Carnaval

Carnaval


* ABANDONO * » DIEZ

Página 13 de 48

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DIEZ

 

 

Barcelona. 1996

Mi gozo en un pozo. Llevamos media hora de camino, y Juanjo no me ha dirigido la palabra en ningún momento. Cuando subimos al coche algún que otro monosílabo se le escapó, pero nada más. ¿Qué puñetas le pasa? A él siempre le han gustado estos saraos.

Con su insólito comportamiento me ha quitado la inspiración para el resto del fin de semana. ¡Y yo que esperaba divertirme! Ahora, sencillamente, estoy de muy mala leche, ¡y no es para menos! Si no quería llevarme a la fiesta podría haberlo dicho desde un principio, ¿o no? Esto me pasa por creer ciegamente en Inés, como si todo lo que dice fuese La Verdad Absoluta.

Por lo visto, no conoce a Juanjo tanto como presume. Este dichoso viajecito se me está haciendo más largo que un día sin pan. Lo único que me retiene en este asiento son mis buenos modales… y mi curiosidad.

¿Por qué?, querréis saber. Pues muy sencillo: lo creáis o no, me muero por conocer al tal Raúl: el primito de mi silencioso chófer. Me gustó su voz, eso es todo. Y ya es bastante para empezar.

Como Juanjo no me hace ni puto caso, miro por la ventanilla, me entretengo con el paisaje: el Garraf, y reflexiono… Por ejemplo: quiero cobrar más, e intervenir en los tejemanejes de la agencia y en sus decisiones; quiero viajar más a menudo, y no pasar tantas horas entre el estudio y el laboratorio; quiero fotografiar a más tíos en bañador y menos tías en bikini; quiero que un modelo rico y maravillosamente dotado me invite a cenar una noche… mejor dos… y algo más que una cena, digo yo; quiero ramos de rosas rojas (con notas cursis) en la mesa de mi estudio.

En resumen: quiero TODO lo que merezco. Y quiero dos compañeras de piso, jóvenes, simpáticas, amables, parlanchinas, responsables, ordenadas, cariñosas… y en quienes se pueda confiar.

Y continúo pensando, y decido que este lunes a lo más tardar me compro el reproductor de vídeo; quiero grabar los capítulos de Expediente X que no puedo ver porque los hacen a horas inoportunas y, o estoy fuera o estoy durmiendo a pierna suelta. ¡Y con lo que me gusta! Y va siendo hora de que me deje caer por algún cine, han estrenado ya tres películas que quería ver. Como me descuide…

Los trajes están en el asiento trasero, bien puestecitos para que no se les haga ni una arruguita. A mí el mío me ha costado un ojo de la cara, ¡y sólo es alquilado! El lunes, antes de ir de compras, debo devolverlo sano, salvo y limpio. Más vale que nadie me tire el vino por encima, aunque tal y como soy yo, no hace falta que nadie me ensucie, yo solita lo hago divinamente. Ahora mismo llevo unos pantalones amarillos tan radiantes como el mismo sol, pues fijo que antes de la comida ya me los habré manchado con cualquier cosa viscosa y maloliente.

Miro de reojo a mi compañero; Juanjo conduce como un autómata, si no fuera porque tiene los ojos abiertos, juraría que se ha dormido; y porque le veo mover los pies del acelerador al freno, si no, pensaría que está muerto y conduce el Espíritu Santo. ¿Cuánto faltará? No sé cuánto llevamos ya recorrido, pero me está entrando modorra; como no lleguemos pronto, me voy a quedar frita.

¿Habrá cambiado mucho Sitges de un año para otro? ¿Cuánta gente va a ir? ¿Será que no le gusto a Juanjo? ¿O le gusto demasiado, y eso le ha vuelto tímido? No, Juanjo no ha sido tímido en la vida; ni siquiera en pesadillas. ¿Se habrá quedado sin trabajo y por eso está tan raro?

Cuando decido coger al toro por los cuernos y empiezo a hablarle:

—Oye, Juanjo, que… Mmm…

Me interrumpe, me mira a los ojos y dice:

—Me gustaría disponer de tu estudio. ¿Cuánto me va a costar alquilártelo?

—No puedo alquilarlo —le decepciono—. No es mío. Está en la misma agencia, y por lo tanto les pertenece. Yo lo uso temporalmente hasta que me despidan… o me asciendan y me den otro más grande, más cómodo…

—¿Y en tu piso, no podrías improvisar uno?

—¿Y por qué habría de hacerlo? ¿Qué te traes entre manos?

—Es sólo una idea, pero si funciona voy a necesitar un espacio cálido y luminoso para hacer las fotos.

—¿Quién es ella? ¿La conozco?

—¿Por qué piensas que es una tía?

—¡Dios, no te nos habrás vuelto maricón!

—¡NO! ¡Qué ideas se te ocurren!

—Las que tú me das. ¿Es o no es una tía?

—Sí, pero no voy a decirte nada más.

—¡Oh! A mí ya me está bien; al menos me has dirigido la palabra, ¡al fin!

—¿Qué quieres decir? —me pregunta el muy despistado.

—Hombre, desde que salimos de Barcelona no habías dicho ni mu.

—Lo siento, nena —se disculpa—; estaba pensando en otras cosas.

—¿En otras cosas… o en otras personas? —le achucho con ánimo de sonsacarle oscuros secretos.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—La culpa es tuya —le digo, sonriente y pícara—, sabes que soy curiosa por naturaleza y tú no paras de alimentar esa curiosidad con tus misterios.

 

 

Llegaron sobre las once. Habían salido temprano, más aún que Juanjo e Irene, y habían pisado a fondo el acelerador. Mientras cogió el volante Inés, no pasó nada, puesto que él apenas se movió; de vez en cuando ella le pasaba una mano por el pelo o la cara, pero nada más.

Después de poner gasolina, Raúl la relevó y ahí sí vinieron los problemas. El joven presumía (y no sin razón) de ser muy bueno al volante: sereno y con nervios de acero; claro está que, en los días que logró su buena fama, no tenía como copiloto a su prima. Ya lo cogió un tanto inseguro, temiendo que ella hiciera alguna gamberrada. ¡Sería un verdadero milagro que permaneciera quieta y calladita! Como confirmando sus peores temores, la mano de Inés se movía en su dirección; la puso sobre su cintura, por encima del cinturón de seguridad, luego por debajo de este; bajó hasta el cambio de marchas y los cierres de los cinturones, y con un movimiento rápido los desenganchó.

—Ahora estaremos más cómodos —le dijo.

—¿Por qué has hecho eso, acaso quieres que nos matemos? —preguntó él con algo de histeria contenida; estaba muy nervioso, aunque procuraba mostrarse indiferente y despreocupado—. ¿Te falta un tornillo o qué? —le chilló a continuación.

—¡Gallina! Le tienes miedo a la Guardia Urbana porque, si no, te importaría una leche llevar el cinturón como no llevarlo —le besó en la boca—. ¿Crees que podremos resistirnos? —le provocó mientras Raúl tomaba una peligrosa curva de las muchas que tenían las costas del Garraf—. ¿Y dominarnos? Yo no. Me apetece ahora, con el viento de cara y con el sabor de la aventura, de lo prohibido y lo peligroso.

Se acercaba cada vez más, hasta quedar sentada a horcajadas encima de él; le quitó el cinturón de los pantalones y le desabrochó la camisa para besar su torso. Las manos liberaban ya, con suma habilidad, los botones de la bragueta. Metió una mano por debajo de los calzoncillos y la tocó. Primero con suavidad, después, apretando un poco, y un poco más… hasta que, al final, Raúl gritó y paró en seco, de un frenazo, a escasos pasos de un precipicio aterrador.

Con el impacto ella se abrazó a él con brusquedad pero también con pasión.

—¿Por qué has hecho eso? —se quejó con fingida expresión de susto, y chilló—: ¡Nos podríamos haber matado!

Eso ya era el colmo de su desfachatez, pensó Raúl, cada vez más indignado.

—¡Vuelve a tu asiento y abróchate el jodido cinturón de seguridad, maldita loca! —le gritó mientras intentaba vestirse como Dios manda—. ¡Tengamos la fiesta en paz de una puta vez!

Inés se asustó un poco, mas sonreía al sentarse nuevamente en su asiento.

Definitivamente, a su prima le faltaba un tornillo, decidió Raúl más tranquilo al ver que ¡por una vez! obedecía sus órdenes. Ésa era la clase de situaciones que la excitaban y la ponían cachonda, pero él no quería perder la vida en cualquier carretera. ¡Y el coche estaba prácticamente nuevo!

Y a pesar de todo, llegaron sin más sustos. Cuando Raúl aparcó su VW bajo un árbol, a la sombra, respiró mucho más tranquilo. Lo que estaba claro era que no pensaba regresar a Barcelona con Inés. O volvía solo, o con cualquier otra.

Se apearon del coche; ella le cogió por el brazo, de forma posesiva, y le plantó otro beso en la boca. Raúl se maravillaba de lo mucho que le estaba aguantando; se había descubierto más paciente de lo que habitualmente era.

—¿Y los trajes —le preguntó de repente—, los vas a dejar ahí?

—¿Y por qué no, acaso nos los van a robar? ¡Mira que eres tonto! Y si nos los robaran, ¿qué? Antes nos quedábamos en cueros, vamos a acabar así igualmente, ¿o no te lo dijo Juanjo? —le guiñó un ojo, provocándole una vez más.

—No —meneó la cabeza, desconcertado—, no me habló de nudismo. No tengo nada en contra; pero estamos en febrero, no en julio.

—¿Tú sólo te desnudas en verano? —siguió burlándose, sonriéndole.

—Yo me desnudo cuando me sale de los cojones. Y sí, lo hago en verano. ¿Debería hacerlo antes por alguna razón en particular?

—Sí, hoy por ejemplo —le aconsejó—, a menos que quieras quedar como un gilipollas reprimido. ¡Imagina la cantidad de tías que querrán verte la polla, y chupártela, claro! No irás a desperdiciar la oportunidad, ¿verdad?

—Tal vez, sólo para fastidiarte.

—¡Ja, qué mono! Muy gracioso, pero te recuerdo que yo ya te la he visto. Me la trae floja si no la quieres enseñar.

—¿Eres capaz, aunque sea por un simple segundo, de no pensar en el sexo? ¿Tienes acaso, por casualidad, otros temas de conversación? Porque me estoy aburriendo —Raúl bostezó exageradamente, y añadió sin muchas ganas—: Y si me has visto la polla, yo te he visto a ti las tetas y, créeme, las he tenido mejores y más grandes aquí entre mis manos —le enseñó las palmas con gesto elocuente.

—Entremos —le invitó sin hacer caso de sus palabras—, quiero que veas la casa; como comprobarás, la han decorado con todo detalle. Si Calígula viviera, soñaría con hacerlo entre estas cuatro paredes. —Entraron, e Inés empezó señalar con uno de sus largos dedos—: Allí se disponen los triclinios; el ágape se sirve en bandejas de plata sobre los tapices, en el suelo. La luz es clara pero sin estridencias, invitando a la intimidad de los amantes. La música: clásica: laúdes y arpas. ¿Qué te parece, te gusta? —le preguntó ansiosa, viendo su cara de asombro—. No está nada mal —aseguró echando una ojeada a lo que había a su alrededor—. Y no nos olvidemos de lo más importante, aunque no esté a la vista en este momento: la máquina de condones. La hemos trasladado al corredor, junto al baño —le siseó confidencialmente—, en el piso de arriba. No quiero desastres, no por lo poco que cuesta evitarlos. Sé que no pega mucho con el ambiente, por eso «la he escondido», pero funciona. Aquí todo es limpio. Incluido el sexo.

—Lo tendré en cuenta, primita. No dejas ningún cabo suelto, ¿eh?

—No si todos los tíos son tan picha floja como tú, y hoy te vas a poner las botas; habrá un montón de tías estupendas. Podría jurarte que yo soy la más normalita de todas.

 

 

—¡Hostias, Andreu, no me jodas, no me digas que otra vez has pinchado! No vamos a llegar ni mañana. —Mercè le gritaba a su hermano, impaciente. Se volvió hacia el asiento posterior  y le cuchicheó a  Azucena—: Lo siento, amor, este hermano mío es un caso perdido para la mecánica; mucha filología alemana, sin embargo de coches no entiende nada. —Se dirigió de nuevo a su hermano—: Andreu, ¿vas a tardar mucho en arreglarlo, llegaremos para la cena?

—Nooo a la primera pregunta, siií a la segunda —ladró él, apeándose para ver si en realidad había alguna rueda pinchada—. No —les aseguró a las chicas,  levantando la cabeza—, no hemos pinchado todavía… Pero no anda muy fina que digamos. Supongo que aun así podremos llegar sanos y salvos.

—¿Y mañana? ¿Nos tocará volver en el coche de San Fernando o te alcanzará para acompañarnos a la estación?

—¡No seas exagerada! —exclamó enrojeciendo. Odiaba a su hermanita por dejarle en ridículo delante de Azucena. ¡Y por una vez que iban juntos a una fiesta como esa!

—El problema —apuntó Mercè conteniendo la risa a causa de su sonrojo— es que no tengo mucha confianza en tus conocimientos de mecánica. No lo puedo remediar. Casi me da pánico que nos hayas traído.

—¿Por qué no ha venido Ferrán? —le preguntó Azucena a su amiga. Ferrán se había convertido en su último acompañante-amigo-pareja.

—Porque es un hijoputa, y más estrecho que un camino de cabras. Pero da igual, mi hermano nos acompaña a las dos; no te importa compartirlo conmigo, ¿a qué no? —Mercè le guiñó uno de sus ojazos azules a su queridísima amiga.

—En absoluto —replicó Azucena, feliz—. Si alguien puede molestarse es él.

—¿Yo? —Andreu las miró de hito en hito, medio en broma, medio en serio—. No, yo no, siempre y cuando dejéis de tomarme el pelo y meterme prisa, todo irá como la seda, ¿ok?

—Perfecto, Andreu. Prometo encontrar a alguien con quien divertirme.

—Más te vale, porque yo no soy Juanjo. Jamás podría echar un polvo contigo, ¡por Dios!

 

 

¡Hemos llegado! La casa ya está llena de gente; todos hablando, algunos riendo y todo. La alegría se ha adueñado de este escenario, y quiera Júpiter que no lo abandone en todo el fin de semana.

Cruzamos la puerta y para mi desgracia todos se vuelven para mirarnos y para mirarme a mí. ¿Quién me mandaría a mí ser tan sobresaliente? No, no voy a quejarme de mi mala suerte, podéis estar tranquilos.

Miro a mi alrededor, y veo a Inés colgada del cuello del tío más guapo que he visto nunca. ¡Qué portento! ¿Será ése, por casualidad, Raúl?

Qué ilusa debo de parecer. No, no tendré tanta suerte.

Juanjo se despide de mí diciendo que va a por una copa, ¿a estas horas? Se acercan Mercè, su hermano y una chica muy mona, con toda la pinta de ser andaluza. No la he visto antes de hoy, pero apostaría lo que tengo a que es encantadora; la gente de por allá abajo es muy salada, muy cariñosa y abierta. Hay una alegría en ellos difícil de explicar con palabras.

Les saludo con un gesto de cabeza, y empiezo a parlotear con Mercè.

—Menos mal que te encuentro aquí. Inés cambia tan a menudo de amigos que nunca consigo hacer amistades más o menos perdurables, pues de un año para otro cambia radicalmente como de la noche al día. Y luego, hay que ver el lío que me hago con los nombres, lugares, fechas… —digo mostrándome contenta, bien dispuesta y curiosa—. ¿Cómo se llama ella? —le pregunto, refiriéndome a la andaluza—. ¿Sois hermanas, primas…?

—No, Irene —menea la cabeza—, ella es Azucena —me indica Mercè, atrayendo a la chica a nuestro lado—. Es amiga mía, estos días está viviendo con nosotros.

—Encantada —saludo a la morenita, estrechándole  la  mano con cordialidad—. ¿Qué significa eso de que estos días estás viviendo con ellos? ¿No vives en Barcelona? ¿Y tu familia? —miro de sonsacarla con disimulo. Acabo de decidir que la quiero como compañera de piso.

—Mi familia es sevillana, de Dos Hermanas. Yo llevo dos años viviendo en Barcelona. Al comienzo de mudarme, estuve en casa de mis tíos en Santa Coloma; después me fui a vivir con un hombre… Hace apenas una semana que me hospedo en casa de Mercè.

—Comprendo —muevo la cabeza en señal de comprensión y solidaridad—. ¿Trabajas? —me intereso a continuación, y sin esperar respuesta continúo—: Quizá te gustaría compartir el piso conmigo —le propongo—; vivo en un piso demasiado grande, y me sobran un par de dormitorios. Este año he decidido alquilarlos. Estoy muy sola —le confieso y añado—; puse un anuncio incluso, pero no sé si sabes lo que pasa con estas cosas: llega un montón de gente extraña a tu casa, algunos más raros que otros. Gente a la que no conoces de nada, y no sabes por dónde te van a salir. Sí, ya lo sé: ahora tú me dirás que también eres una desconocida, pero no es lo mismo. De ti tengo referencias; eres amiga de Mercè, vives en su casa.

»Debes de ser alguien excepcional porque ella no invita a mucha gente a su casa. Yo tuve la gran suerte de acabar allí el año pasado. Llegamos de una fiesta como esta, que acabó antes de lo previsto porque Inés se cayó y se hizo un esguince en el pie. Nos fuimos todos, y algunos acabamos en casa de Mercè. Y montamos nuestra propia juerga. No podíamos acompañar todos a Inés al hospital, así que… En cuanto al piso, probablemente tengamos otra compañera tarde o temprano —le anuncio—, aunque, desde luego, no sé quién será. Son cincuenta mil al mes, pero incluye todos los gastos: agua, luz, gas, calefacción y teléfono; podrás disponer de todo eso con total comodidad y libertad… —me detengo un instante para coger aire. Está escuchándome con mucha atención. Se ve que le interesa mi propuesta.

Echo un vistazo alrededor, y descubro que Mercè y Andreu han desaparecido de nuestra vista sin decir esta boca es mía; Inés sigue ahí, con ese pedazo de hombre que está para comérselo. ¿De dónde los sacará? No para de meterle mano, y lo gracioso es que a él no parece gustarle ni pizca todo ese magreo; pone cara de mala leche y aburrimiento, pero no me quita el ojo de encima. Me da a mí que en el fondo ese par no se llevan muy bien, ¿qué opináis? Vuelvo a concentrarme en la morenita.

—No es necesario que decidas nada ahora. Imagino que querrás consultarlo con la almohada. Toma —le doy una de mis tarjetas de visita; está algo arrugada por haber dormido en el bolsillo trasero de los tejanos durante días—, éste es mi número de teléfono —señalo—; probablemente estará conectado el contestador —la aviso—, pero tú no te cortes y dime lo que hayas decidido.

—Tu oferta es muy seductora, y es justo lo que andaba buscando. Claro está que debo explicarle a Mercè por qué me voy, y espero que no se lo tome a mal. Por otra parte, no podré mudarme hasta abril porque hasta mediados de marzo no conseguiré el dinero. Empiezo a trabajar este lunes —me informa como disculpándose—; cobraré el día veintinueve, pero solamente los días que haya trabajado: unas treinta mil o así. A partir de marzo cobraré todo el sueldo íntegro. Aunque debo advertirte de que mi contrato es temporal; si no me lo renuevan, en octubre tendría que dejar el piso.

—No seas ceniza, mujer —la animo mientras esbozo una amplia sonrisa—. Tampoco me trates como a una casera o patrona gruñona. Si un mes no puedes pagar, al mes siguiente o al otro te pones al día y listo. Yo no te voy a echar por las buenas. Acabaremos siendo amigas si vamos a vivir juntas, y lo pasaremos en grande. Podemos compartirlo todo. Yo te contaré mis líos, y tú puedes hablarme de los tuyos si quieres. Piénsalo, ¿vale? —le propongo, y me despido—: Voy a ver a Inés.

Camino lentamente pero con decisión hacia donde está Inés, quien todavía continúa abrazada al tío ese que aún no sé quién es. Tengo una vaga sospecha de su identidad y, como siempre en estos casos, lo mejor es ir al grano: voy a confirmarla de una vez.

Saludo en general, y le doy dos besos a Inés. Como de costumbre, está estupenda. Sonrío al maromo, pero él no me sonríe; no me pareció tan mal educado el día que se puso al teléfono. Pero la curiosidad no me la quita nadie y me lanzo al ataque:

—¿Es éste tu primo?

—Sí —asiente y me guiña un ojo—, él es Raúl, mi primito del pueblo —anuncia entre risas, por lo visto le encanta meterse con él—. No está nada mal, ¿eh? Digo, para ser un crío que viene de un pueblo, allá, perdido en el mapa… Ahí donde le ves, la tiene que es un primor…, y muy sensible, como su orgullo de machito. ¿A que sí, Raulito? —le besa en la boca y le guiña un ojo a él también.

El tal Raúl la mira como si le fuera a dar una apoplejía, pero se limita a gruñir con voz monocorde:

—¡Vete a tomar por culo!

Y se nos va.

Inés y yo nos miramos y nos echamos a reír a carcajadas. Le pregunto si siempre se comporta así, y me cuchichea al oído:

—Conmigo sí. Entre nosotros hay como una química negativa: una relación de amor/odio. Pero le tengo bien controlado. Imagino que puede ser más simpático de lo que ha demostrado aquí y ahora, pero no te hagas muchas ilusiones. Es un ser oscuro y atormentado; fuera de la cama sólo te traerá problemas.

—Oscuro y atormentado —repito—. ¡Uy!, no deberías haberme dicho eso; sabes que siento auténtica debilidad por los seres oscuros y atormentados.

—Lo sé, lo sé, pero Raulito es más oscuro y atormentado que todos los demás seres oscuros y atormentados puestos juntos uno detrás de otro. No sacarás nada bueno con él, no es para ti. Eres demasiado sensible, y ya sabemos quién acabará llorando al final. Él no, desde luego. Es una mezcla de granito y mármol… O al menos eso es lo que se molesta en aparentar. Créeme, no te conviene.

—¿Y quién ha dicho que lo quiera para algo más que el sexo? ¿A qué se dedica?

—Desde que volvió de Pamplona al pueblo: a tocarse los cojones. Lo que más rabia me da es que no es tonto, al contrario. Por lo que sé, sacó muy buenas notas en el internado. Pero no deja de ser un niño mimado; si fuera tú, no le pediría un préstamo.

—Parece bastante desamparado, ¿no? —le compadezco al verle con cara de preocupación en un rincón—. Con lo guapo que es, no debería estar tan solito.

—No te entusiasmes, que Raúl es de los que crean adicción, y después no hay clínica de rehabilitación que te quite eso.

¡Cuidadito!

—Está bien, si tú lo dices… Voy a por una copa —me despido de ella, y voy a la terraza en busca de una copa de vino caliente aderezado con especias (que no tengo ni pajolera idea de a qué sabe, pero que es lo que supuestamente bebían en la Roma imperial…).

Inés se lo toma todo muy al pie de la letra. Juraría que he visto «esclavos» escanciando el vino. Antes de llegar a probar el curioso mejunje, alguien me agarra por el codo y me arrastra «en plan troglodita» hasta uno de los lavabos. Entramos y cierra con llave. Es Raúl, y parece realmente desesperado; me mira a los ojos como si quisiera penetrar en ellos, y suplica:

—¡Sálvame!

—¿Qué? ¿Salvarte de qué? ¿Se puede saber qué te pasa? Te niegas a saludarme, te muestras grosero con Inés, que ha tenido la delicadeza de alojarte en su casa, y ahora me pides que te salve. ¿A qué juegas?

Voy advertida por las palabras de Inés, y resuelta a no dejarme intimidar por su hipnótica mirada de cielo. ¡El muy jodido tiene los ojos más preciosos que he visto en mi vida! Y también los más tristes. Hay algo indescriptible en esas pupilas…, algo lejano que no puedo alcanzar.

—¡Joder, no juego a nada! He de salir por patas de la casa de la delicada Inés. Soy víctima de un acoso sexual.

—¡Pero si eso es imposible! —me echo a reír a  carcajadas nuevamente—. ¡No seas bobo! ¿Qué diablos te estás inventando? Inés es incapaz de acosar a nadie, ¿por qué estás tan resentido con ella? —le pregunto. Su actitud me desconcierta de veras.

—Crees que sabes mucho de ella, ¿verdad? —pregunta él ahora, y su voz destila algo de veneno cuando continúa—: Crees que lo sabes todo. ¿Ya les has visto follar juntos?

—Mira, guapo —estoy empezando a perder la paciencia—, Inés puede follar con quien quiera. Ahora resultará que estás celoso.

—Estás loca. Estás loca y no entiendes nada, ¡no tienes ni puta idea de lo que pasa en esa casa! Yo sí les he visto follando, a ella y a Juanjo: los dos entre las sábanas, dando rienda suelta a sus infames instintos. ¡Son amantes! Inés y Juanjo son amantes, y no hace un año ni dos, sino más de diez. ¿Qué opinas ahora de la honestidad de tu gran amiga? No sé ni por qué me extrañé la primera vez que me besó; si no le importa hacerle mamadas a su hermano,  ¿por qué iba a cortarse conmigo?  Te veo la cara: no me crees. Has venido con Juanjo, ¿no? ¿Te gusta? Bueno, es posible que se vaya a la cama contigo, bien lo vales; pero no esperes que deje su relación con Inés. Ella se la sabe chupar muy bien, y a él le gusta. Sí, no me mires así: con esa carita de pena, decepción y frustración, todo junto. Le gusta, y si quieres saber más detalles, ve y pídeselos. Juanjo no esconde nada; te dirá lo que piensa de esa relación sin cortarse un pelo.

—En realidad, a mí no me importa —le suelto, haciéndome la digna sin resultar muy convincente—; pero dime, ¿por qué tendría que salvarte a ti? ¿Y cómo se supone que puedo hacerlo?

—Vives sola. Lo sé. He oído cómo le comentabas a esa morenaza espectacular con la que hablabas antes que querías compartir el piso y que necesitabas otro compañero. Yo soy ese compañero.

—No, vas confundido. Llevabas las antenas torcidas —le saco del error—. Yo no he hablado de necesidad, sino de conveniencia. Y he hablado de una compañera: femenino singular. A no ser que te la cortes no cumples el requisito de admisión. ¿Qué te hace pensar, además, que quiero a un tío en mi casa?

—Yo no soy un tío en tu casa. Soy Raúl y me necesitas.

—¿Para qué, para que me arregles el grifo de la bañera?

—No, para echar un buen polvo. ¿Cuántos años hace que nadie te folla como te mereces?

—¡Eres un cerdo! —alzo la mano con intención de soltarle una hostia, pero él, más rápido que yo, me agarra por la muñeca y con violencia la baja, me la echa a la espalda y me hace ver las estrellas de puro dolor; después, con no menos violencia, me besa en la boca.

—No está nada mal —aprueba y añade—: Puedo violarte aquí mismo, ¿lo sabes? Sin embargo, no me excitas tanto…, al menos por ahora. Pero quiero una cama en tu casa, y la quiero esta noche. Así que después de la comida nos largamos tú, yo y ésa en mi coche a Barcelona. Y nos vamos a tu casa, aunque antes hay que pasar por el piso de Juanjo para recoger mis trastos, y esa chica… como se llame… tendrá que recoger también los suyos.

—Esa chica se llama Azucena —le informo, medio asustada y ya irremisiblemente hipnotizada por su voz y su mirada, tan persuasivas—, pero no va a venir con nosotros todavía. Necesita un poco de tiempo. A ella nadie la acosa donde está.   

—Bueno, de acuerdo —dice, impaciente—, pero no le digas ni una palabra. No quiero que nadie sepa que nos vamos. ¿O por qué crees, si no, que te he metido aquí?

—Muy bien, mi amo y señor —acepto con sumisión—, lo que usted mande. A propósito —cambio de tono—, son cincuenta mil al mes. ¿Cómo me las vas a pagar?  —le desafió—, no creerás que vas a venir de gorra. De eso nada, monada —le aviso ahora—. Te las ingenias como puedas y como quieras, pero exijo el dinero cada mes, y por adelantado. Ya tengo referencias de ti, y no me fío ni un pelo, ¿entendido?

—Tengo dinero de sobras en la libreta. No pierdas el sueño por eso, por favor.

—Y cuando se te acabe, ¿qué?, ¿piensas sacarlo de debajo del asfalto?, ¿te pondrás a pedir en el metro o acaso atracar un banco? ¿O harás de modelo para Gaultier? Te adelanto que harías furor…

—¿Quién coño es ese? —exclama, haciéndose el ofendido.

—Es un modisto francés… le encanta la gente joven y guapa… sobre todo los chicos —le respondo risueña. ¡Si vierais la cara que ha puesto!—. No te iría nada mal con él.

—Yo no hago esas mariconadas, ¿qué te has creído?

—Pues algo harás para pagar la habitación cada mes, ya sabes que no te la daré gratis.

—Te he dicho que te voy a pagar, ¿no? Deja de dar el coñazo.

—¿Sabes qué pasa? —mi tono rezuma recelo—. Que no te creo, pero te lo digo clarito: o pagas o te pongo de patitas en la calle. Y a otra cosa: supongo que mamaíta te enseñó a fregar platos y poner en marcha el horno, la lavadora… Ya sabes, esas cosas…, porque yo no voy a hacerte la faena. Es un piso compartido, no un hotel de cinco estrellas.

—No, no sé fregar platos ni lavar la ropa. Mmm, al menos no muy bien. Mamaíta no me enseñó, lo siento.

—Y más lo vas a sentir cuando te toque aprender. La excusa de tonto no te sirve conmigo. Si no sabes, aprendes y listo. Y ahora, vámonos de aquí. Yo sufro claustrofobia, ¿lo sabías?

—Está bien, tú primero. Y no lo olvides: tú y yo no hemos hablado, esta conversación nunca tuvo lugar. Cuando acabe la comida mírame bien porque te haré la señal de partida. ¿Entendido?

—¡Dictador! —rezongo interiormente mientras abro la puerta del baño. Ahora sí me voy a la terraza de una puñetera vez. Ahora sí necesito una copa.

 

 

Azucena deambulaba por la casa, medio absorta, medio despistada, y con una copa de cava en la mano. Buscaba a Mercè sin encontrarla; y encontraba a Andreu sin haberle buscado, e intentaba por todos los medios rehuirle. Era un buen tipo, sí, pero en ella no había saltado la chispa que saltó cuando conoció a Nacho, por ejemplo.

Si no quería malos rollos, lo mejor era evitarle desde un buen principio. Con la cantidad de chicas monísimas que pululaban por ahí, ¿qué necesidad tenía de obsesionarse con ella? Todavía nadie le había presentado a Inés ni a su hermano; y a propósito de eso, no quería ni pensar en la insinuación que había hecho Andreu durante el camino.

¿Cómo podían mantener dos hermanos esa clase de relaciones? A su padre no le hubiera gustado nada enterarse de que se movía con gente así. ¡Con lo tradicional que era! No obstante, aquello no era Dos Hermanas sino una fiesta de disfraces en casa de unos amigos de Mercè, en un pueblo con cierta fama de libertino: abierto, moderno, liberal, individualista y anónimo. No era difícil entender que esas cosas podían pasar y que ni siquiera los vecinos tenían por qué enterarse. Claro está que a ella, en particular, le parecía de lo más repugnante. Pero más le valía guardarse su repugnancia bajo llave si quería aparecer ante ellos como la mujer de hoy: sin prejuicios, sin tabúes, sin tópicos sociales…

Les había observado de lejos; estaban separados, cada cual con gente distinta. No parecían mejores ni peores que ella. Si Andreu no hubiera dicho una palabra del asunto, les habría visto como a sus semejantes. Ahora no podía; aparecían ante sus ojos deformes, sucios, corruptos, degenerados… Y un largo etcétera.

Ya no quería conocerles, al menos no íntimamente. Durante la comida no pudo evitar mirarles: juntos, tocándose, mirándose, sonrientes. Era como una atracción fatal: le daba asco y la excitaba por igual. Tan fija fue su mirada que no reparó ni por un momento en las miradas que se intercambiaban la pelirroja con la que había estado conversando antes y un chico rubio, muy guapo, a quien todavía nadie le había presentado.

 

A las cuatro de la tarde Juanjo abandonó la fiesta y la casa de manera silenciosa, deslizándose como un gato hacia su coche. Lo sentía por Irene, que debería buscarse un acompañante para regresar a Barcelona; pero a él le urgía marchar rápido a Navarra. Si cogía la autopista e iba a buena velocidad, llegaría para la cena y podría dormir en casa de su abuela y no en la pensión del pueblo. De cualquier modo, hasta el día siguiente no vería a la rubita.

 

 

A las seis Inés descubrió con estupor que Raúl no estaba a la vista, y tampoco Irene; y para colmo, nadie había visto a Juanjo desde hacía horas. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué significaba aquello? ¿Jugaban al escondite? ¿Dónde cojones se habían metido? Inés no creía que se hubieran largado de la fiesta, ¡no podían hacerle eso a ella! ¿Cómo se atrevía alguien a pensarlo siquiera?

Al cabo de poco tiempo tropezó con Mercè, que le dijo, como quien no quiere la cosa, que había visto salir a Juanjo disparado al volante del BMW, y que aunque intentó detenerle, no pudo conseguirlo. Y ni tan sólo pudo preguntarle a dónde iba, nada.

Inés se enfureció al oír eso, ¿cómo era posible que le hicieran semejante trastada? ¡A ella! Más furiosa se puso al ver el hueco que el Volkswagen de Raúl había dejado en el aparcamiento. Miró y volvió a mirar. Ni rastro del jodido descapotable. ¡El muy hijoputa se había largado, y con los trajes! La fiesta: completamente arruinada. Pero eso no iba a quedar así, no señor. ¡Ni mucho menos! Raúl se las iba a pagar, ¡y muy caras!

En cuanto a su hermanito, más le valía tener una buena explicación para su intempestiva fuga. Exactamente no sabía qué hacer ni a dónde dirigirse en aquellos momentos; estaba desorientada, sin un plan claro, sin una solución. Era la primera vez que alguien la pillaba tan desprevenida, y esa sensación no le gustaba ni pizca. Pero ya les daría un buen escarmiento, ya.

 

 

A las siete, Juanjo estaba llegando a Zaragoza. Todo estaba marchando sobre ruedas; halló un poco de atasco a la salida de Sitges, pero una vez en la autopista, ni un problema: rápido y seguro. Y feliz. Conducía tranquilo mientras tarareaba el estribillo de I was born to love you, pensando cuán ideal resultaba en esos momentos. «Sí, preciosa —murmuraba satisfecho—, yo nací para amarte». Suspiró en un intento por controlar los desbocados latidos de su corazón; era preciso tranquilizarse. Todavía le quedaban cuatro horas hasta el pueblo; se detuvo para llenar el depósito y tomarse un café.

 

 

Hacia las once de la noche llegó al pueblo; dio una vuelta por ver si por casualidad estaba la chica, pero las calles estaban desiertas, y tampoco era de extrañar, porque el frío era de mil demonios. Él había conectado el sistema de calefacción del coche, y aun así, de vez en cuando sentía escalofríos.

Cansado de dar vueltas, se dirigió a la mansión.

Enorme y antigua, como anclada en algún siglo medieval, recordaba a un monasterio —de hecho lo fue una vez— con sus cuatro torres almenadas de tejados puntiagudos, formando una cruz. Norte, sur, este y oeste. Supuso que antaño vivió mucha más gente en la casa; ahora únicamente vivía su abuela.  Después de la marcha de Raúl, el viejo caserón solitario aparecía grotesco y casi fantasmagórico a los ojos de quienes conocían su historia y la historia de su última generación.

Juanjo opinaba que lo mejor que podía hacer su abuela era venderla y largarse del pueblo. ¿Qué la retenía allá? De hecho, debería haberla vendido después del suicidio de la tía Itziar. Se hubieran ahorrado muchos problemas ella y Raúl.

Afortunadamente, las luces de uno de los muchos salones estaban aún encendidas; eso significaba que su abuela podía estar haciendo cualquier cosa: viendo la tele, cosiendo, leyendo o rezando el rosario. Pero estaba despierta, y eso era lo único que le interesaba. Y esperaba encontrarla con ganas de charla porque él tenía muchas preguntas sin responder.

Golpeó el picaporte una vez, dos; el ruido de unos pasos, una voz seca y autoritaria preguntando quién era el que llamaba a esas horas, y que a ver si iba a ser una desgracia. El ruido más sordo del portalón abriéndose con desesperante lentitud, y un rostro maduro, pero no anciano aún, dibujándose en la oscuridad.

Le miró fijamente como para asegurarse de que en efecto era su nieto mayor, y al final dejó escapar una exclamación:

—¡Juan José! ¿Qué ocurre?, ¿dónde está Raúl, está bien?

—Pues claro, abuela, estupendamente. Podrías preguntar qué tal estoy yo, ¿no? Vengo muy cansado —se quejó—; han sido muchas horas de camino desde Barcelona, ¡y encima me he perdido una fiesta! Y lo único que a ti te importa es Raúl. ¡Pues mira qué bien!

—Y si Raúl está bien, ¿a qué has venido tú? —preguntó Graciela, suspicaz—. ¡No me digas que has venido a visitarme a mí! No, espera… Creo que ya sé a por qué vienes. Tu primo, el muy despistado, se dejó aquí algo… Algo que seguramente echará de menos, aunque no tanto como para venir a buscarlo en persona. Aguarda, que te lo bajo.

Juanjo no había ido a buscar nada de su primo, pero se calló. Quería saber qué había ido a buscar su abuela. Graciela subió al dormitorio de Raúl y bajó al cabo de diez minutos con una fotografía enmarcada.

Se la entregó mientras le decía:

—Ten, es una foto de Izaskun, la novia de tu primo. Mmm —titubeó indecisa—, al menos mientras estuvo aquí, siempre andaban juntos. A Raúl le gustará tenerla a mano, aunque nada más sea por alegrarse la vista.

—¿Se llama Izaskun? —Juanjo la reconoció al momento—. ¡Se llama Izaskun! —chilló ahora, entusiasmado.

Graciela le miró, perpleja, con los ojos muy abiertos. ¿A qué venía tanto entusiasmo?

—¿Qué te pasa a ti ahora? ¿No conocías a la hija de Fernando? ¡No me digas que estás enamorado de ella! Pues la cola es larga, Juan José —lo desanimó—, muy, muy larga.

—No… Bueno, sí —titubeó él con inusitada timidez—. No hemos sido presentados formalmente, me temo.

—Has venido a verla a ella —adivinó Graciela, sagaz—. No, si ya me extrañaba a mí.

—Sí, claro está, ¿no es hermosísima? —preguntó extasiado mientras contemplaba la fotografía—. Es la criatura más perfecta que vi jamás; la más dulce, la más angelical, la más deliciosa, la más…

—Y Raúl es el hombre más perfecto que vio ella —Graciela le cortó la verborrea romántica a su nieto; nunca en su vida había visto al chico tan ridículo—. Haznos un favor a todos, Juan José: no pierdas el tiempo con Izaskun —le aconsejó en tono grave—, sólo te llevarás calabazas. Esa muchachita ADORA a Raúl, y no es una palabra vana. Cuando digo que le adora, quiero decir exactamente eso: que le adora. Daría su vida por él, ahora estoy segura; siente por él lo que mi hija sentía por Gorka, y va en camino de llevarse la misma decepción. Pero Izaskun es más fuerte que mi hija. De todos modos, quiero que sepas que yo, personalmente, no alimento su relación; menos ahora que nunca. El pueblo ha vuelto a llenarse de habladurías y especulaciones en cuanto se ha ido tu primo, y yo empiezo a tener mis dudas.

—¿Dudas de qué? —cuchicheó curioso. Por fin la vieja comenzaba a hablar.

—De ciertas cosas. Pero no es asunto tuyo —le regañó—; es algo muy delicado, no esperes que te lo cuente. Sobre todo ahora, que te has encaprichado con la hija de Fernando.

—No me he encaprichado —protestó él—; no digas eso, porque la insultas. Estoy enamorado. Por primera vez. Deberías alegrarte.

—¿Alegrarme? —Graciela le miró, desconcertada—. ¿Alegrarme de que hagas el ridículo, de que te lleves un desengaño? No, Juan José, de ningún modo. He creído que era muy clara cuando te he dicho lo que sentía Izaskun. También te he dicho que yo no alimento esa relación, mas tampoco voy a entrometerme.

—Izaskun no me conoce. Tal vez si me conociera cambiaría de idea.

—Tal vez —aceptó Graciela, no muy convencida—. Pero sigo diciendo que lo tuyo es un simple capricho. Conforme, la has visto; es hermosa, no lo niego, ¿quién podría? Y sin embargo… si no sabías ni siquiera su nombre, ¿cómo puedes conocerla lo suficiente como para enamorarte de ella? La verdad, Juan José, no lo entiendo.

—Raúl no la quiere, eso sí lo sé. Ahora mismo está en la cama de otra mujer, puedo asegurártelo —dijo él, aunque sin aclararle quién era la otra mujer. Su abuela se moriría si supiera que sus dos nietos se acostaban juntos.   

—Sí la ama —le contradijo con dulzura—; no te engañes, Juan José. Lo he leído en sus ojos un millar de veces. Él cree que puede engañarme con su aparente falta de sentimientos, pero yo sé lo que esconde en su corazón, y con todo, no me hago ilusiones. Sé que no viviré lo suficiente para oírselo decir. A tu primo le queda todavía mucho por aprender. Y quizás, cuando quiera decirlo, ya sea demasiado tarde. Yo sé cómo el destino maneja estas cosas, y tengo miedo.

—¿Cuáles son tus dudas?, ¿por qué no las compartes conmigo, acaso no te fías de mí? —la presionó él, determinado a sonsacarle la verdad.

—No confío en la pasión de un hombre enamorado, ni en sus celos tampoco. Ahora mismo estás resentido con tu primo, y eso no es bueno. Aparte, ya te he dicho que son asuntos de familia; todo muy embarazoso.

—¿Quieres que le pregunte a la gente del pueblo? Has dicho que todo venía a raíz de ciertos chismes recientes. Tal vez ellos se muestren más dispuestos…

—No te quepa la menor duda. Las serpientes siempre tienen el veneno en la punta de la lengua, prestas a soltarlo en cuanto hay un oído atento en el momento más oportuno. No, mejor será que te lo cuente yo, ya que te empeñas en saberlo. Pero júrame que el secreto no saldrá de estas cuatro paredes. Es de vital importancia que ni Raúl ni Izaskun sepan nunca lo que te voy a contar. Por dos razones, una: no se sabe con certeza, ya te lo he dicho antes, sólo son dudas; probablemente tu tía Itziar sea la única que conocía la verdad, y tal vez ni siquiera ella. Y dos: no vale la pena, ahora que están lejos el uno de la otra, meterles esa duda angustiosa en la cabeza. No se me escapa que se han ido a la cama, y no una vez, sino montones de veces. Hace muchos años que iniciaron un camino sin retorno, y si Fernando no la detuvo en su día, no seré yo quien lo haga. Sus vidas quedarían destrozadas. No hablaremos más del tema. Se acabó.

—Pero, ¿qué verdad? Aún no me la has contado. ¿Y por qué dramatizas tanto? —preguntó más intrigado que nunca, y sonrió mientras decía, tratando de quitarle hierro al asunto—: No será tan grave.

—Lo es —asintió en tono serio—. Para empezar te diré que ya no estoy tan segura, como hace veinte años, de que Gorka sea el padre de Raúl; creo —ladeó la cabeza con pesar— que cometí un desatino obligándole a casarse con tu tía. Pero entonces yo no sabía lo que sé hoy. Yo estaba más que convencida de que Gorka era el único hombre en la vida de mi hija. Había oído, por supuesto, rumores de que Fernando la pretendió antes de casarse con India, sin embargo nunca pensé que tú tía acabaría por hacerle caso. En resumen: tanto Gorka como Fernando puede ser el padre de tu primo. De cualquier modo, no me arrepiento, ¿sabes?, de haberla casado con Gorka. Era lo que ella quería —se justificó—, y además Fernando estaba casado, y ya había nacido Izaskun. Alguien tenía que cumplir con mi hija, y le tocó a él. Fernando no se separaría; esto es un pueblo, y todo el mundo se hubiera enterado. ¡Imagínatelo! Para morirse de la vergüenza. ¡Sólo de pensarlo me sonrojo!

—Así que son hermanastros —declamó teatralmente Juanjo, sonriendo y mirándola maliciosamente.

—Puede que sí, puede que no. No lo olvides: yo tan sólo te he confiado mis dudas. Eso nunca lo sabremos, me temo. Itziar se llevó (si la sabía) la respuesta a la tumba. Dudo que le dijera algo a Fernando, aunque está muy presente en mi memoria la última tarde que se vieron. Algo grave debió de ocurrir entre ellos para que ella tomara semejante decisión. Si fuera por Gorka, ya lo habría hecho muchos meses atrás.

—¿Te afectó mucho el suicidio? —le preguntó. Nunca hasta ese momento se le había pasado por la cabeza atreverse a mencionarle algo así a la vieja. Era un tema tabú.

—Bastante más de lo que he dejado ver a los demás. Fue un golpe muy duro, y yo me sentí muy culpable. —Cerró los ojos un instante, intentando borrar las imágenes que le venían sin poder evitarlo; después prosiguió—: Ten por seguro que ese recurrente sentimiento de culpa fue lo que me hizo volcarme en demasía en Raúl; le he dado todo lo que me ha pedido, y lo que no me ha pedido también. Para compensar inútilmente lo que no supe darle a su madre. Por supuesto, Itziar siempre supo que me tenía a mí si ocurría algo malo. De no haber podido agarrarse a ese clavo, hubiera sacado fuerzas de donde no las había para salir adelante.

—¿Ella quería a Raúl?

Ir a la siguiente página

Report Page