Carmen

Carmen


XVII

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Copias de los días anteriores fueron los sucesivos. Dos o tres veces por día se presentaba la ocasión de que hablásemos a solas y particularmente en las tardes, pues todas ellas paseábamos una hora en el jardín, a cuyo paseo mi madre rehusaba acompañarnos. Sin embargo, nuestros diálogos eran bien sencillos, y cuando se acercaban a la cuestión del amor, que yo trataba de abordar, aunque temblando de incomprensible miedo, era tan viva la emoción por ella manifestada, y sus miradas tenían tal elocuencia, que yo, sin quererlo, enmudecía y me olvidaba de cumplir con aquella tan dulce recomendación del médico. A la hora del crepúsculo, que era la que pasábamos en el jardín, nuestros ojos se fijaban siempre juntos, en el mismo tallo y en la misma flor, ave o nube. Ambos queríamos estar de acuerdo hasta en lo que mirábamos y recibir idénticas impresiones, así viendo iguales objetos, como respirando igual atmósfera. Éramos dos cuerpos animados por una alma común y sólo en un punto parecíamos estar divididos. Cuando por el mismo goce, causado en aquella unión tan íntima, mi mirada venía a expresar algo como la divagación, entonces su frente se nublaba y la frase

¿De qué te acuerdas? escapábase trémula y ansiosa de sus labios. El celo, aquel celo terrible que desde niña la había siempre dominado, se manifestaba en aquella frase, apenas balbucida, por el exceso de vigor y arranque empleado en pronunciarla. Hubiérase dicho que trataba de obligarme a no pensar en nada más que en ella y que evitaba a mi memoria el fijarse un solo instante en el pasado, en aquel pasado por el cual sentía despertarse todos sus celos. Fuera de aquel punto sombrío, que también me causaba goces, nuestros espíritus, como dos gotas de agua, reflejaban siempre el mismo iris y el mismo cielo, copiando el uno del otro el mismo rayo de amor.

En dos semanas hizo Manuel cuatro visitas, y como en todas ellas obtuviese de mí iguales respuestas, me dijo al despedirse la cuarta vez:

—Estás hecho un romántico completo, y si en estos días no la cantas claro, cuando yo vuelva, la hablaré en tu nombre.

Al entrar en casa después de acompañarle hasta la puerta, como de costumbre, me dijo mi madre que le había exigido la sacásemos a paseo, y como el día siguiente era domingo:

—Tú sabes —agregó— que desde la muerte de tu padre no voy al teatro; pero mañana en la tarde podrías llevarla como antes. Es preciso obedecer al doctor.

Mandé traer con Simón el boleto de un palco primero del Teatro Nacional, y pasé la tarde en el jardín, dando vueltas y discutiendo conmigo mismo, cómo debería yo hablarle y qué debería decirle. Varias veces modifiqué mentalmente la conversación que íbamos a tener, y a las seis de la tarde, caí sentado en aquel banco de ramas, que se había hecho para mí el asiento más cómodo y atrayente de todos los del jardín. Nada quedaba aún acordado entre mi cerebro y mi corazón respecto de lo que le diría.

El banco estaba casi rodeado de flores, y la atmósfera embalsamada con los aromas mezclados de las rosas y los jazmines, las violetas y los nardos, las madreselvas y los jacintos. El aroma era variado, excesivo y producía el vértigo del perfume. El aire estaba caliente y la tierra reseca. Acostábase el sol en espléndido horizonte de púrpura, y lampos de oro vívido destacábanse sobre el azul profundo del cielo.

La tarde ofrecía todos los encantos de una tarde de primavera, y el disco de la luna llena y pálida aún, parecía inmóvil sobre el zenit. La naturaleza vivía, haciendo sentir el latido y la pulsación de sus inmensas arterias. Fuego, savia, electricidad, movimiento y amor era lo que se respiraba; murmullos sin nombre a los que se unían el trino de las aves, el crujir de las ramas y el sollozo lejano del agua que caía llenando el estanque, era lo que se escuchaba y lo que se sentía… ¡Ah! ¡eso es de lo que no se describe!

Yo contemplaba. Uso con propiedad de esta palabra, porque hay paisajes y cuadros de la naturaleza, que no se miran, se contemplan.

Carmen apareció de pronto por una de las callecitas formadas con los rosales, dirigiéndose al banco ocupado por mí. Para andar con mayor facilidad, levantábase la falda de su vestido, dejando ver sus enanos pies. Yo no sé por qué mis ojos persiguieron aquellos piececitos, hasta que al acercarse al banco levanté la vista mirándola con amor.

—¡Curioso! —me dijo sonriéndose, pero encendida como la grana—. Ya me canso de buscarte.

—Te esperaba —contesté.

—¿Me esperabas? ¿Sabías que vendría yo? ¿Y si no hubiera venido?

Sin contestarla, le tendí mis manos que ella tomó con las suyas y la atraje hacia mí, obligándola a sentarse a mi lado; ella suspiró, dejando caer su cabeza lánguidamente sobre mi hombro, y durante algunos minutos, nuestros ojos miraron como lo hacían siempre, los mismos objetos y después, variando un poco la dirección de su cabeza, que permanecía en aquel lugar, su mirada se fijó en la mía con profundísima ternura.

—¿En qué piensas? —preguntó con dulcísimo acento.

—¡En ti, nada más que en ti, siempre en ti! —exclamé a la vez que me inclinaba para besar su frente.

Su mano derecha se levantó hasta tocar la mía y me contuvo, a la par que iba diciendo:

—¡Vaya! ¿Qué cosas son esas? Yo puedo hacerlo. ¿A usted, quién le ha dado permiso?

Entre sus labios jugaba una sonrisa llena de inocencia. Yo sujeté aquella mano con una de las mías y volví a inclinarme, besando por segunda vez de mi vida aquella frente. Ella, estremeciéndose, cerró los ojos, y un segundo suspiro vino a agitar su seno más de lo que ya estaba. Quise soltar la mano que la tenía sujeta, pero ella me la retuvo a la vez que murmuraba, con una voz tan débil como aquel suspiro:

—¡Oh, no! ¡Déjamela! ¡Si vieras cuán bien estoy así!

Después abrió lentamente sus hermosos ojos, penetrando con el rayo que lanzaban hasta lo más íntimo de mi ser. Guardamos silencio y nuestras manos se estrecharon con fuerza. Las miradas de ambos parecían centellear en medio de las sombras del crepúsculo, aumentadas por las sombras de los árboles que se movían sobre el piso, dibujando con los rayos lunares que ya brillaban, algunas figuras de lo más caprichosas y fantásticas.

Prolongóse aquel silencio hasta que la noche vino a reinar por completo, y entonces, suspirando por tercera vez, dijo:

—¿No oyes pasos? Vámonos, puede ser que

Mamita nos busque.

—No —la contesté— tranquilízate, es Simón que viene.

Ella irguió la cabeza con rapidez, y Simón fue acercándose a nosotros, entregándome en seguida el billete del teatro. Lo recibí y le ordené avisara a mi madre, que como la noche estaba muy hermosa, nos detendríamos una hora más en el jardín. Simón se alejó perdiéndose entre los árboles, y ella, mirándome con asombro:

—¿Por qué has hecho eso? —me interrogó.

—Porque tengo que hablarte —le dije.

Sus ojos se fijaron en los míos con ansiedad. La luna iluminaba su rostro, comunicándole una palidez intensa que hacía resplandecer su blancura, y sus pupilas negras brillaban produciendo también luz en aquellas sombras. Las flores abrían sus pétalos ofreciendo a Dios sus aromas que nos embriagaban, la atmósfera estaba tibia, los árboles se movían produciendo suaves rumores, y la poesía, cantada por los astros en el cielo y por los insectos entre la hierba, murmuraba en nuestros oídos esas estrofas sin nombre que necesitan para expresarse la lira universal.

La noche estaba serena, diáfana, luminosa y espléndida. Era una de esas noches primaverales en que toda la naturaleza nos ordena el amor. Algunos gusanillos fosforescentes resplandecían entre los rosales que ondulaban como meciendo los aromados nidos de amor que sus flores ofrecían, a esas mariposas negras de la noche, las cuales volaban sin ruido entre las ramas de los árboles, a cuyo través se veían brillar silenciosamente las constelaciones de los cielos.

Yo estaba seguro de que Carmen sentía por mí uno de esos amores ardientes y únicos que llenan la vida de un modo absoluto; pero a pesar de mi convicción profunda sobre ello, me estaba pasando en aquel instante lo que me había sucedido ya muchas veces en los días anteriores. Mi garganta se anudaba interiormente y no permitía que la voz saliese; mi corazón agonizante por la fuerza de sus latidos, causaba en mí un desfallecimiento nervioso imposible de explicar, y en mis ideas era tal la confusión, que mi cerebro parecía haber olvidado la manera de ligar las palabras y de formar las frases. El miedo más pueril, la congoja más cruel y una ansiedad inmensa se mezclaban en mi espíritu, aumentándose el desfallecimiento de mi ser, que había perdido todas sus fuerzas por el exceso de la emoción. En aquel instante los nervios faltaban en mi cuerpo y mi voluntad parecía haber desaparecido.

Ella continuaba mirándome con ansiedad y como si me interrogase.

Hice un esfuerzo supremo. Mi voz, débil unas veces y otras vibrante, tan pronto lánguida como arrebatada, con inflexiones que nunca y para nadie podría ya tener, le dijo… ¡Yo no sé! ¡Lo he olvidado! ¡No quiero recordarlo! Y aun cuando lo recordase, yo no lo diría, porque de aquellas frases pronunciadas de un modo incoherente, unas fueron tan etéreas que casi eran como el espíritu de la palabra, otras tan precipitadas, que fueron ininteligibles hasta para mí, y algunas tan fogosas, que se evaporarían al transcribirlas. Yo le expliqué la idea que tenía del amor y cómo lo sentíamos, la manera de desarrollarse en ella y el modo de producirse en mí, la vehemencia de aquellos sentimientos en ambos, la atracción irresistible que nos arrojaría en brazos uno de otro y todo el porvenir de felicidad que nos aguardaba, cuando unidos, amantes, solos e ignorados del resto del mundo, nuestras vidas fuesen como un beso perpetuo, en cuya llama se fundirían nuestras dos almas. Yo abrí ante sus ojos infinitos horizontes de amor, derramé en mis palabras tesoros de ternura, y con toda la delicadeza posible, puse ante su alma deslumbrada, todas las esperanzas castísimas y todos los ardientes sueños de mi pasión. No se necesitaba allí de la elocuencia, y la tuvo, no mi pensamiento pero sí mi corazón, que latía entusiasta, precipitado, fogoso, creando imágenes que no volveré nunca a crear e ideas que jamás volveré a concebir, porque yo amaba, y el amar tiene, como Dios, el verbo que crea.

Mis frases eran de tal manera ardientes, que las sentía caer como una lluvia de fuego sobre mi propio corazón.

Cuando yo concluí de hablar, ella guardó silencio. Su cuerpo temblaba más que las hojas de los rosales agitados y estremecidos por la brisa. Sus ojos flameaban y su mirada resuelta y profunda estaba fija en la mía, con indefinible y elocuentísima expresión de amor. Adivinábase su emoción intensa, y su seno virgen y altivo se movía como agitado por una tempestad. Sus manos, que yo tomé, estaban frías y convulsas. Toda su sangre había afluido tumultuosamente a su corazón cuyos latidos eran perceptibles, y su alma, conmovida, brillaba en sus magníficos ojos. Se conocía que gozaba, pero el deleite por ella sentido, era hijo del éxtasis. En ambos el amor era puro, casto, santísimo, angélico, ideal, y todo deseo y toda voluptuosidad estaban muertos para los dos.

La luna continuaba mandando sobre nosotros su melancólica claridad, las flores sus aromas, los nidos sus besos, la noche su poesía y las estrellas sus chispeantes miradas. ¡Conspiración múltiple de la primavera, para fundir por siempre nuestras dos almas en un ser solo!

Habló también, pero con acento dulce, entrecortado, sollozante, como si cada palabra le costase un supremo esfuerzo, y como si cada frase fuera a hacerla morir. Habló poco, pero con increíble fuego en las ideas y con deliciosa sencillez y vida en las imágenes. Hizo reminiscencias de su amor de niña y me confesó su amor de mujer, su pasión insaciable, exigente, inmensa, que era como un martirio por los celos, como una llama por lo ardiente y como un ensueño por lo ideal, por lo candoroso y por sus infinitos pudores. Acabó sus frases candentes y purísimas con un sollozo, y su cabeza vino a ocultarse en mi pecho, de una manera casi febril.

Mi brazo izquierdo rodeó su cintura y la atraje hacia mí. Su seno quedó entonces apoyado sobre mi corazón y su cabeza sobre mi cuello. Ambos temblábamos en medio de las sombras luminosas de la noche, y nuestras respiraciones eran agitadas. Yo la estrechaba contra mi pecho con delicia, y en lo profundo del cielo los astros nos miraban con amor.

¡Había fija sobre nosotros otra mirada… la mirada infinita de Dios!

Rozando una de sus sienes contra mi cuello, su frente fue cambiando de posición con lentitud, hasta que sus ojos pudieron ver los míos, y entonces una sonrisa inefable de felicidad, entreabrió sus labios.

Un rayo de luna que se filtraba al través de las ramas de los árboles, caía sobre aquella boca hechicera, haciendo brillar el blanquísimo esmalte de sus dientes y comunicando a su sonrisa una poética claridad. Sus ojos negros, bañados por la misma luz, tenían como reflejos de incendio, y su mirada continuaba con la misma irresistible expresión de amor.

Intensa y profundamente, nos vimos así… durante algunos instantes, como si quisiéramos, cada uno por su parte, absorber el alma del otro con la mirada, y después, de común acuerdo y como si ambos obedeciésemos a la misma idea, al mismo impulso, a igual deseo y a una sola voluntad, nuestros labios se unieron con vigor y con fuego, en un beso prolongado, trémulo y palpitante de pasión.

Su cabeza vino a reclinarse nuevamente sobre mi pecho, un

¡ay! dulcísimo brotó de sus labios, y por tres o cuatro minutos, en aquel santo silencio de la noche, sólo se oyeron los latidos de nuestros corazones.

¿Por qué un rayo no cayó entonces sobre los dos? ¿Para qué arrastrar hoy como arrastro este cuerpo que ya no tiene alma? ¿Qué me importa ya sin Carmen que se rompan los ejes de diamante de los mundos y que el universo entero se me desplome?

Enderezándose con languidez como si estuviese aún desfallecida, sacó su pañuelo enjugando sus ojos, que tenía llenos de lágrimas, y mirándome con ternura y sonriendo, dijo con voz suplicante:

—Vámonos.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Temo que

Mamita se inquiete. ¡Nunca hemos tardado tanto!

—Tranquilízate. Mañana hablaré con mi madre y sabrá lo que hemos hablado.

—¡Ay! ¡No! ¡No! —dijo con sobresalto—. ¿Qué va a decir? La huérfana que tanto le debe, paga sus favores robándole el amor de su hijo. ¿Es así como debo manifestarle mi gratitud? ¿Qué voy a contestarla cuando me pregunte? ¡No, por Dios, no le digas nada!

—Cálmate —repuse— ni tú ni yo somos culpables de amarnos. Es Dios quien así lo ha dispuesto. Además, mi madre quiere que yo me establezca, y sospecho que ha comprendido nuestro amor y que le agrada.

—¿Crees eso?

—Sí. Ella me hace muchas recomendaciones de ti, de tu carácter, de tus ideas y de tu corazón.

—¡Es extraño! —dijo como sorprendida—. Ella me dice lo mismo de ti. Todos los días me recomienda que sea cariñosa para contigo, que adivine tus deseos para complacerlos, que me anticipe a ellos y que no pierda ninguna ocasión para demostrarte lo mucho que te quiero. Ya ves que lo hago… —agregó sonriendo y velando sus castos y bellísimos ojos.

—Pues fíjate en todo eso y fíjate también en que procura dejarnos a solas, para que hablemos con libertad. Observa que cuando nos sorprende mirándonos, aparece en sus labios una sonrisa de gozo. No lo dudes. Ha comprendido, y como tiene confianza en nosotros, espera que obraremos como saben y deben hacerlo sus hijos.

—¡Es tan buena! —continuó suspirando—. Pero a pesar de eso, yo te lo suplico… no vayas a decirle nada

todavía.

—Bueno, no le diré nada.

—¿Hasta que yo te diga?

—Hasta que tú quieras. ¿Estás contenta?

Guardando silencio, hizo con la cabeza una señal afirmativa.

—¿Y de lo que antes hablamos, también? —le dije tomando su pañuelo con el cual fingía jugar.

—¡Sí! —afirmó mirándome con timidez—. Yo sabía todo eso, porque lo he aprendido en tus ojos; pero yo quería que me lo dijeras como ahora me lo has dicho, y que no se te olvide.

—Te lo repetiré todos los días.

—¡No! ¡De día no, no me lo digas!

—¿Cuál es la causa?

—No sé… pero yo quiero así, como ahora, de noche, cuando no puedas verme bien.

—Bueno —la contesté sonriendo de la delicadeza de su candor que buscaba la sombra para ocultar sus pudores— lo haré como tú deseas.

—¡Ahora sí, vámonos! —dijo poniéndose en pie—. Dame mi pañuelo —agregó.

—Vámonos —contesté imitándola— pero tu pañuelo lo guardo.

—¿Qué no traes?

—Sí; pero quiero éste.

—¿Y para qué quieres ese trapo? —preguntó mirándome con curiosidad.

—Para acordarme de esta noche —dije tomándole una mano y comenzando a andar con dirección a la casa.

Con la otra que tenía libre, levantó con gracia la falda de su vestido, y sus ojos se fijaron en la arena del piso, en la cual brillaban algunos gusanillos fosforescentes. Iban andando con el mayor cuidado para no pisarlos y parecía preocupada. La luna dibujaba y a veces confundía nuestras dos sombras sobre el suelo del jardín.

—Mira —murmuré con voz trémula, enseñándoselas en uno de aquellos momentos en que se mezclaban— hasta nuestras sombras se besan.

—Sí… pero no… —dijo sonriendo— ¡cuidado con hablarme de eso!

—¿En qué venías pensando?

—En que para acordarte de mí, necesitas de ese trapo y yo… me acuerdo de todo —contestó ruborizándose tanto, que a pesar de la palidez que le comunicaba la luz de la luna, vi que sus mejillas se encendían.

¿Qué recuerdo vino a su memoria en aquel instante? ¿Recordaba aún las caricias que yo le hacía cuando era niña? ¿Pensó tal vez en aquel santo beso que minutos antes hizo perfecta la fusión de nuestras almas? ¡Quién sabe! Más adelante observé muchas veces, que los encantos de aquella mujer se multiplicaban siempre por lo exquisito de sus pudores.

Encontramos a mi madre arrodillada en su oratorio. Se levantó, y sonriéndose con satisfacción nos dijo:

—Rezaba por ustedes. Pedía yo a Dios que no los separase nunca y que juntos vivan siempre felices.

Carmen y yo cruzamos una rápida mirada de inteligencia, recordando nuestro diálogo anterior, y después, acordes como lo estábamos en todo, la abrazamos al mismo tiempo con efusión.

Aquella noche nos acostamos tarde. Carmen tocó en el piano con verdadera inspiración. Cada vez que suspendía, mi madre, muy conmovida, la suplicaba que continuase. Yo iba traduciendo todo lo que ella expresaba en aquel idioma, elegido por su alma, para hablar francamente con la mía.

Hoy, cuando escucho a alguna a quien llaman artista, profesora distinguida o notabilidad en el piano, yo siento que las notas que le arranca caen como helados granizos sobre mi corazón, que sus armonías y melodías son ásperas y chillonas, que todo lo que tocan y que veo aplaudir con entusiasmo, es ininteligible, fuera de tono, absurdo, frío y muerto para mi alma.

¡Ay! es que en aquella música hablaba para mí solo su ardiente y apasionado corazón.

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