Capital

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Segunda parte. Abril de 2008 » 36

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El Refugio era una casa de doble fachada de fines del período victoriano, que se alzaba en una travesía de Tooting. Estaba cerca del parque, cerca del metro, no muy lejos de la piscina descubierta y a un paso de los comercios y los servicios públicos. Había una cocina y dos espacios colectivos, uno presidido por un grande y viejo televisor de rayos catódicos, el otro amueblado con sofás hechos polvo. El jardín apenas se cuidaba, pero era practicable; la gente podía sentarse en él, aunque casi nadie lo hacía. Había ocho dormitorios y ocho ocupantes, entre ellas una encargada que era una asalariada de la institución. Si hubiera sido una residencia para estudiantes habría valido más de un millón de libras. Pero era un albergue para extranjeros que no recibían asilo político y los vecinos pensaban, con algún resentimiento, que tenía un efecto inhibidor en los precios de las viviendas.

Quentina llevaba viviendo allí ya casi dos años y conocía bastante bien la clase de personas que entraban en el círculo de la institución benéfica. Todas eran víctimas de experiencias lamentables, algunas muy dolorosas y muchas apenas podían valerse por sí mismas. Algunas desbordaban de ira y saltaban a la menor provocación. Éstas eran las más propensas a tropezar con problemas. Una sudanesa que se peleaba cada vez que se creía atacada —y se peleaba a puñetazos, como un hombre— había estado tres meses en la cárcel por agresión: se había refugiado de la lluvia con otra mujer debajo del toldo de una carnicería y, creyendo que la otra la empujaba, le asestó un puñetazo. Lo normal es que la hubieran deportado después de cumplir la sentencia, pero no lo hicieron en virtud de la Ley de Derechos Humanos, porque no se podía garantizar su seguridad si se la devolvía a Sudán, así que cuando salió de la cárcel fue acogida por otra sucursal del Refugio, esta vez en North London. Quentina no le auguraba un final feliz. Otras «beneficiarias» sucumbían al peso de sus desgracias y apenas pensaban en otra cosa. Los síntomas de esta situación eran primero el silencio, y luego, cuando se las trataba con humanidad, interés o comprensión, el desahogo torrencial. Ragah la kurda era así. No conocía término medio entre rumiar sus sufrimientos y contarlos detalladamente en un inglés que, pronunciado con creciente exasperación, Quentina no entendía. De todos modos, era normal que Ragah se pusiera a hablar en kurdo sin darse cuenta. Por lo que Quentina colegía, Ragah había perdido a su familia, pero aquí se acababa todo, porque no entendía el resto de la historia. Y se le hacía muy difícil preguntar.

Costaba mucho diagnosticar el silencio, dado que era un síntoma muy común. En la imaginación de algunas refugiadas, seguían estando en el país que habían dejado; no habían puesto su vida al día. Otras eran víctimas de un choque cultural y no sabían qué pensar de Londres; tenían la mente en blanco. Por lo general era positivo porque por lo general desaparecía con el tiempo. Otras seguían silenciosas porque estaban deprimidas. Sólo había habido un suicidio recientemente, en el refugio de South London, una afgana que se había ahorcado en el cuarto de baño. Fue una semana después de la llegada de Quentina. Un suicidio en dos años no era mala estadística. Otras simplemente se obsesionaban con la idea de que habían cometido un error fatal. Habían cometido una equivocación irreversible yendo a Inglaterra y nunca recuperarían su vida: vida que nunca más volvería a ser vida, sólo la historia del tremendo error que habían cometido.

Quentina no entraba en estas categorías. Puede que se debiera a su decisión de integrarse en la vida de Londres. Estaba resuelta a salir adelante. Pero no planeaba quedarse en Londres para siempre. Mugabe no podía ser eterno. Puede que los campesinos chinos pensaran alguna vez que el presidente Mao era inmortal, pero nadie creía que lo fuese Mugabe, excepto el propio tirano. Si moría, todo el sistema se hundiría de la noche a la mañana, o habría un período de transición, pero Quentina estaba segura de que cualquier persona que hubiese huido de él sería bien recibida. De modo que Quentina, por difíciles que estuvieran las cosas en el presente, estaba convencida de que había un futuro para ella y en consecuencia era la beneficiaria del Refugio que mejores resultados daba, un hecho abiertamente reconocido por los empleados de la institución benéfica y por los demás beneficiarios. No era víctima de la ira, no estaba loca, tenía un empleo (aunque ilegal), hablaba bien inglés, la gente hablaba con ella. Por lo tanto tenía un papel real, aunque informal, de enlace e intermediaria entre las refugiadas y la institución que las ayudaba. A Quentina le gustaba aquello: satisfacía aquella parte suya que disfrutaba administrando y dirigiendo, comprometiéndose. Cuando el pequeño comité de la institución celebraba su reunión semanal para discutir los temas pendientes, ella estaba presente en calidad de representante de las beneficiarias. Las presidía Martin, el director de la casa, un tímido hijo del norte del país con cierta vena autoritaria. Llegaban pocas beneficiarias nuevas al Refugio, porque para que ingresaran tendría que irse alguien, y eso sólo ocurría cuando se ganaba un juicio que les permitiera marcharse para quedarse legalmente, lo cual no ocurría nunca, o se las deportaba a la fuerza, cosa que había sucedido dos veces en dos años. Cuando llegaban nuevas beneficiarias, se les asignaba una asistente social para que cuidara de ellas y en tal caso también a Quentina le indicaban que las vigilase. Quentina era, pues, la jefa extraoficial del Refugio o, en todo caso, de las beneficiarias.

En este cometido, su último problema era Cho. Había llegado en invierno, cuando deportaron a Somalia a una beneficiaria llamada Hajidi, un hecho triste, política y éticamente, pero que a nivel personal Quentina no lamentó demasiado, porque Hajidi había sido una criatura difícil: embustera, pendenciera, ladrona y un imán para los problemas. En total, su batalla con el sistema jurídico había durado cinco años, había perdido y había sido conducida a Heathrow esposada. Su lugar había sido ocupado por Cho, una china de unos veinticinco años, única superviviente de un grupo de inmigrantes de Fujian que había entrado clandestinamente en Gran Bretaña en la caja de un camión. Una pequeña fisura en el escape había permitido que se filtrara monóxido de carbono en el espacio donde estaban escondidos los siete presuntos refugiados. En la aduana de Dover inspeccionaron el camión; cuando abrieron la parte trasera se encontraron con seis cadáveres y con Cho. La muchacha se recuperó en el hospital y entró en el sistema legal con vistas a su deportación, pero no pudieron enviarla a China porque los chinos, de acuerdo con su política sobre los ciudadanos que huían a ultramar, ya no la aceptaban.

Cho entendía un poco el inglés, pero no lo hablaba. Durante las primeras semanas había compartido habitación, según las normas del centro, aunque su compañera se había venido abajo a causa del silencio de la china y había solicitado que la trasladaran y la pusieran con otra, con quien fuese; Cho tenía, pues, la habitación para ella sola, en la parte superior del edificio, en lo que había sido antaño el desván, punto donde el calor se acumulaba. El techo de la habitación corría en oblicuo y resultaba incómodo para una mujer alta; Cho, por suerte para ella, medía un metro cuarenta. No salía de la casa, ni siquiera de la habitación, al menos voluntariamente. La única excepción era cuando daban en la tele un partido de fútbol, afición en la que era muy clasista: sólo le interesaban los equipos de la Premiership y los partidos de la Copa de Europa, nada de FA Cup ni de liga inglesa. Puede que estuviera reconcomida por la cólera, o deprimida, o aturdida por el choque de culturas, o tan consumida por el pesar que le resultara imposible pensar en otra cosa. No había forma de saberlo.

Aquel día Quentina aprovechó el fútbol para trabar conversación con ella. A Quentina no le interesaba el deporte, pero el Arsenal jugaba contra el Chelsea y con aquel pretexto llamó a la puerta de Cho. La respuesta fue un gruñido: no un «Sí» gruñendo, ni un «Pasa» con un gruñido, ni un «¿Quién es?» entre dientes, sino un gruñido puro y simple. Quentina abrió la puerta. Cho la miró durante un instante y parpadeó. Como si le costara un tremendo esfuerzo físico concentrar la atención en el momento presente, exactamente aquí, exactamente ahora. Volvió a gruñir, seguramente para decir algo parecido a «¿Sí?».

—Quería saber si estabas al tanto del partido de esta noche. El derby. —A Quentina le gustaba esta palabra—. Arsenal-Chelsea.

Cho la miró unos segundos y asintió con la cabeza. El asentimiento significaba que estaba al tanto del partido. Quentina había planeado varios gambitos para hacerla hablar; nada muy complicado, algo al estilo de ¿quién crees que ganará? Pero no vio mucho margen de acción para eso. Cho estaba tan inmóvil como una lagartija tomando el sol en una piedra. Cuando se dio cuenta, y no era la primera vez, Quentina le estaba dando vueltas a la posibilidad de que los problemas de Cho, o su problemática, tuvieran hasta cierto punto un origen racial. Los chinos tenían fama de racistas, sobre todo con los africanos. Puede que su mutismo se debiera a que tenía que compartir el espacio con una negra. Bueno, si era eso, ya podía irse a hacer gárgaras. Quentina le devolvió el asentimiento y cerró la puerta. En el momento en que el pestillo entró en el cajetín, oyó que Cho volvía a gruñir. Esta vez casi le pareció que el gruñido podía entenderse como «Gracias».

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