Carnaval

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**** DESENLACES **** » TREINTA Y SIETE

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—Papá, no están haciendo nada malo —trató de calmarle—; y yo no había visto a la abuela de Raúl tan hermosa ni tan feliz hasta hoy. Es evidente que están enamorados. Quién sabe cuánto tiempo hace de esto…

Graciela miraba de mantener la compostura, no era fácil; Gorka no dejaba de besarla, y a ella le gustaba más de lo que se atrevía a reconocer. Ésa era su primera aparición en público como pareja, y era consciente de que su relación iba a ser la comidilla de todo el pueblo en los meses siguientes.

Horas más tarde Izaskun y Juanjo se despedían cariñosamente.

Él la citó en el ático.

—Ya sabes dónde está, ¿no? —sonrió con picardía, añorando aquel día y la sensación de vértigo que le recorrió como un relámpago al ver a Izaskun. Era demasiado hermosa, y ahora con el cabello tan rubio parecía un ángel de paso por la tierra; demasiado bella para ser real, y demasiado para que durara siempre.

Serenos pero chispeantes, los ojos verdes escudriñaban su rostro mientras le advertía con fingido malhumor:

—Más te vale que no me recuerdes ese día. Yo empecé fatal contigo, y acabé aún peor con Raúl. ¿Estará tu hermanita? —preguntó con aprensión y frunció el ceño.

—Sí —contestó él—, quizá. Pero, tranquila, que no te va a comer. Le das asco. Es muy visceral, la pobrecita, y cuando no le cuadra algo… Tarde o temprano superaréis vuestras diferencias. No es mala chica —quiso tranquilizarla sin conseguirlo del todo—, pero tiene unas ideas muy singulares acerca de la vida y de la gente. Has de tener paciencia con ella.

—Ya veremos —titubeó ella, desconfiada porque no le hacía mucha gracia verse de nuevo con Inés, y cambió de tema—. ¿Tienes el número de teléfono, te lo dio Emilia? —Juanjo asintió—. Llámame si hay algún problema en cuanto a la fecha. Tal vez a ella no le guste que vaya a vuestra casa, ¿se lo has comentado?

—Pues no —replicó él—; no tengo por qué pedirle permiso a Inés para llevar a una chica al piso, mucho menos si es mi futura esposa. Y da igual —le quitó importancia al asunto—; si no te soporta se largará.

—Estás muy seguro de tenerlo todo bajo control.

—Lo tengo —afirmó él con dulzura, moviendo la cabeza—. Tú no te preocupes más que de estar preciosa. Imagino —continuó animándola— que las fotos ya estarán reveladas para cuando vengas.

No quería despedirse de ella, pero no había más remedio. Se consoló pensando que faltaban menos de diez días para reunirse ya definitivamente. Pasarían toda la semana mirando diversos estudios y apartamentos hasta dar con uno lo bastante grande, y a la vez acogedor, para los tres. El día veintidós regresarían al pueblo y se llevarían a Ainhoa consigo. Ellas se alojarían en un hotel pagado por él hasta que todo estuviera acabado y a punto para entrar a vivir. Luego vendría la boda… y el lanzamiento de Izaskun como modelo. Y un hijo. Juanjo quería un hijo suyo. Ainhoa era un ángel, pero era hija de Raúl; Izaskun no permitiría que olvidara eso nunca.

 

 

 

 

 

Regresó al ático, al lado de Inés. Su hermana se había quedado muy disgustada al ver que, una vez más, la había dejado tirada para volver con esa estúpida y su mocosa. Le advirtió nada más entrar.

—No estoy dispuesta a escuchar más chorradas de Barbie, ¿está claro? Ahórratelas.

—Pues es una lástima que no quieras saber cómo ha ido el bautizo de Ainhoa porque estaba a punto de contarte un chismorreo de la vieja que te ibas a morir de la risa…

—¿De la vieja? —Le interrumpió con brusquedad—. ¿Qué vieja?

—La abuela, nuestra abuela —le aclaró Juanjo, sonriendo.

Inés bostezó aburrida; cualquier chisme de la vieja la dejaba indiferente.

—La abuela tiene un lío.

—¿Con el párroco del pueblo?

—Frío, frío… No es mala idea, pero las has tenido mejores.

—¿Con algún abogaducho?

—¿Un abogado? —La mención de un  abogado le desconcertó—. ¿Qué abogado?

—Digamos el que ha contratado para que disponga sus últimas voluntades.

—Frío, frío… ¿Qué te hace pensar que la abuela ya ha hecho testamento?

—Bueno, no es idiota ni tampoco ningún pimpollito—Juanjo rió ante el adjetivo; ahí se notaba que no había estado en el bautizo, ¡si supiera!—; debería dejar las cosas claras antes de meterse en el hoyo —prosiguió Inés—. ¿Y qué hay de ese lío? ¿Me lo vas a contar, sí o no?

—Más vale, porque vas muy despistada. Además, según tu famosa teoría, no lo acertarás nunca. La abuela está liada con nuestro tío Gorka.

—Eso es imposible porque Gorka está…

—Vivito y coleando —la interrumpió entre risas—. Estuvo en Barcelona, Inés. Vino a conocer a Raúl (¡vaya pérdida de tiempo!). Izaskun le dio la dirección de Irene. Por lo visto, a Izaskun le cayó bien el buen hombre y se le antojó que fuera el padrino de Ainhoa junto con la abuela. Están liados, Inés; más que liados: muy enamorados. Deberías haber visto a la abuela: vestida como una estrella de Hollywood, y él, que se la comía a besos.

»Lamento decirte, Inés, que la abuela está sensacional, mejor que nunca; se ha quitado veinte años de encima —chasqueó los dedos—, y no tiene intenciones de morirse. Al contrario: apuesto a que justo ahora está empezando a vivir su vida. Y tengo fotos que lo prueban. No son muy comprometedoras pero sí muy divertidas. Ya las verás… Aunque, por supuesto, sería más divertido si se las hiciésemos llegar a Raúl, ¿qué opinas? ¿Cómo reaccionará el bobo de Raúl cuando se entere de esto? ¡Es tan sensible!

»Por cierto, estaba tan desesperado el otro día, después de anunciarle nuestra boda, que el muy bruto le contó a la abuela lo nuestro. Ni que decir tiene que ha quedado como un demente a sus ojos. Ya nunca más le tomará en serio. ¡Mira que llega a ser ridículo!

—¿Lo nuestro? ¿Y qué es lo nuestro, según tú? ¿No dijiste que ya no había nada entre nosotros?

—Lo que tuvimos, boba, lo que tuvimos… lo que él vio. Da igual que lo hayamos dejado correr. Él no sabe que lo hemos dejado correr; todavía nos tiene por unos pervertidos. Quiso prevenir a la abuela para que le ayudara.

—¿Y por qué, en vez de decírselo a la vieja, no se lo dijo a Izaskun?

Inés se desesperaba, ¿por qué Raúl lo hacía todo tan rematadamente mal?

—Porque la ama, idiota; si Izaskun se entera, se desquiciará. Tiene unos ideales muy sólidos, es muy romántica, y casarse con un tipo que se folla a su hermana como quien se come una pizza no entra en sus sueños de adolescente. Raúl quiere separarnos, pero eso no implica meterla a ella en un manicomio. La quiere sana y feliz… aunque, por supuesto, bien lejos de mí.

—¿No exageras un poco, hermanito? Por cómo lo cuentas, se diría que la niñita ha vivido en una burbujita de cristal, aislada del mundo.

—Una cosa es verlo en la tele, Inés, y otra muy distinta vivirlo. Ni se te ocurra decirle una palabra. Tú ocúpate de entregarle a Raúl las fotos de los dos tortolitos, que con eso ya tendrás suficiente diversión… porque imagino que no querrás perderte el espectáculo de verle la cara —la animó.

—¡Nooo! Será casi tan divertido como la última vez. Pobre tita Itziar, debe de estar revolviéndose en su tumba, ¡su propia madre robándole el marido! ¡No me digas que no es un culebrón perfecto!  —palmoteó entusiasmada como una niña.

—¿Por qué la odias tanto? —la interrumpió él ahora.

—Yo no la odio. La desprecio. Era cobarde, y ésa es una debilidad que las putas no se pueden permitir.

—Se equivocó de hombre, y a ti te falta tiempo para etiquetarla: puta; y se te llena la boca con el insulto. Deberías pensar un poco más las cosas, Inés; te estás convirtiendo en juez vengador, y ese papelito no te va. La odias y la insultas porque estás cabreada con Raúl, y con Izaskun te comportas exactamente igual. Las odias porque él las ama. Y te odias a ti misma por ser incapaz de despertar ese amor en él. Vas a acabar mal, cariño —la avisó—, si sigues por ese camino…

—¿Has acabado ya el discursito? Pues como iba diciendo… ¡Ay!, estas cosas son las que le ponen sal y pimienta a la vida, ¿no crees? —le miró pícaramente. Lo que él había dicho le había entrado por un oído y le había salido por otro.

—Desde luego, a la tuya sí —reconoció Juanjo con pesar al ver que ella no había prestado la más mínima atención a sus palabras.

—¡No empieces otra vez con las cursilerías y las poses de «tío decente» que «has alquilado» para conquistar a Barbie, que a mí no me engañas!

—Ea, ea, déjame en paz, ¿sí? No tengo más ganas de discutir contigo.

 

 

Para el día de santa Lucía, Raúl había tomado ya una decisión. No había sido fácil luchar contra los demonios de su interior, pero lo había logrado: les había ganado. Sabía por fin lo que quería y sabía cómo conseguirlo.

La amaba a ella y sabía que sólo le quedaba un camino para recuperar lo que una vez tuvieron, y pasaba por hacer una cura de humildad y humillarse, arrodillándose incluso (si era preciso) para reavivar el amor que todavía anidaba dentro de ella. Ahora quizá estaría aletargado, pero no muerto, y él iba a despertarlo. Ya no habría más contradicciones; nunca más habría dudas. Sólo amor. El que les unió desde la infancia; aunque ahora él no se callaría, le diría todas esas cursilerías que a las mujeres les gusta tanto escuchar. Desnudaría su corazón y se quitaría la máscara. Intentaría ser el hombre que ella merecía, y el padre que Ainhoa necesitaba.

El camino sería largo, habría espinos, y las discusiones estarían a la orden del día porque ambos eran de genio vivo, y estaban muy mimados y demasiado acostumbrados a salirse siempre con la suya. Sin embargo, lo que había entre ellos derribaría cualquier barrera. Él había levantado las barreras y él podía echarlas abajo cuando quisiera.

Ahora solamente quedaba decírselo a las chicas. Eso iba a ser lo más jodido. No quería hacerles daño, aunque sabía que era inevitable. Sabía también, de antemano, que Azu se lo tomaría peor que Irene. La pelirroja se había hecho a la idea muchos meses atrás, y eso hablaba de lo requetebién que lo conocía.

No pensaba dejar Barcelona; en eso sí se mostraba muy, pero que muy firme. Su trabajo no era el mejor ni el más ideal, ni siquiera el que más le gustaba (si le gustaba alguno), pero era el que tenía, y no podía hacer mariconadas con él, tal y como estaban las cosas y con una hija que mantener. Ya la convencería para que se vinieran a vivir a Barcelona con él.

Convocó a las chicas esa noche. «Las sentó» en el sofá y se lo dijo de la forma más breve posible. Irene estaba calmada, ya lo daba por hecho. No Azucena, quien puso cara de incredulidad, pasmo y cabreo, todo a la vez, y le acusó de haberla utilizado. Raúl sabía de sobras que tenía razones para estar furiosa, muy furiosa. No intentó calmarla. La calma ya vendría sola. Lo que él pudiera decir empeoraría aún más la situación.

Se fue a su habitación y recogió sus cosas.

Marcharía al día siguiente, de noche, cuando acabara su turno de trabajo. Aunque estaba próxima la Navidad, todavía no le obligaban a trabajar los domingos. Les debía no una, sino muchas disculpas, pero ahora no podía ofrecérselas. Lo sentía por ellas; no obstante, siendo como eran tan jóvenes y hermosas, pronto encontrarían a quien las amara de veras, como él amaba a Izaskun.

 

 

Se ha ido sin desayunar siquiera. Otra muestra más de su desesperación; ahora es como si corriera contrarreloj, le faltan minutos, segundos. Esto le pasa por gilipollas, porque no será por las veces que yo le advertí (muy a mi pesar) que se decidiese de una puta vez; pero no, ha tenido que ser su primo el que diera la señal de alarma. Y menos mal que en ese momento ya fui muy incisiva al animarle a que moviera el culo… Si no, aún hubiera esperado a oír la Marcha Nupcial en la iglesia. En fin, mi pronóstico se ha cumplido: vuelve con ellas.

Azu entra en la cocina, donde estoy yo, decidiéndome entre un té o una tila; me he pasado toda la noche llorando como una Magdalena, y he despertado con el consiguiente dolor de cabeza. Ella no está mucho mejor; se esfuerza por sonreír y mostrar una actitud filosófica de «qué le vamos a hacer», pero no le sale. La sonrisa es algo torcida en los labios y los ojos verdes permanecen inexpresivos, sin luz ni chispa alguna.

Se sienta, cruza los brazos sobre la mesa y anuncia:

—No queda nada en su habitación. No va a volver para decirnos adiós. Se lo ha llevado todo.

—Quizá sea así mucho más fácil para todos —musito débilmente, pero ni siquiera parezco muy convencida—. Odio las despedidas, y él también.

—Y yo —añade.

—Yo no quería echarle —me justifico—, pero se veía de lejos que estaba confundido, desesperado y hecho un lío. Sé que no ves con buenos ojos que le haya arrojado a los brazos de Izaskun, aunque de sobra sabes que, espiritual o mentalmente, ya estaba en sus brazos. Le teníamos en cuerpo… sólo en cuerpo, no en alma. Yo no me engañé respecto a eso desde que la conocí.

—Tal vez. ¡Qué le vamos a hacer! ¿Qué vas a hacer ahora que él se ha ido? —me pregunta (¡buena pregunta!) mientras le da un montón de vueltas a una naranja que no se comerá porque no le gustan.

—Pasaré unos días en Terrassa con mi padre —le contesto (¡vaya planazo!), y de repente recuerdo que todavía guardo una Nikon que Juanjo me prestó hace un año, sí, cuando me fui a París por Navidad y volví para el Carnaval… Cuando aún no conocía a Raúl ni imaginaba que… Da igual lo que imaginaba o dejaba de imaginar. El caso es que he de devolverle la puta máquina a Juanjo, pero no me apetece ver a nadie. Si Azu quisiera ayudarme… pero ¿por qué debería hacerlo? La he dejado compuesta y sin «novio». De todos modos lo intento, a ver qué pasa. La miro con ojitos tiernos (he aprendido mucho de Raúl) para ablandarla y balbuceo insegura—: ¿Podrías llevarle a Juanjo algo de mi parte? Se trata de una cámara de fotos, muy buena por cierto, que me prestó el año pasado. No sé cuándo voy a estar de vuelta; lo mismo tardo tres días que tardo tres años. Como trabajo freelance, no tengo por qué darle explicaciones a nadie. Y quiero irme hoy sin falta (no puedo soportar la nostalgia de una noche sin Raúl en esta casa). ¿Lo harías por mí?

Ella me mira, muy seria, y responde:

—No sé dónde viven ese par, ¡a ver a dónde me vas a enviar!

—No están lejos de aquí, sólo a dos paradas de metro, y el camino es muy sencillo; apenas hay que andar desde la boca del metro hasta su casa. No tiene pérdida; ven, que te apunto la dirección.

—Está bien, no quiero que me tomes por una resentida. Yo también le animé a pensar en ella cuando estuvimos juntos en Dos Hermanas. También me figuré que esto tendría que terminar. Estoy rabiosa —me confiesa—, pero es porque yo no quería enamorarme, y al final caí de cuatro patas y ahora me va a costar Dios y ayuda olvidarle. ¿Cuándo te vas, a qué hora? ¿Y qué quieres que haga yo? —Pregunta y aclara—: Me refiero al piso.

—Me iré cuando lo tenga todo listo —lo que menos me apetece es que me metan prisa—; y tú, por supuesto, puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras —la pregunta ofende después de tantos meses de convivencia; creí que me conocía mejor—. En la agenda viene mi número de Terrassa, para lo que necesites.

 

 

Inés estaba sola, pensando, dándole vueltas y más vueltas en la cabeza a las palabras de Juanjo. Conque la muñequita Barbie era demasiado sensible (¿y qué podía esperarse de la hermana de Raulito?) para soportar la verdad que ella ansiaba revelarle… Pues iba a joderse, porque ella no se privaría de contárselo. Era demasiado tentador.

Y ahora Juanjo le había proporcionado un nuevo chisme de primera mano, y de lo más divertido. Cuando menos, era una buena excusa para otra cita con Raúl. En cuanto tuviera en su poder las «prodigiosas» fotos le llamaría, y si no quería citarse con ella, iría al piso de Irene y las dejaría allá. Puede que no quisiera verla a ella, pero no resistiría la tentación de abrir el sobre y ver qué había dentro. Y si no lo hacía él personalmente, seguro que Irene no perdería un instante a fin de ver de qué se trataba aquello.

Pero ese asunto era secundario, lo que más le interesaba ahora era sacarse a Izaskun de encima. Después de recrearse describiendo paso a paso, beso a beso, y coito a coito su relación con Juanjo, a esa rubia oxigenada no le iban a quedar muchas ganas de volverle a ver. Ir al pueblo le daba muchísima pereza, y tenía a mano el teléfono de su «cuñada». Era conferencia, pero a Inés tanto le daba, puesto que la factura iba siempre a nombre de él.

 

 

Izaskun estaba en ese preciso momento preparando un pequeño maletín. Aborrecía ir cargada y, después de casi un mes, aún le dolía la espalda a causa de los esfuerzos hechos durante el parto. Eran las doce del mediodía de un sábado bastante lluvioso y de aspecto triste y desangelado.

Ella marcharía al amanecer, en coche, sola; ¡cuán diferente iba a ser ese viaje a Barcelona del anterior! Para empezar, iba a reunirse con Juanjo: su nuevo compañero sentimental. Era así como ahora se refería uno al ser amado, ¿no? Sonaba bien, lo pronunció varias veces para acostumbrarse al musical sonido de las palabras que salían de sus labios como una tonadilla.

Había metido dos camisones semi-transparentes y una picardía cuando sonó el timbre del teléfono. Izaskun temió por un segundo que él la llamara para retrasar el encuentro, ¡ahora que estaba casi hecha la maleta! Pero no se trataba de Juanjo, y al oír aquella voz pensó que ojalá hubiera sido él. Era Inés. Izaskun no tenía tiempo ni ganas para entablar batallas dialécticas, de modo que fue al grano:

—¿Para qué llamas? —la increpó con dureza.

—Creo que te gustará saber algo interesante —Inés hizo caso omiso de su  tono  cortante, no iba a permitir que esa niña de papá  la echara para atrás—. A mí me gustaría saber dónde me meto, y con quién, antes de llegar al florido altar.

—Mira, Inés —su tonillo la ponía de los nervios; parecía que siempre andaba buscándole las cosquillas a todo el mundo—, no tengo ganas de escuchar gilipolleces. Si quieres algo, lo que sea, me lo dices mañana en tu casa, ¿ok? Ahora discúlpame, porque llevo mucha prisa y aún me queda mucho por hacer. Sea lo que sea, seguro que puede esperar a mañana. Estoy convencida de que preferirás decírmelo a la cara, ¿o no?

Sin más miramientos ni preguntas, y sin aguardar réplica de Inés, Izaskun colgó el aparato.

 

 

Al otro lado, Inés, histérica, la insultaba a gritos sin obtener respuesta. De nuevo, esa zorra la había dejado sin palabras y con la boca abierta: una sensación de lo más humillante. Pero ¿qué había dicho? ¿Mañana en tu casa? ¿En su casa, la de ellos, la que todavía compartían? ¡Genial!

En cinco minutos improvisó un nuevo plan, que no por rápido era más sencillo o menos macabro. El efecto dominó. En su cabeza Juanjo, Izaskun, Raúl, Irene… se convertían en fichas de dominó colocadas de pie cuidadosamente, una tras otra. Y cuando cae la primera, caen todas las demás en cadena. Tan sólo bastaría saber a qué hora esperaba Juanjo que llegara esa putita, y comenzaría el espectáculo.

Ella se limitaría a observar cómo se desarrollaba la escena. Luego, como Curro, se iría al Caribe: Santo Domingo, Cuba, las Bahamas… hasta México. Tres meses de vacaciones tropicales, y al fin Raulito sería suyo.

 

 

 

Salió del supermercado a las nueve; tenía ya todas sus bolsas en el coche. En realidad no eran muchas, tres, pero las llevaba llenas a rebosar. Solamente echaba en falta una cosa, y ya sabía que no podría recuperarla ni en el pueblo: la foto de Izaskun en la playa de La Concha que su primo le había robado.

Pero ¿qué importaba? ¿Acaso no iba a desquitarse? Él se quedaría con el original: su precioso tesoro que, en el fondo de su corazón, estaba convencido, aún le esperaba.

Puso en marcha el coche; había llenado el depósito ese mediodía, y confiaba en que todo fuera sobre ruedas (y nunca mejor dicho). La capota estaba levantada; había lloviznado la noche anterior, y no quería que se le estropeara la carrocería, tan pulcra y limpia. Enfiló la Avenida Diagonal hasta la autopista, en dirección a Lérida. Pararía allí para dormitar un rato; esperaba llegar a la residencia de los Ondaerrea a las once de la mañana, y si la bruja inglesa quería guerra, guerra iban a tener. Quería ver a su hija, y nadie le detendría. Si tenía que entrar en esa casa a la fuerza, lo haría. Por la puerta grande y con la cabeza bien alta.

 

 

Se despidió de Ainhoa con un tierno beso. La niña ya cumplía un mes, y a Izaskun no le parecía demasiado pronto para empezar a criarla con biberones. Lo había dejado todo preparado y a punto para que Emilia se hiciera cargo de la pequeña con la misma atenta y dulce disposición con que la crió a ella cuando era niña. Sabía que podía marchar tranquila. Llamaría a su casa todos los días, y solamente era una semana. Una vez juntas, nunca más se separaría de ella.

Cogió el Twingo y condujo por la carretera hacia Pamplona; eran las seis de la mañana y, si en su anterior viaje llegó a la una del mediodía, habiendo salido a las ocho, y habiendo ido por autopista, ese día, con un poco de suerte, llegaría a las doce, y Juanjo la estaría esperando impaciente en su piso. ¡Y ojalá estuviera solo! Pero… no las tenía todas consigo; Inés quería hablar con ella y no se libraría de ese careo.

Había llovido y el asfalto estaba húmedo. No le gustaba; no era muy recomendable, y no podía correr. Desayunó en Pamplona: solamente un croissant, y continuó adelante. Raúl y ella no se cruzaron en ningún momento, y aunque así hubiera sido, ni se habrían enterado; ni ella se fijó en ningún VW descapotable, ni él se paró a mirar dos veces ningún Twingo. Cada cual estaba tan convencido del lugar que le correspondía al otro, que lo último que esperaban era encontrarse en mitad de una autopista.

Raúl esperaba encontrarla en su casa, con su hija; y ella… Ella ya no esperaba nada de él.

Saliendo de Zaragoza, a donde había llegado a las diez menos cuarto, corriendo por la autopista a 120 kilómetros por hora, ya olvidadas todas las precauciones en cuanto a la lluvia y el estado de las carreteras, Izaskun frunció el entrecejo levemente. Por su espejo retrovisor veía cómo el conductor de un Mercedes plateado, que parecía ir bastante ebrio, comenzaba a encontrarle gustillo a una diversión consistente en chocar contra su guardabarros trasero, poniéndola más y más nerviosa.

Iba por el carril derecho, a poco menos de dos metros del arcén.

El jueguecito del joven se prolongó unos cincuenta metros. Izaskun procuraba mantener la calma. Por un momento pareció que el tipo había decidido dejarla en paz. Seguramente sólo era una broma pesada de uno de esos hombres a quienes les revienta que conduzcan las mujeres. No había transcurrido cinco minutos y empezó de nuevo. Fue el primer golpe y el último: el decisivo. Pilló a Izaskun por sorpresa y la joven perdió el control del coche yendo a empotrarse contra la valla metálica protectora. Intentó frenar bruscamente y lo logró a duras penas. El cuerpo se abalanzó hacia delante y su cabeza chocó brutalmente contra el cristal del parabrisas haciéndolo añicos que le desfiguraron el rostro: medio centenar de minúsculos pero profundos cortes. En el mismo segundo el impacto proyectó el cuerpo hacia atrás, desnucándola.

No sufrió. Un brevísimo instante, un simple segundo; algo que había fallado en el bloqueo del cinturón de seguridad, y la carretera se había cobrado otra vida.

Ainhoa había quedado huérfana.

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