Carnaval

Carnaval


CAPITULO VIII

Página 11 de 58

De las otras tres muchachas que fueron elegidas para el Cuarteto Aldavini, solamente una venía aún a la Academia. Era una muchacha rellenita que se llamaba Eileen Vaughan y contaba tres años más que Jenny; era muy formal y, en opinión de Jenny, muy orgullosa. La niña esperaba que las otras dos fuesen más divertidas. Eileen era antipática, y de ella tan sólo el nombre placía a Jenny.

Aquella partida^ para dar comienzo a su carrera artística, produjo gran revuelo en la calle Hagworth. Mientras había sido alumna de la Aldavini, la opinión familiar se redujo a censurar la carrera elegida; pero cuando se trató de presentarse en público aquéllas derivaron en una abierta oposición.

La anciana señorita Horner había muerto poco después de escribir aquella carta de protesta contra el que enseñaran baile a Jenny; su hermana Marie vivía sola en Villa-Carmina, aislada superviviente, figura patética más bien que severa. Con todo, se aventuró a visitar a su sobrina, a fin de hacerle saber su definitivo descontento, pero carecía del poder de sus hermanas mayores. Aquéllas ordenaban; ella suplicó. Lo que aquéllas decían claramente, ella sólo supo insinuar. La señora Raeburn sintió pena de la pobre viejecita y asintió a todo cuanto dijo acerca de la salvación del alma, de las tentaciones y las consecuencias del pecado. La mayor de las hermanas Horner solía expresar sus prédicas valiéndose de la supuesta ira de Dios, impresionando con ellas a sus oyentes; pero Marie carecía de aquellas dotes persuasivas. Así que no logró más que causar lástima y regresó a Villa-Carmina, después de rechazar el refrigerio con que pretendían obsequiarla, muriendo poco después, para provecho de los Primitivos Metodistas de la Capilla de Sion que vieron sus reclinatorios cubiertos por cojines de terciopelo, tornándose menos primitivos que antes por tal motivo.

La señora Raeburn calculó durante un par de horas si no habría sido mejor para Jenny haber aceptado el ofrecimiento de sus tías; pero después se fue a dormir pensando que, de cualquier manera, nada de aquello tendría importancia ¿dentro de cien años.

La señora Purkiss vino también y juró no volver a poner los pies en aquella casa si Jenny aceptaba el contrato; pero Florence había escuchado v tantos juramentos a su hermana que ya se hallaba familiarizada con ellos, y no le hizo caso alguno.

El tío James Threadgale, con rostro más pálido y anguloso que nunca y también más calvo, propuso llevar a Jenny a Galton para que meditase bien la locura que iba a cometer; al oír la cortés, pero firme negativa, obsequió a la niña con una pieza entera de sarga azul y le dio su bendición, deseándole los mayores éxitos.

Charles, habiendo comprobado que era factible ocultar el estreno de su hija ante sus compañeros de trabajo en la tienda de Kentish Town, decidió celebrarlo con una gran cena. Sería una digna despedida a Jenny, antes de su partida a lo que él llamaba el Polo Norte, ya que Glasgow significaba una topografía glacial en los conocimientos geográficos de la calle Hagworth.

—Invitaremos al viejo Vergoe y a Madame; Falda-y-vino (pues tal era la ingeniosa paráfrasis que se le había ocurrido hacer del nombre de la Aldavini) y a un hermano mío que tampoco habéis visto jamás; era muy gracioso, por lo menos antes, que ahora Dios sabe cómo será.

—¿Y para qué quieres invitarlo a cenar, entonces? —inquirió su mujer.

—Pues porque si está por ahí, me gustaría que Jenny lo conociese, porque hace veinte años, cuando él tomaba parte en los conciertos del Club, gustaba mucho. Después se marchó a África. Se llama Arthur y...

—¡Cállate de una vez! —exclamó la señora Raeburn.

—No; a madame no hay que invitarla —manifestó Jenny, horrorizándose al calcular un posible encuentro de su padre con la profesora de baile.

—¿Y por qué no?... ¿Por qué no, vamos a ver? ¿Quiere alguien de los presentes indicarme el por qué no podemos invitarla?

—Porque no.

—No, es verdad —corroboró Florence—. La niña tiene razón.

—Sí, claro; todos aquí tienen razón, menos el viejo. Pues me atrevo a aseguraros que le gustaría mucho hablar de París con tu pobre papá.

La cena se celebró, luego de suprimir de la lista de invitados todas aquellas personas propuestas por Charles. El dueño de la casa se consoló presidiendo la mesa, si bien se hallaba demasiado cerca de su mujer para poder disfrutar plenamente. El señor Vergoe, muy viejecito ya, vino con su nieta Lillie, todavía chica de conjunto en el Orient Palace, y Edith llegó de Bixton, donde continuaba aprendiendo a coser. También vino Eileen Vaughan cediendo a la insistente invitación de la señora Raeburn, pero con gran descontento de Jenny. El nuevo huésped señor Smithers, muchacho de pelo rizado, dependiente de una tienda de tejidos, bajó de su cuarto, en el piso superior, para unirse al ágape; May se hallaba presente y Alfie envió una postal representando, en caricatura, los efectos de un banquete, la que fue colocada en la" repisa de la chimenea y divirtió mucho a todos. La señora Purkiss también fue invitada, lo mismo que su marido y Percy y Qaude los dos niños pálidos; pero demostraron su descontento no dando señales de haber recibido la invitación, lo cual llenó de perplejidad a Florence. Sin embargo,.vinieron con diez minutos de retraso, causando turbación en los presentes a la fiesta y gran ansiedad a la señora Raeburn cuando vio la voracidad con que sus sobrinos atacaban los platos de lengua en conserva.

La cena fue espléndida y los comensales alabaron la minuta, comiendo con gran apetito. La señora Purkiss conversó amablemente con Smither acerca de asuntos de mercería y bastante imprudentemente expuso las ventajas que ofrecían las cajas registradoras para los dueños de las tiendas. Charles hizo un gracioso relato de la primera vez que cruzó el Canal de la Mancha; Percy

y Claude comían como dos fieras, hasta que el primero se sintió mareado, con gran satisfacción de su tío, pues le sirvió de pretexto para volver a referir la aventura del Canal, finalizándola con esta frase:

¡ Vamos, Percy, alégrate, muchacho, que Dover está a la vista!

Eileen comía discretamente y miraba con gran respeto a Lillie Vergoe, quien contaba cómo había logrado vencer las insidias y falsedad del nuevo empresario del Oriental. Su abuelo charlaba afablemente con unos y otros y repartió con entusiasmo las porciones de callos guisados. May reía por todo y Jenny discutía con Edith qué clase de vestido se podría confeccionar con la pieza de sarga azul regalada por el tío James.

Después de la cena, sentáronse todos, dispuestos a pasar una velada divertida.

Vergoe cantó Charlie, “el Champaña” y “Llevaba en el cabello camelias blancas”, y el señor Raeburn coreó entusiasmado la primera de aquellas canciones, porque su mujer le decía siempre:

Le llaman Charlie “el Champaña”, pero a él que le den cerveza negra.


Tanto la Vergoe como la Vaughan negáronse a bailar, con gran decepción de Smithers. Jenny, en cambio, fue subida a la mesa, de donde habían retirado la vajilla, y bailó hasta cansarse, escandalizando a la señora Purkiss, temerosa por la inocencia de sus dos hijos.

Percy recitó después “Casablanca” y Claude, como no recitó, se dedicó a apuntar a su hermano tan alto y con tanta frecuencia, que parecían hacerlo a dúo. Edith reía tontamente con Smithers, en un rincón, y le dijo varias veces que era “un caso”. Este se puso a cantar “Reina de mi corazón”, con una voz de tenor bastante agradable y siendo aplaudido, cantó después “Doncella de Atenas”, diciéndole a la Vergoe, confidencialmente, que varias personas habían hallado semejanza entre él y lord Byron. La joven, no pudiendo apreciar el parecido, exclamó:

—¡ Bueno, después de todo» para lo que le sirve!—, retornándolo, luego, a la más propicia admiración de Edith.

Resultó una fiesta muy agradable, sobre todo después que se marcharon la señora Purkis y sus dos hijos. Entonces, se sentaron todos alrededor del fuego y asaron castañas, comieron naranjas y manzanas, fumaron y bebieron, según sus gustos y sus edades.

—¿Y cómo se va a llamar Jenny en escena? —preguntó el señor Vergoe.

—¿Qué quiere usted decir? —interrogóle a su vez, la señora Raeburn.

—Vamos, que debe tener un nombre profesional. Raeburn es demasiado largo.

—Lo mismo que Vergoe —arguyó la señora Raeburn mirando a Lillie.

—¡ Pero, caramba, si ella tiene ya su nombre escénico! —exclamó el viejo orgullosamente—. ¿Cuál es el segundo nombre de Jenny?

—Pearl —contestó la señora Raeburn.

—¡Oh, mamá!... ¿Para qué lo has dicho?

—¡ Ahí está! —exclamó Charles, que había esperado aquel momento durante catorce años—, ¡ Ahí está! Ya te lo dije entonces que ella no te agradecería el nombre. ¡ Pearl! ¿ Dónde se ha oído cosa semejante? ¡Bah!

—¿Y por qué no podría llamarse Jenny Pearl? —preguntó el señor Vergoe—. Si no es un buen nombre de pila, resulta magnífico para los carteles. O..., esperen un poco... ¿Y qué les parece Miss Jenny Pearl Vere? Hubo una reina llamada Jennivere... No, ahora que recuerdo; era Guineavere.

—No sé por qué diablos se va a cambiar el nombre —insistió la madre.

—Yo tampoco lo sé, pero siempre es así. Hasta Lillie, aquí presente, ha variado algo su nombre, y lo mismo la señorita Vaughan... Apuesto que ese no es su verdadero apellido... Claro que esto es un decir.

—Sí que es mi apellido —dijo la Vaughan enfurruñándose.

Pero Vergoe estaba en lo cierto... Eileen Vaughan se llamaba Nellie Jaggs en su pueblo natal. Jenny se enteró más tarde, cuando vivían juntas, y puso una postal al viejo payaso contándoselo.

—No sé por qué debe llamarse Jenny Pearl —insistía Florence—. Aunque, después de todo, tampoco puedo decir que resulte mal —añadió recordando que el conjunto de los dos nombres era obra suya.

—Desde luego, suena mejor... Claro que esto es un modo de hablar-manifestó Vergoe.

Y de esta manera; Jenny Raeburn se convirtió en Jenny Pearl, brindando todos por sus éxitos futuros.

Pocas semanas después, subía al tren dominada por un extraño sentimiento mitad triste y mitad anhelante. Allí se reunió con madame Aldavini, Eileen y las otras dos chicas, que ya ocupaban un departamento reservado. Agitó el pañuelo en señal de despedida a su madre y a May, apenas visibles en la densa niebla londinense.

La vida había empezado.

Ir a la siguiente página

Report Page