Carla

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—Seguramente serían los mismos monjes los que lo enterraran para salvarlo de las invasiones árabes o algo así. Y entonces hicieron el pasadizo con una entrada a ras del suelo. Los Valdivieso lo descubrirían cuando empezaron las obras de la urbanización y pusieron la caseta encima para ocultarlo.

Fueron dando la vuelta alrededor del pasillo de columnas. En una de las paredes encontraron una puerta también tapiada que debía comunicar con la iglesia. Una vez que lo recorrieron todo y comprobaron que no había mucho más que ver salieron a la caseta, volvieron a colocar los sacos y las cajas y se asomaron a la puerta. Todo parecía tranquilo, así que se fueron al chalet. Pero allí sí que había entrado alguien. En el suelo había una cacerola tapada y una barrita de pan.

—Esto es cosa de Belén —dijo Carla—. Mira, bonito con tomate. Te puedo invitar, hay de sobra.

—No, yo me voy a la resi para que no me echen de menos. Vengo luego.

—Pero no le digas nada a mi madre, no me traiciones. Y a todo esto ¿cómo lo averiguaste? ¿Te lo dijo Belén?

—No, no me lo dijo, tienes bastante suerte con tus cómplices. Yo vi por casualidad tu foto en el monedero de tu madre. Al que debíamos decirle que has aparecido es a tu padre, a ver cómo reacciona.

—Se lo diremos en su momento, cuando estemos seguros de que no está implicado en los demás líos de la familia. Ya no puede tardar en descubrirse lo de la iglesia enterrada. Yo soy capaz si veo que llegan con la furgoneta a llevarse todo, de hacer una llamada anónima a la Guardia Civil para impedirlo. No sé por qué el fantasma no lo ha denunciado ya. O está de parte de ellos o tiene él un lío propio. Ahora estaría muy bien colarse en el cuarto de las calderas y escuchar sus conversaciones. Seguro que hablan del tema.

—Ni se te ocurra. Ahora ya te han visto y te conocen. Cuando te pescaron saliendo de la caseta pudieron pensar que habías entrado allí por casualidad, pero si te encuentran en su casa está claro que los estás espiando. Y lo que menos querrán será alguien espiando sus asuntos.

—Bueno, tendré que hacerte caso, porque ahora que sabes un secreto mío me tienes en tus manos.

—Pues sí, soy capaz de chantajearte con lo que sé para que no se te ocurra hacer tonterías. Me voy. Ten mucho cuidado, no te asomes para nada, a no ser que lo veas todo muy despejado.

Cuando Bruno llegó a la residencia aún faltaba un rato para la comida y se fue a pasarlo a la biblioteca. Se le había ocurrido que quizás encontrara allí algún libro sobre la historia del convento o de la orden que lo ocupaba. Preguntó sobre ello al encargado y éste le enseñó unos tomos de encuadernación muy antigua que estaban en una vitrina cerrada.

—Si quieres consultar algo te puedo permitir que los saques —dijo abriendo la llave—.Pero has de tratarlos con mucho cuidado y no te los puedes llevar de esta sala.

Bruno se fue con dos o tres hacia una mesa. Eran muy pesados, las hojas estaban mohosas en algunos sitios y la impresión era tan compacta y con letras tan arcaicas y pequeñas que tuvo que utilizar una lupa para leerlas.

Descartó uno de ellos porque vio que era sólo una relación de los distintos monjes que habían tenido cargos de priores y de las vidas de alguno de ellos que se habían considerado santos o casi. Había otro más prometedor porque hablaba de las propiedades de la orden y hacía una relación de sus tierras de labor y viñedos, pero luego se perdía en listas de arrendatarios y rentas pagadas por éstos, así que lo apartó también.

El tercero era tan gordo y sus páginas estaban tan pegadas unas a otras que estuvo a punto de desistir de mirarlo, pero al abrirlo entre las primeras hojas encontró unas cuartillas escritas, al parecer mucho más modernas puesto que estaban mecanografiadas, si bien con unos caracteres de máquina muy antigua, muy grandes, desiguales y escritos con tinta color amoratado. Era una especie de índice donde explicaba el contenido de cada apartado, especificando las páginas que comprendía. Era un gran hallazgo y agradeció al que se había tomado la molestia de hacerlo, debía hacer ya bastantes años.

Se puso a repasarlo y después de tres o cuatro capítulos encontró la reseña del siguiente que decía:

“Construcción del pasadizo del claustro de la antigua iglesia de la Santa Cruz y de cómo los monjes lo enterraron para ocultarlo a la invasión de las tropas napoleónicas.”

Muy emocionado, buscó la página, se armó de lupa y de un cuaderno y un bolígrafo y empezó la labor de desentrañar el contenido de las apretadas letras, que a veces constituían un verdadero jeroglífico y otras eran totalmente ilegibles si las cubría una mancha de humedad o estaban deterioradas en algún trozo.

Sin embargo después de un rato de esfuerzo, le fue cogiendo el truco y no le costó tanto. Aun así estaba escrito de forma tan farragosa que abrió el ordenador y se dispuso a ir anotando en él lo más importante, haciendo un resumen que al final resultó así:

XXI

Siendo abad de este convento, por la gracia de Dios, el muy reverendísimo Don Anselmo de Alcocer y Valero, señor de (aquí seguía una relación de títulos y prebendas que ostentaba don Anselmo que Bruno no se molestó en copiar) un gran contingente de soldados franceses llegó al convento, sorprendiendo a toda la comunidad reunida en la capilla en el acto solemne de celebrar un funeral por uno de los monjes, un anciano que después de haber vivido hasta cerca de los cien años una vida de austeridad y oración, había muerto el día anterior en olor de santidad. Los soldados rodearon la capilla y ni los frailes ni los campesinos que estaban con ellos pudieron oponer resistencia, siendo encerrados en ella por los franceses que estuvieron allí un día entero y lo emplearon en saquear la despensa del convento y la cercana iglesia de la Santa Cruz (que Bruno dedujo que era la que ellos habían encontrado). Pero al día siguiente una partida de guerrilleros muy numerosa atacó a los franceses. Hubo muchos muertos y al final los soldados que quedaban salieron huyendo, unos en dirección al monte, donde fueron exterminados y otros hacia la parte de Burgos, donde pretendían reunirse con sus tropas que estaba en Aranda.

Entonces los monjes decidieron prevenirse para otro ataque, pensando que los huidos volverían con refuerzos para vengarse de la derrota. Una vez que enterraron al anciano monje y a los que habían caído en la lucha, reunieron todos los víveres que pudieron salvar del saqueo y los trasladaron a la iglesia de la Santa Cruz, y, aprovechando que esa iglesia estaba en parte construida bajo tierra, los depositaron en su claustro. Después levantaron el terreno todo alrededor, construyendo un techo sobre la parte del patio que estaba al descubierto. Durante dos días enteros todos los monjes y los campesinos y sus familias transportaron tierra y piedras, cargándolas en mulas y en carretas de bueyes, y cuando el recinto estuvo cerrado excavaron un pasadizo que emergía a ras del suelo y lo cerraron disimulándolo con tierra y ramas. De esta manera se aseguraban de que, en caso de que el ataque se repitiera, podrían refugiarse allí sin ser descubiertos por sus enemigos, ya que el convento tenía también varios pasadizos que construyeron sus primeros habitantes hasta cerca de algún pozo, para así poder resistir durante los asedios en la época de la reconquista. Alguno de ellos comunicaba con las galerías de una antigua mina de yeso que lindaba con la iglesia.

Cuando efectivamente se produjo un ataque, al cabo de unos días, todos los habitantes del convento y sus alrededores pudieron trasladarse con sus enseres y pertenencias. Estuvieron allí varias jornadas y cuando los soldados invadieron el convento no encontraron nada ni a nadie y tuvieron que marcharse.

Los monjes hicieron jurar a los campesinos que no revelarían nunca la existencia de ese refugio ni del pasadizo, y ellos mismos hicieron voto solemne de no hablar nunca de ello, encomendándole a uno de las frailes que pusiera por escrito este suceso para guardarlo en los archivos del convento y éste lo hizo atribuyendo la salvación de los habitantes del convento y de sus campos, a la Santísima Virgen de la iglesia y a la intercesión del anciano que había muerto ese día, al que consideraron santo y autor de ese milagro.”

Cuando terminó de escribirlo, Bruno lo leyó emocionadísimo. Ahí estaba la clave del misterio de la iglesia enterrada. Pero entonces ¿cómo es que nadie lo había buscado en trescientos años? ¿Sería posible que solo él y Carla, además de los Valdivieso, supieran de su existencia? Era evidente, puesto que si fuera algo conocido, alguien habría hecho algo para sacarla a la luz y estudiarla, o restaurarla, o lo que fuera.

Con el libro en la mano fue a donde estaba el encargado de la biblioteca y le preguntó:

—¿Usted sabe algo de una iglesia que hubo por aquí cerca, que se llamaba de la Santa Cruz?

—¡Ah, sí! —contestó el profesor—. ¡La iglesia enterrada! Ya he leído yo eso. Hace un tiempo, concretamente en los años cuarenta y tantos o cincuenta, Don Egimio Gutiérrez Ponce, un señor muy erudito que fue el que hizo ese índice que está en el libro, anduvo indagando y buscando que alguien le apoyara para buscar la iglesia, porque decía que él podía deducir del relato por dónde podría estar. Pero no encontró quien le financiara y no le hicieron mucho caso. Sólo unos estudiantes de la universidad de Valladolid se tomaron interés en el asunto y fueron a contárselo a un periódico para ver si se podía hacer algo, pero la cosa no pasó de allí. Nadie tenía dinero para la investigación o si lo tenían no querían dedicarlo a eso. A don Egimio le tenían más bien como a un chalado, un sabio distraído que no sabía muy bien lo que se decía. ¡Pobre hombre! Yo le conocí, siendo ya muy viejecito, cuando estuvimos rescatando y archivando estos libros y otros que estaban en la biblioteca del antiguo convento y después se llevaron a la de la universidad. Me habló de esa iglesia y del relato del libro, pero él creía que estaba por la parte de Aguilar de Campóo. ¿Tú conoces la cueva de los franceses? Es esa parte hay un desnivel del terreno, una especie de pared que suelen utilizar los que hacen parapente, porque es como un escalón. Allí podrían estar esas canteras de yeso de las que se habla en el libro, porque ese terreno es calcáreo. Precisamente eso es lo que ha formado las estalactitas y estalagmitas de la cueva, que se llama así justamente porque cuando se descubrió se encontraron en ella restos humanos y se supuso que fueran de soldados franceses, arrojados allí por los guerrilleros después de una pelea.

—Pero, según lo que dice el libro, la iglesia tendría que estar más cerca, por estos alrededores. La cueva de los Franceses está un poco lejos.

—Puede ser, pero nadie la ha encontrado. Cuando se trató de buscar cerca de la cueva se desató una oleada de gente que se lanzó a excavar por todo alrededor, porque se decía que podía encontrarse algún tesoro dejado allí por los soldados de Napoleón. Algo así como los duros de la playa de Cádiz. Pero nadie encontró nada, aunque sí es cierto, vamos parece bastante histórico, que alguno de aquellos soldados, después de un saqueo a un pueblo o a alguna iglesia, ante la imposibilidad de llevarse el botín con ellos durante la campaña, lo dejaron enterrado o escondido en algún sitio seguro con el fin de volver a por él una vez terminada la guerra. En el siglo diecinueve hubo en los pueblos varias leyendas de franceses que venían a buscar sus tesoros y acababan enloqueciendo por no encontrarlos. Pero no se sabe si tenían una base de verdad o las tejía el rencor que aún sentían las gentes de los pueblos por las tropas napoleónicas. Este fue un territorio bastante castigado por la guerra de la Independencia. Desde Aguilar a Ciudad Rodrigo, que sufrió dos asedios, andaban los ejércitos de un lado a otro, estableciendo sus cuarteles, y eran combatidos por las guerrillas que resultaban mucho más eficaces que ellos, porque estaban formadas por gentes que conocían muy bien los terrenos. Por aquí y hasta la parte de Burgos estuvieron el Empecinado y el cura Merino, y en todos los pueblos dejaron unos y otros muestras de su paso. Por eso no tiene nada de particular que los monjes de este convento y la gente que vivía alrededor tuviera tanto miedo y buscaran un medio de asegurarse la supervivencia.

—Debían ser unos tiempos muy agitados —comentó Bruno.

—¡Ya lo creo! Está bien que te intereses por la historia. No es una materia árida, ni mucho menos, cuando se investiga un poco se encuentra uno con cosas muy curiosas. ¿Tú has leído los Episodios Nacionales? ¿No? Pues debías hacerlo. No sólo son muy entretenidos, sino que sirven para enterarse de muchas cosas.

Bruno contestó que intentaría leérselos porque ya le había picado la curiosidad con lo que allí había encontrado. Y pensó para sus adentros que a él la historia se le había metido en su vida cotidiana de improviso, y que lo de los saqueos a las iglesias no era al fin y al cabo una cosa tan antigua. Y se imaginó a Carla como una guerrillera luchando contra las tropas invasoras, aunque ella lo hacía en solitario.

Y claro, lo primero que tenía que hacer con lo que había averiguado era contárselo a Carla. Imprimió lo que tenía escrito en el ordenador y bajó al comedor porque ya era la hora.

Cuando terminó la comida y la mayor parte de los residentes y los profesores se fue a dormir un rato, bajó al almacén a por la bicicleta y se marchó a la urbanización. Después de asegurarse de no ser visto se dirigió al chalet pensando que Carla estaría también allí descansando. Pero en la casa no había nadie. Empezó a marcar en su móvil el de su amiga, pero luego le asaltó una duda. ¿Y si había vuelto a meterse en la finca y el sonido del teléfono la delataba? Claro, que si estaba por allí escondida no iba a ser tan descuidada que no lo apagara o le bajara el volumen, pero prefirió no arriesgarse.

Pensó que quizá hubiera salido a patinar por los alrededores pero buscó entre sus cosas y debajo de una chaqueta estaban los patines con su bolsa. ¿Dónde podría estar?

Bruno se puso de mal humor. ¿Es que esa niña se creía que podía tenerle siempre en vilo, desapareciendo a cada momento? Lo menos que podía haber hecho si había ido a algún sitio era tenerle informado para ahorrarle sustos. Luego pensó que podía estar en la granja y se dirigió hacia allí.

Tampoco en la granja había nadie, por lo menos a la vista, porque la puerta estaba cerrada y las persianas bajadas. También pudiera ser que Belén y su padre durmieran la siesta, y en ese caso tampoco era cosa de molestarles.

Pero cuando después de mirar un poco por los alrededores ya iba a irse, el guarda salió del edificio de los gallineros y abrió un portón grande en él. Un momento después salieron un par de coches con varios ocupantes que se dirigieron a la carretera. El guarda cerró el portón y al volverse vio a Bruno.

—Buenas tardes —saludó—. ¿Buscas a Belén? No está, hoy tenía una reunión en Aspaym. Dentro de un rato tengo que ir a buscarla.

—¿Ya ha terminado su jornada en la granja? ¿No tiene que echar de comer a las gallinas o algo así?

—No, yo me limito a vigilar que no haya ningún problema, pero en realidad todo funciona automáticamente. Esos pobres animales tienen toda su vida programada. Creo, aunque ellas no lo digan, que son mucho más felices éstas mías —refiriéndose a unas cuantas que picoteaban en libertad por los alrededores—. Aunque su destino al final sea el mismo.

Bruno pensó que el padre de Belén era un filósofo ignorado. Debía ser porque pasaba mucho tiempo solo. Se le ocurrió que podía algún rato ir a ver a María a la residencia para charlar un poco, puesto que se conocían de antes. Pero nunca había visto a la cocinera salir de su cocina. Seguramente lo haría poco, para evitar encontrarse con alguno de los Valdivieso.

—¿Esta granja no será también de los dueños de la finca y las bodegas? —le preguntó Bruno para entablar conversación—. Parece ser que son los amos de todo lo de por aquí.

—No, la granja es de una cooperativa. Pero tienes razón, esos señores tienen muchas cosas, porque también la urbanización la está construyendo esa familia. Claro, que ahí han debido tener algún tropiezo, porque eso está paralizado desde no sé cuánto tiempo. Es una pena, porque los chalets son majos y el sitio está muy bien. ¡Una hermosura de árboles se talaron para empezar las obras! De ahí también debieron sacar pasta, porque salieron toneladas de madera, pero daba lástima ver cómo iban cortando pino a pino.

—Pero la gente que tiene dinero no quiere más que ver de dónde puede sacar más. Nunca es bastante.

—Eso digo yo. ¿Para qué querrán tanto? ¡Si luego estuvieran contentos con eso! Pero Eladio el mayordomo dice que todo el día están discutiendo y se llevan como perros y gatos.

—Pues en algún momento se pondrán de acuerdo, por lo menos a la hora de hacer negocios. Me dijo que eran varios hermanos. ¿Ninguno tiene hijos?

—No, ya ves, para qué querrán el dinero si no tienen a quién dejárselo. Mucho lujo, pero debe ser muy triste esa casa, sin niños jugando por ahí. Yo no tengo nada de lo que tienen ellos, pero por lo menos no estoy solo, tengo a la chica. Mucha gente me dice que es una desgracia que sea la única y esté así. ¡Qué saben ellos!

Mientras estaban hablando por la carretera pasaron dos coches seguidos por una furgoneta. Bruno no reparó en ello, porque era algo normal, pero cuando vio que se internaban en la urbanización cayó en la cuenta de que podían ser los Valdivieso dispuestos a efectuar la operación de traslado de las cosas encontradas en la iglesia.

También el guarda se fijó en los vehículos.

—¡Vaya! Creo que por fin va a haber movimiento en ese sitio. ¿Será que van a continuar las obras?

—Bueno, yo me voy —dijo Bruno, cogiendo su bicicleta—. Igual me asomo por ahí a curiosear un poco.

Salió a la carretera y el guarda se metió en la casa. Antes de entrar en la urbanización dejó la bici y la escondió entre las hierbas. Le había entrado el pánico. ¿Y si Carla volvía en ese momento? Para ellos no era ya una cría entrometida que jugaba o patinaba por los alrededores, sino una persona que sabía el secreto de la entrada al pasadizo por la caseta. ¡Si la encontraban estaría en peligro! Pero ¿cómo iba a entrar a avisarla sin que le vieran?

Volvió a marcar el móvil pero la llamada se cortó en seguida. No sabía si la había cortado ella para que no se oyera. Pero de ser así hubiera contestado inmediatamente y no lo hizo. Bruno empezó a desesperarse. No sabía por qué, pero tenía algo así como el presentimiento de que algo iba a pasar, y ese algo tenía que ser que Carla estuviese en un apuro. Ya lo de menos era que se llevaran las cosas de la iglesia para venderlas como antigüedades. Era más importante encontrar a Carla y asegurarse de que estaba a salvo.

Como vio que la furgoneta y los coches estaban aparcados delante de la caseta de las herramientas y no se veían personas alrededor entró sigilosamente, escondiéndose detrás de las tapias de los chalets y dando carreras breves de unos a otros cuando llegaba a un tramo despejado.

Así llegó al de Carla. Miró por la ventana, pero la persiana estaba echada, así que empujó la puerta.

No vio nada al entrar, tuvo que abrir por lo menos unas rendijas de la persiana. Y lo que encontró hizo que el estómago se le subiera a la garganta y luego bajara hasta sus pies.

En el suelo estaban esparcidos el contenido de la bolsa de la chica, varios libros desparramados y el camping gas volcado. Daba la sensación de que había habido allí una lucha.

Bruno se lanzó frenético a mirar por entre la ropa para ver si podía encontrar una pista de lo que había pasado. Y la encontró. Debajo de unos pantalones apareció el móvil de Carla. Lo cogió y lo miró. Parecía que había empezado a escribir un mensaje, porque en la pantalla se veían tres letras: “VAL...”

XXII

Sintiendo una especie de mareo, Bruno se sentó en el suelo mirando estúpidamente la pantalla del teléfono. ¿Qué significaba? Evidentemente que Carla había sido obligada a marcharse del chalet a la fuerza, ya que no se hubiera ido de allí sin llevarse el móvil. Quizá había visto llegar a los dueños de la urbanización y había empezado a mandarle un mensaje, pero no había tenido tiempo de acabarlo porque la sorprendieron. Pero en ese caso no habría empezado por el nombre de la familia, sino que habría intentado explicarle lo que estaba pasando. Sólo se le ocurría que, teniéndolos ya dentro del chalet hubiera intentado desesperadamente avisarle de quién habían sido sus secuestradores. Porque de que se la habían llevado con ellos estaba seguro. Aunque no hubiera leído el mensaje sabía que la habían secuestrado y la tenían ¿dónde? ¿En la furgoneta? Seguramente no, porque si lo que pretendían era llevarse cuanto antes las antigüedades escondidas en la iglesia, no iban a dejarla allí. Por otra parte no tenían más remedio que haber sido ellos, porque otro cualquiera que la hubiera encontrado, por ejemplo la Guardia Civil o el fantasma de la tormenta, la habría dejado recoger sus cosas antes de llevársela.

De pronto se sorprendió a sí mismo de lo fríamente que estaba razonando. ¿Qué hago aquí, perdiendo el tiempo? ¡Tengo que hacer algo corriendo, puede que no se limiten a secuestrarla, sino que le hagan algo! Se levantó rápidamente, pero entonces pensó que ese algo podrían habérselo hecho ya y se imaginó la escena de uno de aquellos hombres o todos, entrando, golpeando a la chica con lo que encontraran y llevándosela exánime para enterrarla en la cueva que pensaban tapiar una vez que sacaran todo de allí. Tuvo que apoyarse en la pared, porque de nuevo se mareaba. ¡En la cueva! ¡Está claro, la han llevado a la cueva! ¿Dónde mejor podían esconderla que en ese sitio que no conocía nadie? Bueno, al menos, eso creían ellos.

—Pero resulta que yo sé que existe —dijo en voz alta—. Tengo que ir a rescatarla de allí.

¡Pero él solo no podía hacer nada! Los Valdivieso debían estar ya sacando las cosas de la iglesia para cargarlas en la furgoneta. Se obligó a pensar con lógica de nuevo. Trasladar todas esas antigüedades no era cosa fácil. El altar era del tamaño de una mesa de comedor grande y estaba hecho de madera maciza. Debía pesar un montón de kilos y el retablo también era enorme y difícil de manejar. Por no hablar de la pila bautismal que era toda de piedra. Y había muchas cosas más. Tendrían que estar allí por lo menos los cuatro hermanos para cargar con todo, y aun así les iba a costar trabajo. El mismo les había oído decir que no querían meter a nadie más en el asunto, por lo que estarían haciéndolo solos. Y después tenían que ir a por lo de la caseta, que también eran unas cuantas cosas. Eso les llevaría bastante tiempo, pero por otro lado seguramente querrían tenerlo acabado para antes de que oscureciese, porque si tenían que encender luces podrían llamar la atención de la Guardia Civil. De todas maneras anochecía tarde, así que el tiempo que tardase en irse la luz era el que él tenía para buscar a Carla.

—Y lo mejor va a ser ir al cuartelillo y contar todo. Pero es todo tan raro que no sé si me van a creer y además me llevará bastante tiempo el explicarlo. Y querrán saber quién es Carla y que está haciendo aquí. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Ya sé, puedo decir simplemente que he visto que alguien estaba en la urbanización y que sacaban cosas de un agujero que me han parecido cosas muy antiguas. Con eso creo que será bastante para que vengan a echar un vistazo. ¿Y si no me creen? Bueno, eso ya depende de lo convincente que sea, y si vienen y ven lo que está pasando les va a costar mucho trabajo a los Valdivieso explicarlo todo. Puedo no decir nada del secreto de Carla y cuando entren en la cueva ya la encontrarán. Lo mejor es que me lleve sus cosas a un lugar seguro por si registran algo más de la urbanización.

Recogió todas las pertenencias de Carla metiéndolas en la bolsa y una mochila y se aseguró de que no quedaba nada en la habitación, pero cuando salía tuvo que coger también varias prendas que estaban tendidas en la cuerda del garaje y volver a abrir la bolsa para meterlas. Se asomó cautelosamente pero por los alrededores no se veía a nadie. Sin embargo se oían las voces de los Valdivieso y golpes de pico. Seguramente estaban echando abajo el montón de yeso, porque para las cosas que tenían que sacar no los bastaba con abrir un boquete. Y además también tenían que demoler la pared que comunicaba con la iglesia.

Cargado con los dos bultos salió escondiéndose de un chalet a otro hasta la puerta de la urbanización. Cuando llegó a la verja se asomó con precaución. Había dos coches aparcados delante, pero ni en ellos ni por alrededor había nadie. Tenía que ir andando por la carretera hasta la entrada de la granja porque en la parte de atrás era donde estaban los malos, y una vez allí dirigirse a la caseta de los camineros, pues se le había ocurrido que el mejor sitio para guardar las bolsas de Carla era la bodega.

Llegó a la granja corriendo y sudando a todo sudar, por el miedo y por el peso. Rodeó los edificios de los gallineros por si el guarda estaba en la casa o en la huerta no tener que dar explicaciones. Después atravesó el tramo de pinar que le separaba de la carretera vieja y se metió en lo que debía haber sido el patio de la casa de los peones. Saltó la tapia, trepó por donde se iniciaba el talud donde estaba la boca de la cueva y llegó a la puerta de la bodega.

Estaba tal y como ellos la dejaron, no parecía haber ido nadie por allí y una vez que hubo escondido las bolsas detrás de las tinajas, salió al aire libre y se quedó un momento dudando.

¿Y si en lugar de avisar a nadie iba él por la galería de la mina entrando por el agujero que ellos habían descubierto, llegaba a la cueva y sacaba a Carla antes de que sus parientes terminasen de derribar el yeso? Pero se le ocurrió que, si Carla estaba consciente y la habían dejado allí, ella misma habría utilizado esa vía de escape. Pero ¿y si no lo estaba? ¿O si tenía que llevársela en brazos y le sorprendían entrando en la cueva en ese momento? Porque si la tenían allí tenían que haber entrado en la mina por el montón de yeso, quizá abriendo un boquete para pasar una persona, aunque después terminaran de tirarlo totalmente.

Todo eran conjeturas y se estaba volviendo loco. Porque también se le ocurrió que antes de salir de la urbanización podría haber espiado a los Valdivieso para ver si tenían a Carla con ellos o si ya habían abierto en el yeso un agujero suficiente para dejarla allí.

—Eso me hubiera asegurado de que la tenían secuestrada y de que pensaban esconderla en la cueva, porque en realidad todo me lo he figurado yo. ¿Y si la hubieran llevado a la casa? Con un coche hubieran tenido tiempo. Todo ha tenido que pasar mientras yo estaba en la granja hablando con el padre de Belén, porque cuando he entrado antes y he visto que estaban allí los patines todo parecía normal—. Aunque le entró la duda de que ya entonces estuvieran las cosas revueltas y él no se hubiera fijado nada más que en los patines. Estaba bastante oscuro.

—No puedo esperar más. Tengo que ir al cuartelillo. Lo mejor es que vuelva a la urbanización, recoja la bicicleta y vaya en ella hasta el pueblo, porque andando voy a tardar más y ya el tiempo está corriendo.

Así lo hizo y cuando llegó a la entrada de la urbanización no quiso irse sin echar un vistazo a lo que hacían los dueños. Fue escondiéndose en los chalets otra vez y llegó a la caseta de las herramientas. Allí no había nadie, pero la furgoneta estaba aparcada delante. Mejor, podría asomarse por las ventanillas por si su amiga estuviera allí. Pero cuando iba a hacerlo vio que llegaba alguien y corrió a ocultarse detrás de la valla del chalet desde donde espiaran aquella noche al fantasma.

Llegó el segundo de los Valdivieso, se metió en la furgoneta, la puso en marcha y se la llevó en dirección a la boca de la cueva. Seguramente ya habían acabado con el montón de yeso y se disponían a empezar a sacar las cosas. ¿O es que tenían a Carla en la furgoneta y pensaban encerrarla? No tenía más remedio que ir hasta allí para comprobarlo.

Era muy peligroso, no podría acercarse mucho porque alrededor de la entrada de la mina no había ninguna casa. El mejor puesto de vigilancia era desde lo alto del talud, pero para eso tendría que correr otra vez hasta la granja, meterse por la carretera vieja y llegar a la parte de atrás. No tenía tiempo.

Así que siguió a la furgoneta y cuando llegó al terreno despejado, se quedó tras la verja del chalet más próximo, confiando en que aquellos a quienes vigilaba estuvieran lo bastante ocupados para que no se les ocurriera dar un vistazo por los alrededores.

Gabriel Valdivieso aparcó la furgoneta con la parte de atrás frente a la entrada de la mina, de donde sus hermanos terminaban de apartar el yeso y los escombros para dejar totalmente libre el hueco. Era grande, lo suficiente para sacar las cosas que allí tenían. Seguramente en la antigüedad entrarían por él vagonetas o carros y puede ser que hasta mulas tirando de ellos.

Se moría de ganas de asomarse a las ventanillas de la furgoneta para ver si estaba Carla, pero era imposible mientras los hermanos estuvieran delante de la cueva. Esperó un rato y al fin vio que se metían por la boca de la mina con las herramientas y al poco oyó golpes de pico que debían ser sobre la pared que separaba la galería de la iglesia. Estaban agrandando el otro agujero.

Sin pensarlo más salió de su escondite y corrió hacia la furgoneta, creyendo ver a cada momento a uno de los Valdivieso salir por la puerta de la cueva. Afortunadamente no lo hicieron. Cuando llegó al vehículo y miró por una de las ventanillas vio que entraba luz en él y era porque la puerta trasera estaba entreabierta. Después de lanzar otra mirada sobre la cueva, dio la vuelta, abrió algo más la puerta y echó un vistazo dentro. Estaba vacía.

Volvió a toda carrera a su escondite. Justo a tiempo. Uno de aquellos hombres apareció y abrió las puertas de la furgoneta de par en par, entró en ella, sacó unos sacos y se volvió a la cueva.

—Eso debe ser porque quieren meter allí las cosas más pequeñas, o sea que ya han terminado de agrandar el agujero. No puedo perder más tiempo. Tengo que coger la bicicleta para ir al cuartelillo a avisar a los guardias.

Pero cuando iba a hacerlo oyó golpes y en la entrada de la mina aparecieron los cuatro hermanos cargando entre todos el pesado retablo. Se estaban dando prisa. Lo malo era que hasta que no terminaran de meterlo en la furgoneta y volvieran a entrar en la cueva, Bruno no podía salir de su escondite.

Y el hacerlo les llevó un rato. El retablo no sólo pesaba, sino que era difícil de manejar y hubo que maniobrar para acomodarlo al hueco de la puerta, subirlo y colocarlo dentro. Cuando lo consiguieron los cuatro hombres, sudorosos, entraron otra vez en la mina.

Rápidamente Bruno salió de detrás del muro y corrió hacia la entrada de la urbanización, salió al campo, recogió la bicicleta que tenía escondida, la arrastró hasta la carretera, montó en ella y empezó a pedalear con toda su alma en dirección al pueblo.

En el camino se cruzó con varios coches y uno de ellos le dio un bocinazo. Pensó que se había colocado demasiado en el centro y el conductor se había asustado, pero siguió sin detenerse.

De repente, en el bolsillo de su pantalón empezó a sonarle el móvil. Pensó no hacer caso pero ¿y si era Carla? Carla no tenía su teléfono con ella pero podía estar llamando desde otro. Se paró. Se lo sacó del bolsillo y se lo llevó al oído. Al otro lado se oyó algo así como un resuello fuerte, pero ninguna voz.

—¡Carla! —gritó—. ¿Eres tú? ¿Qué te pasa? ¿Qué te han hecho?

Otra vez la respiración y un ruido como de alguien que intentaba hablar.

—¡Carla! ¡Dime algo!

Entonces tras de un fuerte resoplido se oyó una voz, pero no era la de Carla. Reconoció el hablar dificultoso de Belén.

—¿Qué pasa, Bruno? ¿Dónde está Carla?

—¿Eres tú, Belén? ¡No sé dónde está! No la he encontrado en su casa, pero ahora voy a buscarla—. No quiso alarmar a Belén contándole lo que había encontrado en el chalet.

—No te preocupes.

—¡Bruno! —se oyó la voz algo agitada—. ¡Búscala y en cuanto la encuentres me llamas! Me da miedo que esa gente le haga algo. Y si no la encuentras vete a decírselo a los guardias, aunque la descubran.

—En este momento voy hacia la casa. Puede haberse metido allí otra vez.

—Sí, ya te he visto por la carretera. Yo iba en el coche de mi padre y te hemos adelantado. Te pitamos. ¡Vete corriendo!

Bruno apagó el aparato y volvió a pedalear. Ya estaba cerca del pueblo, pero vio que hacia él venían un par de vehículos grandes y se echó hacia la orilla para dejarlos pasar.

Eran una furgoneta muy grande con unos altavoces en el techo y unos letreros en los laterales que la identificaban como perteneciente al canal regional de televisión, detrás iban un par de coches más y al final un vehículo de la Guardia Civil.

Mientras seguía pedaleando Bruno pensó en lo extraño que era que se hiciera por allí algún reportaje para la tele, pero luego frenó de repente. Si también estaba la Guardia Civil podía haber sucedido un accidente en la carretera. Pero si los alcanzaba podía avisarlos de lo de los Valdivieso y no tenía que llegar al cuartelillo. Aunque ellos siguieran hasta el sitio donde había pasado algo, podrían avisar para que fueran otros guardias a la urbanización.

Dio la vuelta y pedaleó aún más desesperadamente para alcanzarlos, pero iban rápido y él había perdido unos minutos en decidir volverse. Sin embargo después de perderlos de vista en unas curvas, al llegar a una recta los vio a lo lejos. Si fuera en coche, pensó, les pegaría unos bocinazos para que se pararan, viendo que se iban alejando.

Pero de repente todos los vehículos de la caravana giraron a la izquierda y se metieron por la entrada de la urbanización. ¡No podía creerlo! ¿Iban a investigar allí? ¿Alguien, quizás el fantasma del impermeable los había denunciado? ¿O era otro asunto el que les llevaba a ese sitio?

Voló con su bici a una velocidad que hubieran envidiado los más expertos sprinters del ciclismo y cuando llegó a la puerta de la urbanización oyó que alguien decía por un altavoz:

—Nos encontramos aquí en los terrenos de la urbanización Valdesa, en donde al parecer se han encontrado unos restos arqueológicos de gran valor, según nos han afirmado, una iglesia prerrománica excavada en el terreno, cercana a unas antiguas minas de yeso que ya se explotaban en época medieval...

Bruno llegó sin aliento a donde estaban los coches, se apeó de la bici y se metió entre varias personas que había allí. Un guardia le retuvo cuando se acercaba a lo que todos estaban contemplando.

Y era a los cuatro Valdivieso que empujaban la pila bautismal de piedra hacia la furgoneta, al pie de la cual tenían varios sacos llenos de objetos, unas peanas de madera doradas, imágenes envueltas en sacos y hasta un sagrario en forma de casita que brillaba al sol poniente como si fuera de oro.

XXIII

Lo que más llamó la atención de Bruno de toda la escena, fueron los gestos de espanto y de rabia de los cuatro hermanos. Pensó en seguida que Carla se lo estaba perdiendo y que era una lástima que no viera la cara que se les había quedado a los que parecía ser que eran sus primos.

Dos guardias avanzaron hacia ellos mientras otro señor daba instrucciones a otro agente para que tomase nota de todo lo que veía. De todas formas ya de la furgoneta de la televisión se habían bajado dos fotógrafos que, cámara en el hombro, filmaban con todo detalle a los Valdivieso, a las cosas sacadas, a la furgoneta y a la entrada de la cueva.

Bruno intentó acercarse también, pero el que tomaba notas se lo impidió. Desde donde estaba no pudo oír lo que decían los guardias y los que habían sido cogidos in fraganti, sobre todo porque a su lado la periodista que hablaba por el micrófono se desgañitaba para explicar a la audiencia lo que estaba pasando, aunque se notaba que no tenía mucha idea de ello y se perdía en conjeturas.

En esto llegó otro automóvil y la chica se abalanzó hacia él, le preguntó algo y acto seguido dijo por el micrófono:

—En estos momentos acaba de llegar el delegado de cultura de Castilla y León que nos va a dar su opinión sobre el descubrimiento. Se dirigió a él, poniéndole delante el aparato:

—¿Nos puede decir cuándo tuvieron noticia de este descubrimiento y el valor aproximado de lo que se encuentre?

El señor carraspeó un par de veces y después contestó:

—No puedo saber el valor de lo encontrado hasta que no se saque todo, se haga un inventario y se catalogue. De todas maneras ya le anticipo que el valor de las cosas que contiene esa iglesia es incalculable, pero sólo en términos históricos. De momento lo único que podemos hacer es revisar el hallazgo y dar noticia de él al departamento del patrimonio artístico de la región.

—Comprendo, pero ¿nos querría decir cómo se llevó a cabo el descubrimiento y cómo llegaron las autoridades a tener noticia de él?

—No les puedo decir nada —respondió el delegado bastante bruscamente—, entre otras cosas porque no lo sé y le ruego que me permita hacer mi trabajo.

En vista de eso la periodista se apartó y empezó a hacer comentarios sobre el caso y a preguntar su opinión a los curiosos que se habían reunido alrededor, porque al ver en la urbanización el coche de la televisión y los de la Guardia Civil, varios vehículos que pasaban por la carretera se habían detenido y sus ocupantes se habían bajado para ver qué sucedía.

Bruno intentó explicar al guardia que se ocupaba en retener a la gente dentro de un límite que necesitaba hablar a los otros policías, pero no tuvo éxito. Estos seguían hablando con los Valdivieso, mientras el delegado daba instrucciones a los otros para que sacaran lo que contenía la furgoneta y volvieran a meterlo, junto con las otras cosas que se habían sacado, en la cueva, y después se dirigió a ella seguramente para inspeccionar la iglesia encontrada. Entró en la boca de la mina, seguido por varios hombres de paisano de los que venían en los coches.

—Ahora encontrarán a Carla —se dijo Bruno— y a ver cómo explican los Valdivieso que esté allí.

Pero salieron al cabo de un rato, siendo asaltados de inmediato por los periodistas. Mientras explicaban que contigua a la galería de la mina había una iglesia socavada en parte en la tierra, que no sabían de cuándo databa pero estaba clara su gran antigüedad, Bruno forcejeó entre la gente para acercarse. Intentó preguntarle si no había visto a nadie en la iglesia, pero el hombre no atendía más que a la periodista. Entonces Bruno, con un impulso, arrancó el micrófono de la mano de la chica y se lo llevó a la boca.

—Estos hombres, los dueños de la urbanización, no sólo querían llevarse todo lo que pudieran de esa iglesia, sino que pensaban después enterrarla para que no se supiera que estaba allí y no les impidiera seguir edificando y vendiendo chalets.

Se hizo un silencio y uno de los guardias que hablaban con los Valdivieso se acercó a él.

—¿Qué estás diciendo? —le preguntó—. ¿Conoces tú a los señores Valdivieso? ¿De dónde has sacado eso que dices?

—Después se lo cuento. Ahora es más urgente otra cosa. Esos señores tienen ahí en la cueva secuestrada a una chica, porque la encontraron curioseando y descubrió lo que estaban haciendo. Tienen que entrar ahí y sacarla.

El agente dio una orden a otros dos guardias que entraron en la cueva. Pero salieron al poco rato diciendo que allí no había nadie.

Bruno vio como los agentes obligaban a los cuatro Valdivieso a subir a uno de los coches y cómo otros sacaban un rollo de tira de plástico y lo ponían alrededor de la entrada de la mina, mientras que uno de los que venían con el delegado, después de poner el retablo atravesado a modo de puerta, pegaba una banda ancha de un lado a otro para que quedara precintada.

El guardia civil que parecía dirigir aquello le dijo:

—Tú también vas a tener que venir aquí a explicar todo eso que has dicho.

Bruno sintió pánico. Si le llevaban al cuartelillo le tendrían allí un buen rato preguntándole cosas. Y él tenía que buscar a Carla.

—Señor agente —le dijo al guardia—. Yo le explicaré todo lo que quiera, pero yo vivo en la residencia y si no llego se alarmarán. Déjeme que pase por allí a avisarles y después voy al cuartelillo.

—Está bien —le contestó éste—. De momento vamos a tener bastante trabajo allí. Preséntate mañana y te tomaremos declaración.

Bruno se fue del recinto de la urbanización llevándose la bicicleta. Aunque le habían dicho que no había nadie en la cueva quería comprobarlo por sí mismo. Afortunadamente aún tenía en la cesta la linterna. La cogió y escondió la bici en el pinar contiguo, camuflándola entre unos matorrales, puesto que ahora la urbanización no era un sitio tan solitario y temía que se la robaran, pero si iba con ella hasta los gallineros tendría que dejarla allí a la vista de todos porque no podía llevarla hasta la entrada secreta que la cueva. Fue hasta el talud donde estaba el agujero para entrar en el túnel, trepó por él agarrándose a las retamas y las raíces y cogiendo la cuerda que ellos habían dejado allí la desató y la dejó caer por el hueco. Se puso la linterna en el cinturón y se descolgó por la cuerda hasta llegar al suelo. Una vez allí la encendió y caminó a lo largo del túnel.

En ese tramo no parecía haber indicio de que nadie hubiera pasado por allí, pero cuando llegó a la cueva de entrada vio, además de las cosas que habían intentado llevarse los Valdivieso y que habían vuelto a ser guardadas allí, un montón de escombros que pertenecían a la pared que comunicaba con la iglesia y que habían derribado. Fuera se oían todavía rumores de gente y el altavoz de los periodistas, pero se iban alejando. También pudo oír que varios coches se ponían en marcha. El espectáculo se acababa. Pero no se arriesgó a asomarse por si habían dejado vigilancia.

El hueco que había dejado la pared derribada era bastante grande, lo suficiente para que pasara por allí el retablo que era lo más ancho de lo que habían sacado. Y habían hecho una limpia perfecta. En la iglesia no quedaba nada que se pudiera transportar, hasta se veía que habían arrancado de su sitio varios pedestales de imágenes. Pero tampoco Carla estaba allí.

—¡Carla! —llamó sin querer gritar mucho por si se lo oía desde fuera—. ¡¡Carla!!

Entonces a sus pies oyó algo como un gemido. ¡La cripta! En la entrada de la cripta detrás de donde antes estuviera el altar, había unas tablas sujetas con pedruscos. Los quitó a toda prisa y levantó las tablas. Enfocó la linterna recorriendo todo el recinto lleno de sarcófagos y nichos, y en un rincón, apoyada contra la pared, vio a Carla. Tenía las manos sujetas atrás y una cinta de embalaje le tapaba la boca.

Corrió hacia ella y dejando la linterna en el suelo, la levantó. La chica se tambaleó un poco, pero debió ser por haber estado en la misma postura mucho tiempo pues, gracias a Dios, estaba consciente. En cuanto Bruno le quitó la tira que le tapaba la boca y otra que tenía sujetándole las manos, se abrazó a él, llorosa.

—¡Sabía que vendrías! ¡Tú no me podías fallar!

—Tranquilízate —dijo él, mientras la sujetaba—. ¿Puedes andar?

—Sí, estoy bien, no te preocupes. ¡Qué susto he pasado!

—¿Te han hecho algo? ¿Desde cuando estás aquí?

—Desde esta mañana. Salí un momento para ir a casa de Belén, pero no estaba. Me han debido ver por la carretera y me han seguido. Yo vi un coche, pero no le di importancia.

Cuando entré en el chalet de pronto se abrió la puerta y estaban allí. Yo intenté escaparme, pero no pude. ¡Eran cuatro!

—¿Te han hecho daño?

—No, se limitaron a sujetarme y me metieron en el coche. Después me trajeron aquí y tapiaron la entrada. Quitando eso no me han tratado mal. Hasta me han traído algo de comer.

—¿Sí? ¿Qué te han traído?

—Nada, un batido de chocolate. Pero después de que me lo bebí me ataron las manos y me pusieron eso en la boca. No sé por qué, porque si no iban a estar más que ellos les daba igual que gritara. ¿Han estado sacando las cosas de la iglesia, verdad? Los he oído arrastrarlas y golpes como si arrancaran algo.

—¡Sí! ¡Se lo han llevado todo! Pero ¿no sabes lo mejor? ¡En la puerta les estaba esperando la Guardia Civil, la televisión y no sé cuanta gente más! ¡Ha estado estupendo! Se los han llevado a todos al cuartelillo y han precintado la entrada de la cueva. Yo he venido por la otra galería. Vámonos, tenemos que ir otra vez por allí y se va a hacer de noche. Te lo cuento todo luego. Vamos.

Salieron por el hueco de la cripta hasta la iglesia y luego a la cueva de entrada de la mina. Se asomaron por entre un agujero del retablo y vieron un coche de la Guardia Civil aparcado delante y a un agente que fumaba apoyado en él. Los demás se habían marchado.

—Ahora veo por qué han tardado tanto en ponerse a sacar cosas —dijo Carla—. Han tenido que quitar el montón de yeso entero y derribar toda la pared de dentro. Cuando me trajeron entramos por un agujero más pequeño.

—Claro, pero por ahí no podían sacar las cosas grandes de la iglesia. Vamos, tenemos que salir por el agujero del monte.

Recorrieron la galería y llegaron a donde colgaba la cuerda. Bruno aupó a la chica y la ayudó a llegar hasta la salida. Después trepó él. Salió y ambos bajaron arrastrándose por el empinado terraplén. Cuando se levantaron y comenzaron a andar, Carla dio unos cuantos traspiés.

—¿Qué pasa? ¿Te has hecho daño al bajar?

Ella se paró y se pasó la mano por la frente.

—No, no me he hecho daño. Es peor. Creo que me estoy mareando. ¡Qué tonta soy!

—¿Por qué?

—Me tenía que haber extrañado que el batido me lo trajeran en un vaso. Era uno de esos que vienen en un tetrabrik pequeño con una pajita. Lo lógico es que me lo hubieran dado así. ¿No comprendes? Lo pusieron en un vaso para echarle allí algo.

—¿Quieres decir que te han drogado? ¿Qué sientes?

—Sueño. Espero que no quisieran más que dormirme.

—¡Por Dios, Carla, no te me duermas aquí! ¡Tenemos que llegar por lo menos hasta la casa de Belén!

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