Carnaval

Carnaval


CAPITULO XLIV

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CAPITULO XLIV

VIEJAS RELACIONES

Castleton llegó a Bochyn en un atardecer de noviembre, cuyos pálidos reflejos, obstruidos por las masas de nubes, se reflejaban con mayor brillantez en los prados y arroyos. Jenny, a la luz de la lumbre, mecía a su hijo, durmiéndole. Corrió a abrir la puerta cuando oyó su llamada

—¡ Hola, Fuz! —dijo sencillamente.

Su silueta parecía enorme, vista a contraluz de los últimos destellos del día, y Jenny se dio cuenta de lo insignificante que era la gente con quien había vivido durante tanto tiempo.

—¡ Jenny! —dijo él— ¡ Qué alegría volver a verte!

Entró con ella en la habitación y esperó mientras encendía la lámpara e indicaba con el dedo al niño dormido en el silencio, roto tan sólo por el tic-tac de los relojes.

—Esa es una sorpresa, ¿no?

—Desde luego —contestó. Castleton—. Es muy hermoso.

—Se llama Frank, y, cosa rara, nunca supe que tú te llamabas Frank hasta que me escribiste el mes pasado.

—Otro desengaño —suspiró Castleton.

—¿Qué?

—Naturalmente; creí que habías cambiado su nombre para celebrar mi visita.

—¿ De verdad? —preguntó Jenny, no comprendiendo si lo decía de veras; un poco atrofiada por la influencia rústica del ambiente. Pero dándose cuenta de pronto, rió.

—Y bien, ¿cómo estás, Jenny?-preguntó.

—Estupendamente. ¿Dónde estas parando?

—En la Sola y Única posada.

—¿Cómodo?

—Mucho, por lo poco que vi.

—¿Te quedarás a tomar el té con nosotros para que puedas conocer a mi marido-invitó Jenny.

—Con mucho gusto.

Se hizo el silencio entre los dos amigos.

—¿ Y cómo está nuestro querido Londres? —preguntó Jenny al fin.

—Lo mismo que siempre! ¿Se habían ya inventado el metro y los taxis cuando tú te marchaste? —preguntó Castleton.

—No seas tonto; naturalmente —exclamó Jenny, ofendida por la alusión a un destierro antidiluviano.

—Pues entonces no hay nada que te pueda contar de Londres. Estuve en el Orient la otra noche. No hace falta que te diga que los bailes eran exactamente igual que otros muchos que he visto y en los que tú has tomado parte.

—¿Hay alguna chica bonita nueva? —preguntó Jenny.

—Creo que hay una o dos.

—¿Cómo está Ronnie Walker?

—Todavía vive más para la pintura, que de la pintura y se ha dejado crecer una barba amarilla.

—¿Como está Cunningham?

—Cunningham se ha casado. No conozco a su esposa, pero me han dicho que toca el piano mucho mejor que él. En cuanto a mí —agregó Castleton, rápidamente—, tengo unas habitaciones en el Temple, pero vivo con mi familia, que se ha mudado a Kensington. Ya ves qué horribles cataclismos han sacudido la ciudad que abandonaste. Ahora dime algo de ti.

—¡ Oh!, yo voy viviendo —dijo Jenny.

Los recuerdos fueron interrumpidos por la entrada de Trewhella, que saludó a Castleton receloso y un poco bruscamente por su timidez.

—¿Cómo está, señor? —dijo su huésped con visible agrado.

—Muy bien, gracias. ¿Viene de muy lejos? t-De Londres.

—No vale nada. Yo estuve allí una vez, pero no me fijé mucho —dijo Trewhella.

—¿Lo encontró desagradable?

—Sí, sí; demasiados londinenses para uno solo de por aquí. Pero no me robaron mucho. Creo que fui demasiado listo para ellos.

—Me alegro de ello —dijo el representante de las ciudades.

—Hablas muchas tonterías sobre Londres —dijo Jenny despreciativamente—, como si lo supieras todo. ^

—Encontró lo que quería, querida —dijo Trewhella guiñando un ojo. Parecía querer impresionar al forastero.

—Trayéndose a Je... a su esposa —dijo Castleton—. Vamos, después de eso no me parece que debiera hablar mal de Londres.

Trewhella lanzó una mirada recelosa como preguntando qué derecho tenía este intruso para hacer comentarios sobre su conducta. La presencia de un desconocido durante el te dio lugar a un silencioso masticar en la parte baja de la mesa; pero Castleton produjo una gran impresión en di abuelo, que le hizo innumerables preguntas, y suspiraba con admiración a cada respuesta inesperada.

—Pero hay una cosa que no creo me pueda decir —dijo el abuelo—. Si lo hace, es usted una maravilla.

—Y ¿qué es ello? —preguntó Castleton.

—He hecho esta pregunta a muchos hombres, a cientos, y ni uno solo me pudo contestar.

—Me asusta usted —contestó Castleton.

El abuelo se preparó, tragando una buena porción de pastel de carne, y lanzó su pregunta casi con reverencia.

—¿Puede usted decirme, señor, de qué condado de Escocia es John of Groats?

—Me parece que es de Caithness —contestó Castleton.

El abuelo tosió, visiblemente satisfecho, y golpeó la mesa en medio de su asombro.

—¡Oíd! ¡Todos los hombres y muchachas que estáis al final de la mesa! He hecho esta pregunta en Cornwall y la he hecho en Australia. La he preguntado hasta a escoceses. Ahora soy un viejo, pero nadie me pudo contestar hasta, hasta —se detuvo antes de dar el título de afecto y respeto usual en Cornwall— que el capitán Castleton, aquí presente, lo hizo al punto. Le deseo buena suerte, querido —agregó con una voz rica en emoción, mientras extendía una mano abierta sobre el tazón de crema para que la estrechara Castleton.

Después, el abuelo contó sus viejas historias de naufragios y sus famosas pescas, y fue tan lejos que llegó a ofrecer a Castleton enseñarle, a la mañana siguiente, el rincón del campo donde, con las dos piernas y un palo, podía estar al mismo tiempo en las tres parroquias de Trenoweth, Nancepan y Trewinnard. En realidad, monopolizó al huésped durante toda la comida y demostró un gran disgusto cuando Castleton tuvo que marcharse a la posada.

Trewhella preguntó a Jenny ásperamente, aquella noche, acerca del desconocido, tratando, con todo lo que había de zorro en su naturaleza, de descubrir el papel que había representado en su vida.

—Es un amigo —dijo Jenny.

—¿Te cortejó alguna vez?

—No, claro que no. ¿Crees que todos los hombres son como tú?

—¿A qué ha venido de tan lejos si no es más que un amigo? Escucha, no vayas a dar que hablar a las lenguas del pueblo con tus amigos de Londres.

—¡Cállate! —dijo Jenny—. ¿Qué importa el pueblo?

—A mí me importa —dijo Trewhella—. Me importa mucho. Mi gente y yo hemos vivido aquí desde hace muchos años y siempre nos han tenido por gente honrada y decente.

—¡ Vete! —gritó Jenny—. No empieces con disparates. ¡El pueblo! ¡Habladurías!, diría yo.

La mañana siguiente fue muy hermosa, y cuando Castleton llegó a Bochyn, Jenny dejó a Frank al cuidado de May y propuso dar un paseo. El abuelo, que estaba presente mientras se discutía el itinerario, declaró que lo primero que debían visitar era los acantilados, Jenny no se inclinaba por aquella dirección, pensando en los mirones que había tendidos todo el día en los juncos. Sin embargo, cuando pensó en lo furioso que se pondría su esposo cuando se enterase de que estaba paseando con Castleton por aquellas soledades, aceptó la sugerencia del abuelo con deliberada, audacia.

Era agradable pasear con Fuz, reír de su entusiasmo ante varios pájaros y flores que pasaban inadvertidos para ella. Era agradable verte resbalar en alguna madriguera de conejos y rodar al hondo de un hoyo de arena. Pero lo mejor de todo eran los descansos en las profundas oquedades secas, sobre cuyos bordes los juncos se proyectaban hacia el cielo en líneas acusadas, agitados por el viento. Allá abajo, haciendo dibujos con pequeños caracolillos, escuchaba los chismorree» del querido Londres. Podía oler en el aire del mar el perfume de los pavimentos de madera, y escuchar en las huidas de los conejos las pisadas de los viajeros por el metro de Piccadilly.

Y, sin embargo, había una laguna que no podía atravesarse tan rápidamente con una tentativa de conversación en un solo paseo. A menudo, en medio de los relatos de Castleton, deseaba con desesperación hablar de sucesos enterrados hacía mucho tiempo; exponer ante él toda su vida; discutir abiertamente las cosas buenas y malas de los hechos que hasta ahora sólo había discutido consigo misma. En cierto modo no era satisfactorio anudar unos cuantos hilos rotos de una amistad sin llegar a tocar el ovillo. Quizá fuera mejor dejar en paz el pasado. Gradualmente, Londres se desvaneció de la conversación. Ella se preguntaba si al ver Londres de nuevo se sentiría tan desilusionada como al oír las hablillas que le contaba su viejo amigo. Poco a poco, la conversación recayó sobre las preocupaciones principales de Jenny: May y Frank. El futuro de May era fácil de predecir. Con estos aires puros se pondría cada vez más fuerte y saludable y, al pasar de los días, sería una completa justificación de su matrimonio. Pero ¿y el porvenir de Frank? Jenny no podía soportar la idea de que se le atara a la tierra. Quería que tuviera experiencia de la vida antes de retirarse a este lugar para almacenar trigo y oro. En Frank tenía que haber mucho de ella. El no debía, no podía contentarse con bueyes, cerdos y surcos.

Castleton escuchaba con simpatía sus ambiciones respecto al chico y prometió fielmente que cuando llegase la hora haría todo lo posible por ayudar a Jenny a conseguir para su hijo una perspectiva más amplia y una buena oportunidad para ver la vida.

—Yo sabía, desde pequeñita, lo que quería. Claro es que nada era como yo me lo imaginaba. Nada. Pero quise trabajar en el teatro, y trabajé. No quisiera que Frank deseara hacer alguna cosa y tuviera que quedarse aquí.

—Tienes un buen sentido de las cosas, Jenny —dijo Castleton—. ¡Si todas las madres fueran como tú, qué raza tendríamos!

—No tengo prisa porque haga nada.

—He querido decir qué raza de ingleses, no qué carrera de bicicletas [31] —explicó Castleton.

—¡Ah! —dijo Jenny vagamente. Castleton daba un sentido profundo a las aspiraciones de Jenny.

—No; pero me parece horrible —continuó ella— ver a las criaturas embrutecerse porque sus padres quieren que sigan en la casa. Mi madre no era así. Sí; solía meterse conmigo, pero le gustaba que me divirtiera siempre que no hubiera mal en ello.

—Tu madre, Jenny, debió de ser una gran mujer.

—No lo sé; pero lo que puedo decirte es que era una mujer encantadora y muy elegante. Se vestía muy bien y tenía buen tipo. Pero, fíjate en mi padre. Algunas veces nos envía una postal con un dibujo de una cama o de una botella de cerveza, que es en lo único que piensa. Y, sin embargo, él vive y ella está muerta.

Finalmente, Castleton prometió que si Frank daba muestras de tener alguna ambición, él harta todo lo posible para ayudarle a que la realizara.

—Sea lo que sea —dijo Jenny—. Claro, que si quiere ser un basurero, no; tiene que ser algo que esté bien.

Entonces, como ya había transcurrido la mañana, regresaron a Bochyn.

Castleton se encaramó en un ribazo para subir a Jenny.

—¡Hola! —exclamó—. Alguien ha estado vigilándonos.

—Siempre lo hacen por estos caminos —contestó Jenny.

—Pronto sacaré al tunante a la luz dél día.

Con un grito, se lanzó entre los juncos y estuvo a punto de caer sobre el cuerpo tumbado del viejo Veal. Castleton le puso en pie de un tirón y le preguntó qué hacía allí, mientras Jenny permanecía con los labios fruncidos. El viejo no decía una palabra, y Castleton se vio obligado a no darle el castigo por su evidente senectud, y le dejó marchar por el yermo.

—Es uno de los hombres de la granja —dijo Jenny.

—Supongo que le despedirán.

—No lo creo. Me parece que alguien le ha enviado para que me siga.

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