Cama

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La neumonía resultante envió a Mal al colorido purgatorio del hospital infantil. Antibióticos y dibujos animados. El gotero que lo alimentaba a través de la vena que unía las dos delgadas partes del brazo a uno y otro lado de un codo huesudo fue testigo de su rápida recuperación. La neumonía había irrumpido en su organismo y luego había salido, como un tren de mercancías vírico. Mamá estaba furiosa.

Las horas de visita eran de seis a ocho de la tarde, pero en la única ocasión en que me llevaron con ellos, llegamos media hora antes. Seguí lentamente a mamá y papá a lo largo de corredores de color beige y suelo lustroso. Los camilleros hacían rodar hasta los ascensores a la gente más vieja que yo había visto en mi vida más o menos con el mismo cuidado con que introducían los paquetes plateados de comida envasada en los gigantescos hornos de las cocinas del piso inferior.

Enseguida abrieron las puertas y pudimos pasar a las salas. Ancianos en pijama, cuatro por habitación, demasiado enfermos para entregarse a la camaradería, preparados para lo peor. Una señora muy mayor que lloraba, un bote de chucherías que no habían tocado más que sus sobrinas. El olor a manos limpias.

Me estaba preguntando cómo sería llevar una máscara de oxígeno cuando me tropecé con la parte posterior de la pierna de mi padre; su muslo —como un caballo de tiro— me derribó. Me levantó por el cuello, como un perro a su cría; me lanzó una mirada con ojos serios y me clavó un dedo: aquí el edificio tenía toda la autoridad. Nada de hablar, me advirtió, nada de curiosear. Lo entendí. Las mismas reglas que en la biblioteca, las mismas que en la piscina. Nunca he aprendido a nadar.

Encontramos a Mal incorporado en la cama leyendo un tebeo de colores vivos y riéndose y tosiendo a la vez obstinadamente. Lo primero es la cortesía: ¿Cómo te encuentras hoy? ¿Qué te han dado a la hora de comer? ¿Has hecho amigos?

—¿Qué hacías en medio de la lluvia? —le susurré.

—Quería comprobar cuánto podía mojarme —me respondió él.

Mamá descargó una pequeña bolsa llena de juguetes sobre la mesilla de noche y a los pies de Mal y estuvimos hablando de mejorarse y de ser valiente mientras él luchaba por sacarlos de las estrechas cajas de plástico. Cuando intentaba tocar alguno, Mal se quejaba. Agarré el brazo de un muñeco musculoso, solo por el placer de tenerlo entre las manos; él me lo arrebató y golpeó con el codo la mesilla, haciendo caer un precario muro de Lego, que quedó esparcido por las brillantes baldosas.

Una mujer que le había pillado los dedos con la puerta de la cocina a su hijo aquella mañana y que había tenido que ver cómo se los amputaban por la tarde, emitió un bufido de desaprobación. Mi padre se alzó, visto y no visto, me cogió del antebrazo y me sacó de allí. El jersey se me subió y un repentino aumento de la temperatura corporal hizo que las lágrimas que me corrían por las mejillas me parecieran heladas al quedar aplastadas bajo el cuello de lana. Papá me pegó en el trasero mientras blasfemaba y renegaba.

—Ya puedes esperar en el coche.

Así lo hice. Me hice un ovillo en el asiento trasero.

Cuando emprendimos la vuelta a casa ya era demasiado tarde para cocinar nada, así que mi cena de cumpleaños fue un plato de

fish and chips que comimos en silencio.

Al llegar, metí la carta de amor de Lou (o la primera carta de una admiradora que recibió Mal) en el fondo de la bolsa de la basura. La apreté a propósito contra la carne y los huesos en descomposición, para que se empapase en los jugos de aquella cena carente de amor. Aunque antes la apreté también contra mis labios grasientos de bacalao, por si acaso.

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