Capital

Capital


Segunda parte. Abril de 2008 » 35

Página 40 de 116

35

—Tengo un nuevo método para organizar el calendario islámico —dijo Shahid a la mesa en general: Ahmed y Usman, Rohinka, Fatima y Mohammed—. En vez de fechar los acontecimientos desde la hégira, empezaremos a fecharlos desde que el subnormal de Iqbal se mudó a mi piso. En vez de estar en el año 1428, hoy estamos en el día 95. Tiene lógica. Es un tío tan pelmazo que no me extrañaría que causara una alteración irreparable en el continuo espacio-tiempo. Es tan pelmazo que es la injusticia con patas. Allí donde va deja tras de sí una estela de frustración, porque la gente con la que ha estado comprende que acaba de perder un tiempo que no podrá recuperar nunca. Es una pesadilla. ¡Y está en mi casa! Ha impregnado el lugar con el hedor de sus pies y su cantinela de este-mes-ya-me-he-duchado.

A Ahmed, buen hermano mayor, le faltó tiempo para decirle:

—La culpa la tienes tú por invitarlo.

—Yo no lo invité, se invitó él solo.

—La culpa sigue siendo tuya por permitirle que se invitara.

—No veo ninguna diferencia.

—Eso es porque tú también eres un zoquete.

Usman ahogó una carcajada detrás de su sucia barba de soy-más-devoto-que-tú.

—Chicos, chicos —dijo Rohinka.

—Que se peguen, que se peguen —canturreó Fatima.

Era sábado y los Kamal comían juntos, cosa que no hacían a menudo. Hashim, el amigo de Ahmed, cuidaba de la tienda mientras tanto y Ahmed se dio cuenta de que, con un poco de voluntad, podía olvidar por lo menos durante cinco minutos la posibilidad de que Hashim estuviera introduciendo cantidades inexactas en la máquina registradora, recogiendo encargos de fascículos caros sin anotar todos los datos del cliente, vendiendo alcohol a menores de quince años y olvidando cómo funcionaba la máquina de lotería y las recargas de las tarjetas del transporte, mientras la cola de los que esperaban salía por la puerta y los clientes habituales juraban no volver nunca más por allí…

—A mí Iqbal me parece un hombre decente —dijo Usman—. Se toma las cosas más en serio que tú, eso es todo. Yo no creo que eso sea malo.

—Aféitate, anda —dijo Shahid.

Rohinka sacó otra cacerola del horno y la puso en la mesa. Casi no cabía: en la mesa había ya dos platos humeantes, uno de pollo al comino y el otro de berenjenas estofadas, los dos sobre esterillas a prueba de calor; una fuente de panes naan envueltos en paños de cocina para mantenerlos calientes; y un tazón de dal, una especialidad de Rohinka que la mujer cocinaba casi todos los días sin repetir exactamente la receta. Levantó la tapa del último plato y del achari gosht (cordero con especias) brotó un aroma exquisitamente complejo que flotó sobre la mesa como una nube de vapor perfumado. Los hombres emitieron murmullos y gruñidos de satisfacción. El objetivo del achari gosht era que cambiaran de conversación, pero no dio resultado.

—Huele que alimenta, pero si como algo más reventaré —dijo Shahid—. Mira, lo malo de Iqbal es que no tiene memoria. Entro, oigo la televisión arriba, sé que la tiene sintonizada en un nuevo canal y que estará viendo una atrocidad u otra, o despotricando solo contra los medios infieles; o eso o está metido en Internet, murmurando y escribiendo; y cuando entro cambia de pantalla, como si a mí me importara su estúpida vida y sus estúpidos chats por mensajería con sus estúpidos amigos de la estúpida Bélgica, la estúpida Argelia o el estúpido país que sea. Se comporta como si creyera que todo lo que dice y hace es grandioso y que es el Misterioso Agente Internacional; y a todo esto se sienta con los pies en el sofá, deja los platos en el fregadero y es como un niño que no ha crecido todavía y ni siquiera se da cuenta.

Rohinka y Ahmed se miraron. Los dos pensaron que aquella descripción podía ser perfectamente la del propio Shahid. Shahid se percató de la mirada y supo qué quería decir, pero no se inmutó, porque sabía que tenía razón.

—¿Crees que a lo mejor…, no sé cómo decirlo…, está metido en algo? —preguntó Rohinka.

Shahid no quería pensar en aquello. Se relacionaba demasiado estrechamente con las cosas que había hecho cuando era más joven, cuando había sido no exactamente un yihadí, sino un compañero de viaje de la yihad, compañero de personas que entonces estaban ciertamente metidas en algo y que probablemente seguirían estándolo si aún vivían. Iqbal era como una ráfaga de viento procedente de aquel pasado concreto, un recuerdo de aquello y al mismo tiempo un recuerdo de lo poco que quería recordar. Así que no quiso preguntarse demasiado en serio quién era Iqbal en realidad ni cuáles serían realmente sus motivos.

—Espero que no —se limitó a decir.

—¿Tan terrible sería que estuviera —Usman dobló los dedos formando comillas de desprecio— «metido en algo»? ¿Sería tan perjudicial que alguien hiciera alguna cosa? ¿En vez de aceptar pasivamente un estado de injusticia y opresión?

—Eres un niño —dijo Ahmed, irritándose de pronto—. No tienes opiniones de verdad, te limitas a adoptar poses y a crear un efecto. En un adolescente sería aburrido, pero en un adulto es patético.

—Pero si tú nunca fuiste adolescente —dijo Usman, igual de enfadado—. Siempre estuviste medio muerto. ¿Injusticia? ¿Opresión? No era tu problema. Mientras hubiera suficiente en tu plato. ¿Por qué preocuparse por los demás? ¿Por qué preocuparse por tus hermanos musulmanes si tienes comida suficiente para llenarte el estómago?

—Si alguna vez hubieras tenido que ocuparte o cuidar de alguien, sabrías lo que es responsabilizarse de conseguir comida —dijo Ahmed.

Rohinka tosió adrede con fuerza. Cuando la miraron, Rohinka miró a los dos niños. Los dos hermanos se contuvieron y procuraron calmarse.

—Esto está muy bueno —dijo Usman, mirando el contenido de su plato, levantando los ojos y declarando la paz.

Lo dijo un poco de mala gana, como si estuviera haciendo una indeseada concesión a la existencia de un goce físico. Rohinka sonrió y quiso hablar de cocina, materia que había interesado a Usman antes de volverse ultrarreligioso.

Shahid callaba. Estaba enfadado por culpa de Iqbal, más de lo que era capaz de expresar, y aquello chocaba con su carácter, porque se enorgullecía de ser el miembro más imperturbable de la familia Kamal. Todos los Kamal eran propensos a la ira. Se querían, pero casi siempre estaban enfadados entre ellos, de un modo a la vez general y existencial (¿por qué será así este hombre?), y también por motivos muy concretos (¿tan difícil es recordar que hay que volver a tapar el yogur?). Shahid había sido muy irritable antes de cumplir los veinte años, se enfadaba por todo y con todo el mundo, y especialmente por la situación internacional, pero cuando volvió de sus viajes descubrió que su forma de ser había cambiado. Era parte del proceso de madurez, por eso sabía Shahid que Ahmed se equivocaba cuando decía que no había crecido. No quería ataduras, aún no, pero eso no significaba que todavía fuera un niño. Ahmed era irritante, pero Shahid no se irritaba por eso. Lo cual demostraba hasta qué punto era un hombre maduro.

Ése era el motivo de que Iqbal fuese un problema. Shahid no alcanzaba a recordar la última vez que se había enfadado con alguien; y el secreto encerrado en el núcleo de su enfado, que no se animaba a confesar a sus hermanos ni a su cuñada, era que había algo en Iqbal que le inspiraba desconfianza. Que había en él algo irregular; no algo siniestro o nefando, no necesariamente, sino algo que no era del todo aceptable. A Iqbal le gustaba hacerse el misterioso, lo cual ya era irritante de por sí, y él lo era de un modo que hacía que Shahid se sintiera a disgusto. Lo más irritante de todo era que si se lo contaba a su familia, su familia le echaría la culpa a él: le echaría la culpa por haber viajado en sus años mozos y le preguntaría qué otra cosa esperaba si volvía de Chechenia con colegas fanáticos de la guerra santa y los dejaba instalarse en su sofá. Parte de él reconocía que en esto había suficiente verdad para enfadarse si se decía en voz alta; así, como la conversación podía resultar exasperante, ni siquiera podía iniciarla. Y nada es más molesto que lo que no puede decirse.

Fatima pareció pensar que había pasado ya mucho tiempo sin llamar la atención, así que señaló a su padre con una cuchara de plástico.

—¡Papi! ¡Prometiste dulces!

Mohammed siempre se mostraba más tranquilo que su hermana, más moderado. Pasaba muchísimo tiempo trasteando con cosas y entreteniéndose solo. Pero sabía llamar a las armas cuando oía voces de guerra.

—¡Puces! —exclamó—. ¡Puces!

—¿Lo prometiste? —dijo Rohinka mirando amenazadoramente a su marido y con los brazos en jarras, la postura que llamaban «doble tetera» cuando Ahmed jugaba al críquet.

—Ahora está en apuros —dijo Shahid a Usman con desenfado.

—Cuando hayan comido —dijo Ahmed. Y a los niños—: ¡Después! Ahora no. ¡Después!

Su mujer, su hija y su hijo lo miraron con suspicacia.

—¡Después! —repitió.

Todos optaron por creerlo y se restauró el orden. Fatima volvió al balanceo de piernas y un poco a comer y otro poco a jugar con el curry, y Mohammed, que había terminado hacía unos minutos y se había quedado sin plato, volvió a remover los granos de arroz sueltos que habían quedado en la bandeja de madera de su trona. Rohinka hizo gestos de invitación con el cucharón de servir, ante lo cual los hermanos gruñeron y se dieron palmadas en el estómago. Al ver distraídos a los niños, Ahmed bajó la voz y adelantó el busto.

—Tenemos que discutir lo de nuestra madre.

Era el verdadero motivo de la comida en común. Un aire de seriedad se cernió sobre la reunión. Shahid frunció los labios.

—¿Habéis hablado de la visita… —dijo, y adoptando de pronto un exagerado acento de Bollywood y dilatando los ojos para que se le vieran los blancos, añadió—: con mamaji?

—No, pero espera una invitación.

—Pues invítala —dijo Usman.

Era un farol a medias: con quien mejor se llevaba la señora Kamal, y no es que se llevara muy bien, pero con quien mejor se llevaba era con su benjamín. Shahid, que era al siguiente al que tocaba casarse, lo tenía mucho peor, y lo mismo Ahmed, que, aunque a salvo en la trinchera conyugal, era el hermano que debía alojar a la madre y en consecuencia tendría multitud de aspectos sobre los que aconsejar, criticar, encontrar defectos, hacer correcciones y censurar en silencio: cómo dirigía la tienda, cómo comía, cuánto comía, cómo educaba a sus hijos, su comportamiento como marido, como musulmán, como hijo. La señora Kamal los visitaba aproximadamente una vez cada dos años y ninguno la esperaba con impaciencia. Iba a ser su primera visita después del nacimiento de Mohammed.

—Será estupendo ver a la señora Kamal —dijo Rohinka con afecto.

Ahmed se volvió y la fulminó con la mirada. Pero Rohinka —aquello contribuía a hacerla sexualmente atractiva— era experta en fingir inocencia y empezó a cimbrearse y a sonreír a Ahmed desde el fregadero. Ahmed dio un bufido.

Shahid se dio cuenta de que tenía la cabeza entre las manos. Su madre, no había ni que dudarlo, le insistiría para que se casara y puestos a ello que hiciera una boda concertada por las familias: incluso era probable que ya hubiera pensado en una candidata. Si no había pensado en una chica concreta, seguro que por lo menos tenía un plan. Lo acosaría hasta que él accediese a ir a Lahore para juzgar a las candidatas más convenientes. Ya había hecho un viaje así una vez, dos años antes, y había sido extenuante, como un ataque continuo contra sí mismo, contra todo lo que Shahid quería ser como hombre, un espíritu libre, un viajero, un ciudadano del mundo, un hombre que había visto y hecho cosas pero todavía era joven; sentado en una serie de habitaciones de Lahore con una serie de chicas pakistaníes con distintos grados de vergüenza y turbación, unas tan reacias como él, otras (y esto sería mucho peor) evidentemente enamoradas de la idea. En aquel momento le habría sido muy difícil encontrar nada que quisiera hacer menos que ir a Pakistán y dejar a Iqbal en su casa, con sus pies apestosos y sus opiniones… Y entonces tuvo una idea. ¿Y si utilizaba el viaje a Lahore como pretexto para echar a Iqbal de su casa…?

—La tomará conmigo. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? —dijo Shahid.

Le habría gustado decir más, le habría gustado decir mucho más, pero no podía, porque Rohinka y Ahmed habían celebrado una boda concertada por las familias y exponer sus objeciones a este método habría sido ofenderlos. Y además estaba el hecho, difícil de pasar por alto, de que su matrimonio era un éxito clamoroso. Ahmed amaba a Rohinka y ésta (cosa menos comprensible desde el punto de vista de Shahid) le correspondía; y encima estaba como un tren. Los matrimonios concertados por las familias habían quedado desfasados, eran erróneos en principio, degradantes, no mejores que una forma de prostitución autorizada (bueno, también los occidentales lo eran), patriarcalistas, sexistas… claro que si por otro lado acababa uno con una chica como Rohinka…

—¿No ibas a echar un sermón sobre los matrimonios concertados? —preguntó Ahmed, adivinando el pensamiento de Shahid, dado que la yuxtaposición de la señora Kamal y Shahid significaba disputa segura sobre ese tema.

Shahid iba a decir que no todo el mundo tenía su suerte, pero se lo calló, porque era verdad y porque Ahmed se habría relamido de gusto.

—Ahmed, ¿cuánto has engordado desde que te casaste? —dijo Shahid—. Por lo menos diez kilos, ¿no? Usman, ¿no crees que Ahmed pesa unos diez kilos más que antes?

Rohinka, que había estado fregando en el otro extremo de la sala, volvió con una bandeja de dulces indios: kulfi, gulab jamun. Mohammed dio palmadas en los laterales de su silla para que todos se dieran cuenta de su interés por el giro que tomaban las cosas.

—Chicos, chicos —dijo Rohinka con una voz que dio a entender que no había prestado atención y que las conversaciones masculinas adelantaban poco pero que en cualquier caso había que tolerarlas, siempre que no obstaculizaran los asuntos importantes.

—Yo voy a la tienda a buscar unos cuantos Häagen-Dazs —dijo Ahmed. Le apetecía helado y de paso cedía a la tentación de vigilar a Hashim.

Fatima se levantó de la mesa y fue a cogerle la mano. Tenía opiniones firmes sobre los helados.

Ir a la siguiente página

Report Page