Carnaval

Carnaval


CAPITULO IX

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Jenny conocía perfectamente a Eileen Vaughan, pero no así a las otras dos chicas con las que iba a convivir por algunas semanas; por tanto, se dedicó a observarlas durante la primera media hora de su viaje al Norte.

Madame Aldavini ocupaba un departamento de primera clase, pues deseaba estar sola a fin de trabajar en la preparación del nuevo “ballet”. El Cuarteto Aldavini repartía entre sí las cuatro esquinas de un departamento de tercera. Jenny se sintió un personaje de importancia al leer el papel fijado en la ventanilla: “Reservado pira el Cuarteto Aldavini, desde Euston hasta Glasgow”. Estaba escrito de un modo casi ilegible, pero descifrarlo constituyó un mayor placer para la muchacha.

Después que lo hubo leído repetidas veces, volviose Jenny a contemplar sus compañeras. Enfrente estaba Valérie Duval, una francesita de abundantes y negros cabellos, gruesos labios rojos y cutis moreno, levemente pálido, al que subía con frecuencia el rubor haciéndolo semejante a las rosas del Sur; tenía los ojos muy brillantes, las pestañas largas y espesas y una melodiosa voz de contralto cuya dulzura acentuaba el acento francés. Pronto.sentó a Jenny en sus rodillas y comenzó a hablarla afectuosamente.

—Me contarás todos tus secretillos, ¿ sí?

A lo que Jenny contestó:

—¿ Secretos? No tengo ninguno.

—Pero me confiarás tus

passions, tus amores,

ouí!

—¿Amores? —repitió Jenny mirando a Valerie por encima del hombro—. El amor es una tontería.

Valérie sonrió.

La otra nueva amiga era Winnie Ambrose, de bello cutis lechoso y sonrosado, cabellos suaves de un rubio pálido, barbilla con un gracioso hoyuelo y naricilla ligeramente remangada. Era una de esas muchachas que jamás hacen pensar en fajas o co— sets que usan siempre blancas blusas de crespón de China, de escote bajo que muestra la mórbida garganta y en los brazos varias pulseras tintineantes al las que cuelgan un dije con el insignificante retrato de un joven insignificante. Pero, a pesar de todo, Winnie era buena compañera, siempre dispuesta a la broma.

Un momento, al volver una curva, miró Jenny por la ventanilla y vio el inmenso expréss semejante a una hilera de fichas de dominó, con sus vagones blancos y negros. La ventanilla no ofrecía grandes atractivos, permitiendo contemplar tan sólo el grisáceo cielo de diciembre, o rumorosas estaciones, de las que pasaban a la oscuridad de los túneles, para volver a salir otra vez a la difusa claridad del día. Almorzaron en el mismo departamento y Jenny bebió cerveza de la botella, atragantándose y haciendo visajes que obligaron a reír a todas. Atravesaron Lancashire con sus chimeneas, sus hornos y sus montones de escombros. El tren se fue alejando después de aquella aglomeración de fábricas y a través de la luz crepuscular siguió su camino, cruzando las planicies de Cumberland.

Jenny encontraba horribles aquellos lugares y el interminable y rábido desfile de llanuras pantanosas, donde las casitas no parecían mayores que carneros y los semiderruídos muros desde donde alzábanse en vuelo los cuervos al paso del tren, la hicieron sentirse contenta de hallarse en aquel departamento revuelto, polvoriento y perfumado, lleno de calor y de luz. La niña estaba cansada y apoyando la cabeza en el pecho de Valérie se fue quedando dormida; en su somnolencia percibió que Valérie la besaba y oyó que decía, con un melodioso murmullo, tan melodoiso como el del Saone cuando viene a chocar contra las cálidas escolleras de Lyon, su pueblo natal:

— Comme elle est gentille, la gosse![10]


Así acomodada, Jenny pasó durmiendo las últimas horas de su viaje, despertando en la estación final entre la batahola de la llegada: paquetes que son bajados apresuradamente de las rejillas; papeles y efectos recogidos; mozos de estación entrando o saliendo de los vagones. Madame Aldavini les dijo antes de dejarlas:

—Niñas, mañana, a las once en punto, en el teatro.

Todas contestaron:

—Sí, madame.

Y luego tomaron un coche, con cojines de terciopelo de un color azul desvaído, que olía a correas mojadas. Sentáronse con los paquetes sobre las rodillas, y el vehículo comenzó a bambolearlas a través de las frías calles de Glasgow. Era la noche de un sábado y las aceras estaban llenas de borrachos tambaleantes, excepto en una calle muy ancha y hermosa, desde donde el coche comenzó a subir trabajosamente por los pedruscos de una escarpada colina hasta que al fin se detuvo ante una casa alta, en un alto caminito oscuro y silencioso.

Subieron los escalones exteriores del edificio y tocaron la campanilla. La puerta se abrió de par en par sin que, al parecer y con gran asombro de Jenny, nadie la hubiese abierto. Las cuatro muchachas quedaron paradas al pie de una grande y serpenteante escalera de piedra, hasta que oyeron una voz enronquecida que, desde arriba, las invitaba a subir.

Les asignaron una gran sala llena de cuadros

y sobrecarga4a de fotografías que representaban rígidos grupos familiares; pero el fuego ardía en la chimenea y la lámpara ponía un claro halo de luz en el techo. Jenny curioseó desde la ventana y pudo ver los negros tejados de Glasgow bajo el resplandor de las estrellas. Les sirvieron en seguida el té, con “porridge”, que desagradó a Jenny, y pastelillos de avena que la hicieron toser. Después del té deshicieron los equipajes. Se decidió que Jenny dormiría con Valérie. El dormitorio era acogedor, con techo abuhardillado y vigas salientes que semejaban las piezas diseminadas de un rompecabezas. A Jenny le divirtió mucho que la cama quedase como enterrada en el ángulo más bajo y oscuro del cuarto.

—¿Has visto algo parecido en tu vida? —preguntó.

—Por lo menos, estaremos solas —contestó Valerle con su voz baja y melodiosa, y Jenny se estremeció ante la idea de dormir en aquella alcoba, con el cálido brazo de Valérie rodeándola.

La sala adquirió un aspecto distinto, así que las jóvenes hubieron colocado diversos objetos de su pertenencia y tirado en un rincón los tapetitos que adornaban la estancia. Rodearon el espejo, sobre la repisa de la chimenea, con las fotografías de lindas muchachas de cabellos flotantes, en diferentes actitudes de baile, formando un abanico en la pared. Todos aquellos retratos tenían, poco más o menos, las mismas dedicatorias: “Tu sincera amiga Lottie, o Amy, o Madge, o Violet.”

Después que Jenny hubo arrancado la mayor parte de las borlitas que adornaban el tapetito cubriendo la repisa de la chimenea y examinado todas las fotografías, se sentó en el suelo, sobre la piel de conejo alfombrado, contemplando a sus compañeras: Winnie, estirada en una butaca de cuero, retorciendo entre los dedos uno de los botones que adornaban el respaldo, mientras leía una novela; Eileen, escribiendo a su casa; Valérie, sumida en la profundidad del sofá, fumando un cigarrillo. Pensó la niña, mientras permanecía sentada allí, en aquella cálida quietud, qué feliz era por verse libre, al fin, de la eterna rutina de la calle Hagworth. Le pareció que Islington no existía ya y como si se hallase en un mundo nuevo.

—¡Qué bien estamos aquí! —exclamó—. Dame un cigarrillo, Val, encanto.

La hora de acostarse no sonó en un momento determinado, como en casa, sino que se decidió de pronto, con el encanto de lo imprevisto. Valérie precisó otra hora larga para arreglarse y dio mil vueltas por el cuarto en un revuelo de encajes y cintas de color rosa. Jenny, ya en la cama, hundida en el profundo colchón de plumas, contemplaba la sombra proyectada por su amiga en el techo curvado, siguiendo con ojos soñolientos los movimientos de ésta al cepillarse los cabellos que en la proyección parecían una verdadera cascada.

De repente, Valérie apagó la bujía.

—¡On!... ¡Oh!... —exclamó Jenny—. ¿Es que vamos a dormir a oscuras?

—Pues claro que sí, tontita —contestó Valérie; pero la oscuridad dejó de amedrentar a la niña al coger la suave y tibia mano de Valérie, y así fue quedándose dormida.

Amaneció un día gris, con la quietud propia de un domingo de Glasgow, con el viento y la lluvia azotando los cristales y la señora McMeikan trayendo el desayuno en una bandeja.

—¡ Esto es estupendo! —exclamó Jenny. Y en su entusiasmo lanzó un ¡ hurra! estentóreo, al mismo tiempo que volcaba la tetera sobre la cama.

Tuvieron que tocar la campanilla, y lo hicieron con tanta fuerza que rompieron el cordón que la sujetaba. Aquello les produjo una risa loca. Vino la señora McMeikan y entonces Jenny se escondió entre las sábanas y Valérie explicó lo ocurrido.

—¡Ay, la pequeña terremoto! —dijo la patrona. La travesura de Jenny ganó el corazón de la escocesa, y todas las que cometió después bajo aquel techo le fueron perdonadas por ser “una niña bonita, terriblemente lista, que había salido de su casa a ganarse la vida, siendo tan jovencita”.

Aquel domingo hubo ensayo porque Madame Aldavini tenía que regresar a Londres por la noche. Las cuatro muchachas atravesaron las calles grises de la ciudad, cruzándose con piadosos presbiterianos que iban a sus prácticas religiosas.

Al llegar a la puerta del Court Theatre, Valérie y Winnie preguntaron si había cartas para ellas, y Jenny, imitándolas, demandó también:

—¿Tengo yo alguna? ¿Hay carta para Raeburn?... Para Pearl, quiero decir.

Ciertamente que no había nada, ni tan siquiera una postal; pero Jenny se sintió orgullosa haciendo la pregunta.

Él ensayo de “Jack” se llevó a cabo de esa manera incompleta que caracteriza todos los de las pantomimas. Winnie, Jenny, Valérie y Eileen bailaron hasta hacer temblar las tablas del escenario.

Madame Aldavini regresó a Londres, dejando a las tres alumnas mayores estrictas instrucciones relativas a la vigilancia de Jenny. Esta no temía a dicha vigilancia; claro que, algunas veces, sentía tentaciones de abofetear a Eileen, pero Winnie y Valérie eran encantadoras. No tenía Jenny el menor afán de charlar con hombres, y si algunos muchachos larguiruchos, luciendo grandes alfileres de corbata, la saludaban a la entrada del escenario, ella alzaba orgullosamente la cabecita y pasaba de largo, sin prestarles atención; o cuando, atraídos por las largas y bronceadas piernas, las altas botas castañas y el ajustado traje azul de marinero, se estiraban aquellos muchachos los puños y se arreglaban las corbatas, aventurándose a perseguirla con miradas lánguidas. Jenny se cogía de la mano de Valérie y se alejaba balanceándola, tan serenamente fría y desdeñosa como Diana Cazadora alzándose sobre las cabezas de los porqueros de Beoda. Fueron unos días felices los que pasaron en Glasgow; días de dulce reclusión, transcurridos entre inocentes pasatiempos y juvenil alegría. Bailaban cada noche, ataviadas con trajes verdes y gorritos que imitaban flores. El exigente público de Glasgow les obligaba con aplausos a repetir sus números, conscientes de la lozana belleza y el talento artístico de las cuatro. Durante el día paseaban por la calle de Sauchiehall, bajo el cielo gris de Glasgow, deteniéndose ante los vistosos escaparates de las tiendas. Caminaban también por Kelvin Grove, siempre azotado por el viento, riéndose de cualquier majadería; hacían suculentas meriendas, fumaban cigarrillos, se repantigaban en profundos butacones, leían novelas absurdas y escuchaban las anécdotas que les refería la señora McMeikan, haciendo esfuerzos por contener la risa; pero la patrona no se incomodaría, aunque lo notase, porque "¡estaban tan bonitas cuando se reían!”

Todos los compañeros de la pantomima simpatizaban con Jenny, regalándole chocolatinas, cintas y retratos firmados con dedicatorias análogas a las fotografías sobre la chimenea de la salita. Todos se complacían en verla contenta. Era la predilecta de los muchachos de “general” en el teatro,.quienes la aplaudían frenéticamente tan pronto ella salía a escena. Jenny se sentía muy dichosa y alegre; comprendía que las otras tres muchachas, aun la misma Eileen, no estaban celosas de aquella preferencia; eran leales y ella las quería, aunque no tan sinceramente y guardaba a Eileen un pequeño rencor, pues en diversas ocasiones la reprendía.

Cuando fue a Glasgow, se encontraba Jenny en una edad crítica. Esa edad es la de hermosos sueños virginales, “cuando la sangre fluye apresurada y casi son incontables los latidos del corazón. De haber estado Jenny a la sazón interna en un colegio, hubiera caído rendida de adoración ante alguna profesora, como cualquier chiquilla de sus años, Acaso habría encontrado consolador solaz en el santificante trato de una mujer adulta y buena y comprensiva. Quizá habría adoptado el punto de vista de las enclaustradas acerca de lo que deben ser las humanas relaciones: un mundo de bromas pueriles, de lecturas sentimentales, de celos sin amargura y de intrigas inocentes, cuyo máximo premio fuera alcanzar un asiento próximo al de alguna maestra adorada, de la madre superiora o simplemente de una hermana sencilla y cariñosa.

Pero aunque las circunstancias impidieran estos simples y naturales desahogos, no ha de suponerse que la transición de la niñez a la pubertad pasó sin fenómenos más o menos notables. Era irremediable que algunas veces la embargase una irreductible languidez, y entonces la contentaba dejarse adorar. De haber encontrado en su camino a un Abelardo, tomárala éste en Eloísa. Las fiebres, las pasiones características de la mujer que alboreaba hicieron presa en ésta inevitablemente. Surgían tumultuosas y se manifestaban en ardores violentos, pero luego la timidez los enfriaba antes de manifestarse... Era el momento propicio para alimentar la imaginación sensual que despertaba con poesía y acallar el alma asustada con música. Alguien debió llevarla de la mano y mostrarla el reino de la fantasía. Mas nada de esto ocurrió.

De implicar inmortalidad la belleza corporal merecería la niña ser hija de una Náyade, y cuando por vez primera le dieron el mundo para que lo contemplase, las finitas visiones y las aspiraciones infinitas jamás pudieron acordarse entre sí. Fue como si le entregasen un telescopio sin explicarle el manejo del obturador. Su alma era un cantarín pajarillo encerrado en una jaula. El catolicismo hubiera podido libertaria, pero nadie supo enseñárselo. Sería ocioso explicar ahora el efecto que ejercerían sobre ella las iglesias llenas de incienso, en las que la luz penetra a través de vidrieras de colores, o los ornamentos y ceremonias de la Misa. Acaso, con todo, puede ser que tampoco despertasen en ella sentimiento alguno; acaso era la niña un verdadero producto de las generaciones londinenses, aunque su humorismo de

cockney [11] se hubiera desarrollado más esplendoroso en otro medio mejor. De haber nacido en la antigua Grecia, Lacedemonia sería el lugar indicado y la delicada figurita adquiriría, entonces, el máximo de su belleza bajo la flotante túnica color verde mar que el viento procedente de Tesalia arrollaría en torno a su cuerpo, de líneas perfectas.

De todos modos, es imposible imaginar a Jenny prestando atención a las banales galanterías de los mequetrefes que la esperaban a la puerta del escenario. Su temperamento hallaba mayor satisfacción en el ferviente cariño de Valérie, mucho mejor expresado; probablemente ésta supo defenderla, de un modo inconsciente, del vicio incidental o la pasión fortuita, llenando el corazón de su amiga, en aquel peligroso período de la pubertad, y permitiéndola regresar a la calle Hagworth sin que la roja espina de la impureza la hubiese lacerado ni física ni mentalmente.

Transcurría el tiempo sin mayores acontecimientos, excepto el baile que tuvo lugar la noche en que se representó la pantomima por última vez. Jenny no fue invitada, por creerla demasiado joven, y ello le produjo una desilusión profunda, que se convirtió en seguida en lágrimas.

—¡Tengo que ir! ¡Oh, qué vergüenza! ¡Tengo que ir!

Sin aconsejarse de nadie, se dirigió al empresario.

—Por favor, señor Courtenay-Champion, ¿cómo no me han invitado también a mí?

—¡ Dios bendito! —exclamó el empresario—. ¡Una niña de tu edad! No, queridita, eres demasiado pequeña aún y el baile durará hasta muy tarde, bastantes horas después de la terminación del espectáculo.

Jenny sollozó amargamente; tanto, que llegó a ablandar al señor Courtenay— Champion, quien, al fin, le dijo que podría ir. El semblante de la niña se transfiguró al instante, como sale el sol tras los días lluviosos. Iba a ser un baile magnífico, durante el cual obsequiarían con sangría. Jenny fue con Valérie a comprar la cinta color rosa más ancha que encontró y que anudó en tomo a su talle con el lazo mayor que jamás fuera visto.

Bailó la niña sin cesar y hasta, por dos veces, con el gran actor Jimmy James, aventurándose a decirle —lo cual es más importante— que no sabía bailar. Esto divirtió mucho a su pareja, lo que demuestra que además de ser un comediante de renombre era un hombre de cierto talento.

I Realmente fue una noche espléndida que remató en las confidencias que Jenny hizo a' Valérie, una vez acostadas, explicándole en detalle todos los pormenores de sus parejas de baile y se expresó con tal vivacidad, que deshizo la cama por completo, teniendo ambas que levantarse y volver a hacerla» antes de decidirse definitivamente a dormir,

En febrero regresó Jenny a la calle Hagworth desvaneciéndose en su mente los recuerdos de la obra representada en Glasgow, como se van borrando los colores de una puesta de sol. Había gozado de su triunfo personal en Glasgow, pero ya éste dejaba adivinar la vaciedad de su fondo.

La razón de tal descontento es obvia. Nunca habían enseñado a la niña a concentrar sus pensamientos e ignoraba el poder del análisis retrospectivo. Los aplausos duraron poco en su mente, extinguidos en seguida por las cosas presentes, sin que ella pudiera conservarlos como base de éxitos futuros. Muy pronto volvió a preguntarse: “¿Para qué?” Tras unas semanas de haber recomenzado su vida habitual, Glasgow y la pantomima fueron como un pedazo de pastel que se mastica inconscientemente, sin preocuparse de la manera que ha sido elaborado. Ella no sentía deseos de avanzar por el camino del estudio, sino por el contrario, el peso del porvenir parecía oprimirla.

En su casa, la represión que la niña odiaba tanto se hacía sentir con intensidad, ocasionando sus furibundas protestas cada vez que se manifestaba la menor interferencia materna. Entonces se llenaba de ira, y había malas contestaciones, portazos y volcaduras de sillas. Solía marcharse de casa amenazando no volver más y un día en que fue severamente amonestada por regresar demasiado tarde, salió de nuevo corriendo y desapareció. La madre, desesperada, recurrió a Madame Aldavini, quien calculó en seguida el paradero de la niña. En efecto, como la profesora había sospechado, estaba en Soho [12], con Valérie, nada arrepentida de su mal comportamiento y en realidad fue el temor a la amenaza de la Aldavini de expulsarla de clase lo que la obligó a regresar al hogar.

La libertad era todavía la única religión que profesaba Jenny. Se acompañaba de muchachos, pero aún porque la divertían sus turbulencias y no por deseos de aventuras sentimentales. Hubiera sido mucho más prudente dejar a la niña en una aparente independencia, pero ninguno de los qué la rodeaban se dieron cuenta de su carácter desprovisto por completo de sensualidad, ni tampoco que la mejor salvaguardia para la virtud de una muchacha estriba en familiarizarla con las innumerables locuras de la adolescencia masculina.

A los diecisiete años luchaba Jenny desesperadamente por la causa de su libertad, obteniéndola palmo a palmo. Lo que más le gustaba era irse en compañía de un ruidoso grupo de chicos al

Collin´s Music Hall sin que ninguno de ellos la considerase sino como otra oveja cualquiera d«su mismo rebaño. Alfie, que llegó a casa el verano anterior al decimoséptimo aniversario del nacimiento de la muchacha, apoyaba a ésta en sus declaraciones de independencia. Hasta May fue incluida en cada complot organizado contra la autoridad paternal.

La señora Raeburn sentíase hondamente preocupada por el porvenir de su hija y achacaba la extravagante conducta de ésta a la influencia del teatro.

—Aquí no nos vengas con modales de cómica —solía decirle.

—¿Y quién me hizo cómica? —replicaba mordazmente la muchacha.

Aquella Navidad Jenny fue a Dublín con un segundo Cuarteto Aldavini, divirtiéndose más que nunca. Ya no se complacía en la reclusión, como en Glasgow, ni sentía por los hombres aquel desprecio colectivo; por el contrario, contrajo amistad con un grupo de oficiales jóvenes de la guarnición, hacia los que experimentaba los mismos sentimientos que por los chicos de Islington.

Uno de ellos, Terence O’Meagh, de los Reales Fusileros de Leinster, acaparó la compañía de Jenny. Era un joven irlandés, guapo y presuntuoso, tan susceptible respecto a las mujeres como todos sus paisanos y conduciéndose en materia de amor tan en serio como la mayor parte de los celtas. Solía aguardar a Jenny a la salida del teatro y llevarla a casa en su ligero cochecillo; la obsequiaba con algunos regalos sin valor y tan faltos de buen gusto como de utilidad. Era un oficialito que desde hacía poco usaba el uniforme, de manera que su nativa e ingenua presunción irlandesa respecté a la popularidad universal se unía la creencia que su roja casaca lo hacía irresistible a las mujeres.

A Jenny, con su magnífica irreverencia

cockney le importaba mucho menos el señor O’Meagh y su guerrera roja que los paseos en coche a través de los verdes y frescos prados de Liffey y durante aquel tibio mes de febrero.

—¿Sabes? —solía decir el militar, inclinándose sobre la división que separaba los asientos del coche—. ¿Sabes, Jenny? Nuestro regimiento, quiero decir, el 127 de línea, como le llamamos, quedó completamente deshecho en Drieufontain, y en Riviersdorp se sostuvo contra dos mil boers...

— ¿ A quién puede importarle eso?

—A ti, por ejemplo.

—¿Y por qué a mí?

—Porque se trata de mi regimiento... y porque me gustas horrores.

—No seas cursi —advirtió Jenny.

—Eres tan prosaica...

—¿Eh?

—Tan..., ¡oh, bueno!... Es que parece que te tiene sin cuidado que esté yo a tu lado.

—¿Y por qué había de preocuparme?

—Porque así lo haría cualquier chica que me quisiera.

—Bueno, lo haría cualquiera; pero yo no.

— ¿ Y por qué no tú, pregunto yo ahora?

—Pues sencillamente porque eres uno de tantos.

—No digas eso. Ya sabes que te adoro.

—¡Y dale!... ¡Qué ganas de estropear este día tan bueno diciendo tonterías!

—¡Maldita sea!... Se necesita toda mi paciencia para tolerar estas cosas.

Y Terence callaba enfurruñado; Jenny canturreaba y el ligero cochecillo parecía acrecentar su ligereza.

La noche de la última representación de la pantomima, O’Meagh fue a buscar a la muchacha, según costumbre, y después que puso el coche en marcha le dijo:

—Óyeme, Jenny. Hoy vienes conmigo, a mi casa.

—¿De veras? —contestó burlonamente Jenny—. ¡ Vaya noticia!

—¡ Te digo que vienes!

—¡ Estás loco!

—Pues vendrás. —Y Terence, al hacer esta afirmación, le cogió la mano.

—¡ Suéltame ¡ —ordenó la muchacha.

—De ninguna manera» así Dios me salve. Escúchame. Con los irlandeses no se juega, ¿sabes?, y cuando un irlandés quiere algo..., pues lo tiene.

—¡Pues lo que es a mí!...

—Óyeme. Yo he sido más que bueno contigo.

Yo te he dado...

—¿El qué? —interrumpió Jenny con acento amenazador—. ¡ Mira!

La muchacha, mientras hablaba, se había soltado el reloj de pulsera y lo arrojó lejos, en el camino.

—Ese es tu reloj. ¿ Vas a bajar a recogerlo?

Terencio fustigó el caballo.

—Te digo que vienes a casa conmigo.

Pero Jenny le cogió las riendas.

—¡Cállate! —exclamó O’Meagh—. ¡Cállate!

¿ No comprendes que estamos llamando la atención?

—Pues para entonces —ordenó la joven.

El oficial, a fin de evitar una escena, detuvo el coche

—Ahora, escúchame a mí —le dijo Jenny—. Té crees un Don Juan, ¿verdad?, y que ninguna muchacha puede decir que no cuando te propones una cosa. Pues yo sí te lo digo. ¡ Pues estaría bueno!... Y ahora, déjame en paz y para otra vez busca alguna conquista que te resulte más fácil. —Y Jenny, hablando así, bajó del coche y se marchó.

—¡Los hombres!-manifestaba despreciativamente, poco después, a Winnie Ambrose. la única del Cuarteto de Glasgow que formaba parte del nuevo—. ¡Los hombres!... Me dan asco. ¡Presumidos! Aunque llamarles presumidos es poco...

Había sido acordado por Madame Aldavini que Jenny, a su regreso de Dublín, se uniría al cuerpo de baile de la Opera en Covent Garden. Por des-

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