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TREINTA Y NUEVE

 

Barcelona

Mientras Izaskun perdía la vida en aquella maldita autopista entre Aragón y Cataluña, Juanjo dormía desnudo perezosamente entre las arrugadas sábanas de su deshecha cama, ignorante de lo que había sucedido y lo que estaba por suceder.

La visión de tal cuadro alegraba a Inés, que lo contemplaba tranquilamente desde el vano de la puerta. Ya había encontrado las fotos que él había revelado; no estaban mal, aunque tampoco decían gran cosa. De todos modos, ya bastarían para darle un buen sobresalto a Raulito. A ella no la habían impresionado en absoluto, pero ella era ella, y él era (por suerte) mucho más impresionable.

Estaba muy excitada; había decidido deshacerse de Juanjo. Una larga tortura…, una lenta agonía; nada rápido pero tampoco pausado en exceso. No disponía de mucho tiempo, y debía ser hábil en obra y en palabra. La muñeca Barbie llegaría a las doce si no se retrasaba; no podía empezar la faena antes de las once y media, y sólo disfrutaría de quince minutos, veinte a lo sumo, para que todo saliera conforme a sus planes.

Fue a la cocina a prepararle el desayuno; era la primera vez que lo hacía (porque odiaba cocinar cualquier cosa) y la última. Su humor mejoraba por momentos, aunque en el fondo lamentaba hacer aquello; le ocurrió algo muy parecido el día que tuvo que tirar a la basura aquel par de botas altas que tanto le gustaban, porque estaban totalmente destrozadas por el uso, ya no le servían para nada, y sin embargo sabía que nunca encontraría otras iguales.

Al igual que aquellas botas, Juanjo ya no le servía para nada; le habían lavado el cerebro, convirtiéndole en un ser inútil y ridículo. Ya no podían hacer juntos todas aquellas pequeñas travesuras que tan gustosamente habían disfrutado en el pasado.

Mientras preparaba el café, el zumo de naranja, los bollitos con chocolate, la gelatina de fresa, el helado y otras tantas delicias, pensaba en la mejor manera de enfocar su cambio de actitud; le haría creer que finalmente había aceptado la inevitable realidad, y que deseaba muy sinceramente que fuese feliz. Un buen desayuno y una buena disposición para dialogar le abrirían de nuevo los brazos de Juanjo.

No eran imaginaciones suyas que, desde hacía ya muchos meses, su hermano andaba de un ingenuo subido (eso formaba parte del lavado de cerebro que le había hecho su Barbie), de modo que se tragaría enseguida sus sinceros deseos y buenas intenciones. Era importante que así fuese si quería tenerle dominado y agarrado hasta el último instante.

Cogió la bandeja del desayuno con las dos manos (pesaba demasiado para hacer piruetas) y se dirigió despacio al dormitorio de su hermano. Juanjo empezaba a desperezarse y a moverse entre las sábanas. Se estaba despertando. Inés dejó la bandeja en una esquina de la cama y se acercó a él; le tocó con suavidad en el hombro y le susurró al oído:

—¡Venga, dormilón, ya son casi las once! Si no espabilas, la vas a recibir en calzoncillos.

—¿Recibir… a quién? —preguntó él, todavía adormilado.

—A tu Barbie Superstar. ¿No llega hoy?

—Sí, pero hasta las doce hay tiempo de sobra —la tranquilizó y bostezó ruidosamente.

—No tanto, hermanito —le avisó—; mira lo que he traído —señaló la repleta bandeja—. No te quejarás, ¿eh? Es mi ofrenda de paz. He venido a reconciliarme contigo. No la soporto, la detesto, y creo que te equivocas con ella… pero en fin, ya eres mayorcito para decidir cómo vivir tu vida. No quiero que ella nos separe; no le daré ese gusto. Anda, come —le animó sonriendo, arrimándole la bandeja—; después jugaremos.

—¿Jugaremos? ¿A qué?

—Ya lo verás —le guiñó el ojo—; te he reservado una gran sorpresa. Una despedida de soltero muy íntima —le provocó con una mirada pícara.

—No sé si me gustan ya tus sorpresas —él se mostraba muy inquieto—, generalmente van con el sexo por delante, y ya te he dicho mil veces que…

—¡Venga, no seas borde! Te prometo que ésta será la última vez que hacemos el amor. Te lo juro. La última —le interrumpió.

—No jures en vano, Inés, que es pecado —se burló él—. De todas formas, te creo, ¿y sabes por qué? Pues porque ésta es la última mañana que despierto en esta cama. Aunque quisieras repetirlo, no podrías. Hoy me voy con Izaskun al Ritz —anunció pomposamente—, si he de pagárselo, al menos le haré compañía.

—¿Y la mocosa?

—Ainhoa —la corrigió con un reproche—, la niña se llama Ainhoa, y no tienes por qué tratarla con ese desprecio. Es mi hija. ¿Tienes ya las fotos de la abuela?

—Ainhoa no es tu hija ni Izaskun tu mujer. Esa zorra y su bastarda son propiedad exclusiva de Raúl. El día que te enfrentes a esa realidad verás las cosas de otra manera. Y sí, ya tengo las fotos de ese par; no están mal, aunque podrías haberte esmerado más y pillarles en plena faena. A mí me resultan de lo más insípido. Gracias a Dios que a Raulito lo conmociona cualquier chorrada porque, si no, se me iba a dormir mirándolas.

—Era un bautizo, Inés, ¿qué querías que hicieran, follar en el confesionario? Además, no es fácil para ellos esta situación. Es evidente que están enamorados, pero la abuela mantiene las formas; a fin de cuentas es su yerno, no lo olvides. Disimula en público tanto como puede, y lo haría mejor si no fuera porque el tal Gorka es más apasionado y no parece estar prisionero de la más remota culpa.

—Llamé anoche a casa de Irene —Inés cambió de tema porque los chismorreos de la vieja la aburrían—, pero Raúl no estaba; esa estúpida andaluza no supo decirme ni dónde estaba ni cuándo volvería.

—Quizá no quiso decírtelo —apuntó él con la boca llena de chocolate—. Tal vez Raúl no quiere ser localizado, y mucho menos por ti; ya sabes que te tiene alergia.

—Muy gracioso, sí señor —ironizó ella.

—Es broma, mujer; oye, ¿sabes que esto no está nada mal para ser la primera vez que te metes en la cocina? —la halagó en tanto cogía otro bollito de chocolate.

—¡Vamos, acaba ya! —le azuzó, impaciente, retirando la bandeja. Ella no había probado bocado; ciertas cosas valía más hacerlas en ayunas.

—¡Ayyyyy! —Gimoteó—, ¿por qué lo apartas? ¡Con lo rico que estaba todo y el hambre que tengo!

—Es tarde, Juanjo, no querrás que nos pille en la cama, ¿verdad?  

—Por supuesto que no, ¿te has vuelto loca? Te lo voy a permitir por esta vez, porque sé que es la última, porque muy pronto me casaré con Izaskun, y porque tu desayuno me ha puesto de muy buen humor.

«¡Pobrecito Juanjo, qué lástima que éste sea el último desayuno que te pone de buen humor!», pensó Inés mientras se quitaba el albornoz y se iba a la ducha y a buscar unas cosillas para ponerle más emoción al juego. Días atrás había visitado un sex shop, y aparte de alguna lencería más excitante que la que exhibían en las tiendas convencionales, se había provisto de un látigo, unas manillas de acero, un vibrador, y condones de sabores y olores deliciosos. No quería acabar con él tan pronto; antes se la chuparía y le follaría una última vez. Quería guardar un buen recuerdo del pobre imbécil.

Después de la ducha volvió a la habitación, desnuda y con el cabello aún mojado; un río de gotas resbalaba por su ancha espalda. Sabía que a Juanjo le ponían las mujeres recién salidas de la ducha. Él la miraba sonriendo; era bonita y graciosa cuando quería. Podría tener a quien quisiera… excepto a Raúl. Sí que era cierto que, por su culpa, lo de Inés y su primo había fallado desde el primer día. Se abalanzó demasiado rápido a decirle que eran amantes. Quería impresionarle, y bien que lo había conseguido; pero nunca creyó que el muy bobo fuera tan escrupuloso.

Inés había adelgazado unos cinco o seis kilitos, y eso le sentaba bien.

Se acercó a él y murmuró:

—No te muevas. Voy a buscar algunas cosillas para divertirnos.

Regresó en un abrir y cerrar de ojos con las manos repletas de artilugios.

—Estírate y relájate —le susurró con voz ronca.

—¿Para…? —se sorprendió al ver todo lo que traía Inés. Algunas cosas le asustaban, como el látigo y el afilado cuchillo de cocina. Otras le excitaban, como el vibrador y los condones; y las demás, como la botella de Cava helado, le apetecían simplemente.

Inés pretendía hacer una fiesta inolvidable con todo aquello. Se arrimó más a él, y con un pañuelo de seda blanca le tapó los ojos.

—La vista es el más sobrestimado de los sentidos; yo prefiero utilizar otros como el oído, el tacto o el olfato. Me gusta vendarte los ojos para hacerte el amor. Todos tus sentidos deben estar alerta si quieres disfrutar al máximo cada caricia.

—No me gusta esta sensación —se quejó él—; me siento impotente, atrapado.

«Y más atrapado vas a sentirte ahora», se dijo Inés mientras le colocaba las manillas en las muñecas y en los barrotes dorados del cabezal de la cama. Juanjo seguía quejándose. El sadomasoquismo no era su punto fuerte; esas posturas le resultaban humillantes, no le gustaban para nada, pero puesto que era la última vez, la dejó hacer a su antojo.

Inés, a continuación, separó sus piernas y esposó los tobillos a los otros barrotes a los pies de la cama. Juanjo gimoteó levemente, y le preguntó por qué quería tenerle atado de ese modo tan denigrante.

—¡Basta de quejas! No es nada «denigrante». Es sólo un juego, ¡no me seas gallina! —le increpó con brusquedad. Estaba cabreándose; no solamente le había lavado el cerebro, sino que le había acobardado. Él jamás había tenido miedo de esas travesuras, al contrario: le gustaban. No le hizo más caso, y empezó a acariciarle para relajarle.

Exploró con sus labios cada pliegue de su piel morena. Hacía tantos meses que no lo hacían que apenas sí recordaba lo satisfactorio y divertido que era. Copularon en armonía como antes, cuando eran niños y jugaban a ser exploradores de una selva virgen aún por descubrir.

Inés saboreaba con fruición el sabor afrodisíaco del condón.

A Juanjo también le gustaba, Inés lo sabía; sabía que aunque se negara a reconocerlo, lo echaba de menos. Su cuerpo reaccionaba más que bien a sus caricias, aunque su rostro se contorsionaba en muecas extrañas. Le dolían las muñecas y los brazos de permanecer tanto rato en aquella postura antinatural. A ella no parecía importarle lo más mínimo, y no hacía caso de sus melindrosas quejas.

El juego había acabado.

La farsa también.

Era la hora del adiós.

Inés cogió el pañuelo que le tapaba los ojos, liberándolos. Juanjo volvía a ver, y lo que veía no le gustaba ni pizca: su hermana usaba ahora el pañuelo para amordazarle. Ya no podía hablar. La situación era más desagradable a cada minuto, y la sensación de impotencia e indefensión aún mayor.

La escena adquiría tintes macabros, más cuando la vio agarrar el cuchillo; no era un gran cuchillo, pero sí era un arma afilada, precisa, y eficaz si se usaba con determinación y un poco de fuerza.

Juanjo palideció; Inés rió a carcajadas al verle.

Eso de abrirle los ojos y cerrarle la boca estaba requetebién. ¿Por qué habría de perderse el espectáculo de su propia muerte? Estaba completamente inmovilizado, ¿qué podía hacerle? Nada. Ni siquiera podía gritar; solamente verles, a ella y al cuchillo: un dúo perfecto haciendo un trabajo memorable.

Acarició con la punta del arma los contornos de su bien cincelado rostro; el acero era frío y le estremecía. Ya estaba muerto de miedo y arrepentido de haberse dejado engañar por la aparente reconciliación de ella. ¿Acaso no la conocía, no sabía de lo que era capaz?

Sí, el amor le había hecho bajar la guardia, y ése era el precio. En el mejor de los casos: un gran susto. En el peor: la muerte. Lo sabía; iba a ser muy difícil salir sano y salvo de esa cama. No podía moverse; los tobillos le dolían un horror, y también las muñecas. Intentó advertírselo, pero ahora caía en que tampoco podía decir una sola palabra. El asunto olía mal, muy mal.

Inés sí hablaba; le decía en tono socarrón:

—¿Qué ocurre, hermanito, estamos incómodos? ¡Cuánto lo siento! Pronto pasará, no te preocupes. Muy pronto te daré algo mejor en qué pensar. Deberías mirarte al espejo, ¡estás amarillo! Cualquiera diría que sufres de hepatitis crónica. Mírate —le mostró un pequeño espejo para que pudiera contemplarse cuanto quisiera—; estás muerto de miedo y sudando además. ¡Ojo, no vayas a manchar la cama como una criatura! Toda la fuerza se te va por aquí —Inés apuntó a sus testículos con la punta del cuchillo—. Es ridículo. Tal vez nos iría mejor si prescindiéramos de ellos; total, ya de nada te van a servir.

Juanjo se agitó entre espasmos al oír la sentencia. Ladeaba la cabeza con furia de un lado a otro, suplicante y horrorizado. Mordió la mordaza con rabia hasta empaparla de sangre.

Inés reía. Resultaba muy gracioso, pues aún no había hecho nada. Empezó a percibir un olor familiar, ¡lo sabía! Se lo había hecho encima. ¡Qué asco!

Decidió terminar de una vez; fue rápida, ni siquiera ella quería recrearse ahora en esa faena. El morbo estaba en el cine o en las novelas, pero la vida real era otra cosa; hacerlo era algo bien distinto, y quería acabar cuanto antes. A fin de cuentas, no era más que un medio para conseguir un objetivo. Lo realmente interesante vendría después.

De un tajo brutal le arrancó los testículos; mientras, por la barbilla de él corría la sangre que manaba sin cesar a ambos lados de la mordaza. Los ojos estaban abiertos y amenazaban con salirse de las órbitas, ¡tal pánico había en sus pupilas, tal expresión de horror y dolor! Apenas sí podía respirar, y su cara comenzaba a mostrar el color violáceo de quien se va asfixiando lentamente.

Inés no apartaba los ojos de él, divertida.

—¿Qué te ha parecido eso, Juanjo, cómo te sientes ahora que has perdido tu virilidad? ¿Qué va a pensar tu Barbie, le seguirás gustando ahora que sólo eres medio hombre?

Juanjo quería responder a esas preguntas mal intencionadas, mas le resultaba imposible. Ya no se trataba de la mordaza; era el mismo dolor el que le impedía decir cualquier cosa, o exhalar un solo gemido. No obstante, aún veía y era capaz de razonar. ¿Hasta dónde pretendía llegar Inés? ¿Pensaría dejarlo ahí? ¿Estaba ya satisfecha su venganza?

Inés continuó acariciando el cuerpo, que se estremecía violentamente; ahora lo hacía con el filo del cuchillo: de abajo hacia arriba, empezando por sus pies y acabando en el nacimiento del pelo castaño. De repente y sin previo aviso le apuñaló en el brazo; había errado el blanco. Él se retorcía de dolor tanto como le permitía su postura, lo cual no era mucho que digamos.

Ahora ella miró el reloj. ¡Mierda, las doce menos cuarto! Debía apresurarse; la muñeca Barbie estaba por llegar, y quería esperarla en la calle. Se había demorado demasiado, debería haber prescindido del desayuno y la falsa reconciliación, pero ya era muy tarde para retroceder. Le apuñaló mortalmente en el pecho con ímpetu y saña. No más riesgos.

Juanjo dejó de moverse.

Los ojos permanecían abiertos con una sobrecogedora expresión, mezcla de sobresalto, dolor y terror. ¡Fantástico! Le dejó la mordaza puesta; ya era más roja que blanca. ¡Buen trabajo! Los testículos estaban abandonados sobre las sábanas, ¡parecían tan pequeños en esa cama tan grande! Miró al techo. Mejor colgarlos; los testículos debían colgar de alguna parte. ¿Por qué no de la lámpara? Representaba un trabajo minucioso, pero ella siempre había sido hábil con «las manualidades»; rebuscó hasta dar con algo con que poder colgarlos. ¡Cordones de zapatos! No estaba mal, era muy casero y familiar.

¿Y por qué no, acaso ellos no eran una familia?

El tiempo se le echaba encima, pero todavía quedaban unos minutos para descorchar la botella de Cava y beberse una copa. El resto lo derramó sobre el cadáver de Juanjo para rematar la celebración. Sí, celebraba haberle matado, celebraba el susto que se iba a llevar Izaskun cuando descubriera a su pobre Pigmalión. Tendría que buscarse otro fotógrafo, aunque le sería más útil un buen abogado criminalista.

No había usado guantes; conocía bastante a Izaskun (y a tantas como ella) para despreocuparse al respecto. Izaskun era la perfecta heroína de los culebrones, con el don perfecto de la oportunidad: estar en el lugar adecuado a la hora adecuada, y comportarse como se esperaba que lo hiciera: metiendo la pata hasta el fondo. Podía verlo: entraría recelosa al hallar la puerta entreabierta, miraría por aquí y por allá, dejaría huellas por doquier: en el cuerpo, en el arma, en la botella vacía… Y además tenía fundados motivos; en realidad nunca le había amado, y lo único que había deseado era vengarse de él por haberla violado.

Sí, Izaskun tenía motivos de peso para matar a Juanjo; ella no, ¿por qué querría ella matar a su hermano? Ella y su hermano se querían con locura; siempre juntos, en lo bueno y en lo malo. Y hoy esa zorra le había matado. Merecía un castigo. Ella, personalmente, desde la acusación, se ocuparía de que lo tuviera.

Marchó rauda a su dormitorio a vestirse con lo primero que encontró a mano: una camisa, unos pantalones y unos mocasines. Y el anorak. Cogió uno de sus innumerables bolsos y las fotos de la abuelita; ya vería la manera de hacérselas llegar a Raúl. Sin hacer ni decir nada más, salió dejando la puerta levemente entreabierta y, para asegurarse, dejó una copia de la llave bajo el felpudo.

Bajó poco a poco las escaleras. Era un domingo frío, y la mayoría de sus vecinos estarían aún en los amorosos brazos de Morfeo. Los más madrugadores se dejaban ver a partir de las doce. Faltaban un par de minutos. Salió a la calle; ni corría ni iba despacio, sólo miraba a las rubias que encontraba a su paso. Por eso no reconoció a la muchacha morena de tez oscura, y grandes ojos verdes que se tropezó con ella a escasos pasos del edificio.

 

 

Azucena había madrugado mucho y había dormido muy poco. Se despertó con gran desánimo y nostalgia. La casa estaba vacía. Irene se había marchado la noche anterior a Terrassa, y todo había quedado en un desorden espantoso.

Desayunó un café y una manzana; se vistió bien abrigada, y cogió la maldita cámara Nikon que debía devolverle a Juanjo. No le conocía más que de haberle visto de lejos en la fiesta de carnaval; le pareció guapo y simpático… y sin embargo…, algo en él le repugnaba. No sabía el qué. Mientras caminaba Paseo de Gracia arriba iba inventándose una excusa para escapar de él cuanto antes. No quería tener ninguna intimidad, no después de todo lo que sabía de él y de su hermana.

A medida que se aproximaba al edificio donde vivían los mellizos, miraba embelesada a su alrededor. Las calles ya estaban adornadas; había arbolitos de Navidad entre tienda y tienda. A lo lejos, por los altavoces, se oían villancicos que anunciaban con júbilo la llegada de las fiestas.

Estaba sola. Irene ya no estaba, y Raúl tampoco. A ella le hubiera gustado marcharse con su familia, pero era imposible porque en la perfumería iban como locos esos días. El día anterior habían cerrado a las once, y el presente no sería más descansado.

Para colmo, no podía contar con Mercè, pues se había marchado al Tíbet ¡para alinear sus chakras! ¡Estaba como una cabra! De repente tropezó con alguien que se disculpó con un perdón casi inaudible y continuó caminando.

Era Inés.

Azucena estaba segura de que se trataba de Inés. ¿A qué venían las prisas, qué clase de cita la aguardaba? Era extraña y desagradable. No entendía por qué Mercè le tenía tanto aprecio. La olvidó en el acto, y entró en el edificio; Inés había dejado la puerta abierta de par en par, ¿a posta? Comenzó a encontrar algo feo en todo aquello, pero no adivinaba qué podía ser. Se dirigió aprensivamente al ascensor, y subió al ático. En el rellano oscuro tuvo la fugaz idea de dejar la cámara sobre el felpudo, largarse y olvidarse del asunto. Pero esa era una forma cobarde de resolver las cosas, y ella no tenía miedo; ni de Juanjo ni de nadie.

La puerta permanecía tal y como la había dejado Inés: deliberadamente entreabierta. No le extrañaba si Inés había salido con tantas prisas. La empujó con suavidad y entró. Olía a champán: Cava Brut ¡mezclado con olor a orina y a semen! Arrugó la nariz en una mueca de asco, ¿qué significaba aquello?

El desorden invadía, como siempre, cada metro del piso. Tal vez Juanjo no estuviera en casa, quizás…

—¿Hay alguien? —preguntó con creciente nerviosismo, temiendo alzar demasiado la voz. ¡Todo era tan extraño!

No halló respuesta a su pregunta, lo cual acrecentó su curiosidad y añadió a sus sentimientos una pizca de angustia. Empezó a abrir puertas (tuvo acertadamente la precaución de coger el pañuelo para hacerlo. ¿La alertó un sexto sentido?), y a asomarse por el interior de las habitaciones. Nada en la cocina. Nada en el baño tampoco. Nada en el dormitorio primero; era un dormitorio grande y olía a perfume caro de mujer. Lo reconoció: Trésor, de Lancôme. Abrió otra puerta… Retrocedió tambaleándose, tapándose la boca con las dos manos, ahogando las náuseas.

¿Dónde demonios quedaba el baño?

Joder, joder, Jooodeeer, maldita sea, ¿dónde estaba el jodido puto baño de los cojones?

Lo encontró y se abalanzó dentro. No llegó al retrete, vomitó en las losas blanquiazules del suelo. Todavía agarraba la cámara en la mano derecha. La tiró lejos de sí, con furia, y fue a estrellarse a un rincón aún limpio. Estaba aterrada, no sabía qué hacer. ¡Oh, Dios, joder, era tan asqueroso! ¡Dichosa Irene!

Se levantó con cierta dificultad. Era importante hacer algo; miró a su alrededor buscando posibles huellas que pudieran delatarla. Las limpió con el pañuelo con afán; limpió también sus vómitos, no era prudente dejarlos allí, pues podrían incriminarla. Después volvió sus pasos hasta el salón, cogió de nuevo el pañuelo y con él agarró la agenda; pasó las páginas con desespero. Debía localizar a Raúl; dondequiera que estuviera, debía dar con él.

 

 

Llegué a medianoche; ya había avisado a mi padre de que llegaría pasadas las doce. Vive solo desde hace muchos años, y se ha vuelto muy asustadizo. Lleva ya más de quince años jubilado oficialmente, aunque en los primeros años todavía trabajaba en algún que otro caso. Es abogado criminalista de profesión y ha trabajado con afán durante toda su carrera, al igual que mi madre. Mi madre era enfermera. Tanto uno como la otra le echaron mucho coraje a su trabajo y a su vida. Yo heredé algo de ese coraje, pero me pueden mis muchos miedos a cosas muy absurdas y cotidianas.

De papá heredé el rojo de mis cabellos y el verde de mis ojos: algún tono a medio camino entre la esmeralda y la turquesa. De mamá heredé la estatura y todas las curvas de mi cuerpo. Y las pecas, ¿cómo podía olvidarme de mis pecas? Otro gen paterno.

Hoy es domingo; mañana debo ir al médico. Mientras conducía mi Ibiza más o menos alegremente de camino aquí, ¡horror, recordé que no tenía tampones! Hacía demasiado tiempo que no compraba una caja porque no los necesitaba… y eso quería decir que llevaba alguna que otra falta en el período.

Que si Raúl se va, que si se queda, que si no se queda… y con tanto rollo de lo que haga o deje de hacer, me despreocupé por completo de mi ciclo menstrual. Pero no lo entiendo, Raúl siempre se ha puesto el condoncito; yo lo he visto con mis propios ojos, e incluso en más de una ocasión yo misma se lo he puesto.

Ni que decir tiene que él ha sido mi único amante. Yo no soy mujer de jugar a dos bandas; me puede la honestidad y miento fatal. Además, soy la mar de expresiva, y enseguida me notan cualquier cosa… qué sé yo: una mirada culpable, un gesto de angustia, temor, duda… lo que sea. Todo este rollo viene a que no entiendo el desajuste de mi cuerpo.

¡No quiero ni pensar que esté embarazada! Abortaré. No hay más que hablar; no puedo hacer otra cosa. No, no puedo hacerla, y tampoco es necesario que Raúl sepa ni una palabra. Ha vuelto con ella. No más darle vueltas a ese tema o me volveré loca. El estrés. Sí, ha sido el estrés; les pasa a muchas mujeres, sobre todo en mi profesión y en el mundillo en el que me muevo. Sí, es el estrés. Pero igualmente quiero que me lo confirmen. No quiero pasar más noches en vela por culpa de este asunto.

Tendida en mi cama de adolescente, me abrazo añorando los brazos de Raúl. ¡Si solamente fueran sus brazos! Lo añoro todo de él, ¡incluso su mala leche! Porque… ¿Y si tuviera ese niño o niña? ¿Qué tal resultaría una mezcla de mis genes y los genes de Raúl? Algo estrambótico, fijo, o tal vez no tanto. Más estrambótico que tener un ojo de cada color, como tiene la mocosa de su hija, no creo que haya nada.

Sí, estoy celosa, y por eso hablo así; y odio a Izaskun con toda el alma por «haberme obligado» a devolverle a Raúl.

La culpa es mía, a fin de cuentas. ¿Quién me mandaba a mí encapricharme de un mocoso de diecinueve años fanfarrón y prepotente? Nadie. Antes al contrario: me lo avisaron. Pero yo, espíritu de contradicción, me pasé las advertencias por salva sea la parte, y aquí me tenéis: temblando ante la remota pero aterradora posibilidad de un embarazo no deseado… ¿o sí? Porque Izaskun sí lo tenía claro; la perfecta Izaskun lo tenía todo claro. Si Raúl se hubiera quedado conmigo, las cosas serían… no sé… diferentes… o no, ¡qué sé yo!

¿Logrará Raúl convencer a Izaskun de que rompa su compromiso con Juanjo? ¿Cómo será la familia de ella? ¿Qué sentirán sus padres? Si Raúl resulta ser el hermano de Izaskun es porque su madre y el padre de ella tuvieron una aventurilla; entonces, ¿qué sentirá la madre de Izaskun con respecto a Raúl? Odio, seguramente.

Me pregunto también cómo será el otro padre. Si Gorka se puso incondicionalmente a favor de ella, su propio padre no será menos. La verdadera clave de todo este culebrón está en la madre de Raúl. Una santa o una puta, todo depende de a quién le preguntes. Raúl sabe de ella no mucho más que yo. La defiende a capa y espada  porque es su madre y la sangre llama. Pero no la conoce apenas, ni a ellos tampoco (me refiero a papá 1 y papá 2). Y ya puestos, diría que a su abuela tampoco la conoce.

Y no sé por qué leches me tiene que interesar a mí este tipo de cuestiones; Raúl ya ha salido de mi vida y no va a volver. Y lo que yo debo hacer es buscar algo en qué ocuparme para evitar la depresión que amenaza con apoderarse de mi ánimo. Después de todo, no sé si ha sido tan buena idea regresar a Terrassa; aquí se quedaron muchos recuerdos tras la muerte de mamá. Cuando murió, yo me sentí desesperadamente sola; papá todavía trabajaba, de hecho más que nunca, a fin de no obsesionarse con su recuerdo.

Yo aún estaba en sexto curso, y mis estudios no me motivaban lo suficiente como para volcarme en ellos en la misma manera que papá se volcaba en su trabajo. Gracias a Dios, el verano estaba a la vuelta de la esquina y nos iríamos de vacaciones como todos los años.

No teníamos decidido ningún destino. Tanto a papá como a mamá les gustaba embarcarse en aventuras; yo nunca sabía adónde nos dirigíamos… la cosa es que ellos tampoco. Era divertido.

Aquel año, sin embargo, papá no quiso ir de viaje y me mandó a Barcelona con mis abuelos. «Al menos verás el mar», me dijo. Fue la primera vez que puse los pies en el piso de la calle Aragón. Ya me gustaba entonces por lo amplio y soleado que era, y lo por lo céntrico de su ubicación.

Bromeando con mis abuelos, «les exigí» que me lo dejaran como herencia.

«¿Y a quién se lo vamos a dejar si no a ti?», me preguntaron sonriendo. Caí en la cuenta de que yo era su única nieta, y por tanto su única heredera; no tendría que competir con nadie, ni preocuparme de testamentos ni abogados. Dicho y hecho. Cuando murieron mis abuelos, el piso pasó a ser de mi propiedad; en aquella época estaba yo a punto de cumplir veinte primaveras; ya hacía algunas escapadas a París para ver a François en secreto, y trabajaba para la agencia. Conocía a Juanjo y a Inés, y ya me había desmandado en alguno de sus carnavales. Parece que haya transcurrido un siglo desde aquello.

Los meses pasados con Raúl parecen toda una vida porque, aunque Azu vivía con nosotros, yo me hacía la ilusión de que él y yo éramos un matrimonio. Vana ilusión, porque él me dijo una vez que jamás se casaría, que a todo lo que podía aspirar una mujer era a vivir con él durante… un período indefinido de tiempo. ¿Qué significado tendrá eso para Raúl? ¿Cambiará de idea ahora que tiene una hija, sentará la cabeza de una buena vez? Lo dudo; sinceramente, lo dudo mucho.

 

 

En un tramo de la autopista, a la salida de Zaragoza, los coches se agolpaban alrededor de un Renault Twingo color turquesa con matrícula de Navarra. La ambulancia se abría paso haciendo ulular su aguda sirena. Algunas personas habían bajado de sus autos, y se acercaban al siniestro, movidas por una curiosidad morbosa y malsana.

La Guardia Civil estaba ya allí, al lado del coche, esperando a la ambulancia. Uno de los guardias habló al otro, que debía de ser el más novato.

—Hay que avisar a la familia. Los de la ambulancia ya no pueden hacer nada. Esta joven está muerta y bien muerta. Busca entre sus cosas, a ver qué puedes encontrar; nos iría muy bien un número de teléfono. Esa gente tiene que venir a Zaragoza para identificar el cadáver.

Aguirre, más joven y novato, buscó y halló la documentación de la chica y una agenda minúscula llena de anotaciones en letra menuda.

—¿Qué hay?

—La mujer se llama Izaskun Ondaerrea… ¡Smith!

—¿Y bien, qué tiene eso de particular? Su madre debe de ser inglesa o norteamericana o vete tú a saber de dónde… Con tanto mestizaje ya no hay quien se aclare. No te aturulles con eso ahora. ¿Y qué más, has encontrado algún teléfono útil?

—Aquí hay algo… Sí, creo que ya lo tenemos; pone «casa», y el prefijo es de Navarra.

—Muy bien, pues, ¿a qué estás esperando? Ponte en contacto con los familiares y diles que vengan para acá —le ordenó.

—¿Aquí? —Aguirre se mostraba contrariado.

—Aquí no, hombre —se impacientó—, a Zaragoza. La ambulancia llevará el cadáver al anatómico forense. Tú les notificas con prudente tacto y delicadeza que la joven ha sufrido un accidente y que, desafortunadamente, no se ha podido hacer nada por ella. Ve —le azuzó—, ¿a qué esperas?

—¿No deberíamos primero oír el diagnóstico de los médicos? Tal vez aún puedan salvarle la vida.

—¿No te he dicho ya que la muchacha está muerta? Y créeme que lo siento en el alma —le confió—; en mi vida he visto una mujer tan linda.

—Hay un testigo —Aguirre cambió de tema porque le incomodaba el sentimentalismo del jefe— que dice que el conductor de un Mercedes estaba molestándola; al parecer, el tipo se ha esfumado, seguramente muerto de miedo al ver el desenlace de su broma.

—Ve a comunicarte con la familia —insistió—. Yo me ocuparé de hablar con los de la ambulancia y de todo lo demás.

Aguirre se marchó con visible desgana. Siempre le tocaba la peor parte del trabajo y la más desagradecida: ser el mensajero de la muerte; llevar el dolor a los familiares. Empezaba a aborrecer su trabajo, y tan sólo era el comienzo. Pero ¡qué mal comienzo! No le quedaba más remedio que informar de esa tragedia.

Los accidentes de tráfico eran una desgracia, quienquiera que fuese la víctima; si se trataba de gente joven con toda una vida por delante, todavía resultaba más doloroso. Con gran pesar y mayor temor marcó aquel número. Nadie debería dar una noticia como esa a través del teléfono, era demasiado cruel.

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