Carnaval

Carnaval


CAPITULO VI

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CAPITULO VI

EL CALENDARIO DEL PASTOR

No fué posible tener mucho tiempo en secreto las danzas de Jenny. Al fin llegó un día en que al pasar Florence por el patio del colegio vio, por encima de la barandilla, las piernas de su hija sobresaliendo de un semicírculo de niñas que aplaudían con entusiasmo. La señora Raeburn sintiose alarmada más bien que escandalizada del hecho. El recuerdo de la visita de las tías surgió en su mente como un fantasma ya olvidado del pasado. Las tres mujeres se habían ido desvaneciendo en su pensamiento de un modo gradual, hasta desaparecer por completo dentro de la indiferencia, tan sólo momentáneamente alterada por el fallecimiento de la tía Fanny; las otras dos seguían viviendo en Villa-Carmina, semejantes a esqueletos cuya moralidad ha sido ultrajada.

Era preciso tomar alguna medida que pusiera freno a las inclinaciones de Jenny, evitando así el cumplimiento de una profecía. Pensó Floren— ce en Barnsbury; pero la señora Purkiss era ya madre de dos descoloridos chiquillos y no estaría dispuesta a servir de guardiana de su sobrina. Con todo, se imponía hacer algo para contener la obstinada afición de la niña.

—No te dan vergüenza esas exhibiciones? —regaño a Jenny tan pronto como regresó ésta a casa—. ¿Cómo te atreves a semejante cosa haciendo creer a todos que eres una niña mal educada?

Jenny no contestó, pero frunció el ceño en un gesto firme y obstinado.

—Sí, encima ponte de morros —agregó la madre—. Lo que te vas a ganar es una buena paliza.

Florence escribió a la profesora advirtiéndole aquellas inclinaciones al baile y ésta, que era una mujer insignificante en extremo, ataviada siempre con una falda escocesa, amonestó a su alumna.

—Las niñas bonitas y buenas —sentenció— no andan por ahí alzando las piernas en el aire.

Se promulgó una general y severa prohibición de alentar o apoyar las aficiones de la bailarina. La cuestión llegó a tomar proporciones exageradas que elevaron a Jenny hasta las cumbres del heroísmo, dentro de colegio, haciéndola sentir el peso de las deslumbrantes glorias del martirio y la revelación de una propia y excepcional personalidad, ya que jamás el mal comportamiento de ninguna alumna había sido tan severamente censurado como lo era el suyo. Al mismo tiempo, empezó Jenny a sentir más intensamente la injusticia de la represión de los mayores y el deseo de rebelarse contra ella. Decidida a desafiarla, bailó de nuevo en el patio, aprendiendo entonces que la principal característica de la Humanidad es la cobardía y comprendiendo, como Aristóteles, que el hombre es un. animal político, bueno para formar manadas. Ella había creído que el colegio entero le apoyaría en su justificada rebeldía y el colegio entero la abandonó. Pudieron considerarla una heroína mientra«todo se redujo a cuchicheos por los rincones o durante los paseos, pero cuando los pensamientos di la niña cristalizaron en acción, las demás le demostraron que una cosa era aplaudir las intenciones, otra afrontar las consecuencias de los hechos visibles.

Jenny, al comprender todo esto, rehuyó la compañía de sus compañeras, despreciándolas. El germen del cinismo quedó sembrado en su alma. Empezó a ir sola al colegio, ataviada con su capita roja, odiando a todas sus condiscípulas y el resultado inmediato de este aislamiento femenino fue ganar la estimación de los chicos. Uno a uno fueron acercándosele, ya ofreciendo escoltarla, ya regalándole caramelos que extraían de lo profundo de unos pegajosos bolsillos, y no tardaron en gustar a la niña aquellos paseos en dirección al colegio durante los que jugaba al trompo y a las canicas con los muchachos; éstos iban admitiéndola gradualmente a su intimidad, permitiéndola compartir juegos más tumultuosos y Jenny encontró en aquella asociación con el sexo contrario nuevas ocasiones de satisfacer los instintos guerreros que sentía bullir en el fondo de sí misma.

Con los chicos se iba muy lejos de la calle Hagworth en innumerables expediciones, cuyo fin era siempre alguna travesura; les servía de espía y centinela para avisarles la aproximación de los guardias; corría con ellos tocando los timbres de las puertas de un lado completo de cualquier calle; con ellos rompía cristales de casas deshabitadas, trepaba por escaleras de mano para explorar tejados, les ayudaba a colocar monedas en la acera, pegadas con lacre, para divertirse a costa de los transeúntes incautos y fue la reina del campamento de bandoleros que habían situado en un solar abandonado. Más que nunca deseó haber nacido niño y aumentó su despreciativo desdén hacia las de su sexo.

Hasta el mismo Alfie se dignó tomar a su hermana en consideración, y no ciertamente por mera complacencia, sino porque frecuentemente se aprovechaba de su destreza para obtener fructíferos resultados en beneficio propio,

Jenny recordaba sorprendida cómo había juzgado antes a su hermano un ser indigno de estimación y compañerismo, cuando ahora significaba para ella un perfecto modelo de regla de conducta. Ella lo comprendía perfectamente, aun en ocasiones que su comportamiento resultaba incomprensible para los demás. Así, por ejemplo, en cierta ocasión Alfie dijo a Edith que como se atreviese a desafiarlo le daría en la cabeza con una barra de hierro que tenía él en la mano; Edith, en un arrebato de amor propio, osó contestarle que no sería capaz y el resultado inmediato fue recibir un gran corte en la frente.

Alfie, viendo que los demás chicos admiraban los bailes de Jenny, la animó a practicarlos siempre que era posible» y en cuanto aparecía un organillo por las calles solían agruparse alrededor de la niña, contemplando cómo ésta aprendía diferentes pasos de baile, al son de la música, imitando los de las gitanas altas y musculosas que invariablemente acompañaban al organillero.

Un día fatal estas exhibiciones de Jenny tuvieron unas inesperadas espectadoras: Florence y la señora Purkiss habían salido untas a comprar sombreros de primavera y tropezaron con el grupo. Al ver la escena, quedaron ambas suspensas un momento, el que fue aprovechado por las muchachas gitanas para hacer algunas observaciones insultantes respecto a las recién llegadas. Si la señora Raeburn hubiese estado sola las cosas habrían pasado de distinta manera, pero la presencia de su hermana impidióle afrontar la situación de un modo adecuado. La señora Purkiss pudo saborear plenamente las delicias de la venganza, ya que Florence siempre había comparado sus hijos con Percy y Claude de una manera desfavorable para los últimos.

Cogieron a Jenny y la escoltaron, una a cada lado, hasta la calle Hagworth.

—No es tan sólo que estuvieses enseñando las piernas —iba diciendo la señora Purkiss—, eso en sí ya es bastante vergonzoso, pero además he visto que tienes un agujero en una media...

Y continuó una verdadera letanía de críticas:

—Dónde y cómo habrá logrado conocer a esas chicas tan ordinarias y mal educadas sólo Dios lo sabe. Tal vez sean amigas de Charles.

—Es extraño también que Alfie no tenga más vergüenza y haya consentido a su hermana hacer semejante papel. Pero, bueno, supongo que sale a su padre...

—Y lo que más agradezco al Señor es que no haya estado Bill con nosotros, pues es un hombre muy especial para estas cosas y seguramente si presenciase una escena tan desagradable se pondría malo, por lo menos para una semana. Siempre padece un poco del hígado y cuando sucede algo enojoso suele tener un ataque de bilis. Fíjate: la semana pasada la señorita Knibbs, nuestra dependienta principal, envió a una buena dienta que tiene mucha preocupación con su gordura y toda su ilusión es ser esbelta, una combinación de un tamaño mayor del necesario... Pues Bill, hija, estuvo con vómitos casi toda noche...

—No sé por qué no la mandas a casa de Carne. A esta chiquilla le vendría muy bien el aire del campo, y Carrie no tiene hijos. Yo también podría tenerla» pero temo que sea un mal ejemplo para mi Percy y mi Claude.

La señora Raeburn guardaba silencio. El indecoro de Jenny le había llegado a lo vivo, y esta vez no hallaba palabras para defenderla.

Después del té, la señora Purkiss volvió a regañar a su sobrina en la salita.

—Di, ¿no estás avergonzada, niña?

—No.

—¿No tendrías pena si yo se lo contase a tus primos»

—No me importa.

—El no me importa puede hacerte acabar mal.

—Es que eso no me importa tampoco.

—Eres una niña muy mala, muy terca.

—Tú no eres mi madre.

—No, y me alegro mucho de no ser tu pobre madre. Mis hijitos no juegan por las calles dando espectáculos, ni haciendo reír a la gente.

—¡Bah! Todo el mundo se ríe dé ellos.

— ¿ Cómo te atreves a decir semejante cosa?

—Siempre están llenos de granitos —insistió Jenny.

La señora Purkiss le dio un cachete y la niña, en un arranque de furia, se abalanzó a su tía y le mordió en una muñeca. La señora cayó hacia atrás en el sofá, bruscamente, dando un chillido y los muelles del mueble la lanzaron de rebote por el aire.

—¿Pero qué pasa? ¿Qué sucede? —gritó la señora Raeburn, llegando presurosa de la cocina.

—¡Oh, esta chiquilla!... ¡Parece un tigre! —gruñó la tía Mabel—. Me mordió, nada menos, como si fuese una bestia salvaje.

—Vete fuera de aquí inmediatamente y acuéstate —ordenó la señora Raeburn a Jenny con acento severo.

Jenny salió de la estancia con la cabeza muy erguida. En el pasillo Alfie le cortó el paso.

—¿Qué pasaba allá dentro?

—Me pegó la tía y le di un mordisco..

—Hiciste bien —fue la concisa respuesta.

Se decidió, por fin, que Jenny pasase un año con la señora Threadgale en Galton, pues ésa se encargaría de domar el carácter voluntarioso de la pequeña; además, acaso la tranquilidad de la campiña ayudase a civilizarla.

Tan pronto como la señora Raeburn concertó con su hermana el destierro de Jenny, lamentó haber llegado a tal decisión. A pesar de todas las desobediencias, aquella niña seguía siendo, para ella, la predilecta. “Esta criatura es tan graciosa —pensaba la madre— que notaremos muchísimo la falta de sus ojos oscuros y de sus pelos rubios.

Pero; por fin, llegó el día de la partida. Se acercó el coche a la casa, arrojando su sombra en la puerta. Hubo un intercambio de besos y se agitaron pañuelos en señal de despedida. Todos hacían a la pequeña las últimas observaciones, sintiendo la emoción característica de los adioses. Jenny fue acomodada en el coche y su madre la siguió.

—Ten en cuenta lo que te dije, Ruby —advirtió Florence—. No dejes a May meter nada en la boca y cuida de que mi marido pueda tomar el té en paz. En cuanto a ti, Alfie, ¡ay de ti como te atrevas a portarte mal mientras yo esté fuera... Adiós todos.

Era una mañana espléndida de mayo y el sol brillaba poniendo sus reflejos sobre el Támesis cuando pasaron el puente de Waterloo. Tan esplendoroso era el sol, que aún concedía rayos de su belleza a la entrada cavernosa de la estación, donde reinaba el acostumbrado apresuramiento. Sentía la niña una gran curiosidad por todo lo que veía y parecíale imposible que acertasen, en medio de aquella batahola, con el tren preciso que debían coger. Por fin, no obstante, se vieron en camino hacia la aldea, dejando atrás interminables hileras de casas de los barrios obreros y vislumbrando» de vez en cuando, el río Támesis. Pasaron por el centenar de andenes pertenecientes al empalme de Clapham; pasaron por el barrio vecino de Surbiton con la acostumbrada aglomeración de transeúntes ataviados con trajes de franela y vieron los tulipanes, de vividos colores, característicos de aquel lugar. Luego transbordaron, tomando otro tren recién pintado y tapizado, cuyos compartimientos olían a barniz; este olor se mezcló, poco después, con el que despedían los trajes de seda de sus compañeras de viaje; eran éstas unas señoras ya mayores y a Jenny le resultaron muy antipáticas, con sus miradas de desaprobación y sus cestitos de mano.

Después, atravesaron pinares y grandes extensiones de terreno donde florecían los brezos.

—¿Por qué todo el mundo me mira— tanto? —preguntó la niña a su madre.

—No te fijes en eso; mira por la ventanilla y cállate —ordenó la madre.

Por fin, el tren llegó a Galton y paró a lo largo de un andén de asfalto que olía a flores y a frescura, lo cual resultaba muy agradable, después de la atmósfera caldeada del tren. Había una gran cantidad de lilas en flor y de oxiacanto rojo, y cuando el tren se hubo alejado Jenny percibió el canto de los pájaros.

Mientras las dos hermanas se abrazaban, Jenny contempló a su tía, que no había visto hasta entonces. Se parecía más a su madre que la tía Mabel; era mucho más simpática, a pesar de que su besuqueo resultó un tanto desagradable a la niña.

—Él equipaje lo traerán en una carretilla —dijo la tía Caroline—. La casa no está lejos.

Caminaron por una carretera anchísima y aldeana, envuelta en una gloria soleada de color ambarino, en medio de un silencio apacible que permitía oír el sonido de las pisadas. Llegaron muy pronto al comercio de lencería y mercería de James Threadgale.

A Jenny le hubiera gustado entrar por la tienda, pero la señora Threadgale abrió una puerta independiente, al lado de la tienda y las condujo al piso superior, introduciéndolas en una estancia espaciosa que a la niña le pareció estaba llena de encajes y rayos de sol. Después de haber dado un vistazo a este paraíso, descendieron de nuevo y se sentaron en el cuarto de estar, en el piso bajo, que hubiera resultado deslucido a no ser por la vista que tenía al jardín, cuyas verdes frondosidades iban descendiendo hasta un riachuelo que lo cruzaba en su fondo extremo.

El tío James, de rostro pálido y angulosas facciones, entró procedente de la tienda, para saludarlas con su voz apacible. La marcada acentuación de las vocales que caracteriza el idioma inglés en el condado de Hampshire, sonaba muy gracioso al oído de la pequeña londinense. También vino Ethel, la sirvienta, luciendo su cutis de melocotón, su blanca garganta y su fresca boca roja. Jenny la comparó mentalmente con Ruby, con un resultado desventajoso para la última.

La señora Raeburn se quedó allí durante una semana, y la hija se despidió de ella sin la menor sensación de nostalgia. Le gustaban mucho sus nuevos tíos. Allí no había primos desagradables, de caras pálidas, y Ethel era muy simpática.

Como enviar a la niña a la escuela pública hubiera resultado denigrante para la posición social de los señores Threadgale, pusieron a Jenny en un colegio situado en lo alto del pueblecito, que dirigía una señorita apellidada Wilberforce. Era ésta una viejecita encantadora, con su gorrita blanca de encajes adornada de cintas azules y anteojos bordeados de concha. El colegio era una casita de piedra grisácea y tres de las chimeneas que aparecían sobre entejado tenían una forma triangular. Las enrejadas ventanas lucían vidrios pequeñitos y la puerta principal estaba adornada con grandes clavos: sobre ella había la siguiente inscripción: “Colegio de la señora Wilberforce, 1828.”

En la clase podíase oír el constante zumbido de las abejas que se posaban sobre los alhelíes dobles del jardincillo ante la vivienda, y a través de las ventanas situadas al fondo se divisaba la despejada campiña y se sentía, de vez en cuando, el tintineo de las esquilas de los rebaños de ovejas. Una hilera de abrigos y sombreros colgaban a todo lo largo de un lado de la clase y en los otros lienzos de pared había láminas representando carneros, vacas, perros, ángeles, trigo, cebada, nabos, negros e indios. Había también un manojo de hierbas secas y vitrinas llenas de mariposas, huevos de pájaros y fósiles; en las ventanas había tiestos con geranios; sobre el pupitre, la señorita Wilberforce guardaba una ominosa palmeta, que no era utilizada jamás y tenía un jarrón lleno de campanillas azules, o alguna otra flor silvestre propia de la estación del año. También había allí un inmenso cuerno con tinta y plumillas de ave, libros e innumerables hojas de papel que revoloteaban por la estancia los días de viento.

Había también en la clase un banquito y al lado, un gorro alto, de forma cónica, destinado para el alumno perezoso que no sabía la lección, y un encerado lleno de sencillos cálculos de aritmética. Todos los pupitres estaban astillados y grabados con los nombres de antiguos escolares y los bancos resbaladizos con el roce continuo de tantas niñas impacientes. En la atmósfera de aquella clase caliente y llena de murmullos persistían aún las tradiciones de un estilo de enseñanza, muerto ya hacía muchos años.

Jenny aprendió a zurcir y a coser, a recitar Un paseo en el invierno, de Cowper, apuntada por la señorita Wilberforce, Aprendió también a expresar sus observaciones acerca de la Naturaleza y de los animales en términos que no por corrientes dejan de ser extraordinarios, tal como: “El perro es un sagaz cuadrúpedo. “El carnero es el amigo del hombre” y a adquirir un conocimiento, superficial de algunos otros animales prehistóricos. Aprendió que los católicos romanos veneran imágenes y que, incidentalmente, besan la sandalia del Papa. La profesora les refería interesantes relatos relacionados con Samuel y Elias. Le dieron una Biblia, aconsejándole que leyese cada mañana un poquito, sin hacer selección alguna. Se inició en el canto y pronto logró cantar un himno titulado Ahora llega el atardecer, que invariablemente le producía una dulce y melancólica sensación. Le asignaron, además, una pequeña cantidad de terreno, en el jardín, dándole un paquetito con semillas de enredadera, pero al enterarse por otra niña que eran buenas para comer, las engulló en vez de sembrarlas y la lección de jardinería resultó un fracaso.

Hacían maravillosas excursiones por la campiña; iba la niña, ataviada aún con el vestido de sarga roja» en compañía de media docena de compañeros de ambos sexos, bailando por los senderos, cogiendo flores u organizando juegos en que es necesario cantar, como, por ejemplo, El sendero verde y La Reina de Berbería.

Jenny se hizo pronto amiga de los chicos ayudantes de los granjeros, y aprendió a subirse a los árboles* llamar a los pollitos y buscar huevos de pato. Llegó la época de la siega del heno y, una vez terminada la tarea del día, permitían a Jenny sentarse encima de las inmensas cargas que arrastraban los caballos, y la niña, al verse tan alta, sobre los carros, pensaba que podría alcanzar al poniente sol. Se extendía allí, sobre el heno oloroso, adormecida por los rumores placenteros del crepúsculo y contemplaba con absorto deleite los mosquitos flotando en el aire luminoso.

Dormía Jenny en una pequeña y bonita alcoba, próxima a la de sus tíos. Las paredes de este aposento lucían un papel floreado y florecidas también estaban las ventanas donde ella permanecía acodada durante los largos crepúsculos, aspirando el aroma de las clavellinas, fantaseando acerca del cantarín riachuelo que cruzaba las praderas, a lo lejos, hasta que la luna surgía tras el jardinillo y lanzaba las sombras de los árboles dentro del aposento. Debajo del antepecho se amontonaban las rosas, al alcance de su mano; grandes y bellas rosas de un color rojo oscuro que parecían de terciopelo negrota la luz de la luna. Por las mañanas gustaba la niña de chupar el dulce jugo de las flores del jazmín, semejantes a blancas estrellitas, que entremezcladas con verdes frondosidades colgaban sobre el pórtico próximo a la cocina.

Continuaba el verano. El heno fue segado y durante los calurosos días de julio solía Jenny jugar en los prados, a pleno sol, hasta que su carita se cubrió de pecas. Podía, entonces, coger digitales y meter uno en cada dedo, en los cálidos atardeceres, cuando salía corriendo del bosque. El trigo se ponía dorado y se organizaban excursiones para ir a coger frambuesas silvestres. Luego se cortó el trigo y vino el tiempo de las moras y con él Florence, quien quedó muy satisfecha al observar el buen aspecto de su hija, regresando a la calle Hagworth, llevándose consigo un gran ramo de dalias moradas.

Octubre trajo la recolección de las avellanas —acaso el más delicioso de todos aquellos nuevos placeres— y entonces Jenny vagaba por la avellaneda y sacudía las delgadas famas hasta que el fruto maduro caía en la tierra húmeda del bosque. Penetraba la niña hasta los lugares más intrincados, echando un vistazo a las malezas y sintiéndose ligeramente temerosa por el crujido de las hojas secas bajo sus pies y por las hayas gigantescas, cuyas desnudas ramas grisáceas se retorcían adquiriendo semejanza con rostros y figuras. Ella y sus compañeros, después de haber curioseado todos los rincones de la avellaneda, corrían como locos a través del sendero musgoso, huyendo del guardabosque, con quien tenían mucho cuidado no tropezar, y se perdían en la espesura, señalándose anhelantes el paso de una ardillita o de un escurridizo lirón. Después regresaban a casa, cargados con sacos de avellanas, durante atardeceres cubiertos por plateadas neblinas o azotados por vientos gimientes, y buscaban el calor del hogar en anticipo de las largas noches invernales.

Se permitió a Jenny que celebrase el noveno aniversario de su nacimiento con una espléndida merienda en la cocina. Acudieron a la fiesta niñitas ataviadas con limpios delantales y niños con blancas camisas, cuyos zapatos claveteados sonaban ruidosamente en el enlosado pasillo. Todos ellos se sentaron a tomar el té y a comer bizcochos ávidamente, después de haber obsequiado a Jenny con minúsculas vajillas para sus muñecas, o escopetitas con fulminantes, o manojos de grandes margaritas con tallos recalentados por la presión de las manos que las habían portado. La niña quería a la tía Carrie cada día más, y lo mismo al tío James, de voz tranquila y cabello lacio y escaso.

fue pasando el invierno acompasado por el tictac del reloj y el.ruido de la lluvia. Después de Navidad llegó la nieve y hubo diversas batallas y patinaron en la calle Alta de Galton. En la cocina ardía siempre un fuego alegre y crepitante, cerca del cual se acurrucaba un gato soñoliento mientras las marmitas de cobre cantaban sobre la lumbre. Los amores de Ethel con el dependiente de la tienda de comestibles dieron lugar a mil comentarios y chismorreos que amenizaban el lavado de la vajilla.

Al llegar marzo, la señora Threadgale cogió un frío y murió casi repentinamente. Jenny puso violetas en su sepultura, se vistió de luto y regresó a Islington.

El efecto de aquella maravillosa temporada duró en Jenny lo que la sorpresa de un nuevo libro de láminas. Para ella Galton no había sido causa de revelaciones, sino de sensaciones. Tuvo, pena de abandonar el campo y aún más añoraba el afecto de sus tíos y el fácil imperio que ejercía sobre todos en Galton; pero nada de ello sirvió para aumentar sus experiencias acerca de los fundamentales problemas de la existencia y, por consiguiente, dejó tan sólo en su mente un recuerdo fugaz. Aquella temporada fue, en realidad, un intervalo entre dos partes similares de su vida, así como una brecha pone un trozo de cielo azul entre una hilera de casas iguales. La niña nunca había creído en las hadas, ni que el joven pintor y poeta Blake había visto la frente de Dios apoyarse contra el cristal de su ventana. Jenny no era mística por naturaleza y el bullicio de la Humanidad siempre la emocionaría más que el ruido del mar o de los bosques.

La mayor ilusión de su vida era ser bailarina. Satisfaciendo este anhelo, había bailado repetidas veces sobre el césped suave de las llanuras,, con cadenas de margaritas colgándola del cuello, mientras su boca roja y fresca semejaba la de una Bacante diminuta; había bailado entre los arcos entretejidos con finas ramas de sauce por sus compañeros; bailó en los atardeceres, hasta que la luna brillaba en el cielo, y una vez, durante un largo crepúsculo del verano, cuando las sombras nacientes parecían rojo vino enfriado por los aires del bosque, cuando el ruiseñor lanzaba sus notas melodiosas desde cada árbol del camino y las luciérnagas se encendían entre la hierba, había cogido una brazada de eglantinas y guiado un grupo de infantiles e improvisados danzarines a través de las mal alumbradas callejuelas de Galton.

Sin embargo, este año maravilloso ocupó una página en la crónica de su vida únicamente porque la edad, el sol o el viento oscurecieron el rubio platinado de sus cabellos tornándolos de un color indefinido, casi ceniciento, lo que ocasionó un coro de protestas a su llegada al numero 17 de la calle Hagworth.

—¡Dios me valga! —exclamó la señora Raeburn cuando vio a su hija—.¡Cómo traes el pelo!

—¡ Qué tiene? —preguntó Jenny.

—¡Qué tiene! Un color horrible. Parece el pelo de un ratón. No me gustas nada así.

—Pues casi es mejor —manifestó Ruby—. Con eso no será tan presumida.

Jenny sintió tristeza. La primavera londinense, después de Galton, resultaba abrumadora. Un día, al mes siguiente o poco más de su llegada, se puso enferma y las mejillas se le arrebolaron por la fiebre.

—Esta niña está mala —dijo la señora Raeburn.

—¡ Mala! ¡Qué tontería! —arguyó Charles—.Mírale esos colores que tiene, mujer. ¡Mala! ¿Cómo se te habrá ocurrido semejante cosa? Yo jamás la he visto mejor. Fíjate cómo le brillan los ti ojos.

—¡ Tú qué sabes de esto! —contestó su esposa y M mandó a buscar al médico, quien diagnosticó que Jenny tenía escarlatina y se la llevaron al hospital envuelta en unas mantas. La niña, al principio, se sintió amedrentada al verse en aquella sala inmensa y tranquila, adornada con palmeras y llena de enfermeras y de camitas blancas, en donde se alzaban multitud de caras curiosas para mirarla.

— ¿ Crees tú que irás al cielo cuando mueras?— le murmuró la enfermera cuando fue a acomodarla para dormir.

—No me importa adonde iré con tal que no haya allí aceite de ricino.

Mientras permanecía en la camita, esperando la convalecencia y observando cómo brotaban los capullitos de lilas, al lado exterior de las grandes ventanas, no pudo menos de anhelar el volver a Galton, a pesar de que la paz y regularidad de la vida del hospital le satisfacían.

Fue una convalecencia muy larga, pero Jenny pasó dos alegres semanas antes de regresar a su casa; correteaba por todas las salas, y servía la comida a los demás enfermitos; hasta bailó una o dos veces, para distraerlos, y se sintió muy contenta al ser frenéticamente aplaudida.

Lloró mucho, cuando por fin se vio obligada a volver a su casa, en el mes de agosto. Pero poco después se fueron todos a pasar las vacaciones a Clacton-on-Sea y allí se divirtieron en grande.

Jenny se mostraba cada vez más indisciplinada y daba malas contestaciones a su madre, con mucha frecuencia. Un día, en particular, hubo un violento altercado entre ellas sobre si iba o no iba a llover durante un paseo por el campo; éste tuvo un final desastroso, pues a la señora Raeburn e dio vuelta el paraguas y Jenny perdió un zapato, negándose a recogerlo del fango y regresando a casa a la pata coja, con un solo zapato, poniendo en ridículo a su madre.

—Ya es tiempo de que vuelvas a la escuela, hijita —'dijo la señora Raeburn.

La escuela pública resultaba aburrida, después del colegio de aquella señora de Galton, de los mimos del hospital y de las diversiones de Clacton. Jenny se hizo muy traviesa; pateaba, pegaba, se enojaba, desobedecía y desesperaba a las maestras, una tras otra, hasta obligarlas a escribir cartas indignadas a su casa dando cuenta de su mal comportamiento: era una niña rebelde, indómita y maliciosa; en fin, todo lo contrario de lo que debe ser una niña.

¿Qué se podría hacer con ella?

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