Carnaval

Carnaval


CAPITULO XVIII

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CAPITULO XVIII

VEINTE ABRILES

El estudio, preparado para celebrar la fiesta del cumpleaños de Jenny, estaba alegre y tenía una pulcritud de sábado. Era un orden más aparente que real, ya que consistía en haber empujado todos los objetos que estaban desordenados en un rincón, cubriéndolos con una vieja capa pluvial española. Bajo este semicírculo de tercie»pelo descolorido había cebollas, barras de lacre, paletas, pinceles, trozos de cartón, un surtido de cuchillos y tenedores, una lata de piña en conserva, todavía sin abrir, muchas cartas sin contestar, un abrigo y otras muchas cosas de más utilidad que belleza.

Ardía un buen fuego en la gran chimenea, disfrazando de juguetón mar bermejo al aguardillado techo. Las sillas, agrupadas en acogedor semicírculo en rededor de la mesa del té, tenían un aire invitador, como el espejo veneciano. Cada una de las tazas recogían la imagen del fuego, y en d suave cuenco de su porcelana brillaba un ópalo ficticio. Todo el cuarto tenía un aire de anhelante expectación, acentuado por la campana de ana iglesia vecina que tañía rápida y monótona. Sentados en el asiento de alto y monacal respaldo junto al fuego, tres muchachos fumaban largas pipas de yeso. Maurice, de pie ante la ventana que miraba al río, se entretenía en echar el vaho sobre el cristal para luego escribir sobre la superficie empañada, con efímera escritura, el nombre de Jenny.

Por fin, la monótona campana cesó en su sonido discordante. El reloj del Parlamento dio las Cuatro pausada y solemnemente y el dueño de la casa abrió la ventana y se inclinó hacia fuera: la tarde era gris, con niebla.

—Aquí está Jenny —dijo, retirándose tan rápidamente hacia dentro que se dio un golpe en la cabeza con el marco de la ventana. Los tres jóvenes que estaban junto al fuego se levantaron y vaciaron sus pipas, permaneciendo de pie, de espaldas al hogar, en una actitud de natural expectación. Maurice ya estaba bajando las escaleras de cuatro en cuatro escalones para dar la bienvenida a Jenny, que llegaba acompañada de Irene.

—¡ Hurra! —dijo—. Temí que te perdieras en la niebla. ¿Estás mejor? —dijo, volviéndose hada Irene.

—Ya estoy bien.

—Está de primera —dijo Jenny.

—¿Tan de primera como para subir estas escaleras? —preguntó Maurice riendo.

—Creo que sí —dijo Irene.

—¿Han venido ya los otros? —preguntó Jenny mientras subía.

—Solamente Castleton, Cunningham y Ronnie Walker.

—Quiero decir las chicas.

—No, tú eres la primera, y la más bonita.

Irene, a pesar de todo su optimismo, empezaba a sentirse exhausta.

—Digo, Jenny, si tu amigo Maurice... ¿Supongo que le podré llamar Maurice...

—Claro, idiota.

—¿Que si vive mucho más alto?

—Haces bien en preguntarlo —dijo Jenny—. ¡ Anda! Es como Bill, el hombre mosca, por si no lo sabías.

—Ya estamos llegando —dijo Maurice disculpándose.

Se pararon a la puerta del estudio.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Jenny a Maurice.

—Cunningham, Castleton y Walker.

—Suenan como los nombres del terceto americano que echaron a la calle. ¿Te acuerdas, Irene? Bueno, qué importa. Les llamaré Swan y Edgar, que es más corto.

—Eso no son más que dos.

—De Walker se acuerda cualquiera.

Maurice abrió la puerta, y Cunningham, Castleton y Walker avanzaron para saludar a las muchachas.

—Esta es Jenny Pearl y ésta Irene Dale.

—Tanto gusto —dijo Irene.

Jenny no dijo nada; estrechó las manos en silencio, tomando nota del trío con miradas vivas y agudas.

—¿No os sentáis? —dijo Cunningham.

—Aquí tenéis sillas —añadió Walker.

Castleton miraba a Jenny.

—¡Qué alto es! —comentó Jenny—. ¿No te recuerda a alguien?

—No — dijo Irene vagamente.

—A mí, sí. Al titiritero ruso que andaba con Queenie Danvers. ¿Te acuerdas? Aquel que llamábamos Fuzzy Bill,

—¡Ah! ¡Aquél!

—Llámame Fuzzy, ¿quieres? —dijo Castleton—. Es un nombre descriptivo muy agradable. Contestaré cuando me llames así [19].

Desde luego lo hizo: desde aquel momento se convirtió en “Fuz” y no volvió a contestar a otro nombre.

Sonó el timbre de la puerta y Maurice se precipitó escaleras abajo para recibir a los visitantes. Subió al poco rato.

—¡ Malditos niños! —gruñó.

—Qué, ¿has bajado todas las escaleras para nada? —exclamó Jenny.

—Le sienta bien el ejercicio —aseguró Ronnie Walker.

—Sí, pero ¡vaya una broma! —dijo Jenny—. ¡Bajar todas esas escaleras para nada!

Otro timbrazo puntualizó la indignación de Jenny. Todos se dirigieron a la ventana.

—Ahora son ellas. ¡Gladys, Elsie! —gritó. Luego hizo un comentario crítico.

—¡Qué sombrero más horroroso trae Elsie!

—Se lo compró ayer.

—No lo creo —dijo Jenny—, y si lo hizo, debe de haber estado olvidado en el escaparate desde hace dos años. Además, ¡vaya colorcito! Parece pasta de anchoas.

Madge Wilson y Maudie Chapman aparecían ahora doblando la esquina, y como Máurice estaba ya bajando las escaleras, Jenny corrió detrás para prevenirle y que no tuviera que volver a bajar.

—Espera, espera —le gritó—. Madge y Maudie vienen también.

El se paró y agitó la mano.

—Jenny, a prisa, dame un beso, anda.

—Anda, anda, anda —dijo burlonamente, pero le besó.

—Te adoro —murmuró Maurice—. ¿Me quieres hoy tanto como ayer?

—Ay, mira, yo no sé hacer cálculos de cabeza. Me tendrás que dar un lápiz para echar la cuenta. —No te burles. ¡Dímelo! ¡ Dímelo!

—Claro, criatura —le aseguró.

—¡Ángel mío! —dijo él, y corrió escaleras abajo para abrir la puerta al grupo de convidadas que había en el umbral.

Unos momentos después el estudio estaba lleno de presentaciones. En medio del barullo, Maudie Chapman, alegre muchacha de nariz algo grande y voz muy fuerte, explicó las aventuras que les habían ocurrido a ella y a Madge al dirigirse al 422 de Grosvenor Road.

—Cualquiera sabe dónde estamos —le dije yo a Madge cuando bajamos del tranvía en Vauxhall Bridge—. ¿ Dónde vivirá ese hombre? y ésta, venga de reír. Entonces pregunté la hora y no eran más que las tres y media, y yo dije: ¡ Es tempranísimo! ¿Qué vamos a hacer? Nos metimos en un edificio muy grande cerca de aquí, lleno de cuadros y con un estanque con peces de colores. Primero creí que era un acuario, y luego vimos unas estatuas y creí que eran santos de una iglesia católica.

—¡ Qué caso! —dijo Jenny, admirando lo animado de la narración.

—Bueno. Les echamos un vistazo a los cuadros, que no nos parecieron gran cosa, y yo me escurrí en el suelo y me quemé la mano en una especie de parrilla, después no podíamos encontrar la puerta para salir; pero así, como lo oís, que no había manera de salir. Subimos y llamé en un sitio que decía: “Dirección”, y un individuo con el pelo aplastado y con gafas me dijo: “¿Buscan ustedes los Watts?, y yo le contesté: “No, buscamos los What Ho’s” [20] y entonces me dijo: “Se han equivocado, están en la Galería Nacional”, y Madge —ya sabéis lo terrible que es— rompió a reír y yo no sabía dónde mirar. Pero le dije: “¿Puede usted-decirnos dónde está Grosvenor Road?”, y él nos miró muy asombrado y se marchó.

—Pero de veras, era difícil encontrar la salida —corroboró Madge.

—¿Y qué te parecieron las pinturas? —preguntó Ronnie Walker, que era un pintor, todavía lo suficientemente joven para interesarse por una contestación.

—No me preguntes —dijo Maudie.

—Ni a mí —agregó Madge.

.-Ni siquiera miraron los cuadros —aclaró Jenny—. Te apuesto cualquier cosa a que estuvieron todo el tiempo tratando de conquistar al conserje. Conozco a Madge y a Maudie.

De pronto Castleton se echó a reír ruidosamente.

—¿De qué te ríes, Fuz —preguntó Jenny.

—Me estaba imaginando a Madge y a Maudie tratando de conquistar al celador de Tate Gallery [21]. Me hizo gracia. Perdonad.

Jenny le miró con desconfianza. Sin embargo, el rostro grande, ancho y francote de Castleton no indicaba malicia alguna.

—Son capaces de hacerlo, sí. Una vez lo hicieron en la Casa de Fieras. El guarda se quedó asombrado cuando le preguntaron si dormía en una jaula.

En aquel momento la campanilla interrumpió las conversaciones.

—Esa debe de ser Lillie Vergoe —dijo Jenny—. Bajaré y le abriré yo. Se va a azarar si entra sola en medio de tanta gente.

—Yo también voy —dijo Maurice.

Los dos tardaron casi tanto tiempo en bajar como en subir. Hablaron de la inmortalidad del afecto y pesaron la emoción que sentían el uno por el otro. Cuando llegaron al estudio con Lillie, la reunión se había dividido en varios grupos, que charlaban animadamente.

—¡ Vamos a tomar el té! —dijo el dueño de la casa—. Jenny lo servirá.

—¡ Qué tetera más horrible ¡ —dijo esta última, cuando aceptó el cargo—. Parece la regadera de mi hermana. ¿Qué le pasa?

—La edad —dijo Castleton solemnemente—. Es porcelana de Lowestoft. Si miras dentro, verás:

“Recuerdo de Lowestoft”.

—Cállate —dijo Maurice—, y pasa les bollos. Debéis perdonarle. No tiene buena sombra, pero es un buen chico. ¡ Dios mío! —continuó—. Todavía no he felicitado a Jenny.

—Es una pena que hayas esperado hasta que ha visto los bollos —dijo Castleton.

—Y la tarta —dijo Maurice precipitándose hacia el aparador.

—No te pongas tan triste —murmuró Castleton a la convidada de honor—. No es una lápida, es un bizcocho...

—Es terrible —dijo Jenny riendo.

—¡ Mirad! —dijo Maurice.

Sobre el blanco baño de la tarta había escrito con letras color de rosa: “A la sagrada memoria de un buen apetito.”

—¡Qué malo! —comentó Cunningham—. Eso es cosa de Castleton.

—Desde luego —dijo Maurice—. No tenemos velas [22].

—Podemos encender el gas —propuso Castleton.

—¿Estás loco? —le dijo Jenny.

El té continuó en medio de locas risas y sonidos de platos y cucharillas, con terribles acometidas a la tarta, chistes solemnes de Castleton y caricaturas relámpago por parte de Ronnie Walker.

Una de las veces, Jenny dijo a Maurice:

—¿Por qué me dijiste que no me gustaría Fuz? Me encanta. Es raro, pero muy simpático, ¿sabes?

—Me alegro —dijo Maurice—. Me alegro de que te gusten mis amigos.

Después del té dieron vueltas por el estudio, haciendo comentarios.

—Maurice —dijo Castleton, deteniéndose ante un modelo en cera de Afrodita—. No das descomer bastante a tus favoritos. Esta señora está en los huesos.

—Es absurdo —dijo Maudie—. ¿Qué le hacemos?

—Mal remedio tiene —dijo Madge.

—Malo —dijeron a coro Elsie y Gladys.

Estas dos raramente iban más allá de una o dos palabras de una vez.

—¡Oh! ¡Cállate! —dijo Maurice a Castleton, que iba a decir algo—. Quiero que las chicas vean esta bailarina.

—¡Pero hombre! ¡Esa postura es imposible! —dijo Jenny—. ¿Verdad, Lillie?

—Muy difícil parece —contestó esta última.

—¿De veras? —preguntó Maurice algo picado. —No es imposible —contradijo Maudie.

—¡Qué va! —dijo Irene muy convencida.

—Yo digo que no se puede una poner así, vaya'-insistió Jenny.

—Sería una bailarina muy mala si no pudiera. —No lo creo-afirmó Jenny fríamente.

Las muchachas, unánimemente, trataron de adoptar la postura concebida por Maurice, pero al final tuvieron que convenir en que Jenny y Lillie tenían razón. La postura era imposible.

—¿ Es esa señora tu madre? —preguntó Madge, señalando a Mona Lisa.

—No seas tonta, Madge —dijo Jenny—. ¿No ves que es un cuadro? Y no me gusta —continuo—. ¡Qué boca! Las manos son bonitas, muy bonitas, Y con todas esas rocas en el fondo... Supongo que será una marea taja en Clacton.

—Pero, ¿no te gusta su maravillosa sonrisa? —preguntó Maurice.

—No llames a eso sonrisa.

—Ya sabía yo que aquellos de las flautas la molestaban —dijo Castleton—. No es más que una señora de mal genio.

—Eso es —dijo Jenny.

—Jenny, ¿te sonreirías si Ronnie te pintase mientras tocaba un gramófono detrás de una cortina?

—No, no podría.

—Capta la fugaz petulancia de la expresión, y te harás famoso como Leonardo, Ronnie.

De don Baltasar dijeron que era moni o, con una cabeza tal vez un poco grande, y del Príncipe de Orange, que era un encanto.

A la Venus de Botticelli no se la mencionó siquiera. La amistad no se consideraba todavía suficiente para justificar ningún comentario en este sentido. Sin embargo, un poco después, Jenny con los párpados agitados por la risa y los ojos brillantes, con un destello de picardía, cantó, señalando a la turbada diosa: “Ella vende conchas a la orilla del mar”. Con la “Primavera” terminó la visita de inspección, y algunos dijeron que la “Primavera” se parecía a Jenny.

—A quien se parece Jenny es a uno de esos ángeles con velas que hay en Berlín —dijo Ronnie Walker.

—Puede —dijo Maurice con un tono de satisfacción en la voz—, pero tiene tipo de Botticelli.

—Bueno; ahora que habéis dicho lo que yo soy —dijo Jenny—, ¿qué es Irene?

Pero no parecía tan interesante descubrir el tipo de Irene, y su semejanza con el ideal de alguno de los maestros de la antigüedad quedó sin decidir.

Después le tocó el turno a las canciones de negros con palabras ridículas y estribillos obsesionantes, mientras el crepúsculo descendía sobre Londres. Maudie se sentó al piano, en el cual lucían caos velas al lado del papel de música, que ponían en evidencia el poco discreto tamaño de su nariz. Cuando se cantaron todas las canciones de moda, resucitaron otras más antiguas y casi olvidadas.

—Estas canciones nos están diciendo a gritos que vamos para viejas —dijo Jenny—. Me acuerdo de aquella función de Islington, cuando fui a verte, Lillie, hace mil años.

Poco a poco, las canciones resucitadas tiñeron de melancólica nostalgia la reunión y trajeron románticas memorias del pasado. Al volver a la vida las casi olvidadas musiquillas, hicieron pensar a todos en el rápido fluir del tiempo. Cuando coreaban los estribillos, cantaban más dulcemente como si las canciones pasadas de moda se hubieran trocado con el tiempo en frágiles objetos que era preciso tratar con mimo y cuidado. Tal vez las muchachas pensaban en la creciente penumbra, en otros tiempos cuando aún llevaban falda corta y tirabuzones. Acaso Lillie vio el sardónico fantasma de su ambición de un día. Desde luego, Jenny estaba pensando en Vergoe, en la Aldavini y en aquel cuarteto que bailó en Glasgow...

Maudie Chapman se puso en pie de un salto:

—Ahora que toque otro.

Maurice miró a Cunningham.

—Toca algo de Chopin, ¿quieres?

—Bueno —dijo Cunningham sentándose al piano.

Era moreno, magro, de cara alargada. Las muchachas se dispusieron a escuchar cómodamente. Maurice llevó a Jenny a un sillón junto a la ventana. La oscuridad aumentaba rápidamente en él estudio. Comenzaron las notas a bailar en el aire una rapidísima zarabanda. Dijérase que fosforecían a la luz de las velas. El fuego brillaba rojo y mortecino en el hogar. La atmósfera, estaba cargada con el humo de incontables cigarrillos. Las emociones de la audiencia volaban soñadoras, sostenidas por la música, flotando en la atmósfera densa, melancólicamente, empapadas de inexpresable sensualidad. Sólo la música pudiera describir tal momento. Aquellos seres humanes, rebosantes de juventud, soñaban lánguidamente, sin su acostumbrado y perturbador dinamismo. Mas si esa falsa madurez que puede provocar la música es capaz de añoro, solamente la auténtica juventud puede percibir la ambición proyectarse en el futuro con claridad casi física. Jenny, hundida en su sillón, mientras la mano de Maurice le acariciaba las mejillas, pensaba que la vida es hermosa, que Cunningham tocaba maravillosamente, que el río, en la incierta luz, era bello, que es delectable el amar. Sintió el inesperado deseo de traer a May a esta fiesta y pensó si ésta lo pasaría bien en ella. El tiempo, como noción abstracta, no significaba mucho para Jenny, pero mientras las vibrantes armonías se enroscaban en el corazón de la noche incitando deseos imposibles, se apoderó de ella otra vez el miedo a la vejez que solía atormentarla antes de conocer a Maurice. Le cogió una mano y la apretó fuertemente en un impulso desesperado, como si quisiera evitar que su dueño se desvaneciese en la oscuridad. Empezó a sentir que escuchando la música, la idea de morir en aquel momento no le resultaba ingrata; no porque le disgustase la vida, sino por tener miedo de que algo estropease la perfección de su amor. Eran demasiado felices. Entonces conoció, por primera vez la primitiva emoción de la felicidad totalmente lograda, por aquiescencia, el descanso que Dafne hubo de sentir al renunciar a toda responsabilidad. ¿Por qué no habían ella y Maurice de detener la vida y quedar en éxtasis, como aquellas estatua! apenas columbradas en la oscuridad del estudio? Después, con repentina fuerza, la vida deshizo el encantamiento del reposo. Se puso en pie, ansiosa de movimiento, e inconsciente de todo, salvo la música y las tinieblas, impulsada por un fuerte y solitario acorde que estalló inesperadamente, estrechó a Maurice entre sus brazos y le besó frenéticamente, casi con desesperación. Continuó la música. Tras una balada, un vals, y luego una polonesa. De vez en cuando surgía en la oscuridad la llamarada de una cerilla encendida por un fumador. Apto símbolo de la vida encerrada en aquel cuarto: una llamita en medio del rumor de la música...

Tras los alegres compases finales de una mazurca, dejó Cunningham de tocar y se hizo el silencio durante un rato. Fuera, en la calle, se oía el ruido dominguero de la gente. Sobre el río se oyó el grito fuerte y distante de algún barquero. Las campanas de la iglesia comenzaron de nuevo su monótono tañer. Castleton encendió el gas. Las ventanas tornáronse grises y sombrías; las cubrieron con las cortinas de pájaros rojos y hojas de parra. Reavivaron el fuego, que brotó brillante. Las muchachas empezaron a arreglarse el pelo. Era hora de pensar en la cena. Así pasó el cumpleaños de Jenny: insoportablemente fugaz.

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