Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXIII

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CAPITULO XXIII

DOS CARTAS

Hotel de París, Sevilla. España.

17 de abril.

Queridísima mía:

No he podido escribirte antes. Quería haberte enviado una carta durante el viaje; pero me dejé todo mi papel de cartas y los lápices en el restaurante de la estación de una población que se llama Miranda, y en lugar de escribirte me eché a dormir.

Resulta que mi tío me ha dejado más de lo que esperaba: en realidad, cinco mil libras. Ahora quiero comprarte una casita muy mona en algún sitio cerca de Londres. Podrías tener una doncella y continuar bailando, si lo preferías. Sólo deseo que me digas que “sí” en seguida. Escríbeme a vuelta de correo y dime que vas a dejar a un lado todas tus dudas, preocupaciones y escrúpulos. ¿Lo vas a hacer?

Se me ocurre otra cosa estupenda. Quiero que vengas a reunirte conmigo aquí, en España, dentro de una semana. Yo podré encontrarme contigo en París, pues voy a acompañar a mi tía hasta allí, en su viaje de regreso a Inglaterra. Fuz se encargará de indicarte los trenes. Debes venir. El podrá arreglarse para darte todo el dinero que necesites. No tendremos que estar ausentes mucho tiempo; un mes será suficiente. Sevilla es magnífica. El tiempo es ideal. Búscate algunos trajes ligeros. Estaremos todo el día sentados en los jardines del Alcázar, que están llenos de limoneros y de fuentes monumentales. Por la noche nos sentaremos en un balcón, fumaremos y escucharemos las guitarras.

¡Cómo te quiero! Ven, ven, por favor, a España, y deja por una vez tus indecisiones. Te echo mucho de menos. Siento que esta preciosa ciudad se está desperdiciando sin ti. Estoy cierto de que si te determinaras a no pensar en otra cosa más que en el amor, no lo lamentarías nunca. Seguro que no. Jenny, no dejes de venir. Estoy suspirando por ti. Es maravillosamente romántico estar sentado aquí en el patio del hotel, especie de jardín interior, pensando en ti. Te envío besos grandes como estrellas que llenan todo el camino, desde España a Londres y mi corazón. Te quiere,

Maurice.

Jenny estaba en la cama cuando recibió esta carta. El sello exótico y el papel crujiente se adaptaban, en cierto modo, al dormitorio de Stacpole Terrace, al que aún no se había acostumbrado. Esta carta y esta demanda hubieran parecido o muy fuera de lugar en el cuartito que compartía en su casa con May. Pero aquí, era tan lúgubre la perspectiva de su vida, que se sintió inclinada a dejarlo todo y reunirse con Maurice.

La familia Dale era muy desaseada. El propio señor Dale era un ser bastante turbio, a quien el Tumor público había dotado de una pensión. Nunca se especificó por qué servidos la cobraba, ni siquiera llegó a mencionarse su importe en cifras positivas; y la creencia más generalizada, de que toda la casa estaba mantenida por la Dirección del Orient, a través de los bailes de Winnie e Irene, pronto suplantó esta respetable creencia. El señor Dale solía hallarse en casa, tumbado en una cama turca, cuya borra se salía por todas partes, en lo que se denominaba “el cuarto de papá”. Allí, en medio del polvo, y rodeado por toda una muralla de cajas de sombreros abolladas, leía los periódicos domingueros atrasados, cuyas hojas mugrientas eran quemadas dos veces al año como la flor del heno. La señora Dale era una mujer de ojillos menudos, regordeta, que sentía debilidad por los sombreros, las esclavinas, los monólogos y la ginebra. Su aspecto y sus modales eran igualmente antipáticos. Poseía un arsenal de agravios personales. A Jenny le era la persona más antipática del mundo y la consideraba como algo muy voluminoso que no podía ser suprimido impunemente por tener algún pareado con el ser humano. Winnie Dale, una reproducción algo atenuada de su madre, era igualmente odiosa. Hada tiempo que había perdido la gracia que aún conservaba Irene y tenía la desesperante manía de expresar a voces su cariño por un tratante de pescados, un tunante afortunado que, de vez en cuando, echaba una mirada vidriosa, como la de sus besugos, a Jenny. Ethel, la tercera de las hermanas, llevaba todavía trajes cortos, porque su inteligencia no se había desarrollado proporcionalmente a su edad.

—La pobre habla todavía como una niña —decía la señora Dale por vía de explicación—. Por eso la visto como a una niña, así no se nota tanto.

—Lo cual es tonto —solía comentar Jenny—, porque es tan alta como una torre y todo el mundo se vuelve para mirarla.

Jenny se hallaba sumida en un torbellino de indecisión enervante, y sentía que, pasara lo que pasara, debía ausentarse de Stacpole Terrace, por lo menos por todo aquel día. Discutió para sus adentros la posibilidad de ir a casa y contárselo todo a su madre; pero la perspectiva de tal exposición de sus más íntimos pensamientos la enfrió. Sería como desnudarse por completo en público. Pensó entonces en volver a casa sin aludir al pasado; pero se lo impidió la suposición de que su madre siempre creería lo peor y la vigilancia, forzosamente más estricta, a que la expondría su sumisión. Por último, adoptó una solución media, decidiendo ir a ver a Edith y averiguar cómo estaba de fuerte el pillín de su sobrino.

Edith vivía en Camberwell, en una casita cubierta de parra virgen, que todavía no tenía hojas, presentando el aspecto de un tapiz rojizo, que deprimió el ánimo de Jenny cuando golpeó la tapa del buzón y llamó a su hermana por la abertura. Edith abrió en seguida.

—¡Pero si es Jenny! Si no lo veo no lo creo. Te has vuelto casi una extraña.

Edith era más baja que Jenny y de formas más opulentas. Sin embargo, a pesar de sus redondeces, parecía cansada y sus ojos oblicuos, que nunca fueron tan brillantes como los de Jenny, estaban ojerosos.

—¿Qué tal te ha ido, Edith, durante todo este tiempo?

—Estupendamente, y a ti, ¿cómo te ha ido?

—Bien.

Las dos hermanas estaban sentadas en la sala que olía a cerrado, aunque estaba cubierta de trozos de tela y patrones de papel marrón. Junto a la ventana había un maniquí de formas ridículamente exuberantes. Jenny lo comparó con el maniquí del estudio, pensando en el efecto tan raro que harían juntos.

—Quisiera que Bert hubiera estado en casa —dijo Edith—; pero ha tenido que salir para unos asuntos.

Se oyó entonces ruido de llanto, y la madre tuvo que salir.

—Los niños son una lata —dijo al entrar de nuevo consolando a Eunice, una niña de dos años.

—¡Qué rica está! —dijo Jenny—, es muy mona, ¡ Qué ojos más lindos tiene!

—Se parecen a los de su padre, según dice la gente; pero Norman es tu vivo retrato, Jenny.

—¿Dónde está ese pillo? —preguntó la tía.

—¿Dónde está Norman, Eunice?

—En el “ jaldín”, cavando tumbas —dijo Eunice con una voz profunda.

Jenny sintió de pronto ansias de tener un hijito y vivir en una casita cerca de Londres.

—Me parece que no conoces a Baby —dijo Edith.

Subieron a ver a Baby, que dormía en su cuna. Jenny se sintió oprimida por las reducidas dimensiones del dormitorio y por la cantidad de ampliaciones de retratos de Bert de cuando era niño, que empequeñecían todo otro adorno. Aparecían en todas partes, en marcos extravagantes, y el retrato original estaba encima de la cómoda, frente a uno de Edith con flequillo y mangas de jamón.

—Espero otro dentro de cinco meses —dijo Edith.

—Adelante, ¿y cuántos más?

—No sé. Bastantes, supongo.

El encanto del hogar que momentos antes había hechizado la casita, se disipó. Además, durante el té, Norman se embadurnó la cara de mermelada, lo cogía todo y dio un puntapié a su madre porque le pegó en la muñeca.

—¿Por qué le tienes tan consentido? —preguntó Jenny sin reparar en que estaba imitando ya. a su tía Mabel.

—No le consiento; pero es muy travieso su padre le mima demasiado. Además, todo lo doy por bien empleado con tal de tener un poco de paz y tranquilidad. Bert no piensa en el trabajo que dan los niños, como si yo no tuviese otra cosa que hacer, y la semana pasada se nos presentó con un perro.

—¿Y por qué no lo echas?

—¡Oh!, es más fácil darle gusto. Ya lo comprenderás bien pronto cuando te cases.

—¿Casarme yo? Lo veo difícil.

Mientras iba al teatro aquella noche, Jenny estaba casi decidida a ir a reunirse con Maurice. Probablemente hubiera adoptado esta resolución de no haber intervenido uno de esos triviales incidentes que a veces cambian el curso de una vida más que los grandes acontecimientos.

Sacó la carta llegada del extranjero y leyó lo que decía del sol y del amor. Se imaginó a sí misma con una rosa encamada en la boca, escuchando el alegre son de las castañuelas y el canto de los toreros. Empezó a soñar con besos en un ambiente algo parecido a la escena teatral de un baile oriental. Londres se le hacía cada vez más tétrico e intolerable. De pronto, el aroma de un cigarro puro la hizo volver al pasado. Tiempos atrás, su madre, a punto de marcharse con uno, se había quedado. Por primera vez Jenny comprendió aquel renunciamiento por tanto tiempo olvidado. Se acordó de su madre con ternura, olvidándose de todo razonamiento, recordando tan sólo sus alegres cuentos, su risa y su bondad. La misma fuerza interior que tiempo atrás había permitido a la señora Raeburn rechazar la linda casita y el coche, parecía encontrar un nuevo poder de expresión en el alma de su hija. Por ahora —pensó Jenny— los besos en España deben seguir siendo un sueño. Aquella noche, en el triste saloncito de los Dale, escribió con tinta aguada a Maurice que no podría reunirse con él en París.

43 Stacpole Terrace, Camelen Town.

Viernes.

Mí adorado Maurice:

No puedo ir a España; no puedo dejar a mi madre así; me consideraría una perdida. Corre.y vuelve aquí, porque te estoy echando muchísimo de menos. Es inútil pedirme que vaya: ya te lo explicaré cuando vengas. Quisiera que estuvieras aquí ahora. Con montones de amor de tu querida Jenny.

Irene te envía recuerdos y espera que lo estés pensando muy bien.

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