muchas felicidades en tus cumpleaños. ¿Quieres aceptar mis recuerdos? Maudie Chapman, a quien vi la semana pasada, me dio tus señas y me contó tu historia. Si fuese unos días a Cornwall, ¿me dejarías que te hiciese una visita? Si te molesta esta carta, no la contestes. Comprenderé perfectamente. Tu afectísimo,

Frank Castleton.

—Qué raro; no sabía que se llamase Frank! —dijo Jenny.

—¿Quién es ese Frank? —preguntó May.

—Un amigo que conocí hace ya cerca de cuatro años. ¿Hay por aquí algún sitio donde hospedarse?

—El hotel Trewinnard —contestó May.

Jenny miró al pequeño Frank.

—No veo por qué no lo he de hacer.

—¿Hacer qué?

—Permitir que venga un amigo a verme —contestó Jenny.

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