Carnaval

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OCHO

 

Barcelona. 1996

Era aquélla una noche insomne, al menos para ella porque… en lo que se refería a Juanjo, dormía como un bebé: con una sonrisa de oreja a oreja en los labios. ¡A saber con quién estaba soñando ese!

Lo cierto era que ya hacía tiempo que ella le notaba distinto y distante, incluso antes de la llegada de Raúl, aunque eso había ocurrido apenas dos días atrás. ¿Y qué le importaba a ella eso ya? Podía soñar y pensar en quien quisiera, porque ella ya tenía en quién pensar.

Como ya no podía dormir ni con diez tazas de tila, decidió pasar por la cocina (alguien debería limpiarla un poco de vez en cuando; ella no tenía horas ni ganas para trabajos tan desagradecidos) a ver si había algo de comer; no es que tuviera mucha hambre, sólo nervios. Necesitaba masticar algo porque tampoco le apetecía encenderse un cigarrillo.

Abrió la puerta de la cocina y sonrió; al parecer, no era la única persona que padecía de insomnio. Raúl tampoco podía dormir, y allí estaba, sentado, con un vaso alto y delgado, lleno de Coca Cola hasta bien arriba (tal vez con algo de ginebra también) en las manos, si bien eso no era lo más interesante. Lo mejor de todo era que estaba desnudo de cintura para arriba… Bien… la verdad… Mmm… sólo llevaba unos calzoncillos blancos.

No parecía muy contento, ¿en qué demonios estaría pensando? Sabía que si se quedaba a su lado no iba a alegrarle la noche, pero la tentación era demasiado grande; le chiflaba hacerle la puñeta, y disfrutaba de lo lindo; ya iba descubriendo sus pequeñas y grandes debilidades, y le divertía llegar ahí donde más le dolía.

Le miró de arriba abajo, y al final habló:

—Si no puedes dormir, la Coca Cola no va a ayudarte mucho que digamos. El mejor remedio para estos casos es la tila o la valeriana, aunque no te imagino bebiendo eso. Siempre he creído que era cosa de yayas; recuerdo a mi abuela bebiéndose tazas enteras.

Raúl la miró, pero no dijo nada; se levantó, dejó el vaso medio vacío en el fregadero y fue hasta la puerta con intención de volver a su dormitorio.

—Buenas noches —dijo, despidiéndose de ella.

—¡Friégalo! —la voz de Inés sonó como un látigo y lo detuvo en seco—. ¿Te crees que esto es un hotel? Aquí cada uno lava lo que ensucia, y eso incluye también tus calzoncillos blancos como la nieve. Y da gracias porque no te hago lavar los de Juanjo; al menos él trabaja y, que yo sepa, tú aún no haces nada. Puesto que te estamos manteniendo, más te vale que cuides de tus cosas, porque yo, desde luego, no lo voy a hacer, ¡ni lo sueñes!

«Si lo sé, no vengo», pensó Raúl, pero no lo dijo. En cambio, volvió sobre sus pasos hasta el fregadero, a lavar el vaso que había ensuciado. «Tampoco es para tanto —rezongaba—, pero está bien; supongo que he de hacerlo yo todo. Aquí ya no está la vieja».

Sabía que quedaba muy machista, pero era en esos instantes cuando más la echaba de menos. Aunque la culpa fuera de ella más que de nadie, porque le había acostumbrado muy mal, y ahora le iba a costar mil veces más aprender a valerse por sí mismo. Y eso sin contar la mili; cualquier día de estos le llamaban y le destinaban a vete tú a saber dónde. Lo raro era que, con diecinueve años, no lo hubieran hecho todavía. Pero de momento, y mientras esperaba, no quería pensar en el asunto. ¡Era un coñazo!

Dejó el vaso fregado en el escurreplatos, y se dirigió de nuevo a la puerta; ella no lo iba a permitir.

—¡Siéntate! —su tono volvía a sonar imperativo.

Raúl se sentó frente a ella, al otro lado de la mesa.

—¡Ahí no! Aquí, a mi lado, ¡venga, hombre, que no te voy a violar!

Él cambió de sitio a regañadientes. La proximidad física con su prima le ponía nervioso. Cuando Inés le tuvo a poco menos de un metro, sus manos se descontrolaron; recorrieron su cara y su cuello, bajaron al torso musculoso y bronceado (¿cómo se las apañaba para estar tan morenito aun en pleno invierno?) y siguieron el camino hacia la bragueta de los calzoncillos. Ahí frenó un breve instante para preguntarle:

—¿Estás preparado, Raulito? No voy a esperar al sábado, ni a llegar a Sitges; y además, con tanta gente te me puedes escabullir, y eso sí que no lo voy a consentir, no señor. Así que mejor lo hacemos ahora y acabamos cuanto antes, digo, de satisfacer mi curiosidad.

Raúl estaba preparado para todo menos para eso, y había contado (ingenuamente) con ganar tiempo hasta la dichosa fiesta del sábado, pensando (más ingenuamente si cabe) que se le ocurriría alguna idea para librarse de ella. Pero ahí, y en ese momento, estaba atrapado y sin salida. El miedo le dominaba cada vez más, no por lo que Inés quisiera hacerle, sino por lo que les haría Juanjo si les descubría. Cada día que pasaba estaba más convencido de la fuerza de aquellos lazos de sangre que el incesto había apretado aún más. Intentó levantarse, defenderse del acoso; todo en vano. Inés le tenía firmemente sujeto, y no tanto con sus manos como con sus palabras.

—No, no, Raulito; así no vamos a ninguna parte. No sé si me entendiste correctamente esta tarde. No me gusta repetirme, aunque por ti haré una excepción. Eres mío, importa muy poco cuánto quieras resistirte; conmigo no hay elección. No eres nadie, viniste acá con una mano atrás y otra delante… Y si no quieres volver a las faldas de la vieja, más te vale ponerme cachonda. ¿Te ha quedado bien claro y para siempre? Y ahora bésame, y quiero un beso de verdad, no de mentirijillas; esfuérzate por hacerlo bien, imagina que yo soy algo así como tu asesora de imagen o tu manager. Si quieres tener buena reputación delante de tus conquistas, y si eres buen niño las tendrás a miles, antes debes ganarme a mí, y yo soy muy difícil de contentar. Ya te lo advertí. Sinceramente, Raúl, no entiendo cómo ese desafío no te excita.

—¿Por qué yo?

—Eso es lo que dicen todas las preñadas frente al test de embarazo. ¿No lo encuentras melodramático? No seas ridículo —le regañó—; te empeñas en hacer difícil algo natural, fácil, agradable. En cuanto a la preguntita, la respuesta es que tu inocencia es escandalosa. Quizá te hayas follado a un centenar de tías, entre profesionales y aficionadas, pero pareces un adolescente a punto de caramelo. Quiero pervertirte, adentrarte en abismos oscuros de los que nunca puedas salir, demostrarte que no tienes ni pizca de seso, que estás dominado por un sinfín de prejuicios y tabúes, que tantos años con la vieja te han reblandecido el cerebro.

Raúl la besó. Cuanto antes empezaran, antes acabarían, y el asunto comenzaba a resultar urgente porque ya se oían unas campanadas, a lo lejos, tocando las seis de la mañana. Si Juanjo tenía trabajo, estaría ya por despertarse.

Lo que no imaginaba era que, ¡por enésima vez!, Izaskun acudía en su auxilio. De forma un tanto rocambolesca, en verdad, habiéndose apoderado de los sueños de Juanjo, ocupando cada minuto y cada hora, hasta tal punto que ni se enteraba de los gemidos de Inés, quien no mostraba ninguna discreción. Juanjo estaba inmerso en el cuerpo de Izaskun y lo que ocurría en el mundo real no era capaz de despertarle.

Raúl respondió con su cuerpo a las expectativas de Inés, que hizo con él lo que quiso. Su cuerpo era de ella por unos minutos robados a traición… Pero seguía rechazándola de mente y corazón; y ella jamás podría hacer nada por cambiar eso. Aquél era su triunfo.

Inés se incorporó al fin, jadeando pero medio satisfecha. El dichoso suelo de gres era de lo más incómodo, y en cuanto a su primo… En fin, cualquier iceberg la hubiera calentado más y mejor. Lo mismo le habría dado hacerlo con un muñeco hinchable. De todos modos, no podía pedirle más. El principio había sido frío, pero mejoraría con el tiempo.

—Te voy a perdonar porque es tu primera vez conmigo —le dijo, tratando de mostrarse mimosa—, pero mañana quiero mucho más de lo que me has dado hoy. Una polla puedo tenerla cuando quiera. Lo que espero de ti es mucho más que eso: es tu ser, tu corazón y tu alma, tu vida. Quiero que me pertenezcan para siempre.

Raúl no comprendía su afán, mas se sintió muy aliviado al ver que por ese día se conformaba con lo que le había dado. Ya estaba decidido: no sabía de qué forma, pero encontraría a alguien en esa dichosa fiesta que le dejara un catre en algún antro, lo que fuera, donde fuera; cualquier cosa menos continuar esclavizado indignamente por Inés. Sus sueños de libertad habían acabado por convertirse en una pesadilla de Freddie Krueger. ¿Cómo iba a imaginar que le pasaría eso? Acoso sexual. ¡Era increíble! Si al menos tuviera las tetas de Izaskun…

 

 

Bostezó y se desperezó. De nuevo martes, de nuevo las seis de la mañana. De nuevo el trabajo la reclamaba, y ella debía cumplir con su responsabilidad; es más: lo deseaba. El trabajo la había ayudado a madurar deprisa. Ocurrió inmediatamente después del segundo verano pasado con Raúl.

Había abandonado toda idea de estudiar porque ni servía, ni lejos de él podía concentrarse. Sabía que tarde o temprano tendría que buscarse la vida; ser la hija del alcalde no era ninguna garantía de futuro ni de nada. Su padre amaba tan poco la política como ella misma. Le habían puesto en el Ayuntamiento como se pone un esparadrapo en una herida: para que deje de sangrar. Allí ya no había ricos ni pobres, y el imperio de los Goikoetxea se había desmoronado. Sólo quedaba la vieja Graciela, y cuando muriera se acabaría todo; se repartirían la herencia entre los tres, y Etxe Handia serviría como museo y atracción para los turistas, que cada vez iban llegando con más frecuencia y en mayor cantidad.

Cuanto antes empezara a ganar su propio dinero, mucho mejor. No había en el pueblo mucho donde escoger, y sin embargo se había decidido en un buen momento. En la panadería faltaba una chica, y ella, ni corta ni perezosa, ocupó la vacante en un abrir y cerrar de ojos, sin consultarlo con nadie. Eso le costó una regañina de su padre, y una bronca fenomenal de su estirada y arrogante madre. India puso el grito en el cielo. Su hija, su maravillosa hija, ¡trabajando de panadera! ¿Dónde se había visto semejante degradación?

Ella no hizo caso; era un trabajo tan bueno como otro cualquiera. Dejó a su madre protestar a su aire, y consiguió convencer a su padre de que hacía lo más conveniente. No se le escapaba que tal suerte tenía mucho que ver con su cara bonita, pero no le importaba. En aquellos tres años había demostrado que servía mucho para el trabajo. Sabía cómo tratar al público, sabía mucho de repostería y bollería gracias a Emilia, la criada de su casa, y también a la experiencia que es hija de la práctica. Y esa sonrisa y ese encanto suyos también habían hecho su parte. Era un trabajo duro, pero la había mantenido ocupada durante muchas horas.

Al siguiente verano de haber conseguido el empleo, Raúl regresó, como de costumbre, de Pamplona, y quedó bastante disgustado al ver que no había ido a buscarle a la terminal de autobuses como el año anterior. No habían podido charlar hasta la noche, y entretanto Raúl se había aburrido como una ostra.

Pero ¿y ella? ¿Acaso ella no importaba? Ella también se aburrió el primer año que el señorito estuvo en Pamplona, y esperó con ansia que llegara el estío para tenerle a su lado otra vez. Ahora que su vida tenía otros objetivos, era injusto que Raúl la hiciera sentir culpable por no poder ocuparse de él como merecía, como había hecho siempre. Tuvieron broncas, algunas más gordas que otras, pero se mantuvo en sus trece. ¡Gracias a Dios! Porque ahora esa panadería era la mitad de su vida; la única mitad que le quedaba, puesto que la otra se había marchado a Barcelona.

Se levantó, se duchó, y nuevamente frente al armario de puertas dobles de cristal, la misma pregunta de todas las mañanas: ¿y ahora qué me pongo? Por lo general, iba sencilla: con tejanos, camisetas, vestidos ligeros y frescos, y zapatos planos. Sobre todo: zapatos planos. Y aun así, era la mujer más alta del pueblo, más incluso que su madre.

A veces (muchas veces de hecho) había deseado con fervor ser bajita y rechonchona, llevar gafas y tener acné. Pero no, la naturaleza la había mimado demasiado y era, a punto de cumplir veinte años, una mujer de bandera. Niños, jóvenes, hombres maduros, y aun los abuelitos, no podían dejar de echarle una segunda mirada. Algunos, los más descarados, la desnudaban con los ojos y, aunque sabían de antemano que pertenecía al nieto de Graciela, no dejaban por eso de insinuársele.

Decidió ponerse los tejanos más viejos y un jersey negro. Debajo llevaba, como un precioso talismán, el body negro de encaje que le regaló Raúl el primer verano que volvió de Pamplona. Fue un verano maravilloso que ella nunca olvidaría. Mas no era momento, ni había tiempo de recordar tales cosas. Se recogió la abundante y dorada cabellera en una trenza, se calzó unos mocasines, cogió el bolso y se fue.

Nunca desayunaba en casa: sola, en aquella mesa interminable, como en los folletines de la televisión. ¡Horrible! Prefería hacerlo en la panadería, rodeada de Olatz y las otras chicas. La tienda era grande y abastecía al pueblo entero sin que ningún vecino tuviera nunca la más leve queja. Eran seis chicas en total las que se encargaban de todo; ella era de las más veteranas y, como algo natural, sobresalía entre todas ellas.

Lo único que incomodaba a Izaskun del establecimiento era el lugar que ocupaba en el pueblo: frente a la plaza. Desde el puesto donde despachaba a los clientes cada mañana, y sin desviar un milímetro los ojos, veía el árbol situado en el mismo centro: aquel roble centenario donde la madre de Raúl buscó y encontró la muerte.

Raúl jamás le había hecho comentario alguno, parecía que no le importaba un pimiento. En lo que se refería a sus padres, presumía de tratarles como a un par de extraños, y se hacía el duro tanto como podía. Pero con tantos años, a ella no la podía engañar. Ella le conocía demasiado bien, tanto si a él le gustaba como si no. Sabía de sobras lo dolido que se sentía, la envidia que le tenía a ella y a su ¿hogar?, cuántas veces soñó con que ella le invitara formalmente a cenar.

Izaskun sabía que eso no podía ser. Por alguna razón que desconocía, aunque había investigado hasta donde había sido posible, su madre se negaba en redondo a permitir que Raúl cruzara siquiera la verja de los jardines. Se lo suplicó mil veces, y la respuesta de India era siempre: NO. ¿Por qué? Porque no. Ésa era su última palabra siempre: un no rotundo e implacable. No obstante, ahora eso había dejado de importarles; se acostumbraron a encontrarse en los sitios más insospechados, y siempre les quedaba Etxe Handia: la propiedad de los Goikoetxea, la de Raúl en definitiva.

Volvió a pensar en el trabajo mientras recorría los cien metros que separaban su casa de la tienda. Su dedicación y buen hacer habían tenido finalmente su recompensa: le habían subido el sueldo y le habían recortado el horario. Desde dos semanas atrás, solamente trabajaba por las mañanas: de siete a dos, y los fines de semana libraba. Se notaba más descansada y más satisfecha.

Otra de las cuestiones que ocupaban sus pensamientos era la inminente llegada de su vigésimo cumpleaños, y ni siquiera sabía qué hacer o a dónde ir. ¿Y si se presentara en Barcelona y sorprendiera a Raúl con su visita? Podría pasar el fin de semana… ¿Podría realmente hacerlo sin perder su dignidad? Al fin y al cabo, el aniversario era suyo; era él quien debía regresar al pueblo y felicitarla. No, ésa no era una buena idea.

Pero eso no quería decir que no pudiera coger el Twingo y perderse por ahí, rumbo a la aventura. ¿Por qué no?, ¿para qué lo tenía si no? ¡Con lo mucho que ahorró para comprárselo el año anterior! El Twingo era su coche favorito; tenía un color turquesa precioso, y estaba cuidado con todo el esmero que ella ponía en cada cosa que hacía. Solamente contaba dos mil kilómetros, e iba como la seda; sin apenas darte cuenta llegabas a cien o doscientos por hora. Era un poquito peligroso, pero a ella le gustaba la velocidad y las emociones fuertes; ir a setenta u ochenta la ponía de los nervios. Por eso no lo usaba si no era para viajes más o menos largos.

Raúl se había reído a carcajadas nada más verlo.

—No vas a caber ahí dentro, Izaskun, eres demasiado alta —le había dicho en broma.

—Muy gracioso —le había replicado ella, medio enfadada—. A mí me gusta, y con eso basta. Yo no necesito un cochazo para superar un complejo de inferioridad, Raúl —añadió con firmeza. No estaba dispuesta a permitir que hiciera juicios de valor sobre su persona por el modelo de coche que se compraba.

—No digas bobadas —él se mosqueó—. Bien que te gusta ir conmigo en el descapotable, ¿o no? Ahora no te hagas la orgullosa conmigo. Además —agregó señalando el asiento de atrás—, ahí no cabemos los dos para hacer el amor. ¡Vamos a coger un tortícolis del demonio!

—Eres un obseso sexual —le criticó con visible disgusto y algo de resignación aprendida después de tantos años de oírle cosas parecidas. Y acabó aclarándole—: Para que lo sepas, no me he comprado este coche para follar.

Con franqueza, nunca entendió por qué él sólo veía en ella a un objeto sexual. ¡Si se conocían desde niños! ¿Cómo no supo ver que ella era algo más, que valía mucho más que eso?          

En conclusión, ella había utilizado el coche cuando él no estaba: o sea, los días en que venía el primito y se montaban sus juergas solitos (o en compañía de otras). Ella aprovechaba para hacer excursiones a Tudela, Estella, Tafalla, Sangüesa…, y muchas veces a Pamplona si quería ir de compras o al cine.

Para ir de tiendas tiraba de tarjetas de crédito, con discreción, eso sí. Le gustaban las cosas caras y de cierta calidad;  la ropa de firma: Saint Laurent, Dior, Versace, Armani, Givenchy, Donna Karan, Vivianne Westwood… Ellos eran sus favoritos, y ella bien podría haber sido su musa.

Le iban los colores oscuros y los tonos pastel. Líneas sencillas; nada estridente ni colores fosforitos. Aquellas extravagancias no tenían lugar en su guardarropa. Era excesivo. Ella era excesiva, y la verdad, ¡sólo le faltaba eso! Como si no llamara ella por sí misma la atención, ¡y en el pueblo además!

Lo único que encontraba a faltar allá era un gimnasio. Se notaba en baja forma, si no se andaba con cuidado empezaría a parecerse a una vieja matrona: con las carnes colgándole por todos lados. Ya se lo dijo su madre un centenar de veces… Como también le dijo que era una estupidez recluirse en casa únicamente porque el hijoputa de Raúl ya no estaba.

Que a su madre no le gustaba ni pizca Raúl no era una novedad, siempre estaba insultándole; la novedad, en todo caso, sería «el porqué», suponiendo que algún día llegara a saberlo. Tanto ella como su padre mantenían una decidida actitud negativa con respecto al chico. La diferencia estribaba en que India lo expresaba abiertamente y sin tapujos, en tanto que el sentimiento de Fernando era más callado. Izaskun no lo entendería nunca, pero tampoco le importaba. Era mayor de edad; no necesitaba el permiso de nadie para estar con Raúl. Si no pudieron impedírselo cuando eran niños, era ridículo intentarlo ahora.

Lo que India deseaba ahora que Raúl había desaparecido del mapa (era un decir, ¡qué más quisiera ella que hacerle desaparecer de verdad!) era que su única y preciosísima hija dedicara su atención a los otros jóvenes del pueblo y los alrededores. No había muchos y, por desgracia, ninguno era, ni de lejos, tan apuesto como aquel hijo de perra. Pero eso era lo de menos, ya lo encontrarían; lo importante era que el dichoso bastardo ya se había largado, y si volvía a molestar a su nenita, ella tenía la última solución; tenía un as por jugar y lo jugaría, ¡vaya que sí! Todo con tal de acabar de una vez con aquel apareamiento maldito.

 

 

Raúl regresó a su habitación sintiéndose peor que un gusano. Desconocía la razón… o quizá no tanto; de cualquier modo, moriría antes de reconocer que sentía remordimientos por primera vez por haberle sido infiel a Izaskun. Sabía que, aun siendo deseada por muchos, ella no caería en las tentaciones o en la clase de trampa en que él había caído.

La fuerza de sus sentimientos era enorme; su apasionamiento, terrible; lo mucho que le quería, y cómo lo demostraba, asustaba a Raúl más que los ardientes deseos de su prima. No porque no se viera capaz de corresponderla, al contrario; él la amaba… a su manera. De lo que sí estaba totalmente convencido era que nunca sería tan valiente como para entregarse de ese modo.

Lo que él quería era que ella le olvidara, que encontrara a otro, ¡cualquier cosa menos esperarle! Y lo que más temía era que quedara embarazada. ¡Si no la conociera! Era capaz de tener ese niño solamente como sustituto de su amor perdido. ¿Por qué era todo tan endemoniadamente complicado? ¿Por qué no cortó la relación desde un principio, sabiendo como sabía que no conducía a ninguna parte? Porque… ¡era tan feliz con ella, la echaba tanto de menos en esos momentos!

Ninguna Inés podía compararse a Izaskun, ni por fuera ni mucho menos por dentro. Había en Izaskun una belleza, un candor y una dulzura; una integridad y una valentía maravillosas; tantas cualidades que él no tenía y nunca llegaría a tener. Ella era todo lo que él jamás sería, por un fallo de cálculo del destino o lo que fuera. Pero no era justo recibir solamente; ella tenía derecho a que él le diera algo, mas él no tenía nada con qué corresponderla.

 

 

Después de una mañana entera de ir de una oficina del INEM a otra, y de visitar media docena de pequeñas y medianas empresas, y algún que otro comercio, por fin un alma generosa le había ofrecido un contrato a Azucena: un trabajo como dependienta en una perfumería de la calle Pelayo.

Era un contrato temporal, como todos en esos días, pero no estaba mal para empezar. Había tenido más suerte de la que imaginó cuando calculó que le costaría más o menos un mes conseguir empleo. Ahora podría aportar algo a la convivencia con Mercè hasta que encontrara un pisito barato donde vivir; algo de alquiler, ¡qué remedio! Y si era un alquiler compartido, ¡tanto mejor! Menos dinero y más compañía. Mercè era adorable… cuando estaba en casa, y eso no ocurría muy a menudo. Tenía una vida tan completa que pasaba en casa las horas mínimas indispensables. Ella ahora, gracias a su recién conseguido trabajo, tampoco pasaría mucho tiempo en su casa: las ocho horas que uno acostumbra a dormir, y poco más. Estaba de lo más animada. ¡Y para colmo, la fiesta! Hacía meses que no iba a ninguna; en ese aspecto estaba oxidada.

Las calles le parecían más luminosas, y el frío era menos frío mientras pensaba en lo que tenía por delante. Lo que no cambiaría sería su actitud con los tíos; había dicho y repetido que los usaría sólo para divertirse, y estaba dispuesta a mantenerlo. No iba a permitir que una mala polla le arruinara los planes.

Tan entusiasmada estaba en esos instantes que no pudo resistir la tentación frente a un pastel magnífico visto de reojo en el escaparate de una famosa (y carísima) pastelería de la Rambla de Cataluña: una mousse de limón con adorno de frutas del bosque que tenía un aspecto verdaderamente indecente de tan exquisito. La compró en un santiamén y decidió reservarla para la cena. Mercè nunca comía en casa. Fue caminando con el fresco olor del limón flotando en el aire. Hacía un día condenadamente frío.

De repente le vino a la cabeza el primo de la tal Inés, ¡hacía tantos años que no hablaba con un chaval de su edad! ¿Cómo sería eso después de tanto tiempo viviendo con Nacho? ¿Y cómo sería él? ¿La tendría muy grande? A ella ya le bastaba con que fuera juguetona; ¿rubio o moreno?, ¿alto?, ¿miope? Mil interrogantes se abrían paso en su morena cabecita mientras paseaba, rambla arriba, hasta la estación de Diagonal, rogando por que no se le escapara de nuevo el tren.

Ella siempre llegaba al andén con el tiempo justo… para que se le cerraran las puertas en las narices. ¿Sería telepático? ¿Adivinarían por el olor que ella llegaba? Tal vez debiera cambiar de perfume, usaba entonces uno nuevo (y muy caro) de Gaultier… un poco demasiado intenso quizá. A lo mejor le iría más uno suave. O tal vez eso era lo de menos, y lo único que debía hacer esta vez era correr y tratar de alcanzarlo. Pensando en ello empezó una carrera con tal suerte que llegó al andén antes de que llegara el metro.

 

Estoy desperezándome; la verdad: me da una pereza horrible levantarme. ¿Y por qué no me animo a salir de la cama? Porque hoy no trabajo. Adoro las fiestas en martes.

La cama está algo más que deshecha; cualquiera diría que aquí se lo han montado en grande. Yo no, desde luego; sólo he pasado la noche dando vueltas y más vueltas. Todavía no le he encontrado sustituto a François, pero estoy en ello.

Aun así, me pongo melancólica y comienzo a echarle de menos. ¡Como si no hubiera más! Hubo montones antes, y habrá montones después. Para mi desgracia (algunos ingenuos lo llaman suerte) soy demasiado alta y demasiado pelirroja. Cualquiera de estos magníficos atributos, por separado, ya me catalogaría en un grupo marginal, o al menos diferente en este país del demonio, lleno de gente bajita.

De modo que si a una le han tocado en la lotería las dos cosas, ya puede santiguarse y prepararse para cumplir con una serie de expectativas que (se supone) son prerrogativa de la gente anormalmente guapa. Por ejemplo, no puedes ser excesivamente inteligente o dártelas de filósofo; ni siquiera es conveniente demostrar mucha inteligencia.

Muy pocas personas nos perdonan a las guapas que seamos inteligentes, y siempre, en cualquier caso, dirán que somos tontas… Porque ¡no se puede tener todo! O sí, pero entonces se llevan las manos a la cabeza y exclaman: ¡Qué mal repartido está este cochino mundo!

Si además una está convencida de querer pasar inadvertida y quedarse en un rincón, mirando el mundo como una simple espectadora, pues no te dejan en paz. Enseguida alguien quiere algo de ti, algo que generalmente una no está dispuesta a dar de buenas a primeras.

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