Capital

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9. Jugadores

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9. Jugadores

 

Me

encuentro en el centro de Madrid dentro de una cafetería muy bonita. Está toda

decorada con velas que crean un ambiente romántico. Aquí entra todo tipo de

personas, amigos que quieren reírse un buen rato, parejas que buscan un momento

de intimidad, hombres o mujeres solitarios que se sientan en una mesa apartados

de todo el mundo. Con tantas separaciones imaginarias, es difícil que una

pareja atienda lo que hace la pareja de al lado… a menos que sea más

interesante. Estoy de pie en medio de la sala central, donde un largo piano de

cola preside la sala.

Un grupo de chicos vestidos con traje y

corbata se dedican a ver las fotos guardadas en cámaras digitales y móviles.

Dos chicas enamoradas, una rubia y otra morena, se besan delicadamente mientras

una le acaricia el pelo a la otra, y la otra sujeta una cajita azul en una de

sus manos. Un chico de mediana edad que se sienta en una esquina a escribir en

un cuaderno de color blanco.

Todo llega a ser muy misterioso. Los

camareros son como robots. Tienen la vista perdida, no miran por donde caminan

y sin embargo nunca tropiezan. Todos son perfectos: cara perfecta, peinado

perfecto, traje perfecto. Ellos también contribuyen a crear la atmósfera de

misterio que sobrevuela la estancia.

  Se escucha un piano de fondo, un sonido

que invita a cerrar los ojos y olvidarte de la vida, de todos los problemas y

ver qué deseas hacer de verdad. Pensar en tus mayores deseos, olvidarte de los

problemas, adentrarte en lo más profundo de tu ser a cualquier precio. Sentir

que eres único en el Universo, que no hay nada mejor que tú, que solamente

existes tú… ¿Acaso todas las personas que están en este local se sentirán de

tal forma? Quizá sí… pero creo que hay tres individuos que no tienen tiempo

para pensar en ellos mismos, en sus verdaderos deseos e ilusiones.

Se martirizan por los hechos externos, se

dejan influir por cosas que aparentemente ellos no pueden modificar. Son ellos…

aquellos de la mesa menos iluminada, los de la esquina. La anciana con diadema

dorada, el hombre barbudo y la chica sonriente del metro de Madrid.

¡Qué curioso encontrarles aquí! Me parece

que me voy a sentar con ellos, ya que me envían muy malas vibraciones que hacen

sospechar que algo traman. Una vez a su lado, tomo asiento junto al hombre

barbudo. Frente a mi está la anciana, y a la derecha del hombre barbudo se

encuentra la chica sonriente. La anciana se dispone a hablar:

―Parece que por fin lo ha olvidado

todo ―dice de forma seria.

―Tiene que tratarse de la primera

vez, ya veréis como a la segunda vez todo seguirá su camino natural ―responde

la chica sonriente.

―Aún no ha acabado el plazo de

entrega ―dice al aire el hombre barbudo.

―Solamente podemos pensar ―dice

la anciana, para seguidamente permanecer en silencio junto a sus compañeros por

un tiempo casi eterno―. Ya lo sé. Aún se puede realizar una jugada más.

Es entonces cuando un enigmático camarero

hace acto de presencia para preguntarnos si deseábamos algo de beber. Mis

compañeros de mesa piden diferentes tipos de refrescos, y yo, lógicamente, decido

quedarme en ayuno. Una vez el camarero se ha ido, los tres individuos

permanecen en un sepulcral silencio hasta que el camarero vuelve con los

refrescos solicitados. Ha pagado la joven sonriente, aunque, todo hay que

decirlo, hoy no está tan sonriente como de costumbre.

Ellos siguen en silencio.

Silencio.

Silencio en mitad de este hermoso bar.

Como en los túneles de metro, como en las madrigueras de topos, en esta mesa

hay mucho silencio. Aprovecho este descanso para comentar una cosa que lleva rondando

la cabeza un buen tiempo.

Os preguntaréis que porqué estoy aquí.

Que quién soy yo y que por qué me voy volando de un lado a otro de la Comunidad

de Madrid siguiendo a un grupo determinado de personas. Bien, veréis…

No puedo decir quién soy yo. La verdad es

que no importa, no es trascendente saber quién ha escrito estas hojas, lo

importante es buscar el significado verdadero de las letras que forman

palabras, las palabras que forman frases, las frases que forman capítulos, y

los capítulos que forman este libro. Seguramente haya cosas que estéis de

acuerdo conmigo, otras seguro que no tanto. Habrá cosas lógicas, y habrá cosas

ilógicas. ¿Qué esperáis? Yo sólo me limito a decir lo que veo, a describir las

diferentes situaciones. Hay veces que las palabras me llegan a la cabeza sin

motivo alguno. Puede parecer cosa de locos, pero aseguro que no lo es.

Yo tengo una existencia, tengo derechos y

obligaciones, ilusiones, sueños, deseos, temores y miedos. Si alguien me

aburre, me alejo de él. Si algo me divierte, me quedo cinco minutos más a ver

si me sorprende.

Nunca me detengo, siempre tengo que

volar.

O mejor dicho, siempre tengo que dejarme

llevar, he de fluir con el universo, con la energía y los pensamientos que

vosotros, lectores míos, soltáis a cada instante. Cada pensamiento que se

genera en la mente entra en juego en nuestra vida. Cada deseo nos llena de

alegría y ansias por querer conseguir algo que no tenemos todavía. Cada miedo

nos llena de temor por la cercanía de una situación semejante a otra que pasó

hace tiempo y que no podemos olvidar.

Del mismo modo que una semilla crece para

darnos un árbol o una flor, cada pensamiento crece para darnos una acción.

La anciana vuelve a hablar:

―No

todo está perdido. Me dispongo a presentar la próxima jugada. Mirad hacia las escaleras

―dice señalándolas.

La entrada a este sitio se encuentra en

una de las esquinas, que es donde emergen del suelo una serie de escaleras que

forman un infinito camino hacia la calle. Al mirar a ese lugar, me encuentro,

para mi sorpresa, al chico del tren, el mismo que escapó del asesinato del

centro de Madrid. El chico parece que se encuentra tranquilo, seguramente haya

venido más de una vez a este lugar. Un camarero se acerca a él, mantienen una

corta conversación, para seguidamente ofrecerle un sitio cerca del piano que

preside la habitación. Acto seguido aparece un segundo camarero que trae en su

bandeja un café solo, un cenicero y una botella de whisky. Le sirve el café con

un poco de whisky y le deja el cenicero cerca. El chico se enciende un cigarro

y se queda mirando al pianista frente a él. Toma aire y suelta humo por su boca

y por su nariz al mismo tiempo.

Parece que por fin ha encontrado un sitio

en el que es totalmente desconocido para todos ―excepto para los

camareros―. Toma la copa de café con whisky, lentamente la observa,

parece que piensa mucho ―y no sobre el café, si no sobre lo que pasó en

aquella casa del centro de Madrid―. Bebe un poco de café, cierra los

ojos, sujeta el cigarro con la boca, mira a su alrededor… No se ha dado cuenta

de que está siendo observado.

La anciana abandona su sitio y anda muy

lentamente por el local hasta llegar a la mesa de nuestro amigo. Dada la

iluminación el chico no la ha reconocido de primeras y, a pesar de que se ha

dado cuenta de la presencia de esta mujer misteriosa, decide mirar hacia

cualquier lugar, tiene cosas muchísimo más importantes que mirar a la primera

mujer que se le acerca a la mesa.

La anciana decide tomar asiento a pesar

de la fría reacción del joven. Una vez acomodada, muestra una simpática y

reluciente sonrisa propia de más propia de una joven mujer que de una anciana

como ella. Esta sonrisa ha de hacer frente a la turbia mirada del joven, que

pregunta el motivo de su presencia.

Silencio…

Ella no dice nada, se limita a buscar

algo en su pequeño bolso negro con pedrería dorada. Al cabo de unos segundos

saca un sobre de color verde oscuro, o marrón… no lo sé la verdad. El chico ha

fijado su mirada en dicho sobre. Se intranquiliza. Espera que la anciana diga

algo, pronuncie al menos un par de palabras. Ella, sin embargo, se limita a

deslizar el sobre por la mesa acercándolo al joven chico.

Él siente una extraña sensación. Por un

lado está incómodo por esta molesta visita que no le ha dejado evadirse en este

local tomando un café, y, por otro lado, siente curiosidad por saber el

contenido del sobre. Sin pensarlo mucho tiempo, lo coge y decide abrirlo.

Rápidamente me coloco a su lado para poder ver mejor el contenido.

Se trata de una fotografía. Muestra un

lugar y una persona. El lugar es un bosque en blanco y negro, demasiado tétrico

y oscuro. La persona, que se ve en color, es una chica rubia con vestido rojo.

Se la ve de cuerpo entero, mirando a la cámara. La chica es Verónica. ¿Cuándo

fue tomada esta foto? Es un lugar casi irreal. El hecho de que el bosque esté

en blanco y negro y la chica esté en color hace pensar que la foto ha sido

modificada por ordenador. Ella mira a la cámara bastante preocupada, como si

fuese a echarse a llorar.

―¿La conoces? ―pregunta

directamente la anciana a pesar de no haberse presentado.

―No, no la conozco ―él se

intenta mostrar indiferente ante la situación―. ¿Por?

―En una ciudad tan grande como

Madrid, es normal cruzarse con muchísimas personas, y a pesar de ello, casi

todas nos serán desconocidas.

―Vale… ¿Qué me quiere decir con

eso?

―A quien sí debes recordar es a

aquél chico que abandonaste en la habitación del centro de Madrid. ¿Verdad?

La sangre se hizo hielo. Fue como si un

gran puñal atravesase su estómago. Enmudeció. No supo qué decir. Se quedó de

piedra mientras la gente de alrededor se divertía sin parar. Siempre ausentes

del mundo que les rodea.

―Sé perfectamente que a ese chico

le querías mucho, y que te encantaría volver a saber de él. Pero el miedo a que

te encuentre la policía impide que comiences tu búsqueda ―dice la

anciana.

―¿Se puede saber a qué juego estás

jugando? ―él ya se ha enfadado. La situación es irreal―. ¿Sabes

algo de él?

―Verás, yo te propongo un juego…

―al chico no le tranquilizaba que entrase un “juego” en escena―. A

esa chica de la foto no la conoces para nada. No sabes quién es, ni dónde vive

ni a qué se dedica. Es más, no sabes si vive en Madrid o si se encuentra en un

país de cualquier parte del mundo. Tal vez es una actriz contratada o es una

foto que hemos conseguido en cualquier parte. ¿Quién sabe?

―No entiendo nada… ―el chico

se encontraba paralizado. Por un lado quería abandonar la mesa, pero el deseo

de volver a ver a ese chico le impedía moverse.

―Yo te devuelvo lo que más quieres

si a cambio me dejas que acabe con la vida de esa chica ―la proposición

de la anciana es bastante dura.

―¿Cómo? Tú estás loca. Déjame en

paz.

―Sólo necesito un sí o un no. ¿Me

dejarías llevarme la vida de esta chica a cambio de que te devuelva al chico

que quieres?

―¿Y porque tiene que morir alguien?

Estás loca. Déjame en paz. No quiero que sigas diciendo tonterías ―a

pesar de querer levantarse no pudo hacerlo. Algo le retenía.

―Sólo quiero un sí o un no…

¿Quieres volver a ver a ese chico? Ya sabes la condición.

―¡Claro que quiero volver a verle!

―gritó el joven bastante enfadado. Intentó seguir diciendo cosas

horribles a la anciana, pero ella se limito a levantarse, sonreír y alejarse

hacia las escaleras de salida. Sus compañeros de mesa siguieron sus pasos.

Y ahí se ha quedado el chico. Al final,

creo que el mayor miedo del él no era que le encontrase la policía, si no vivir

una vida sin ese chico hacia el que sentía tanto cariño.

Su mayor miedo no era la soledad de una

celda en la prisión, si no la soledad del día a día.

Creo que es mejor dejarle ahora con sus

pensamientos. Por mucho que lo intente, no encontrará lógica a lo que acaba de

vivir. Sus pensamientos se transformarán en un laberinto infinito que no le

dejará descubrir la verdad.

Puede que tú, querido lector, sí que

encuentres lógica a lo que acabas de leer.

¿Serías capaz de permitir la muerte de

alguien a cambio de que te hagan eternamente feliz? Seguramente no. Todos somos

muy buenos, y no deseamos el mal ajeno. Eso es lo que nos han enseñado de

pequeños. Sin embargo, si tu familiar más querido ha muerto hace dos días de

forma trágica, y sin que te haya dado tiempo a recuperarte,  dicen que a cambio

de la muerte de alguien devolverán a esa persona a la vida. ¿Serías capaz

entonces de aceptar ese trato?

Si nos encontramos presos de un

sentimiento negativo bastante fuerte y no somos capaces de controlarlo,

corremos el riesgo de no sólo hacernos daño, si no de hacerlo a quien menos se

lo merece. Lo mejor es permanecer en calma, actuar con prudencia y relajarse.

Una vez haya pasado la tormenta, seremos capaces de pensar cosas más sanas, y

aunque nos cueste aceptarlo, veremos que el mal ajeno no es nada bueno.

Es más, si nosotros llegamos a provocar

daño en algo o alguien, en la inmensa mayoría de los casos ese daño se volverá contra

nosotros. Así es la vida.

 

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