Carla

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Carla

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—Sí, no te preocupes, voy a intentar resistir. Mientras esté andando creo que podré mantenerme despierta.

Atravesaron el pinar y llegaron hasta la casa del guarda, pero estaba cerrada y con las luces apagadas.

—Vamos, no tenemos más remedio que ir a la residencia. ¡Aguanta todo lo que puedas!

—¿Vas a decírselo a mi madre? —preguntó Carla con voz soñolienta—. No, no, no le digas nada...

A partir de ahí ya no habló más. Bruno caminó con ella agarrada de la cintura pero la chica arrastraba cada vez más los pies. Habrían ido más rápido en la bicicleta que estaba escondida cerca de la urbanización pero ¿cómo llevarla de paquete en esas condiciones?

El camino hasta la residencia se les hizo eterno. Carla caminaba como sonámbula y un par de veces estuvo a punto de caerse si su compañero no la hubiera sujetado.

Cuando al fin llegaron, Bruno la dejó sentada en el suelo por fuera de la puerta y entró. Su intención era buscar a María y llevarla a su habitación, pero en la cocina no estaba y cuando llamó a la puerta de su cuarto que estaba cerrada no contestó nadie.

En el comedor contiguo al vestíbulo se oían las voces de los residentes que se preparaban para cenar. Entró allí pero tampoco encontró a María. El administrador le dijo cuando le preguntó:

—¿María? No está hoy. Tenía el día libre y se ha ido a Palencia con unos amigos, el guarda de la granja y su hija. Volverá tarde. ¿Para qué la necesitas?

—No, nada, para decirle que ya he cenado y que no cuenten conmigo.

Salió a buscar a Carla y la encontró donde la había dejado ya definitivamente dormida. Tuvo que cogerla en brazos. Antes tuvo la precaución de sacarse del bolsillo la llave de su cuarto y ponérsela en la boca. Entró en el vestíbulo, dando gracias porque todos estuvieran en ese momento en el comedor.

Empezó a subir la escalera. Al principio le había parecido que la chica no pesaba mucho, pero una cosa esa sujetarla un momento y otra subir dos pisos cargado con ella. Tuvo que pararse varias veces para recuperar el aliento. Afortunadamente no se cruzó con nadie en todo el trayecto.

Cuando por fin llegó a la puerta de su habitación, se quitó las llaves de la boca y con gran dificultad pudo abrir la puerta. Después, con esa misma mano, intentó buscar el interruptor de la luz.

Pero no le hizo falta. Súbitamente la estancia se iluminó y Bruno vio ante sí, estupefacto, dos caras alegres, al tiempo que dos voces igual de animadas gritaban:

—¡¡Sorpresa!!

XXIV

Sí, evidentemente fue una sorpresa, pero no sólo para Bruno. Los dos sonrientes rostros de su hermana Mónica y se ex novia Marina, cambiaron rápidamente sus gestos de alegría por otros de estupor cuando le vieron llegar con una chica en brazos. Bruno, sin hacerlas caso, las apartó para pasar a la habitación y entrar hasta la cama, donde depositó a Carla que estaba completamente exánime y desmadejada. Mientras intentaba sacar de debajo de su cuerpo la colcha para así taparla un poco, oía detrás de él las voces de las otras dos que hablaban al mismo tiempo y además a gritos:

—¡Bruno! ¿Qué significa esto? ¿Quién es esa chica y por qué la traes aquí y así? —decía su hermana.

Y su ex novia: ¡Bruno! ¿Qué está pasando aquí? ¡Esto me lo vas a tener que explicar! ¡Nunca hubiera pensado de ti que te metieras en esos líos! Está drogada ¿verdad?

Cuando consiguió tapar a Carla, Bruno se volvió a las otras y les dijo:

—Tengo que irme. Quedaos vosotras aquí y que no entre nadie. Si se despierta no la dejéis salir de la habitación—. Y se marchó. Todavía por el pasillo le llegaron las voces de las sorprendidas visitas:

—¡Oye! ¡No te vayas! ¡No nos vayas a dejar aquí con esto! ¡Por lo menos explícanos quién es y por qué está así y por qué la tienes que meter en tu cuarto!

—¡Yo que venía con toda la ilusión de sorprenderte! ¿Es eso lo que has estado haciendo todo el verano en lugar de estudiar? ¿Traerte chicas a la cama y drogarlas además? ¡Escúchame! ¡No te vayas!

Bruno, sin hacerlas caso, corrió escaleras abajo. Volvió a intentar llamar al cuarto de María, pero aún no había llegado. Y si tampoco podía contar con Belén y el guarda ¿a quién iba a decirle dónde estaba Carla y lo que la habían hecho?

De pronto tomó una resolución. El que tenía que saberlo era su padre, el señor Román Valdivieso. Ahora mismo iba a ir a la finca a contárselo. Si, como parecía, no estaba implicado en los asuntos sucios de sus sobrinos, no iba a consentir algo tan gordo como un secuestro.

Salió de la residencia y se dirigió a la entrada principal de la casa de los Valdivieso, que estaba contigua al convento pero a la que se entraba por un camino con verjas a los lados. Nunca había pasado por allí. Al final del camino se encontró con una sólida puerta y una serie de llamadores con cámaras y ranuras para introducir tarjetas. Se acordó de que Carla le había dicho que tenían un vigilante en una garita que controlaba al que quisiera entrar. Era evidente que a él no iban a dejarle pasar. ¿Cómo iba a explicar quién era?

Se volvió a la residencia y fue hasta el patio trasero. Podía entrar por la cocina como hicieron aquél día. Saltó la verja y recorrió el trozo de jardín, pero al llegar al aparcamiento que tenía que atravesar para entrar por la puerta del lavadero vio, parados junto a un coche, a Eladio el mayordomo de la familia y a otro que no pudo ver bien porque estaba de espaldas, pero que le pareció el fantasma que conocía a Carla.

—¡Maldición! —murmuró—. ¡Tampoco por aquí voy a poder entrar!

¿Qué podía hacer? Se le ocurrió una idea que no le gustaba nada pero que al parecer era la única posibilidad. ¡La cornisa!

Volvió a saltar la verja del patio, salió de la residencia y se dirigió a la torre. Pero allí le esperaba otro contratiempo. Alguien, sin duda para evitar que entraran los residentes en ese recinto medio derruido había tapiado la puerta con unas tablas sujetas con clavos.

—¿Y ahora qué hago? ¡Tengo que avisar a ese señor y para eso tengo que entrar en la casa! Se le ocurrió ir a contarles algo de lo que pasaba al mayordomo y al otro pero ¿y si estaban de parte de los Valdivieso?

De repente se quedó parado. Había otra posibilidad, pero al pensar en ella se le pusieron los pelos de punta. La otra cornisa, la de arriba, esa otra más estrecha en la que Carla se había quedado atrapada el día que la conoció.

Tembló al pensarlo. —No, no, yo no puedo ir por ahí. Es muy difícil y seguro que me caigo.

Pero luego se representó en su mente la imagen de Carla maniatada y encerrada en la cripta y más tarde anestesiada, tirada en su cama como un trapo. Y se dijo: Si Carla lo hizo, yo también podré.

Entró en la residencia y subió la escalera hasta la biblioteca. No había nadie por allí, todos estaban cenando. Salió a la terraza y se asomó por la baranda. El suelo de abajo le pareció lejanísimo pero, sin querer mirarlo, se subió a la tapia y bajó por el otro lado.

En cuanto se vio en aquél estrecho reborde, lo primero que hizo fue echarse al suelo y ponerse a cuatro patas. Esa forma de recorrerlo no era muy airosa, pero resultaba mucho más segura. Gateó despacio, arrimándose todo lo que podía a la pared y sin querer mirar abajo. El recorrido se le hizo eterno. Cuando al fin llegó a la ventana de la torre y se introdujo por ella, se tuvo que parar un momento para serenarse. Estaba sudando. Pero no podía perder tiempo, sobre todo porque cada vez se estaba haciendo más oscuro y todavía le quedaba la otra cornisa.

Bajó un piso y salió por la otra ventana. Comparándola con la de arriba ésta le pareció una ancha avenida. Recordó el pánico con que la había recorrido la primera vez detrás de Carla y pensó que no era para tanto.

Pero cuando empezó a andar le temblaban un poco las piernas. Aquí no se puso a gatas pero se arrimó bien a la pared. Lo que no se molestó en hacer fue agacharse cuando pasaba delante de alguna ventana. Total, no le iba a ver nadie, estaban todos en el comedor.

Pero al llegar a una de ellas miró dentro y ¡vio al otro lado del cristal a Marina que le contemplaba con espanto!

Se apresuró a pasar de largo y a su espalda oyó el ruido de la ventana al abrirse y una voz histérica que gritaba:

—¡¡Bruno!! ¿Pero qué haces ahora? ¡Bájate de ahí, que te vas a matar!

El siguió sin detenerse hasta llegar al tejadillo del cobertizo de la finca. Se deslizó por él y se dirigió a la puerta del lavadero, rogando al cielo para que no estuviera cerrada.

No lo estaba. La empujó y entró en el cuarto, procurando no hacer ruido. No había nadie. Atravesó el pasillo hasta la cocina, pero allí sí estaba la cocinera, sentada a una mesa, pelando patatas.

Tenía forzosamente que atravesar la cocina para ir a la escalera principal. ¿Cómo hacerlo?

Entró en la despensa y tiró unas cuantas latas al suelo. Bastantes y con mucho estrépito, porque recordó que la señora era algo sorda. Después se escondió detrás de la puerta.

Esperó un momento y la vio entrar, mirar lo que había pasado y ponerse a recogerlas trabajosamente. Entonces salió muy despacio y cuando se encontró en el pasillo corrió hacia la cocina. Se le había ocurrido utilizar el montaplatos para evitar cruzarse con alguien en el vestíbulo o la escalera.

Se metió allí justo a tiempo, porque ya la mujer volvía a entrar en la cocina, y accionó el botón que lo ponía en marcha. El artefacto se balanceó un poco y empezó a ascender lentamente.

¿Podría con su peso? Estaba pensado para subir vajillas, no personas. Ellos ya lo habían utilizado otra vez, pero lo que hicieron fue bajar, no subir, y recordaba que lo había hecho de golpe, seguramente porque pesaban demasiado. Pero, aunque despacio, aquél ascensor-armario, llegó al primer piso y se paró allí.

Bruno salió al gran comedor que estaba desierto y abrió la puerta que daba al pasillo. Tampoco allí se veía a nadie. Las puertas estaban cerradas, pero todas tenían cristales y no había ninguna que tuviera luz encendida.

Entonces salió a la rotonda donde estaba la escalera y se metió por otro pasillo enfrente. Al final de ésta sí se veía una puerta que dejaba pasar luz a través de los cristales. Lo malo era que estaba cerrada. Si la abría y se asomaba ¿a quién encontraría allí? Los cuatro hermanos Valdivieso estaban con la policía, pero quedaban las mujeres. ¿Y si era un dormitorio y su ocupante se ponía a gritar como una loca al ver entrar a un desconocido?

Bruno, de todas maneras, decidió arriesgarse. Si una de ellas gritaba probablemente acudiría don Román, que era el que a él le interesaba ver.

Abrió la puerta y se asomó. La habitación era un despacho muy grande, decorado de forma tan recargada como el resto de la casa. A un lado había un tresillo tapizado de terciopelo y con respaldos muy altos. De las paredes colgaban algunos cuadros, pero casi todos eran diplomas enmarcados de premios concedidos a las bodegas. Al otro lado, junto a unas estanterías en las que había pocos libros pero más trofeos y bandejas de plata con el nombre de los Valdivieso, don Román estaba sentado detrás de una enorme y pesada mesa. Bruno pensó que no faltaba nada en la decoración, ni siquiera el clásico globo terráqueo en que se guardaban bebidas. Cuando don Román, que al parecer no había oído abrirse la puerta levantó la vista y le vio dirigirse hacia él, exclamó con sobresalto:

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

Y como Bruno viera que dirigía su mano a apretar el interruptor de un aparato sobre la mesa, pensando que quizá le había tomado por un atracador, avanzó poniendo por delante las manos bien abiertas.

—¡Espere! Por favor, no llame a nadie. Sólo quiero hablar con usted un momento.

—¿Pero quién es? ¿Y cómo ha podido entrar aquí?

—Verá, yo vivo en la residencia de aquí al lado...

—Si se les ha colado algo por las tapias pídalo en la portería.

—No, no es eso. Yo vengo a hablarle de su familia.

—¿Mi familia? ¡Qué demonios...!

En ese momento sonó el teléfono interrumpiéndole. Don Román lo descolgó y escuchó por él, mientras en su semblante se reflejaba la alarma.

—¿Qué dices? ¿En el cuartelillo? ¿Qué vais ahora a la comisaría de Palencia? Pero ¿qué ha pasado? ¿Habéis tenido un accidente? ¿Y estáis allí los cuatro? Sí, claro, iré en seguida. Pero ¿estáis todos bien? ¿Cómo que llame a Castrillo? ¿Para qué necesitáis un abogado? ¿En qué os habéis metido?

Después de todas esas preguntas a las que al parecer no obtuvo respuestas muy claras, el señor colgó el aparato y le dijo a Bruno con evidente mal humor.

—Bueno, chico, no tengo ni tiempo ni ganas de escuchar tonterías, así que si no es muy importante lo que tienes que decir, márchate y no me hagas perder más tiempo.

—Sí, sí, le aseguro que es muy importante. Aparte de eso yo le puedo explicar el motivo de que sus sobrinos estén en la Comisaría, porque acabo de verlos. La Guardia Civil les sorprendió cuando iban a sacar de la urbanización unos objetos de arte antiguos. Encontraron allí una iglesia medieval, socavada en la tierra y sacaron lo que contenía para después volverla a enterrar y tapiarla con hormigón para que nadie la descubriera.

El pobre señor miraba a Bruno con ojos como platos.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¡Eso no puede ser cierto! ¿Cómo sabes tú eso?

—Acabo de verlo en la urbanización. Ha ido hasta la televisión y el delegado de Cultura. Había allí un montón de gente. Seguramente mañana podrá verlo en las noticias.

—¡Es que no puedo creerlo! ¡Yo no tengo idea de nada de eso!

Y como se dispusiera a coger el teléfono seguramente para recabar más información de alguien, Bruno le detuvo.

—¡Espere! ¡Es más urgente otra cosa! Yo sé que está buscando a alguien de su familia y no sabe dónde está. Usted está buscando a un heredero.

Los ojos del hombre se abrieron aún más si cabe.

—¿Qué dices? —balbuceó.

—¡Es que yo sé dónde está ese heredero! ¡Está aquí al lado, en la residencia!

—Pero ¿cómo sabes...? ¿Aquí al lado? ¿Por qué?

—Sus sobrinos le habían secuestrado y le habían escondido en la iglesia enterrada. Yo lo he sacado y lo he dejado allí.

Aquí don Román Valdivieso no perdió tiempo en asombrarse. Se levantó bruscamente, salió de detrás de la mesa y agarrando a Bruno por un brazo, le ordenó:

—¡Llévame inmediatamente a verlo! ¡No sé si es un impostor, o tú un estafador o qué está pasando, pero me voy a enterar ahora mismo!

Y salió al pasillo, bajó las escaleras a saltos y abrió la puerta principal. A toda velocidad salió a la carretera seguido de Bruno y llegaron a la entrada de la residencia. Bruno se adelantó a él por las escaleras y subió los dos pisos. Pero cuando abrió la puerta de su habitación sólo encontró allí las caras desoladas de su hermana y su novia. La cama estaba vacía.

—¿Dónde está? —les gritó—. ¿Por qué la habéis dejado marchar?

—¿Y qué íbamos a hacer? ¡Se despertó y dijo que se marchaba, que no podía estar aquí!

—¡Pero estáis locas! ¿Habéis visto cómo estaba? ¿Y si se desmaya por ahí?

—Dijo .informó Marina con voz medrosa—, que la busques en la bodega. ¿Tú sabes qué es eso?

Sin contestar, Bruno agarró al atónito Valdivieso y le condujo otra vez escaleras abajo. Tenía que encontrarla. Pero ¿se arriesgaría ese señor a atravesar por medio del campo de noche? ¿No creería que se trataba de un secuestro o algo así?

De pronto recordó. No necesitaban salir al campo. ¡El túnel! ¡Estaba el pasadizo que iba desde allí a la misma bodega!

Se metió con su acompañante en la cocina, pasó por delante del cuarto de las bicicletas y llegó al almacén. Buscó la puerta medio camuflada en la pared y fue a abrirla. Pero entonces recordó que se había dejado la linterna en la bici. Miró a su alrededor para ver si encontraba algo similar, velas, o aunque sólo fuese, cerillas. Tuvo suerte. Sobre un estante había una linterna de las que se suelen llevar en los automóviles. Comprobó que funcionaba y cuando se dirigía a la puerta notó que alguien entraba en el cuarto, pero no se detuvo. La aldabilla estaba quitada, pero él ya sabía lo floja que era. Empujó y enfocó la linterna dentro.

Oyó a sus espaldas varias exclamaciones de asombro y después un grito como de leona herida a la que le acaban de quitar su cachorro.

—¡¡¡Carla!!!

Y otra voz desde la entrada del pasadizo contestó con otro grito:

—¡¡¡Mamá!!!

XXV

A continuación se organizó un tumulto considerable, en donde todo el mundo gritaba a un tiempo y lanzaba preguntas sin respuesta. Hasta que el administrador de la residencia, que era uno de los que habían entrado, los sacó a todos del almacén y los llevó a un salón contiguo al comedor en donde solían quedarse los estudiantes viendo la tele después de cenar y donde no había nadie en ese momento y consiguió que se sentaran la mayoría. Allí estaban, además de Carla y Bruno, el señor Valdivieso, el administrador, María, Belén y su padre y también Mónica y Marina que al parecer habían bajado detrás de ellos.

A Bruno, ya sensible por todas las emociones del día, casi se le saltaron las lágrimas viendo a Carla, a la intrépida y decidida Carla, llorar acurrucada como un bebé sobre las rodillas de su madre, que la acariciaba intentando calmarla.

—¡Mamá! ¡Perdóname! —sollozaba la chica—. ¡Yo no quería engañarte! ¡Pero es que tenía que saberlo! ¿No entiendes?

Evidentemente la madre no entendía nada en absoluto porque todo se le volvía preguntar:

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué has venido? ¿Estás bien? ¿Y Sophie? ¿Dónde está?

Román Valdivieso se dirigió a Bruno más asombrado que furioso:

—¿Me puedes explicar qué es esto? ¿Qué está pasando? Tú me habías dicho que aquí estaba el miembro de mi familia desaparecido. ¿De qué se trata todo esto?

—Yo no le mentí, señor Valdivieso. Aquí está su heredero. Yo le dije que se lo iba a mostrar. ¡Mírele!

Y le señaló al grupo que componían las dos llorosas mujeres abrazadas la una a la otra.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Qué burla es ésta?

—Esta chica, señor, esta chica es su hija.

Ahora ya, además de los ojos como platos, abrió una boca como una fuente.

—¿Mi hija? ¿Pero estás loco? ¡Yo no tengo ninguna hija!

—¿Pues no es su hijo el heredero que busca? ¡No es heredero, es heredera y es ésta!

—¡Es evidente que se trata de un fraude! ¡Claro que busco a mi hijo! ¡Pero está claro que esta niña no puede ser nada mío! ¿O crees que no reconocería a mi hijo?

—O sea —balbuceó Bruno— ¿Qué le conoce?

—¡Claro que le conozco! Hace muchos años que no le veo, pero eso no significa que...

Bruno empezó a querer meterse debajo de una butaca. ¿Sería posible que se hubiera tirado semejante plancha?

Pero entonces María se levantó y apartando a Carla se plantó delante del señor Valdivieso:

—Efectivamente, Don Román, esta chica no puede ser su heredero. Pero tampoco puede decir que no es nada suyo. Esta es Carla, mi hija.

El pobre señor se desplomó en su asiento. A su alrededor el resto de los circunstantes miraban asombrados a cada uno de ellos sin entender nada. Marina y Mónica, con las bocas abiertas, pasaban los ojos de unos a otros como si estuvieran en un set de tenis.

—¿Y usted quién es? —preguntó Román Valdivieso con voz vacilante—. ¿De qué me conoce?

—Yo estuve trabajando hace años con él, colaborando en un estudio sobre nutrición para llevárselo a la India. Le serví de secretaria y mecanógrafa.

Él se la quedó mirando atentamente y luego dijo:

—Sí, ahora que lo menciona, recuerdo eso. Pero me dice que ésta es su hija y...

—Sí, señor. Es mi hija y también la de él.

—Pero —el señor se inclinó hacia adelante, ansiosamente:-Luego ¿sabe dónde está?

—No señor. No lo he vuelto a ver desde entonces, hace dieciocho años.

El hombre se echó atrás en el sillón y se llevó las manos a la cara.

—¿Así que Miguel tuvo un hijo? No tenía ni idea.

En ese momento Carla se plantó ante el señor Valdivieso y le gritó:

—¡No se vaya ahora a hacer el desentendido! ¡Toda la culpa es suya! ¿Por qué dejó abandonada a mi madre estando embarazada?

—Calla, Carla —dijo su madre apartándola—. Tú no sabes...

—¡Sí que sé! ¿Quién es ése que está desaparecido? ¿Es mi padre? ¡Pues son los dos iguales!

—Te aseguro... María Carlota ¿verdad? Ya te recuerdo. Es la primera noticia que tengo de esto. Pero estate tranquila, que si es cierto, tu hija va a tener todos los derechos que le correspondan.

Aquí la que saltó fue la madre:

—¡Mi hija no necesita nada de su familia! ¡Me las he arreglado yo sola con ella todo este tiempo y no le ha faltado nada!

—No, si quiero decir que...

—¿Que nos va a dar dinero para que nos callemos? —intervino Carla—. ¡Muy típico! ¡Claro que es mucho más civilizado que lo que me hubieran hecho sus sobrinos se llegan a enterarse de quién era!

Entonces metió baza el administrador que, pese a no estarse enterando de nada, como la cosa no iba con él era el único que parecía conservar la serenidad.

—¡Cálmense todos, por favor! Señor Valdivieso, yo no sé lo que está pasando pero creo que será mucho mejor que todos se expliquen claramente sin perder la calma—. Y sin preguntarle se dirigió a un armario y sacó de allí una botella de coñac y una copa que ofreció a su vecino.

—Carla, tú no intervengas en esto —dijo María—. No sé por qué estás aquí ni qué ha pasado, pero luego hablaremos tú y yo.

—¡Es que, mamá, este señor tiene el descaro de decir que no sabía que yo existía! ¡Pero yo sé que está mintiendo!

—¿Por qué dices eso?

—¡Porque a mí me lo dijo ese señor que te conocía!

—¿Qué señor? ¿De quién hablas?

—No sé quién es, pero es el que lo sabe y el que está buscando al heredero. No sé ni dónde vive ni nada, pero está por aquí cerca, lo hemos visto varias veces. ¿Verdad, Bruno?

—¿El fantasma, dices? ¡Claro! Lo he visto hace un rato en la finca.

—Pero ¿de qué habláis? ¿Qué es eso de un fantasma?

—¡Del que está buscando al heredero, que resulta ahora que es el padre de Carla! ¡Yo le he oído decir que no le encontraba! —terció Bruno.

Y acto seguido intervino un personaje más. El auténtico fantasma seguido de Braulio el mayordomo completaron la concurrencia entrando por la puerta del salón.

Sin fijarse mucho en los jóvenes que componían parte de esa concurrencia, se dirigió directamente al señor Valdivieso.

—¡Román! ¿Has hablado con tus sobrinos? ¿Te has enterado de lo que pasó?

Don Román le miró como si no supiera de qué le hablaban. Luego dio un respingo:

—¡Sí, sí! ¿Qué ha sido? ¿Lo sabes tú?

—Están detenidos por tráfico de objetos de arte. Se los han llevado a Palencia para hacer la investigación.

—¿Y qué es eso de una iglesia enterrada? ¿La encontraron ellos?

—Ahora te cuento. Después iré contigo a Palencia.

—Pero —el señor miró a su alrededor y debió pensar que no era prudente allí, delante de tanta gente—. ¿No sería mejor que fuésemos a mi despacho?

—Es igual —contestó el otro—. Lo han sacado en televisión.

—De todas maneras no es éste ni el lugar ni el momento indicado. Tenemos que irnos a Palencia. Por el camino me lo vas contando.

El señor Valdivieso se levantó y se dirigió a la puerta, seguido por el fantasma. Pero éste de pronto se fijó en las personas que le rodeaban. Se quedó mirando a Carla y su madre y dijo:

—No, espera, Román. Vete tú con Braulio y yo te alcanzo en una hora.

—Pero —dijo Román—, me tienes que contar...

—No importa, puede informarte Braulio. Yo tengo que hacer algo antes.

—¿Braulio?

—Sí, te aseguro que está totalmente enterado. Puedes fiarte.

El pobre señor se echó las manos a la cabeza con gesto consternado:

¡Válgame Dios! Parece que aquí todo el mundo está enterado de todo. Todo el mundo menos yo.

Y, resignado, se fue con Braulio que le sostuvo la puerta y le cedió el paso por ella para salir al vestíbulo.

—Por aquí, señor.

Cuando se marcharon el fantasma se volvió hacia María y la estuvo observando, así como a Carla. Luego dijo:

—María Carlota Casariego. ¿Te acuerdas de mí?

—Perfectamente —respondió María—. Aunque han pasado muchos años.

—Te he buscado mucho tiempo y me parece fantástico encontrarte aquí. Esta es tu hija.

—Esta es mi hija —dijo gravemente María—. Y la de él.

—¿Sabes dónde está?

—No, no he vuelto a verle desde entonces. ¿Y tú?

—Tampoco sé nada. La niña se le parece.

Los demás asistentes a la reunión, Bruno, su hermana, su novia, Belén y el guarda contemplaban la escena como si estuvieran en el cine. El administrador salió de la sala discretamente.

—¿Qué pasó, María? ¿Me lo quieres contar?

—¡Un momento! —interrumpió entonces Carla—. ¡No tienes que contarle nada de nuestra vida a este señor! ¿Estás segura de que es de confianza? ¡Porque todo eso que se trae con lo del hallazgo de la iglesia y...!

Pero tras el gesto de ansiedad que contraía el rostro de María asomó una sonrisa de tranquilidad.

—Sí, Carla, no te preocupes. Podemos fiarnos de él.

—Pero ¿quién es?

—José Luis Ramírez Santos, administrador de confianza de don Román Valdivieso —se presentó a sí mismo el fantasma—. Y amigo de tu padre.

—¿Amigo de mi padre? ¡Entonces que nos explique por qué te abandonó estando embarazada!

—Carla, tú no sabes nada. No me abandonó y tampoco lo sabía. Pero después hablaremos de eso tú y yo.

—¿Por qué te fuiste, María? —la interrumpió el fantasma, es decir, el abogado, que ahora sabían que se llamaba José Luis.

—Pregúntaselo a tus patrones —contestó María—. Es una historia sencilla, ya te la contaré, pero no ahora. Tienes que irte a Palencia.

—Tienes razón, es muy tarde. Mañana hablaremos. Tengo que ayudar a don Román. Los sobrinos están metidos en un buen lío. Pueden acabar en la cárcel y habrá que hacer algo.

—¿Usted cree que los meterán en la cárcel? —intervino Bruno—. ¡Les estaría bien! ¡Y no sólo por lo de la iglesia y las cosas que iban a robar! ¡Si llegan a saber que Carla era la hija de ese heredero no sé qué la hubieran hecho! Pero afortunadamente creían sólo que estaba enterada de lo que pensaban hacer.

—¿Cómo que estaba enterada? ¿Qué sabéis vosotros de eso?

—Que querían tapiar la iglesia y el claustro enterrado y llevarse las cosas que había allí, los cuadros y las imágenes y el altar y todo eso.

—¡Eh, eh! ¿Qué sabes del claustro enterrado? ¡Eso no lo sabe todavía ni la policía!

—Me refiero al túnel al que se entra por la caseta de las herramientas y al claustro que hay al final. Nosotros lo habíamos encontrado, y también usted, porque le vimos entrar allí la noche de la tormenta.

—¿Quién más lo sabe?

—Sólo nosotros.

—Entonces vamos a hacer una cosa. Mañana me lo contáis cuando venga a hablar con María. Ahora tengo que irme.

—De acuerdo. Mañana le explicaremos todo, porque es largo ¿verdad Carla?

Pero Carla que no había estado atenta a lo que hablaba Bruno con el abogado, dijo con acento furioso:

—¡Pues no me lo creo! ¿Dices que mi padre no sabe que existo? ¿Entonces por qué me dijo aquello en el aeropuerto?

—¡Bueno, a ver! —exclamó María—. ¿Tú le has visto en el aeropuerto? ¿Tú le has contado que yo estaba aquí?

—Yo vi a tu hija por casualidad en el aeropuerto, pero fue un momento, no me contó nada.

—¡Pensé que era así como nos habías localizado! Sólo ella y mi amiga de Londres sabían dónde estaba.

—Sí, has estado muchos años en que nadie sabía dónde estabas. Pero a veces es bueno estar en contacto con la gente.

—¡Yo no tengo que dar cuentas a nadie de lo que hago con mi vida!

De repente se oyó la voz bronca y entrecortada de Belén. Las dos chicas dieron un respingo y la miraron como si hubieran oído hablar al aparador.

—Es verdad, María, tú no cuentas nada a nadie. Yo ni siquiera sabía quién era el padre de Carla. De haberlo sabido habría ahorrado muchas cosas.

—¿Por qué?

—Porque se lo hubiera dicho a Carla y habría evitado que hiciese tonterías.

—¿Carla? ¿Qué ha hecho? ¡Carla! —gritó María.

Pero Carla se había sentado en la butaca donde estuvo don Román y su cabeza se balanceaba sin control. María fue corriendo hacia ella.

—¡Hija! ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

—No —la tranquilizó Bruno—. Solo está muerta de sueño.

Carla le lanzó una mirada turbia y musitó:

—Y de hambre—. Y acto seguido abrió la boca con un bostezo que parecía que se iba a volver del revés.

—¡Claro, pobrecita, si no has cenado! Bueno, ya aclararemos las cosas —se impuso el sentido práctico de María—. Venid conmigo a la cocina. Tú también —le dijo a Bruno—. ¿Y vosotras? —se dirigió a Marina y Mónica—. ¿También estáis sin cenar?

—Pues sí —contestó Mónica. Y añadió: Pero no queremos molestar.

Y aun así se fueron en seguida detrás de María junto con Carla y Bruno. El abogado y el padre de Belén se despidieron y Belén pasó directamente a la cocina y se puso a sacar sartenes. La cocinera les llevó al cuarto de al lado, donde estaba el ordenador, puso un hule sobre la mesa y les dijo:

—Sentaos aquí un momento y en seguida preparo algo.

—Yo, por mí, con algo sencillo... Una ensaladita o así... —habló Marina. Pero se calló viendo cómo la miraban los demás.

—Carla —dijo Bruno—, ahora ya está la cosa clara. Nunca se nos hubiera ocurrido que nos saltábamos una generación.

—¿De qué habláis? —preguntó Mónica.

—Es una historia muy larga. Algo que hemos averiguado.

—Sí, ya veo que lo que menos has hecho ha sido estudiar —comentó agriamente Marina—. ¿No habías venido a eso? ¡Y nosotras que pensábamos darte una sorpresa! Más bien nos la has dado tú.

Pero la conversación se interrumpió porque aparecieron Belén y María con vasos, cubiertos y cuatro platos con dos huevos fritos cada uno, una fuente de patatas y otra de lonchas de jamón.

—Hay también un poco de pisto de mediodía —dijo María—. ¿Lo traigo?

Marina miraba horrorizada el plato que le habían puesto delante.

—¿No pensarán que yo voy a comerme esto? ¡Es una barbaridad! Tú tampoco, ¿verdad, Mónica?

Mónica contestó sencillamente:

—Yo sí.

La otra miró a Carla y a Bruno que la emprendían con el jamón, echó una mirada a su plato y decidió:

—Yo también.

Después, mientras observaba cómo los demás mojaban en los huevos fritos unos trozos del exquisito pan de Palencia, comentó:

—Desde luego, no habrás estudiado mucho desde que estás aquí, pero lo que es aburrirte, no te has aburrido ni pizca.

XXVI

Cuando Bruno, a la mañana siguiente, bajó a desayunar con Mónica y Marina, que habían dormido en un cuarto de la residencia que se utilizaba para visitantes ocasionales, le preguntó a la cocinera por Carla.

—Duerme todavía —dijo su madre—. No quiero despertarla. Estaba agotada.

—Y vosotras ¿qué pensáis hacer? —preguntó Bruno a las dos chicas.

—Volvernos a Tenerife en seguida. Habíamos pensado quedarnos un par de días, pero yo no aguanto ni uno más.

—Yo tampoco. Aquí no hay nada y además hace un calor horroroso. No sé cómo lo soportas tú.

—Como dijiste, no me he aburrido hasta ahora. ¿Qué esperabais encontrar aquí? ¿Discotecas o desfiles de moda?

—Por lo menos anoche hubiéramos podido ir a algún sitio a cenar o a tomar algo. Es lo que habíamos planeado. Pero como estabas tan ocupado...

—Si me hubierais llamado por teléfono habría hecho un hueco en mi agenda.

—¡Qué gracioso! —saltó Marina—. Pues no sé si sabrás que te llamamos las dos varias veces, al móvil, que siempre estaba apagado y al fijo de aquí, pero siempre nos decían que no estabas. Yo no me explicaba qué hacías fuera de la residencia en lugar de estudiar. Pero claro, ahora lo entiendo. Estabas demasiado atareado salvando a adolescentes huérfanas y descubriendo ruinas. ¿Quién es esa chica? ¿La has conocido aquí?

—Ya lo visteis anoche. La hija de la cocinera.

—Sí, ya me enteré. La hija que la cocinera tuvo con un tipo que no se sabe en dónde está. Ya veo con la clase de gente que te juntas ahora.

—Me junto con la clase de gente con la que me lo paso bien. Y además, ¿no os enterasteis de que Carla era hija de uno de los Valdivieso, los dueños de las bodegas? Esa familia nos puede enterrar a todos en euros, así que tan mal no está esa chica.

—¡A saber si eso es verdad! Igual la cocinera se lo ha inventado para sacarles dinero. Eso les pasa mucho a los ricos, en seguida les salen hijos bastardos por todas partes.

—Carla daría todo lo que tuviera por no pertenecer a esa familia. ¿No te has enterado además de que son unos delincuentes?

—La verdad, Bruno, es que cómo has cambiado. Ahora parece que te encuentras a gusto en estos ambientes tan...

—Sí, tienes razón. Me encuentro muy a gusto, gracias a Dios.

—Bueno —terció Mónica—. Vamos a subir a recoger nuestras cosas. Cuanto antes nos vayamos, mejor.

Subieron las dos a la habitación y Bruno se dirigió a la cocina para ver si Carla ya se había despertado. Pero se la encontró llegando desde la puerta de la calle, toda acalorada, en lugar de venir de la puerta del cuarto.

—¿Qué haces? ¿De dónde vienes? —le preguntó.

—He estado en el chalet y ¡se han llevado todas mis cosas! Ha entrado alguien, o a lo mejor los guardias han estado inspeccionando por la urbanización y las han encontrado. Ahora tendré que explicar que he estado allí si quiero recuperarlo.

—Tranquila, tus cosas las he rescatado yo. Están escondidas en la bodega.

—¡Oye! ¿Y te acuerdas de que también está en la bodega la caja del tesoro? ¿Qué vamos a hacer con ella?

—Bueno, de momento vete a desayunar. Yo voy a recoger tus bolsas.

Salió a la puerta donde ya estaban Marina y Mónica con su equipaje. Dijo esta última:

—He traído mi coche. Ahora vamos a Palencia a dejarlo en casa y después directamente al aeropuerto. ¿Nos acompañas?

—No puedo, tengo que esperar al abogado para hablar con él. Pero sí podéis acercarme hasta donde yo os diga para recoger unas cosas.

Cuando estuvieron en el coche, Mónica comentó:-¡Anda, que vaya líos en que te metes! No me he enterado de nada de lo que ha pasado, espero que me lo cuentes algún día.

Ya puedes tener cuidado.

Llegaron a la entrada de la granja y Bruno indicó que se metieran por allí. En la puerta de su casa estaba Belén regando los tiestos de las ventanas. Se acercó al coche y le dijo:

—Ahora podemos estar más tranquilos ¿no? Ya Carla está en su casa.

Las dos chicas la oían hablar con una mezcla de asombro y aprensión. Bruno le dijo a Marina que conducía que siguiese un poco más por el camino de tierra.

—¿Esa también es amiga tuya? —preguntó Mónica—. Me pone mala oírla. Es tan desagradable...

—A ella también le resulta desagradable hablar, porque le cuesta trabajo. Por eso en su casa utiliza un ordenador.

—¿Un ordenador? —exclamaron las dos a un tiempo como si hubiera dicho un disparate—. Estás de broma ¿verdad?

Pero Bruno, sin hacerlas caso, le hizo una señal a Mónica para que parase, se bajó y dijo:

—Esperad un momento. No puedes meter el coche hasta donde voy.

—¿Y adónde vas? Por ahí no hay nada.

—Es aquí cerca. Venid conmigo si queréis.

Las dos miraron la espesura de alta hierba reseca por la que Bruno empezaba a internarse como si esperaran que fuera a aparecer por ella una serpiente de cascabel.

—Mejor esperamos aquí. No tardes.

Bruno atravesó por entre la maleza hasta llegar a la casa en ruinas y de ahí a la bodega. Sacó la bolsa y la mochila de Carla y volvió al coche. Las puso en el maletero y les dijo a las chicas:

—Tengo que volver a por algo más. Esperadme otro poco.

Había pensado que una vez que habían llamado la atención de la gente sobre el pasadizo que partía de la residencia, alguien podría recorrerlo hasta la bodega y encontrar su tesoro. Mejor era guardarlo en su cuarto de la residencia, encerrado con llave en su armario, y para eso debía aprovechar la ocasión de poderlo llevar en coche.

Tuvo que arrastrar la pesada arca por el suelo, tirando del saco en que estaba envuelta, porque era imposible cargar con ella por aquel terreno accidentado. Cuando llegó al coche, las dos chicas le miraron asombradas.

—¿Qué llevas ahí? ¿Vosotros habéis robado también algo de esa iglesia?

—Nosotros no hemos robado nada. Ayudadme a ponerlo en el maletero, ya os contaré todo.

Volvieron a la residencia. Bruno descargó sus cosas y después Mónica y Marina se despidieron. Cuando las vio alejarse llevó las bolsas de Carla al cuarto de María y subió el cofre a su habitación. Cuando bajaba otra vez, sudoroso, se encontró en el vestíbulo con el abogado José Luis Ramírez.

—¿Estáis listos, chicos? —le dijo—. Quiero hablar con vosotros antes de con María.

—¿Por qué?

—Porque me da la sensación de que algunas cosas de las que me tenéis que contar no son aptas para oídos de madres. ¿Me equivoco?

—No, tiene razón, pero lo malo es que yo mismo no estoy muy seguro de que todas sean aptas para oídos de abogado.

—No te preocupes, los abogados estamos acostumbrados a oír confesar hasta crímenes. Lo que me contéis quedará entre vosotros y yo, y sólo vosotros decidiréis qué contar a los demás.

Salió Carla y los tres se sentaron en el salón de la televisión donde estuvieron la noche anterior y donde no había nadie en ese momento.

—A ver, empezad a contarme —dijo José Luis—. ¿Cómo fue que descubristeis la iglesia enterrada?

—Fue por casualidad —explicó en seguida Carla—. Estábamos patinando en la urbanización.

—Perdón, pero he quedado con tu amigo en que me ibais a contar la verdad.

Carla miró a Bruno alarmada.

—Es mejor —contestó éste—. Yo creo que debemos contarle todo.

Ella se alarmó aún más.

—Pero ¿todo, todo?

—Todo. Yo sólo voy a escucharos, no a armaros una bronca por lo que hayáis hecho.

Entonces Bruno empezó su relato diciendo que Carla había oído que los Valdivieso hablaban de algo escondido en la urbanización, pero tuvo que explicar cómo se las había arreglado para escuchar, y luego dónde estaba escondida Carla, y al final, una cosa tras otra, fue saliendo todo, incluido el agujero en el montón de yeso, el descubrimiento de la iglesia, la incursión en la casa de la familia y la huida de Carla patinando por la carretera para escapar de los hermanos Valdivieso. Cuando terminaron el abogado no salía de su asombro.

—Bueno, desde luego, si alguna duda hubiera tenido de que tú eras hija de tu padre, ya no me queda ninguna. Eres igual que él.

—¿Sí? ¿Y cómo es él? —preguntó Carla.

—Así como tú, intrépido y aventurero. Demasiado aventurero para mi gusto. Y que cuando se empeña en saber algo no para hasta conseguirlo. También igual que tú. Porque ahora comprendo que ese día no cogiste el avión, sino que volviste aquí. ¿Por qué?

—Porque me dijo que yo era hija de un Valdivieso. Y no tenía más remedio que volver para conocerle.

—Entonces fue por lo que yo te dije. Me siento culpable. ¿Cómo se te ocurrió venir aquí a escondidas de tu madre?

—Pensé que sería nada más que por uno o dos días. Luego las cosas se complicaron.

—Ya veo. Tu padre hubiera hecho algo parecido.

—¿Y dónde está ahora?

—Eso me gustaría saber a mí. Pero te aseguro que le voy a encontrar. Si sólo pudiera comunicarme con él y decirle que tiene una hija, estoy seguro de que vendría corriendo.

—¿Por qué entonces no ha venido corriendo en dieciséis años?

—Ya te lo he dicho, porque no lo sabía. Ahora te enterarás con tu madre de cómo ocurrieron las cosas. Vamos a hablar con María.

—Pero antes díganos .dijo Bruno—. ¿Cómo se enteró la policía justo a tiempo de encontrarlos sacando todo aquello? ¿Les denunció usted?

—Llámame de tú, hijo, que no soy tan viejo. Efectivamente, yo llamé a la Guardia Civil y a la televisión.

—¿Y cómo sabías que precisamente ese día iban a hacerlo?

—Porque ya no les quedaban más días. Como sabéis, tenían que devolver la furgoneta el domingo. Como antes había estado estropeada no tenían mucho tiempo.

—¡No me diga, perdón, no me digas que tuviste algo que ver con la avería de la furgoneta!

—Yo personalmente, no. Se lo encargué a Eladio, el mayordomo. También fue él el que me ha informado de los planes de los cuatro hermanos. Ya sabéis, la gente como ellos habla delante de los criados como si éstos fueran muebles, sin cortarse un pelo.

—Eladio le dijo al guarda de la granja que a él no le podían despedir porque sabía muchas cosas de esa familia. Decía que cuando se cansara de aguantarlos iba a escribir un libro contando todos sus trapos sucios.

—Ahora podrá hacerlo. Tendrán que hacer mucho esfuerzo para mantener su prestigio después de esto. Eso si salen bien librados de las acusaciones que tienen ahora mismo. El juez ha ordenado su detención por presunto fraude en la venta de los chalets, por tráfico de objetos de arte y antigüedades y por atentar contra el patrimonio cultural y artístico.

—Y por secuestro —intervino Carla.

—¿Cómo secuestro? ¿A quién han secuestrado?

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