Carnaval

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CAPITULO XIX

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CAPITULO XIX

REGALO DE ÓPALOS

Después de la fiesta, Jenny no volvió a ver a

—Maurice hasta la noche siguiente, cuando fue al patio, para salir juntos.

—Date prisa —dijo él—. Vamos; tengo que enseñarte una cosa.

—Bueno, pero no corras-exigió ella tirándole de la chaqueta para moderar su paso—. Parece que vas a apagar un fuego.

—En primer lugar —dijo Maurice con gran interés—, ¿te gustan los ópalos?

—No están mal.

—Así nada más.

—No sé; parecen de jabón.

—Lo siento; te había comprado unos ópalos de regalo por tu cumpleaños.

—No; pero sí me gustan —explicó—; pero traen mala suerte.

—Si has nacido en octubre, no. Entonces traen muy buena suerte.

Iban andando por en medio del gentío, apresurados, a lo largo de Coventry Street, hacia el café de Áfrique, donde les esperaba Castleton para discutir un plan de festejos. La suave mano de Jenny, descansando sobre el brazo de él, no consiguió desterrar de la voz de Maurice el tono disgustado con que defendía a los ópalos.

—¡ Qué genio! —dijo ella—. No pongas esa cara de enfadado.

—No deja de ser un desengaño elegir un regalo para que luego la persona para quien es nos diga que no le gusta.

—Vamos, no seas tonto. No te he dicho que no me gusta. ¿ Cómo no me va a gustar? ¡ Si aún no lo he visto!

—Casi no vale la pena de enseñártelo. No te gustará. Si no fuera por todos estos estúpidos, que no hacen más que darnos empujones, lo tiraría a
la alcantarilla.

—¡Qué tonto eres, hijo! Dámelo ya. Anda, te lo pido por favor, Maurice.

—No; te regalaré otra cosa —respondió resuelto a mostrarse ofendido—. Siento no poder permitirme el lujo de comprarte brillantes. Me he tomado la molestia de buscar para ti algo antiguo y bonito. He recorrido todas las tiendas de antigüedades de Londres. Por eso no he podido verte hasta esta noche. Maldito, para lo que me ha servido. Mucho mejor habría sido comprarte un escarabajo de turquesas con ojos colorados de topado, o un lagarto de granates, o un caballito del diablo que asustara de bien hecho y pareciera de verdad, o...

—Bueno, ¿quieres callar? —y al decirlo retiró la mano.

—Pero es para desanimar a cualquiera.

—¿Se puede saber qué bicho te ha picado? No te he dicho que no me guste tu regalo. Ni siquiera lo he visto.

—Ni lo verás. ¡Qué mala pata...!

—No estás muy amable que digamos.

—Ni tú.

—Pues, mejor.

—No tienes corazón. Me parece que te tengo completamente sin cuidado. Casi prefería no haberte conocido. No puedo pensar más que en ti.

No puedo trabajar. ¿ Para qué sirve estar enamorado? Es una estupidez, Nos desconcierta. Nos deja sin esperanzas. Puede que sea mejor no volver a verte más. No puedo aguantar más.

Jenny escuchó este discurso sin interrumpirlo; pero, según pasaban por delante del teatro Empire hizo alto repentinamente, y dijo con voz fría y remota.

—Buenas noches. Me voy.

—Pero si tenemos que ver a Castleton.

—Serás tú. Lo que es yo, no.

—Pero ¿qué le voy a decir?

—Me importa un bledo. No tengo nada que ver con él. Ni contigo.

—Eso no lo dices en serio —dijo Maurice casi fallándole la voz.

—¡Ah! ¿No?

—Pero Jenny, oye, escucha: vamos a entrar en el Áfrique. No vamos a ponernos a discutir aquí. Ya empieza a miramos la gente.

—¡La gente! ¡Creí que te tenía sin cuidado la gente!

—Oye: perdóname; de veras. Quédate.

—No quiero.

Tenía apretados los labios, y los ojos sombríos por la furia.

—Mira, ya sé que soy un burro y que tengo mal genio —confirmó Maurice—. Pero quédate. Me había hecho la ilusión de que esta noche lo íbamos a pasar bien fue lo de los ópalos; me sentó mal. Quédate, Jenny. Te pido perdón de veras. ¿No quieres el broche? Toda la culpa es mía. Me merezco cualquier cosa que hagas conmigo. ¿Pero no quieres quedarte? Esta vez nada más. Anda. Sí.

No sabía Jenny resistir tales súplicas. El efecto de Maurice sobre su carácter era de tal naturaleza que la desarmaba por completo; y aunque en aquella ocasión creía tener ella razón, dijérase que siempre había de dar su brazo a torcer, con razón o sin ella, lo que no era corriente en Jenny.

—Ya estoy haciendo el ridículo... —fue todo lo que dijo.

—No; estás haciendo el ángel —susurró Maurice—; el ángel bonito, además. Ojalá no haya llegado aún Castleton. Quiero volver a pedirte perdón.

Pero cuando pasaron por delante del encargado del establecimiento, que como un Buda, sólido y enigmático, suele estar, muy grave, a la entrada del café, vieron a Castleton en un rincón fue una lástima, porque la tensión de una pelea de enamorados, no desvanecida por completo, aún se cernía sobre ellos. Al enfrentarse con una tercera persona ante quien deseaban aparentar estar a gusto, Maurice demostró tan ruidosa cordialidad que Jenny se sintió molesta por sus dotes histriónicas; y por ser ella incapaz de disimulo, indicó por su actitud que algo ocurría.

— ¿Qué le pasa a Jenny esta noche? —preguntó Castleton.

—Nada —respondió secamente.

—Se encuentra malucha —explicó Maurice,

No me encuentro malucha.

—¿ Te ha gustado el broche de ópalos? —Todavía no lo he visto.

—Quería dárselo aquí —aclaró; Maurice.

Jenny, que estaba mirándose en su espejito de bolsillo, le lanzó una mirada de reojo. Maurice se volvió hacia ella defendiéndose contra la mentira imputada.

—Castleton me ha ayudado a elegirlo. Mira. Es un broche antiguo.

Sacó del bolsillo un estuche de cuero usado, en cuyo interior, de desvaído terciopelo morado, descansaba el broche. Era un ópalo de regular tamaño, montado de manera singular sobre filigrana de plata dorada con perlas de aljófar y brillantes.

—No está mal —comentó Jenny sin entusiasmo.

En el fondo de su corazón le encantó la anticuada fruslería y hubiese querido hacer ver su entusiasmo a Maurice; pero la presencia de Castleton alzaba una barrera; tenía miedo de llorar, lo que no era nada imposible. Maurice, que para entonces ya se sentía desgraciado, se ofreció para prender el broche donde mejor luciera; pero Jenny dijo que prefería guardarlo en el bolso, y entonces él se inclinó en su silla, mordiéndose los labios y odiando a Castleton por no levantarse v marcharse a su casa. Este, comprendiendo que algo ocurría, procuró cambiar la conversación.

—¿Qué os parece la idea del baile de trajes del Segundo Imperio en Covent Garden?

—Que será un fracaso. Ronnier Walker estará ridículo vestido de Ralzac.

—Hay otros. Además, no me gusta ir yo de Théophile Gautier.

—Pues no vayas —dijo Castleton.

—Es una majadería —declaró Maurice.

—Con qué facilidad cambias de opinión. Esta tarde estabas rebosante de planes y encontrastes un tipo de 1850 para cada uno de tus amigos.

—Lo he estado pensando después, y estoy seguro de que no lo podemos poner en práctica.

—Adiós, Gustave Flaubert —dijo Castleton—. La verdad que siento abandonar a Flaubert, sobre todo si hubiera podido convencer a la señora Wadman de que fuera Jorge Sand v se fumara un puro. Pero puede que sea mejor así.

—¿Quién es esa señora Wadman? —preguntó Jenny.

—El dragón femenino que nos cuida la casa a Maurice y a mí en Grosvenor Road. Pensándolo mejor, me parece que sería una mala cosa hacer que adquiriese el vicio de fumar. Me horrorizaría verla quitando el polvo con un puro entre los dientes, aunque tuviese dientes, que nos los tiene.

—No seas gracioso —dijo Maurice—. No tienes idea de lo pesado que te pones algunas veces. ¡Maldito camarero! —gritó descargando su mal humor en otra dirección—. Le. di je que me trajera cerveza de Munich y me ha traído Pilsen.

—Lo siento, señor —dijo el camarero.

—Fui yo quien pidió la cerveza rubia —aclaró Castleton, y mientras el camarero se retiraba, agregó—: ¿Por qué no le invitas para que vaya como Balzac?

—¿A quién?

—Al camarero.

Déjate ya de bromas —dijo Maurice, cansado. —Pobre Fuz —dijo Jenny—, se meten contigo. Al fin, hasta Castleton se sintió afectado por la general depresión y Jenny rompió el silencio diciendo que tenía que regresar a su casa.

—Te acompañaré —dijo Maurice.

—¿Carroza fúnebre, o coche de punto, señor? —preguntó Castleton.

—Buenas noches, Fuz —dijo Jenny desde la acera—. Traeré a Madge y a Maudie algún día para verte.

—Hazlo —contestó—. Son capaces de reanimar a un muerto. Buenas noches, Jenny, y por favor haz que Maurice vuelva de mejor humor.

Durante algunos minutos fueron en silencio en el coche.

fue Maurice el que habló primero.

—Jenny, me he portado como un idiota y he echado a perder la noche. Perdona, Jenny —continuó, hundiendo su cabeza en el hombro de ella—. Mi mal humor no hubiese durado un momento si hubiera podido darte un beso, pero Castleton me puso nervioso; el camarero dando vueltas todo el tiempo y la gente, me enfurecieron. Perdona, chiquilla, ¿quieres?

Jenny, abandonando al momento su acostumbrada terquedad, le abrazó.

—¡ Qué tonto eres!

—Ya sé que lo soy, y tú eres un encanto.

—¡Y ¡decías que no me ibas a ver más en la vida! ¡Qué fresco! ¡Nunca!

—Soy un burro inaguantable.

—¡Y decías que hubieras preferido no haberme visto nunca! Maurice, dices cosas muy desagradables.

—¿Estabas casi llorando cuando te di el broche? —preguntó Maurice.

—A lo mejor.

—Jenny, preciosa, ¿estás casi llorando ahora? —murmuró él.

—¿Quién? ¿Yo? No.

Sin embargo, cuando la besó sus párpados estaban húmedos.

—¿Quieres que te ponga el broche ahora?

Ella asintió.

—¿Jenny? ¿No sabes que me aborrezco a mi mismo por no ser amable contigo? Me odio. No podré dejar de pensar en esto en toda la noche.

—¿Aún estás así? —preguntó ella pasando los dedos por la suave superficie del ópalo que había dado lugar a tal derroche de emoción.

—No; ahora estoy feliz, muy feliz. —Maurice suspiró junto al pecho de ella.

—Yo también.

—Cada día significas más para mí.

—¿ De verdad?

—Eres tan dulce y tan buena. Eres una perla. Un tesoro.

—Eso te parece a ti.

—Estás hecha para querer, Jenny.

—¿Qué?

—Quiero decir que tienes razón; que no te equivocas nunca. Que tienes paciencia con mi miserable temperamento de artista. Como una obra de arte es a veces perfecta, tú eres una obra perfecta de amor.

—Maurice, eres un encanto —suspiró ella con acento apasionado.

—Cuando me hablas así me dejas sin poder respirar:... Jenny, ¿vas a ser algún día para mí más de lo que eres ahora?

—¿'Qué quieres decir por más? —preguntó ella. —Todo lo que una mujer puede ser para un hombre. Yo soy un artistá y aspiro en llegar a realizar una gran obra. Mi amor es lo más grande de mi vida hasta ahora, y aspiro a completarlo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Creo que sí —dijo ella muy despacio.

—¿Vas a dejarme?

—Algún día, es posible.

—¿Ahora no?

—No.

—¿ Por qué no?; No te fías de mí?

—Sí.

—Bueno...

—Bésame —dijo ella—. No me puedo explicar. No hablemos más de esto.

—No puedo entender a las mujeres —declaró Maurice.

—¡Ah!

Jenny sonrió, pero en su sonrisa había más tristeza que alegría.

— ¿ Por qué perder el tiempo? —preguntó Maurice apasionadamente—. Dios sabe que tenemos muy ñoco tiempo. Jenny te lo aviso: no perdamos tiempo. Estás equivocada. Como muchas chicas tratas de conservar un decoro mal entendido.

—No sigas. Ya te he dicho que algún día...

—¿Por qué no te vienes al extranjero conmigo? ¿Tienes miedo de lo que diga tu familia?

—Mientras mi madre viva, no puedo.

—Bueno, no hagas eso; pero es bien fácil no perder el tiempo. Tu madre no se enterará siquiera. Yo no soy un tonto.

—Pero yo me sentiría culpable.

Maurice suspiró ante tales perjuicios.

—Por otra parte —continuó ella—, no quiero; todavía no. ¿No podemos ser felices como lo hemos sido hasta ahora.?

—No se puede jugar con el amor —dijo Maurice.

—No; yo no estoy jugando. Yo estoy más enamorada que tú.

—No lo creo.

—Es verdad. ¿Suponte que te cansas de mí?

—No podré.

—¡ Ah!, los hombres sois muy raros. Te puedes enamorar de pronto de otra muchacha y ¿entonces, qué? ¿Qué iba a ser de mí?

—Si piensas así es que no tienes confianza en mí. Que no me crees. ¡ Dios mío! ¿ Qué puedo hacer para demostrarte mi sinceridad?

— ¿No ruedes esperar un poco?

—A la fuerza ahorcan.

—¿Y me prometes no volver a hablarme de esto? —suplicó Jenny.

—No puedo prometer ni eso siquiera. De veras, creo que estás cometiendo una equivocación, una equivocación de la que te arrepentirás algún día. Quisiera que comprendieras mejor mi manera de ser.

—Todos los hombres son lo mismo —dijo ella suspirando al generalizar.

—Eso es absurdo, querida. También yo podría decir que todas las mujeres son iguales.

—Sí que lo son. Todas somos unas sentimentales.

—¿No es casi idiota haber llegado tan lejos como tú has llegado conmigo y no seguir más allá?

—¡ Oh!, yo también he entrado en la cofradía de las sentimentales. Creí que era diferente, pero no lo soy. Soy una de las primeras.

—¿No crees...? —dijo Maurice—, desde luego, no quiero decir que no tengas experiencia, pero... ¿no crees que hay alguna diferencia entre uno que es un caballero y uno que no lo es?

—Creo que los caballeros son los peores.

—No estoy de acuerdo contigo.

—Yo sí. Escucha. Hace un momento me has pedido que me vaya contigo. No me has pedido que me case contigo.

Maurice empezó a murmurar explicaciones atropelladamente.

Espera. No me casaría contigo aunque me lo pidieses. No quiero que me lo pidas... sólo que...

—¿Sólo qué?

—Sólo que si yo hiciera todo lo que tú quieres daría mucho más de lo que tú darías al casarte con una bailarina.

—Deja que me explique —suplicó Maurice—. Estás completamente equivocada respecto a mí. ¡Dios mío, estamos ya casi en Hagworth Street! Apenas tengo tiempo para explicarte lo que quiero decirte. Fíjate. Si te casas conmigo, no te gustará. No te gustará conocer a mi familia y tener que hacer las visitas de rigor y adaptarte a la vida en que yo me he criado. Yo me casaría ahora mismo contigo. No creo en distinción de clases ni en esas tonterías. Pero tú serás más feliz si no nos casamos. ¿No lo comprendes? Mucho más feliz que de la otra manera. Esta es tu esquina. No hay tiempo para más... Piensa bien lo que te he dicho y no me juzgues mal, querida. Buenas noches,

—Buenas noches.

—¿Un beso muy largo?

Razones, convencionalismos, proyectos de las conveniencias, se desvanecieron cuando ella ovó desde los escalones de su casa el ruido del coche apagándose en la distancia, y cuando él, acurrucado en un rincón del mismo, percibió el perfume de la que hacía un momento había tenido a su lado.

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