Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXIV

Página 25 de 50

CAPITULO XXIV

FIN DE JORNADA

Jenny recibió una postal de Maurice en contestación a su carta.

Al cabo de una semana recibió otra postal, retrasando la fecha de su regreso al 1 de mayo. Se llevó una gran decepción; pero cogió el sobre que él le había dado en la estación y, medio en serio, medio en broma, cambió la fecha del 23 de abril por la de 1 de mayo.

La víspera del regreso de Maurice cayó un aguacero, recordándole la primera noche en que volvieron a casa juntos. Estuvo desvelada, oyendo el monótono ruido del agua y pensando en lo feliz que se sentía. Ahora no tenía ninguna hermana con quien abrazarse; pero pensando en el regreso de Maurice para recibir sus besos, su imaginación no se sentía tan sola. Por fin, cuando se dio cuenta de que la noche ya había transcurrido, la mañana parecía de oro y plata. El cuarto estaba inundado de luz, Los gorriones piaban alborotados y sus sombras cruzaban a veces por el techo y las paredes mugrientas. “Hoy” —pensaba Jenny—, cuando revolviéndose en medio de una sucesión deliciosa de sueños, sonrojos y arrullantes duermevelas, se quedó dormida dos horas más de las que le quedaban de ausencia de su amado. La última mañana se la pasó deshaciendo y reformando el famoso sombrero verde que había estado escondido desde el otoño. Sin embargo, no había tiempo para terminar la restauración, y tuvo que contentarse con un vestido nuevo de color azul Sajorna, con el que parecía muy linda y compuesta, bajo el ala de un sombrero aplastado adornado con capullos de rosa.

Era alrededor de las dos cuando bajó las escaleras de Stacpole Terrace con un tiempo muy a propósito para los enamorados. Grandes nubes que parecían cisnes cruzaban el cielo de color azul intenso, propio del mes de mayo. Las calles brillaban con la lluvia de la noche, y todos los charcos parecían azules como las aguas de un río. En los jardines de las casas, los tulipanes ardían como fuertes manchas de color, y las yemas de los tilos se rompían en graciosos abanicos verdes a través de las vallas, mientras que las cestas de las floristas aparecían llenas de belloritas en capullo cogidas en los prados cercanos. Cada brizna de hierba de las sucias plazoletas de Camden Town parecía una esmeralda, y los jardineros estaban cubriendo los caminos con grava de color anaranjado. Los niños corrían haciendo flotar al viento globos color de rosa. Y en los cochecitos y carretelas eran arrastrados chiquillos que llevaban en las manos arreboleras de papel que giraban al soplo de la brisa. Seguramente, de todos los enamorados que acudían a una cita de mayo, ninguno se sentía más feliz y tranquilo que Jenny.

Dejó el Metro en Charing Cross. Y como aún era temprano fue andando desde el muelle hasta el puente de Westminster. Al cruzar el río contempló la agitación y el rielar de la corriente hacia Grosvenor Road y el reloj del Parlamento, pensando, con un suspiro de alivio, que a las cuatro, ella y Mauricio estarían juntos en el estudio. En la estación se informó, de que faltaba todavía una hora para la llegada del tren, pero no valía la pena de comprar una revista estúpida mientras podía entretenerse contando los minutos que iban transcurriendo mientras Maurice venía en pos de ellos. Eran las tres y veinticinco. Su corazón empezó a latir muy aprisa, según la enorme manecilla del reloj iba acercándose al momento de la reunión. No porque necesitara saberlo, sino por hacer algo en esos últimos cinco minutos, Jenny preguntó a un mozo si aquél era el andén que correspondía al tren de las tres y media, procedente de Claybridge.

—Acaba de dársele la entrada, señorita.

¿Vendría Maurice asomado a la ventanilla? ¿Vendría tostado por sus tres semanas de permanencia en España? ¿Vendría agitando la mano, o...?

El tren cruzaba ya la curva de entrada en la estación. ¡Cuánto más alegre parecía que cuando la cruzó en sentido inverso tres semanas antes! Casi antes de que ella se diera cuenta del ruido, ya se había detenido, ennegreciendo el andén con viajeros que salían como piezas de ajedrez de una caja. Maurice no estaba a la vista, y Jenny, buscándole, se abrió camino a través de la corriente humana hasta llegar al extremo del tren. Sentía cómo un escalofrío se iba apoderando de ella a medida que el movimiento de gente en sentido contrario iba disminuyendo y clareaban los grupos; de modo que, cuando llegó al último coche, se paró desolada bajo la marquesina de la estación y miró hacia atrás por el andén vacío. Estaba helada por la decepción.

— ¿Equipajes, señorita? —preguntó un mozo.

Jenny sacudió la cabeza y volvió sobre sus pasos con sentimiento,.mirando cómo los coches de punto salían uno tras otro. Era imposible que Maurice le hubiese fallado; ella debió equivocarse sobre la hora. Cogió el sobre de su bolso y leyó nuevamente las instrucciones: ¿habría llegado el 23? No, la postal era bien explícita. El andén estaba en aquel momento totalmente vacío y el tren ya reculaba para salir de la estación.

Haciendo un esfuerzo, se apartó de allí y se dirigió lentamente hacia la salida. Entonces se le ocurrió una cosa. Maurice debió, sin duda, perder el tren de las tres y media y llegaría en el siguiente. Dentro de media hora negaba otro, según le dijo un mozo, pero entraba en un andén que estaba al otro lado de la estación. Se dirigió allí y se sentó a esperar con menos alegría que antes, pero con creciente confianza a medida que la manecilla se remontaba hacia la hora.

De nuevo se oscureció el andén con el gentío que salía del tren. Esta vez se colocó junto a la locomotora. Una ola glacial de caras desconocidas pasó a su lado. Maurice no llegó. Era inútil esperar más. Con disgusto empezó a alejarse, parándose a veces para mirar hacia atrás. Maurice no había llegado. Con los nervios excitados y el corazón desfallecido, Jenny llegó a York Road, y se paró junto a la acera envuelta en un ensueño tétrico. Un taxi pasaba, lo tomó, diciendo al mecánico que la llevara al número 422 de Grosvenor Road,

El río seguía cabrilleando y el reloj del Parlamento ya había señalado las cuatro, pero ellos no — estaban juntos en el estudio. El taxi estuvo a punto de sufrir un grave accidente. De ordinario, Jenny se hubiera horrorizado; pero ahora, amargada y profundamente indiferente, aceptó el brusco chirrido de los frenos, la gritería de recriminaciones y las miradas de los peatones con olímpica indiferencia. A pesar de sus presentimientos, poniéndose en lo peor, al llegar el taxi a la familiar manzana de casas a la que tantas veces se había dirigido apasionada, soñolienta y alegre, unas veces formando parte de una alegre pandilla, otras sola con Maurice en éxtasis sin igual, Jenny empezó a decirse que no había ocurrido nada; que cuando ella llegara al estudio ya estaría allí.

Tal vez, al fin y al cabo, él creyó haber mencionado otro tren; su postal anunciando el cambio de fecha no había confirmado la hora. Ya estaba empezando a reprocharse a sí misma el haberse afectado tanto, cuando el taxi se detuvo y Jenny bajó. Dejó que el mecánico arrancara antes de llamar. Cuando ya lo hubo perdido de vista oprimió tres ves el timbre del estudio para que Maurice no creyese que se trataba “de chiquillos”, y bajó corriendo los escalones y atravesó la calle mirando hacia arriba, buscando el alentador saludo de la mano. Las ventanas estaban cerradas. Parecían aceradas y ominosas. Llamó otra vez sabiendo que era inútil, pero a veces el timbre estaba descompuesto. Miró por las rendijas de las ventanas bajas por ver si divisaba la silueta de la señora Wadman. Ya en este estado de histerismo, tocó los timbres de los otros pisos. Nadie contestó; ni siquiera Fuz estaba en casa. Llamaradas de fuego, alternando con oleadas de hielo, agitaban su cerebro. La maldita estolidez de la puerta le molestaba, y cuando llamaba, su impasibilidad la ponía frenética. Su corazón se helaba, y cuando un último escalofrío desaparecía en el olvido, llamas punzantes como flechas le devolvían horriblemente a la vida y al calor. Volvió a tocar los timbres una y otra vez; los tocó despacio con estudiadas intermitencias; rápida y rabiosamente los oprimió todos con el antebrazo. Los amorcillos del tallado pórtico se convirtieron en demonios, y de demonios pasaron a desvanecerse como el humo. Las vallas colocadas a cada lado de las gradas se volvieron inmateriales, delicuescentes, borrosas como los objetos en una pesadilla. Su mente iba a desplomarse en una catástrofe emocional, y cuando con satisfacción se dio cuenta de que iba a perder el sentido, Jenny oyó la voz de Castleton, como si viniera de muy lejos.

—¡Oh, Fuz! ¿Dónde está? ¿Dónde está Maurice? —gritó.

—Pero si creí que habías ido a esperarle. He estado fuera todo el día.

Entonces Jenny se dio cuenta de que la puerta estaba todavía cerrada.

—He estado en la estación; pero no ha llegado.

Ahora subía lentamente la escalera al lado de Castleton. La fiebre de la decepción le había pasado, y exteriormente tranquila, pudo explicar su turbadora agitación. El estudio parecía vacío como una caverna; sobre los objetos bien conocidos se había depositado una capa de polvo. Todavía los jarrones tenían, marchitos, tulipanes rosa. Los fragmentos de la “bailarina cansada” estaban aún dentro de la chimenea.

—Espera un momento —dijo Castleton—. Voy a ver si hay abajo alguna carta para mí.

Volvió en seguida con una hoja de papel crujiente.

—¿Quieres que te la lea?

Jenny asintió, y mientras Castleton leía iba escribiendo continuamente “Claybridge, 3,30” en el polvo de la tapa del piano.

La carta decía así:

Querido Castleton:

He decidido no volver a Inglaterra por una temporada. Uno traza planes y los planes no salen. No puedo trabajar en Inglaterra, y estoy mejor fuera. Dime que Jenny está bien. Creo que lo estará. No le escribí. Tan sólo le envié una postal deciéndole que no estaría en Waterloo el día 1 de mayo. Me voy a Marruecos dentro de dos o tres días. Quiero correr aventuras. Te enviaré un cheque por mi parte del alquiler de junio. Si escribes, hazlo a la lista de Correos en Tánger.

Tuyo,

MAURICE.

—¿Es eso todo lo que dice? —preguntó Jenny.

—Sí.

—¿Y quiere saber que yo estoy bien?

—Así lo dice.

—Dile de mi parte que esta chica está bien —dijo Jenny—. Hay más hombres en el mundo. Muchos. Díselo cuando le escribas.

Sus frases golpeteaban como disparos de mosquetería. Castleton miró vagamente hacia el río, como si una amistad se marchara con la marea.

—Pero yo no quiero escribirle —dijo—. No podría hacerlo. Sin embargo, hay una cosa: no creo que se trate de otra mujer.

—¿A quién le importa eso? —Había arrogancia en esta valerosa afirmación—. Los hombres son muy graciosos. Bien pudiera ser eso.

—Realmente no sé por qué lo supongo así; tal vez porque lo prefiero. Le apreciaba mucho.

—Yo también —dijo Jenny con sencillez—. Ahora que es un tipo asqueroso, como todos los hombres.

Resultaba extraño que ninguno de los dos fueran capaces de pronunciar su nombre. Ya había perdido su individualidad, convirtiéndose en un tipo cualquiera.

—¿Que vas a hacer? —preguntó Castleton.

—¡ Vaya una pregunta! ¡Como si yo lo supiera!

Ante su mente la vida se extendía como un prado que se perdiese en la distancia, infinitamente monótono.

—Ha sido una pregunta necia. Perdóname. Quisiera que te casaras conmigo.

Jenny le miró con sus ojos tristes, llenos de perplejidad.

—Creo que lo harías, Fuz.

—Ya lo creo que lo haría.

—Pero yo no podría. No quiero volver a veros a ninguno.

Castleton pareció sobresaltado.

—No lo tomes a mal, Fuz. Pero no quiero volveros a ver.

—Lo comprendo perfectamente.

—No te enfades conmigo.

—¿Enfadarme, Jenny? ¿Tengo cara de estar enfadado?

—Porque —prosiguió Jenny— si te viera o a cualquiera de tus amigos no podría hacer otra cosa sino odiaros. Adiós, tengo que darme prisa.

—¿No necesitas dinero? —balbuceo Castleton torpemente—. Quiero decir que... es que... ¡Oh!, ¡maldito sea!

Aporreó la ventana torpe y desconsolado.

—¿Por qué había de necesitar dinero? ¿Es que no me van a pagar en el Orient el viernes?

—Jenny, ¿ saldrías conmigo si te esperase alguna vez por la noche?

—Ni lo intentes siquiera. No te conocería. No quiero volveros a ver nunca más a ninguno.

Salió corriendo del estudio, desvaneciéndose como una llama convertida en humo.

Por la noche, cuando Jenny regresó sola a Stacpole Terrace vio sobre la mesa, en el triste saloncillo, la postal de Maurice, y junto a ella el sombrero verde comprado en setiembre, y aunque esperaba su reforma para la primavera, lo arrojó a un rincón del cuarto.

Ir a la siguiente página

Report Page