Carnaval

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* ABANDONO * » DIEZ

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—Mucho —le aseguró—, aunque se parecía demasiado a Gorka en lo más aparente: los mismos ojos, la misma cara, el mismo pelo, la misma sonrisa…; muchas cosas, pero a decir verdad, también eran las mismas que tenía en común con Fernando.

Nosotras estábamos… Yo estaba muy sugestionada y le encontraba parecido con Gorka aunque no lo tuviera.  Ya no lo sé —suspiró—. ¡Me he equivocado tanto durante todos estos años! De cualquier modo, la imagen del niño recrudecía el dolor de Itziar. No podemos hablar de odio, porque en su corazón no tenía cabida; era demasiado débil para permitirse ese sentimiento. No era como tu madre, desde luego. Por cierto, ¿por dónde anda, que hace tantos años que no se la ve por aquí?

—Nosotros tampoco sabemos nada de ella, pero ya estamos acostumbrados.

—¿Qué me intentas decir, Juan José? —dijo Graciela, asustada.

—Pues eso: nosotros siempre hemos vivido solos. Bueno, estaban los criados, claro está. Mamá nos abandonó hará unos… ¿veinticinco años? Se marchó ella; no echó a sus hijos, solamente los dejó en la cuna y se fue. Al menos no nos dejó sin techo.

—¿Y vuestro padre, tampoco habéis visto a vuestro padre?

—Nuestro padre siempre está de viaje de negocios. Por Navidad nos envía una felicitación, y por nuestro aniversario: un cheque. Y es un tipo generoso.

—¿Me estás hablando en serio, Juan José?

—Por supuesto, abuelita. ¿Qué sentido tiene inventarse un cuento chino? Ya somos mayorcitos; si alguna vez echamos en falta algo, ese tiempo ya pasó.

—De acuerdo…, si lo ves de ese modo. En fin, basta de charla, que es muy tarde ya. ¿No estabas tan cansado? Sube y acuéstate en la cama de Raúl, que aún tiene las sábanas puestas. Yo me voy a dormir —se despidió Graciela.

El domingo a la mañana, Juanjo se levantó a las once y media, achuchado por su abuela, que le gritaba con brío:

—¡Venga, gandul! ¿No quieres ver a la chica? Pues como no espabiles, vas a tener que tragarte todo el sermón del padre Severiano. ¡Hala, arriba!

—¿Van a misa?

—Sí, claro está, ¿qué creías?

—No me los imaginaba tan piadosos.

—Ni lo son —le guiñó un ojo—; como todos en este pueblo: pura hipocresía. Pero han de cumplir porque Fernando es el alcalde. En cuanto a India, su esposa, es una de esas raras inglesas que profesan una ferviente fe católica. Ya le vino de allá; no es por complacerle a él que va a misa de doce. Izaskun va como todos los jóvenes: por no llevar la contraria y por no discutir.

—¿Una esposa inglesa?

—Sí, como lo oyes. Fernando escapó tan lejos como pudo, y se casó por despecho con la inglesita de marras. Siempre he dicho que ese matrimonio fue un error, independientemente de los sentimientos de mi hija.

—¿Y tú, también vas a misa?

—Por supuesto —declaró—. Yo he de dar ejemplo como la que más —ironizó—. Todavía soy la Señora de este pueblo. Todavía soy la más rica… aunque me falte todo lo demás. ¡Anda a vestirte o llegaremos tarde! —le azuzó.

A las doce estaban en la puerta de la iglesia; aún quedaban algunas señoras fuera. Izaskun y sus padres ya habían entrado y tomado asiento. Juanjo entró seguido de su abuela. Miraba a diestro y siniestro, buscándola, y por fin la halló en el quinto banco más próximo al altar, a la derecha del corredor. Estaba preciosa con aquel vestido negro y la melena cayéndole por la espalda como un resplandeciente manto hasta la cintura estrecha. Su carita estaba seria, estaba concentrada en algo, mas no rezando. En un instante brevísimo (o al menos eso le pareció a él) sus miradas se cruzaron. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, aunque no sabía quién era.

Juanjo decidió dejar las cosas así por el momento. Ya sabía mucho más de lo que había esperado saber. Y tenía la foto; por supuesto, no pensaba dársela a Raúl. Ese tesoro se lo guardaría él en su habitación, donde Inés no pudiera encontrarlo.

 

 

Hacia las siete de la tarde llegamos al piso de Juanjo. Raúl me mira y dice en tono apresurado:

—No hace falta que te muevas, espérame aquí. Ahora bajo.

—No voy a escaparme, tranquilo —le ladro, enfadada, cruzándome de brazos.

—Así me gusta, Pelirroja —me besa en la boca dejándome sin respiración, sonríe y sale del auto.

Yo no dejo de pensar que esto acabará mal, que no va a pagarme y que yo, al final, no me atreveré a echarle. Me hipnotizará con esos ojos maravillosos, me hechizará con esa sonrisa radiante y me quitará la poca voluntad que tengo. Y se meterá en mi cama, y lo que es peor: en mi vida, en mis sueños (rectifico: en mis pesadillas), y yo no veré la forma de resistirme a semejante invasión.

Me repantigo en el asiento y miro alrededor. Hay que admitir que el cochecito de marras no está mal, pero que nada mal. Un niño mimado, tal y como me avisó Inés. Y encima, voy a tener que enseñarle a hacer la colada, ¡como si no tuviera otra cosa que hacer!

—Ya está —la animada voz de Raúl me sacude de mi ensueño—. ¡Dame la dirección! —me pide. No, más bien me lo exige.

—Toma —a regañadientes le paso otra de mis tarjetitas con la dirección.

La lee, me mira, sonríe y me advierte:

—A mí esto no me sirve, Pelirroja, guíame. Yo no conozco esta ciudad; aterricé aquí la semana pasada, ¿cómo coño voy a saber dónde leches queda esto? —exclama señalando la tarjeta con cierto gesto de reproche.

—Lo siento, mi amo.

Me disculpo cual esclava sumisa, y empiezo a guiarle. He debido hacerlo muy bien porque llegamos a mi casa en menos de quince minutos. Subimos andando porque no hay ascensor… y vivo en un sexto piso. ¡Que se joda! Alguna pega tenía que tener. Saco las llaves mientras descansamos en el rellano del cuarto. Con lentitud y paciencia alcanzamos a llegar al sexto. Abro la puerta.

—¡Adelante! —exclamo  como  una  anfitriona modelo—. Estás en tu casa.

—Ya lo sé —contesta el muy cretino.

—La habitación del fondo, frente al baño, puede ser la tuya —sugiero—, pero si te apetece hacer cambios en la decoración, tendrás que pagarlos de tu bolsillo.

—¡Qué dura! ¿Siempre eres así, Pelirroja?

—No —le tranquilizo—, sólo en presencia de vampiros y gorrones.

—¿Ya estamos otra vez con esa canción?

—Dame el dinero y dejaré de cantar…, de momento. ¿Qué te parece la idea?

—Toma, avara, más que avara. Aquí tienes tus cincuenta mil. Billete sobre billete. ¡Vamos, cuéntalos, no vaya a ser que te haya timado! —grita poniéndome el dinero en la palma de la mano con brusquedad mientras me insulta.

No sé por cuánto tiempo voy a poder soportarle, la verdad. Su prepotencia me pone mala. Al menos, eso sí, me ha pagado. Que ya es mucho decir.

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