Carnaval

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* ABANDONO * » SIETE

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Doña Augusta ya había muerto, y ellos volvieron a casa de Fernando a vivir con el padre de él. Todo estaba bien, menos el niño que se había perdido irremediablemente; y a pesar de que el médico la había animado asegurándole que tendría más hijos, nada consiguió aplacar su dolor.

Y para colmo, él se veía con otra; sus ropas olían a otro perfume, en los cuellos de sus camisas había marcas de unos labios que no eran los suyos. Su dolor era muy grande, pero no iba a permitir que ninguna ramera le robara a su marido. Iba a averiguar de quién se trataba, ¡y ay de ella si volvía a verla rondando a Fernando!

Su rabia e indignación no conocieron límites cuando descubrió que era Itziar la mujercita que estaba alejando a Fernando de su casa y de su cama, la Lolita que le estaba camelando con sus ojitos de cordero degollado.

Decidió darle un escarmiento a esa putita.

¡Con que se estaba cobrando el favor que les hizo ofreciéndole a Fernando aquel (miserable) empleo cuando la vieja les echó de casa sin contemplaciones! ¿Quién se creía que era? Iba a pagar muy cara su aventurita con él.

Lo que India no sabía era que Fernando llevaba años enamorado de la jovencita. No era Itziar quien le perseguía, sino él a ella. Ignorante, India trazaba el mejor plan para descubrirles. Después de darle un sinfín de vueltas al asunto, concluyó que la frialdad, la indiferencia y el disimulo eran mucho más efectivos (a la larga) que decirle abiertamente a Fernando que sabía quién era su amante. Él lo negaría, y ella quedaría como una estúpida.

Mejor era pillarles en falta, dónde y cuándo no pudieran negar nada. Se dispuso a vigilarle muy discretamente, para seguirle los pasos sin dejarle ni a sol ni a sombra. Ahora que ya sabía quién era ella, todo sería más fácil.

La oportunidad le llegó con las fiestas del pueblo, que se celebraban, como todos los años, la primera semana de septiembre. Era una semana de actos festivos, discursos elocuentes, concursos entre amas de casa, bailes y fuegos artificiales. Una semana en la que los jóvenes, y algunos de más edad, no dormían, sino que el sol les descubría bailando, riendo o simplemente charlando y contando chistes o anécdotas diversas.

Fernando quedó gratamente sorprendido ante la decisión de su mujer de participar en las fiestas; por lo general era muy reservada y no le gustaban las fiestas «de pueblo». Fernando la creyó recuperada de su depresión, y aquello mitigó su sentimiento de culpa por andar con Itziar arriba y abajo a todas horas, pero ¿qué otra cosa podía hacer si ella era su vida? La necesitaba cada día, con desesperación; sólo verla, sólo hablar con ella, para volver a casa sin aquella sensación de asfixia que le provocaba pensar en su matrimonio.

La primera noche, la del pregón, no ocurrió nada fuera de lo normal; al contrario: Fernando estuvo pegado a ella todo el tiempo. India sabía que estaba disimulando; hacía muy bien su papel, pero en cualquier momento, cuando estuviera más distraída, se escabulliría para ir a verla. Si no esa noche, la siguiente. Ella le dejó hacer. Era lo que deseaba: pillarles con las manos en la masa, para decirles todo lo que pensaba de ellos.

El segundo día fue algo más movido; había llegado más gente, algunos venían de Pamplona y de los pueblos vecinos. Inma apareció por allí de improviso, sin su marido y sin los niños. Graciela se sorprendió de verla allá, y más todavía de verla sola. No era eso lo que correspondía a una madre de familia. Le preguntó dónde estaban Juan José e Inés, e Inma le respondió en tono evasivo que se habían quedado en Barcelona con su padre. Eso era a medias cierto. Inma no pensaba contarle la verdad. Había venido a las fiestas a divertirse, no a que le dijeran cómo tenía que vivir su vida, ni estaba dispuesta a aguantar broncas de nadie.

Fernando e India se arreglaron mucho para la cena y para el baile que vendría inmediatamente después. Ella tenía cierto aire intrigante, como de quien se trae algo entre manos y espera con ansiedad que ocurra algo. Fernando notó que estaba más distante y reservada que el día anterior, pero muy bella. No supo adivinar de qué se trataba, y ni por un momento pasó por su imaginación que estuviera al tanto de lo que sentía por Itziar. Era por ella que estaba preocupado; no la había visto la noche anterior por ningún lado, y temía que estuviera enferma.

Cuando vio a Inma en el baile se le abrió el cielo, se acercó a ella y al grupo de jóvenes que la rodeaban para preguntarle:

—¿Dónde se ha metido tu hermana? Ayer no la vi, y hoy todavía no la veo. ¿Pasa algo?

—¡Y yo qué sé! —exclamó furiosa por aquella estúpida interrupción—. No tengo idea de dónde está. No la he visto desde que llegué, y la verdad: me importa un bledo lo que haga.

Inma se quedó un minuto contemplándole, y pensando qué puñetas le pasaba; al fin creyó saber la causa de su desasosiego y se echó a reír a carcajadas.

Todavía riendo le preguntó:

—¿Qué, poniéndole los cuernos a tu mujercita?

Fernando se sonrojó violentamente y le suplicó un poco de discreción.

—Toda la que quieras, amorcito —dijo ella, pellizcándole la barbilla y mirándole con picardía—. ¿Ya la has desvirgado? —le susurró al oído, curiosa.

Itziar sólo tenía dieciséis años, y lo que menos le convenía era liarse con un hombre casado, por mucho que ese hombre fuera Fernando y la quisiera. Porque saltaba a la vista que iba detrás de ella. Inma no podía entenderlo; lo que Fernando necesitaba era una mujer de carácter, y su hermanita era aún más pusilánime que él. ¡Por Dios, qué horror! Eso sin contar que Itziar no sabía cómo manejar esa clase de situaciones, y les iba a conducir a todos al escándalo.

—¡Cuidadito con ella! —le avisó—. Si no puedes darle nada por escrito y rubricado, ¡ni te le acerques! Es una sensiblera, y no quiero que le hagas daño.

—No sabía yo que te importara tanto, creí que sólo pensabas en ti misma y que tú eras el centro de tu mundo. ¿A qué viene ahora esa preocupación? —ironizó y continuó explicándose—: De todos modos, únicamente quiero hablar con ella —no quería que Inma le mal interpretara.

—Pues es un desperdicio, Fernando, créeme. Mi hermana tiene los pechos más grandes y hermosos de todas las del pueblo. Y el culo más redondito. ¿De veras no te mueres por tocárselos, por follártela? Si yo fuera hombre, me iría con ella derechito a la cama.

Inma rió y marchó corriendo a buscar otras compañías mejores con quienes pasar el resto de la noche. Fernando la vio alejarse; movió la cabeza con resignación. Inma solamente era una jovencita de diecinueve años, demasiado espabilada para su edad, mas no lo bastante responsable. Suspiró y se encaminó con paso ligero hacia Etxe Handia, mirando a diestro y siniestro por ver si le observaban, pero ya no quedaba nadie por allí. Una vez pasada la iglesia, el camino se volvía solitario a medida que avanzaba hacia la carretera.

Etxe Handia se encontraba a medio camino entre el pueblo y Pamplona; a tres kilómetros de uno, y a treinta y dos de la otra. Sus campos de labranza se extendían más allá del caserón, y ocupaban quinientas hectáreas de tierras fértiles y bien abonadas. Las luces estaban apagadas en la planta superior de la mansión, y en la planta baja sólo una luz permanecía encendida: la de la habitación de Itziar.

Tiró a la ventana medio abierta algunas de las piedras de la gravilla que había en el suelo. Ninguna respuesta. Lo intentó de nuevo; de pronto una sombra: una figura recortándose en la oscuridad, y un instante después una voz susurrando:

—Ya salgo, ya salgo, ssshh. No tires más piedras o les despertarás —murmuraba Itziar, refiriéndose a su madre y sus abuelos.

Pasaron unos minutos, los que empleó ella en recogerse el lustroso cabello negro en una cola de caballo, hasta que el portalón de la entrada se entreabrió y dejó ver un figurín delgado y pálido. Llevaba una linterna en la mano. Cerró el portalón con cuidado, y sonrió al decirle:

—No deberías haber venido, te arriesgas mucho. ¿Dónde está India? Si alguien nos ve, estamos apañados. Ven, vamos a pasear; si no, aún parecerá lo que no es. ¿Le has dicho a alguien que venías aquí?

—Sólo he hablado con Inma, pero por supuesto no le he dicho que venía a verte.

—Menos mal que Inma sólo piensa en sí misma.

Itziar prendió la linterna para alumbrar el pedregoso y algo polvoriento sendero,  y caminaron hasta el río con paso rápido.  A lo lejos,  en el cielo, se veían los dibujos surrealistas que los fuegos artificiales proyectaban en miles de colores. Ya era medianoche.

Cuando llegaron a la ribera, junto a los juncos que crecían salvajes e inhiestos, se sentaron uno al lado del otro, como tantas veces durante tantos años. Sus palabras dulces sólo las oía la luna. Una brisa ligera y muy fresca hacía revolotear un mechón del cabello negro de Itziar; negro como la noche y como sus ojos; realmente estaba preciosa, y así era como a él le gustaba verla, y como la vería siempre… aun después de muchos años de su muerte.

India, mientras tanto, había abandonado la fiesta y el pueblo, y seguía el camino del río; una voz le repetía que ellos estaban allá, toqueteándose como dos puercos. En un abrir y cerrar de ojos se plantó frente a ellos. La cabeza de ella estaba apoyada en el pecho de él. Reían. India estaba convencida de ser el blanco de sus risas.

Se levantaron sobresaltados al verla ahí delante. Su cara era una máscara blanca; los ojos que antaño fascinaron a Fernando, hogaño se fijaban en los de Itziar con manifiesto odio. Con los dientes apretados le espetó apenas un insulto, casi ininteligible, pero que se adivinaba muy grosero.

Fernando se acercó a ella para tranquilizarla.

—No es lo que piensas, India, te lo juro. Tan sólo estábamos charlando —lo dijo despacito, en un tono sedante que no hizo sino molestarla más aún.

—¿Antes o después de follar? ¿Quieres que me largue para continuar con tu fiestecita particular? —ironizó intentando contener un histérico río de lágrimas.

—No, no es ninguna fiestecita particular —contestó él, molesto—. Vete a casa, yo iré en un rato; comprenderás que no puedo dejar a Itziar aquí sola. He de acompañarla a su casa.

—Ah, y a mí sí me puedes dejar aquí tirada, ¿no?  ¡A mí que me parta un rayo! Eres un hijo de puta, pero me vas a acompañar, ¡ya lo digo que sí! Y esta perra se vuelve a casa solita y sin ayuda. No es culpa mía si sale por ahí a estas horas de la noche. Tú y yo hemos salido de casa juntos, y regresaremos juntos. ¡Y a ti, desvergonzada, no quiero volver a verte cerca de mi marido! Si quieres una polla, la buscas bien lejos de mi casa, ¿entendido?

Fernando estaba entre la espada y la pared, o lo que era casi peor: entre dos mujeres por quienes sentía muchísimo cariño. Le dolía mucho la actitud de India, aunque podía entenderla mejor de lo que ella misma creía. Pero no podía dejar a Itziar sola allá. Sencillamente, no podía hacerlo.

—Tranquilizaos las dos. Haremos una cosa: acompañaremos a Itziar a Etxe Handia, y luego tú y yo —dijo dirigiéndose a su esposa— volveremos a casa. Así te convencerás, amor, de que Itziar y yo no estábamos haciendo nada malo ni nada que tú no puedas ver u oír.

Fernando sonreía creyendo, inocentemente, haber encontrado la solución a su molesto dilema.

—De eso, ni hablar. Ni lo sueñes; si te vas con ella, no te molestes en volver a casa, porque no voy a estar esperándote. Ve eligiendo: o ella o yo, y rápido porque tengo sueño. Quiero irme a dormir —India parecía más exaltada que nunca; resultaba evidente que la solución propuesta por su marido no le había parecido la más ideal.

—No puedo; entiende que no puedo dejarla aquí, y sola. Apenas es una niña, India; podría ocurrirle algo malo. Hoy algunos están más bebidos de la cuenta después de la fiesta, y está todo muy oscuro; ni siquiera hay luna ya. Soy un hombre responsable; yo fui a buscarla y yo la llevaré. Y si no quieres esperarme, no lo hagas. Adiós y buena suerte.

—No es necesario, gracias —intervino de repente Itziar, disgustada y terriblemente dolida—. Deja de tratarme como a una mascota. Estoy aquí presente, por si no lo recuerdas; puedo oír, hablar y dar mi opinión. Puedes irte a casa con tu celosa mujercita, que yo me las sé arreglar muy bien sin ti. Gracias, pero no te necesito. Eres tú quien me necesita a mí.

—Ya la has oído. ¡Vámonos! No perdamos más tiempo con ésta —le gritó India a su marido; luego, volviéndose hacia ella, la amenazó—: Espero no volverte a ver nunca más, jovencita —ahora su mirada iba del uno a la otra—. Se acabaron los paseítos a escondidas. ¡Vámonos ya, por favor! —le tironeó de la manga, apartándole de Itziar.

Así fue cómo, momentáneamente, acabaron las relaciones entre ellos dos. Fernando regresó a su casa con su mujer, y pasarían al menos tres años hasta que volviera a charlar con ella. Itziar sería siempre la primera y la única mujer en su vida. Pero entretanto no la vio, hubo paz en su casa y descanso en su espíritu.

En aquel dulce tiempo de armonía conyugal India volvió a quedar embarazada.

«Esta vez —se decía— todo saldrá bien.» El embarazo fue bueno, tanto que nada hacía presagiar un desenlace tan doloroso. Parecía que todo iba sobre ruedas, que no existía el menor problema. Sabían ya que era un niño, y todo seguía su curso normal. La mamá se alimentaba bien, el peso era el adecuado, y había un aura de felicidad, conforme iban pasando las semanas, que la volvía más y más hermosa. Fernando la amó mucho en aquel tiempo. Era como la primera vez que la vio, sentía la misma pasión ciega. ¿Cómo era posible que les ocurriese aquello?

Nuevamente el destino se ensañó con ellos, abortando su felicidad: aquélla que creían tan segura. Inesperadamente, el parto se presentó largo y difícil; hubo complicaciones y el niño nació muerto. Inexpresables el dolor de Fernando y la pena de India, quien veía otra vez sus deseos truncados.

¿Habría próxima vez?, se preguntaban desesperados.

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