Carnaval

Carnaval


CAPITULO V

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CAPITULO V

MANZANAS TENTADORAS

Poco después del octavo cumpleaños de Jenny pasó algo que hizo comprender a ésta que no todos los problemas quedan resueltos con los años. Hacía ya bastante tiempo que la niña se diera cuenta del poco afecto que existía entre sus padres: es decir, había considerado siempre que el señor Raeburn era algo que molestaba a su madre, como a veces ella, con sus travesuras, o como podría molestarla una silla que estuviese fuera de su sitio.

Para Jenny el jefe de la familia era su madre, indiscutiblemente. No podía imaginar al padre como al que ganaba el sustento y parecíale más bien una copia amplificada de Alfie, capaz, como él, de cometer mil travesuras y por quien no sentía el menor respeto. Por la mañana temprano se marchaba el padre al trabajo y no regresaba hasta la hora de tomar el té; esto es, un poco antes de acostarse ella. Comía con muy buen apetito, semejándose también en este detalle a Alfie y ambos eran regañados constantemente por su mal comporta—; miento durante la merienda.

Verdad era que volvía a salir más tarde. Jenny se había enterado casualmente cierta noche que, a consecuencia de una pesadilla, se despertó asustada y corrió al cuarto de la madre, buscando refugio para sus terrores nocturnos. Vio entonces a su padre que subía las escaleras. Parecía muy alegre, y no intentó justificar la tardía llegada con historias de fantásticos contratiempos, como solía hacer Alfie. No atribuyó, tampoco, las apariencias de huevo abollado que tenía su sombrero hongo a ninguna embestida contra la carretilla del panadero y parecía sentir tan absoluta indiferencia por su indumentaria que ni siquiera se dignó echar la culpa del mal estado de la misma al pequeño dependiente de la carnicería, según costumbre también de Alfie.

Florence, al verlo, se había limitado a decir: “¡Ah, eres tú!” Y el señor Raeburn contestó: "Sí» mujer, soy yo”, comenzando en seguida a tararear una cancioncilla.

Aun Ruby O’Connor, quien anteriormente en la calle Hagworth solía amedrentar a Alfie con amenazas de reprimendas paternas, abandonó aquéllas como ineficaces; Era evidente que el insignificante y placentero Charles iba camino de ser considerado con una despreciativa tolerancia, aun dentro de su mismo hogar, a consecuencia de su carácter débil y apocado, de su afición a la bebida y a referir fantásticas proezas que nadie creía y que le desprestigiaban ante la familia a causa del contraste entre los hechos v las palabras. Poseía, indudablemente, ciertas dotes humorísticas, pero carecía de imaginación. Hablaba del mundo como hubiera podido hacer referencia a un perro de aguas. “¡Pobre mundo!, solía decir en tono compasivo. “¡Pobre mundo!”, y parecía acariciar mentalmente al universo, así como un profesor en la clase de Geografía pasa la mano sobre la bola que representa el globo terráqueo. Afirmaba que jamás esperaba nada del mundo, lo cual, en medio de todo, era una ventaja, ya que éste le había dado bien poco, y a la frecuente pregunta que, con sobrada indignación, le formulaba su esposa: “¿Por qué me habré casado contigo?”» respondía invariablemente: “No sé, Flo”; supongo que porque tú quisiste.” —

—Yo nunca quise casarme contigo.

—Bueno, pues porque no quisiste, entonces. Algunas personas son muy raras y hacen todo al revés.

—Sí; eso es verdad.

Ella, en las discusiones, decía siempre la última palabra. Pero quedaba luego ahogado su recuerdo en un cuartillo de cerveza.

Jenny, en esta época, no podía comprender, como es lógico, que su madre hubiese hecho un matrimonio desventajoso con un hombre inferior a ella; no obstante, pensaba muchas veces por qué no sería capaz su madre de librarse de él, cuando tanto parecía molestarla. Alfie, con sus turbulencias y sus pesadas botinas, era otro molesto apéndice en la casa; sin embargo, la madre era responsable de su existencia. Cualquiera que fuese el origen de los niños, era indudable que no llegaban a las casas espontáneamente, como cae un chubasco o suena la hora de acostarse; existía un misterio en cuanto a su llegada, que ella ignoraba y que Alfie y Edith no querían decirle; pero ella los había visto cruzar miradas llenas de un brillo extraño o ruborizarse cuando en el curso de las conversaciones se hacía alguna alusión a aquellas cosas. Comprendía vagamente la niña que era algo en que intervenía el poder humano, y que Alfie, con sus modales ordinarios, había venido a este mundo porque su padre y su madre estaban casados. Pero, ¿por qué casarse cuando los resultados eran Alfies? ¿Por qué no librarse del marido, si estorbaba, poniéndolo en la puerta de la calle y no dejándolo volver a entrar? ¿O por qué no cambiarlo por otro? Pero, ¿quién podría sustituirlo? Nadie, que ella supiese.

Una tarde nebulosa de enero, al volver Jenny del colegio, notó en su casa el aroma de un buen cigarro. Ella no sabía lo que era un buen cigarro, pero el perfume que percibió en el vestíbulo tenía una extraña intensidad nunca apreciada en el humo del tabaco que fumaba su padre. Por esto y por estar las puertas de la cocina y la salita ambas cuidadosamente cerradas, dedujo que había alguna visita. Un impreciso sentimiento de cortesía la indujo a no hacer ruido ni a preguntar a voces: “¿Está preparado el té, mamá?”, sino a entrar discretamente en la cocina y esperar allí el desarrollo de los acontecimientos. Si por casualidad Alfie y Edith fuesen puntuales en regresar a casa aquel día podría saber por ellos quién y cómo era la persona que se hallaba en el cuarto de estar.

En la cocina no había nadie. El mantel y el servicio del té tampoco estaban colocados en la mesa. Jenny experimentó una súbita sensación de temor, como cuando quedaba al pie de una escalera de mano, cubriendo la retirada durante cualquiera de las múltiples travesuras de Alfie.

De pronto llegó Ruby por la puerta que daba al fregadero.

—¿Cómo has podido entrar tan calladita? —le preguntó, y la niña recordó entonces que, en efecto, había encontrado abierta la puerta de la calle.

—¿ Quién está con mamá? —preguntó a su vez.

—¡ Eso ¡ ¡ Siempre curiosa!

—¡ Dímelo, Ruby!...

—No te puedo decir lo que yo tampoco sé.

—¡ Sí que sabes! —insistió Jenny—.¡Dímelo, anda...!

— ¿ Crees tú que todos queremos meternos en lo que no»nos importa, señorita entrometida? ¡Cómo lo voy a saber yo!

—Bueno, mira; yo te dije ayer lo que el profesor llamó a Edith, así es que tú ahora puedes decirme eso a mí... Anda, Ruby, dímelo...

—¡ Pero si no hay nada que decirte, boca curiosa! —exclamó Ruby.

En esto se sintió el sonido de una voz masculina en el vestíbulo. Era una voz de rica entonación, que concordaba con el perfume del cigarro. A Jenny le hubiera gustado mucho poder curiosear desde la puerta de la cocina, pero temió enojar a Ruby. Tras un momento de conversación, la puerta de la calle se cerró y Florence entró en seguida en |a cocina. La niña no se atrevió a formular la pregunta: “¿Quién era ese señor?” En su lugar manifestó: “Esta tarde estuvimos cosiendo y la maestra me dijo que lo hacía muy bien... ”

—Bueno —dijo la señora Raeburn—, ahora toma el té. ¿Dónde están Edith y Alfie?

Dos o tres semanas después, Jenny volvió a percibir el mismo aroma de cigarro caro al volver a casa. Pero esta vez la puerta de la salita estaba abierta, mostrando su interior vacío, y cuando siguió a Ruby a la cocina encontró allí un hombre voluminoso, con poblado bigote v un cigarro inmenso entre los labios; llevaba un abrigo de pieles desabrochado y lucía una pechera blanquísima y un deslumbrante alfiler de corbata.

—Esta es Jenny, ¿verdad? —dijo en aquel tono de voz que obligaba a pensar en el cigarro.

Jenny le besó igual que si hubiera besado a una morsa, pues pensó que el caballero tenía alguna semejanza con dicho animal. Retrocedió después, dedo en boca, hasta tropezar con la mesa, contra la que permaneció apoyada, contemplando curiosamente al visitante.

El padre no tardó en llegar y su esposa hizo la presentación.

—El señor Timpany —dijo.

—¿ Eh? —hizo Charles.

—El señor Timpany, un gran amigo de papá.

—¡Oh! —contestó Carlos—. Tanto gusto. Y después fué a sentarse en un rincón y guardó silencio largo rato. Por fin dijo: —¿Ha estado usted en París, señor... Tippery? Digo... Thrippenny.

—Timpany, Charles. ¿ Por qué no escuchas cuanto te hablan? ¿Estás sordo? Por supuesto, que ha estado en París, y, por favor, no comiences con tus relatos. AI oírte hablar se pensaría que eras tú el único hombre del mundo que hubiese ido más allá del barrio de Islington.

—Pues estuve en París hace algunos años... por asuntos de negocios —observó Charles—. París es una ciudad estupenda; desde luego, me gusta más Londres; pero París es más divertido.

Volvió a guardar silencio, que el señor Timpany aprovechó para despedirse.

—¿ Quién es? —preguntó el señor Raeburn cuando su esposa regresó de acompañar al visitante hasta la puerta de la calle.

—Ya te lo dije... Es un amigo de papá.

—Parece un tipo bastante presumido. ¿No se habrá engañado al venir aquí? Creí que era el duque de Devonshire cuando le vi. allí sentado.

—Eres muy ignorante —expuso la señora Raeburn—. ¿No conoces a un caballero cuando lo ves? Aunque hayas perdido tu propio taller y tengas

que ir a trabajar como un simple obrero, creo que todavía podrás distinguir a un caballero.

—¿Y vas a traer más duques o marqueses a casa para tomar el té? —preguntó Charles—, porque la próxima vez me has de avisar de antemano para que pueda ponerme un par de calcetines limpios.

Florence no invitó más duques o marqueses a tomar el té, pero el señor Timpany volvió con frecuencia y Charles se acostumbró a ser muy puntual en regresar del trabajo. Aunque fué siempre cortés con el visitante, cuando éste se había ido comenzaba en seguida a hablar de él en términos muy groseros, haciendo pensar a Jenny cuán raro resultaba eso de esperar que se fuese para armar el escándalo.

Presentía vagamente la niña que su padre carecía de valor para hablar delante de él. Ella lo comprendió y le compadeció, porque el señor Timpany era tan inmenso y tan fuerte, que aún la madre le hablaba suavemente, como si quisiera complacerle.

Y observando al uno y al otro y comparándolos, el padre parecía bastante pequeño, a pesar de que ella siempre lo había considerado como la personificación de la enormidad.

Un día, Jenny llegó tarde de la escuela y halló; a sus padres en el punto culminante de un furioso altercado.

—Te digo que no consiento que venga aquí otra vez.

—Te atreves a hablar así porque eres un hombre vulgar, mejor dicho, una bestia.

—Yo hablo como me da la gana. Lo que pasa es que estás chiflada por él; eso es. Eres una tonta y estás chiflada.

—Te equivocas —declaró la esposa—. Estaría bueno que un amigo de papá no pudiese venir aquí a tomar una taza de té sin que te portes como un loco.

—No es la taza de té, señora Raeburn. No es el té lo que me interesa. Es todo lo demás» Ínterin hierve el agua lo que me importa y lo que te prohíbo.

—Estás borracho —dijo despreciativamente la esposa.

—Mejor; es una suerte que lo esté. Tu comportamiento da bastante motivo para que cualquier hombre se emborrache. Y así, Dios me salve, Florence, si no te has puesto polvos en la cara. Deja que yo coja al... Yo le enseñaré a venir a meterse con la mujer de otro hombre.

—Ya veremos cuántas cosas haces tú, valentón —dijo la esposa cruzándose de brazos.

—¡Sí que lo haré! ¡Y tú eres una...!

—¡ Bonito lenguaje van a aprender los niños contigo!

—¿Y de quién deben aprender sino de su padre? ¿De él?... ¡Bonito ejemplo el tuyo, invitando a un sinvergüenza con abrigo de pieles para arrullaros en mi propia casa! Muy bien, señora duquesa, deja que vuelva por aquí ese tipo y que me cuelguen si no le...

—Sí; tú harás muchas cosas —dijo la señora Raeburn, y en repentino ataque de ira, cogió la escoba nueva que acababan de traer de la tienda, golpeando con ella la cabeza de Charles.

Por un momento quedó éste tan sorprendido, que permaneció inmóvil; luego pareció que iba a vengarse, pero la bebida y la ociosidad habían desgastado desde hacía tiempo su poder de ejecución. Se levantó y marchó hacia la puerta. Desde el umbral contempló el hogar doméstico.

—¡ Y existen en el mundo idiotas que te aconsejan el casarte...! ¿ Bah!

Con esta despreciativa reminiscencia del pasado, se fué.

Al día siguiente, el señor Timpany vino a tomar el té, por última vez. Posiblemente la señora Raeburn había dicho a su marido que sería la última vez, porque éste no apareció por casa. Ruby había salido con permiso especial. May estaba sujeta con correas en la alta sillita donde la sentaban para comer. Alfie se hallaba ausente, en alguna de sus aventuras vespertinas, que frecuentemente consistían en atar con cordeles las campanillas de las puertas. Edith jugaba en el patio con dos amigas y Jenny, impelida por una apasionada curiosidad, se deslizó furtivamente, pasillo adelante, para escuchar la siguiente conversación:

—Estás malgastando la vida aquí. Flo. Malgastándote tú que eres una espléndida mujer, en este ambiente desolado y mísero. ¿ Por qué no te vienes conmigo? Ven esta misma noche. Yo seré siempre bueno y no tendrás que arrepentirte.

—Los niños —balbuceó Florence.

—Ellos se arreglarán muy bien sin ti. Además, podrás traer a la pequeña... ¿Cómo se llama la de los ojos oscuros y el cabello rubio?

—Jenny.

—Sí, Jenny. Tráela contigo. No me importa.

—Sería perjudicial para ella y además todo el mundo lo vería mal.

—¡ Tonterías! Tendría mejor oportunidad de obtener éxito en la vida, estando contigo en un hogar cómodo; lo que no sucederá aquí, en esta miserable barraca. Lo pasaríais muy bien las dos. Tendríais un bonito cochecito, si te gustan los caballos, y... ¡Oh, vamos, Flo, ven conmigo! ¡Te necesito!

—No, no. Es imposible. Cuando me casé con Charles la vida terminó para mí, y ahora ya no espero nada.

—Aquí estás metida en una jaula —protestó él.

—Sí, pero en ella tengo mi nido.

—Entonces, ¿esto quiere decir adiós?

—Sí, adiós.

—¡ Que me ahorquen si comprendo por qué te niegas a venir conmigo! ¡ Sería yo tan bueno para ti!

—Es mejor decirnos adiós —repitió Florence.

—Eres una mujer muy poco apasionada, ¿verdad?

—¿ Crees?

—Sí lo creo.

—No siempre conviene demostrar los sentimientos...

—Es que tú verdaderamente pareces de hielo, mujer.

—Tal vez —murmuró la señora Raeburn.

Jenny regresó a la cocina profundamente intrigada por lo que había oído, y si el flamante señor Timpany se atrevió a besar a Florence antes de salir definitivamente de la casa, es algo que no pudo saberse. No obstante, se puede afirmar que ella agitó la mano en señal de despedida cuando el coche que lo alejaba para siempre de su vida pasó bajo la luz del farol. Jenny, que se hallaba en aquel momento al lado de su madre, pudo ver el ademán.

—Vamos adentro, niña —dijo la señora Raeburn, dispuesta a sumergir todo sentimiento amoroso en la tina de agua jabonosa llena de ropa para lavar.

—¿Te gustaba aquel hombre más que papá?

—pregunto Jenny, después de un rato, mientras se afanaba construyendo una torre de ladrillos, para distraer a May, quien contemplaba con ojos sombríos la tambaleante obra arquitectónica,

—.¿ Qué quieres decir? —preguntó a su vez, bruscamente, la señora Raeburn.

—¿Te gustaría que papá se marchase y que nunca, nunca, volviera con nosotros, y que viniese aquel hombre en su lugar?

—Desde luego que no, tontita.

—Pues yo sí.

—¿A ti te gustaría?

—Sí —contestó Jenny—, porque huele muy bien.

—¡Ah, vamos!... Pero, hijita, cuando estás casada, pues... pues estás casada.

—¿Podré casarme yo?

—Cuando seas mayor, desde luego.

—¿Y podré tener niñitos y niñitas?

—Por supuesto que sí, si estás casada.

—¿Podré tener muchos, muchos?

—Más de los que querrás, probablemente.

—¿Te casaste tú porque querías una niñita como yo?

—Quizá.

Alentada por esta desacostumbrada aquiescencia en contestar tantas preguntas, Jenny continuó: —¿Pero de veras que sí?

—Sí, por eso y por otras cosas.

—¿Estabas contenta cuando me viste por primera vez?

—Muchísimo.

—¿Y entré yo por la puerta?

—Si.

—¿ Y quién me trajo?

—El médico.

— ¿ Y tocó el médico el timbre para que le abrieseis?

—Sí.

—'¿Sabía papá que iba a venir yo?

—Sí.

—¿ Era yo un regalo de papá para ti?

—Sí.

—¿Te gustaría que aquel otro señor te diera un regalo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Te gustaría que te diese una niñita como yo?

—No, de ninguna manera. Y haz el favor de preguntar menos, señora sabihonda.

La madre, de pronto, diose cuenta de la curiosidad que instigaba a Jenny. Había estado contestando maquinalmente, distante de allí su pensamiento en seguimiento del hombre que se alejaba en un coche, y la niña, consciente de aquella abstracción, la aprovechó con infantil astucia; mas, sin embargo, la momentánea flaqueza de espíritu de Florence no duró lo bastante para que la curiosilla pudiese averiguar todo lo que quería.

—¿ Por qué no echas de casa a papá y tomas aquel otro señor como huésped?

—Ya te he dicho que te calles.

—Pero, dime, ¿por qué no lo haces?

—Porque no quiero.

Por la noche, en su camita, la niña no podía dormir, esforzándose por comprender aquella conversación; pero su inteligencia podía solamente deducir los efectos y aun no había comenzado a analizar.

Imaginativamente veía a la madre, al rico desconocido y al padre vigilándolos. Los vio a los tres, así como la gente sencilla e ingenua contempla las tragedias, vagamente consciente de los principales acontecimientos, pero incapaz de deducir ninguna consecuencia lógica. Tendida en su camita y despierta, proyectó agradables sorpresas y formó planes para arrojar al padre de casa e instalar al señor Timpany. Aquellos sueños semejaban los de Navidad, cuando permanecía despierta pensando en los regalos que le darían. Recordó lo contenta que se había mostrado su madre cuando ella le regalara un dedal adquirido con el importe de economías hechas en la compra de caramelos. El caballero le había ofrecido un hogar cómodo. La niña imaginó en seguida una casa inundada de luz y llena de aquel olor tan agradable que se percibe al pasar por una pastelería. Pero un coche, ¿cómo sería el cochecito? ¿ Para montarse? Y había dicho también al señor que Jenny podría disfrutar de todo esto. Lo había dicho claramente. Si él le diese una casa a la madre, seguramente le daría a ella una casita de muñecas como aquella que Edith, delante de una amiga, había asegurado poseer, prometiéndole enseñársela algún día. Comenzó a sentir algo de resentimiento contra su madre por haber rehusado tan deliciosos ofrecimientos; era un resentimiento por el estilo del que sintió el día, hacía poco tiempo, cuando la madre le había prohibido ir de paseo en autobús con el señor Vergoe.

Las cosas buenas aparecían en tan contadas ocasiones, y cuando llegaban al fin la gente mayor siempre estropeaba todo. El otro día, por ejemplo, Ruby había propuesto celebrar el cumpleaños de May con una cena extraordinaria, solicitando que May quedase un ratito después de la hora acostumbrada de acostarla, para presenciar cómo la familia conmemoraba su nacimiento comiendo sardinas mientras ella se contentaba con el chupete de goma.

Aquel proyecto tampoco pudo realizarse. La vida, entonces, debía de ser una serie de pequeñas represiones; una serie de esperanzas y deseos frustrados; de desilusiones injustificadas. Y la niña, pensando confusamente en todo esto, permanecía inmóvil en su camita —átomo insignificante flotando en el tiempo—, sensible tan sólo a no poseer el poder de ejecutar su propia voluntad.

¡Qué estupendo sería crecer repentinamente y hacer lo que ella quisiera!,... No obstante, aun las personas mayores, a quienes ella consideraba libres para obrar a su antojo, parecían no satisfacer tampoco sus deseos. La madre había dicho “No, muchas gracias” a un hogar cómodo, lo mismo que le habían enseñado a decir a ella cuando los señores viejos le ofrecían peniques por dar una vuelta de campana en las barandas, lo cual resultaba una manera fácil y divertida de ganar dinero. Pero la madre no había deseado decirlo; eso Jenny lo comprendía bien, a pesar de que, si le pidiesen explicación de ello, no habría podido dar ninguna razón. Sabía tan sólo que cuando Florence contestó “No, muchas gracias”, hubiera querido decir todo lo contrario,

—Cuando sea mayor haré lo que me plazca —prometiose Jenny—. Haré siempre mi capricho y no consentiré que nadie me mande. Pensando así mordió las sábanas con rabia, al considerar su impotencia actual. El deseo del inmediato cumplimiento de su capricho la asaltaba ahora con mayor fuerza que nunca. ¿Por qué sería una niña aún? ¿Por qué no crecería rápidamente como los garitos? Ella había observado que los gatos se hacen grandes en seguida. “No permitiré que me manden”, repitió para consolarse de no ser gatito. "Seré desobediente.” Mordió otra vez las ropas

del lecho y luego se incorporó» contemplando su vestido y las enaguas que colgaban de una silla próxima.

Sí, allí estaban las aborrecidas, las odiadas faldas. Pero no importaba. Haría su capricho, de todos modos.

Durmiose al poco rato, los labios apretados en gesto decidido y resuelto, danzando en su mente obstinadas ambiciones, que se mezclaban con la alegre simplicidad de la infancia. Y mientras dormía así, vino su madre a contemplarla; traía una bujía y con la mano hizo pantalla para no turbar el sueño-de la niña. Quedó un buen rato mirando a su hija y preguntándose si no habría cometido una estupidez y si ambas no habrían estado mejor bajo la protección del señor Timpany, que olía a tabaco fino y tenía un metal de voz tan sonoro y melodioso.

La señora Raeburn se retiró a su alcoba y no tardó en dormirse, a pesar de los ronquidos estrepitosos de Charles, a pesar del descontento que llenaba su alma; se sentía desdichada e insatisfecha de su suerte, como se sienten y lo están la mayor parte de las mujeres en este mundo.

Solamente Charles estaba contento. Había pasado una velada estupenda en el bar, fumando y bebiendo con sus amigos y jactándose ante ellos de la firmeza y virilidad demostradas por él durante aquella desavenencia con su esposa.

Fuera, las estrellas de la fría noche invernal se reflejaban en los charcos de la calle Hagworth.

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