Carmen

Carmen


XVI

Página 20 de 45

X

V

I

Encontré en la sala a mi madre no poco inquieta por saber la opinión del médico.

—Nada alarmante —le dije—. Es una afección nerviosa, que carece absolutamente de peligro y de la cual Manuel asegura que la curará.

En aquel momento Carmen entraba a la sala, y pudo oír lo que yo decía a mi madre. Su semblante se animó resplandeciendo.

Acababa de ponerse su vestido negro, y no sé por qué, al verla con aquel traje, sentí que se me oprimía el corazón.

¡Cuán pocas veces engañan esos que llamamos presentimientos!

Parecía como más alta y más esbelta. La modista más exigente no hubiera tenido que reprocharle a su vestido, que la entallaba de un modo admirable y cuya falda lisa caía envolviéndola con elegancia, hasta unas dos pulgadas del suelo. Sus piececitos asomaban graciosamente al andar. El color negro hacía destacarse más aún el blanco purísimo de su cutis. Estaba hermosísima.

—¡Ah, presumida! —exclamó mi madre al verla—. ¡Venga usted acá, picarilla!

Ella se le fue acercando con la sonrisa en los labios.

—Vamos a ver esas espaldas —prosiguió mi madre cariñosamente—. ¡Bien, muy bien! Nada tengo que decir. Ahora… de frente. Mucho mejor. Es la primera vez que la veo tan bien entallada. ¡Qué linda está!

Carmen tomó asiento a mi lado en el sofá. Mi madre la miraba de la cabeza a los pies, y un instante después, agregaba:

—Pues no se ha ido a poner las botitas que le trajeron hoy… ¡Vaya! ¡Veamos! ¿Qué tal te quedan?

Carmen enrojeció, contestando:

—Bien,

Mamita. Muy bien.

—A ver… a ver… —insistió mi madre.

—¡Vaya,

Mamita! ¿Delante de él?

—¿Y por qué no,

chula? —interrogó mi madre mirándola con asombro.

Carmen acabó de ponerse roja hasta lo blanco de los ojos y fue levantando con inimitable gracia y coquetería, la falda de merino, hasta enseñar sus dos pies, perfectamente calzados con unos botines de raso turco negro, que estaban preciosísimos y parecían disminuirlos de tamaño.

—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó mi madre poniéndose en pie—. ¡Pues no faltaba más, sino que le tuvieras vergüenza a

Papaíto!

Carmen permanecía sentada y con los ojos bajos. Mi madre le hizo un cariño en las mejillas, y buscando mis ojos, dijo:

—¿De manera que no hay cuidado?

—Ninguno, madre mía, gracias a Dios.

—Voy a dárselas, hijo. Voy a dárselas. Faltan minutos para ir a comer, y cuando sea hora, pasen ustedes por mí al oratorio.

Hablando así, salió de la sala dirigiéndose a lo que llamaba «oratorio» que era una pieza pequeña, situada junto al comedor, y que su piedad había arreglado, con pobreza a la par que con decencia, para aquel uso. En el alma de la mujer domina siempre el espíritu de la forma, y de aquí resulta la necesidad del templo, aun cuando éste sea pequeño. Sea dicho en honor de aquella buena anciana, cuyo recuerdo es lo único que hoy hace humedecer mis ojos: algunas veces en sus momentos de angustia, se olvidaba de la oración, y sin necesidad de ella, su fe la sostenía; pero en sus momentos de dicha y júbilo, siempre la vi acudir a Dios.

Carmen había permanecido en igual actitud. Le tomé una mano y estrechándosela:

—¿Qué tienes? —la pregunté.

—Nada —dijo sonriéndose y mirándome—, esta

Mamita que tiene unas cosas. ¿Qué te ha dicho el médico?

—Lo que oíste… pero también que…

—¿Qué? —interrogó ella al ver que yo callaba.

—Que necesitas amar —la contesté.

Sus párpados velaron sus pupilas, y estrechando mi mano, replicó:

—Entonces tu médico no sabe lo que tengo.

—Sí —le dije—, sabe que amas, pero cree que no estás contenta, que no tienes confianza, que hay en ti algo de intranquilidad con respecto a esa persona que amas… ¿Qué dices de eso?

—Digo que sí… que tiene razón… —murmuró bajando la voz.

—¿Por qué dudas?

—Porque esa

persona —y acentuó esta palabra—, ha visto mujeres muy bonitas.

—¡Ninguna tan hermosa como tú!

—Y porque yo sé de esa

persona —y volvió a acentuar la palabra— muchas cosas.

—¿Cuáles? ¡Dilas! ¡Habla!

—Cosas de antes —dijo con voz temblorosa—, de cuando yo era muy niña. Dicen que quiso a otras mujeres.

—Cuando se quiere a varias, es porque a ninguna se ama. El amor es exclusivo, único, y sólo se siente una vez en la vida.

Carmen se había puesto profundamente pálida y todo su cuerpo temblaba. Sus ojos permanecían bajos, y su mano continuaba en la mía. Mi voz, por la emoción, era también apenas perceptible. Como ella guardase silencio, oprimí dulcemente aquella mano que contestó a la presión.

—¿Qué tienes? —repetí con inquietud.

Sus ojos llenos de lágrimas, se fijaron en los míos, con tanta ternura y tanto amor, que ya no pude hablar y los dos permanecimos silenciosos, trémulos y conmovidos, hasta que la campana del reloj dio las doce. Entonces, estremeciéndose, se puso en pie y me dijo:

—Vamos,

Mamita espera.

—Tienes razón. ¿Pero estás tranquila?

—Un poquito —contestó sonriendo al salir de la sala en busca de mi madre.

—¡Vaya! —pensaba yo al seguirla—. Si Manuel me viera se reiría de mí. Parezco un colegial de quince años. He querido confesárselo todo y nada le he dicho… ¡Cuán cierto es que «el amor convierte al hombre en niño»!

Ir a la siguiente página

Report Page