Cama

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CAMA » 7

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La casa se estancó durante el período en que Mal residió en el hospital. Los colores se desvaían, las horas se hacían interminables y yo empezaba a temer la tarde del domingo desde que llegaba el miércoles. Los domingos eran algo despiadado, el sofá me engullía y, conmigo, se tragaba toda la oscuridad. Nos quedábamos sentados juntos en el salón. Los domingos daba la sensación de que todos respirábamos al unísono, con lentitud, cada vez más lento hasta el agobio, perdiendo frente al televisor la batalla contra el sueño. En cuanto me despertaba por la mañana rezaba para que el día transcurriese al doble de su velocidad habitual.

Del otro lado de la pared, entraba el olor del desayuno y el sonido apagado de la última discusión. Papá y mamá: otra pérdida de tiempo. El yeso pulía los contornos afilados de las voces hasta que quedaban transformadas en murmullos submarinos. Se volvían más distinguibles a medida que alzaban el tono, y mi deseo de escucharlas disminuía progresivamente, intentaba impedir que mi cerebro tradujese los ecos tapándome los oídos con la almohada sedosa.

«Bléb-lo», decía mamá.

«Blomb-lustabnir», replicaba papá.

Y el día y el contexto y el peor de los resultados esperables llenaban mi cabeza y la sintonizaban como una radio. Los entendía perfectamente:

—Llévatelo —decía ella.

—No le gusta venir.

Pesca. Nos íbamos a pescar. Yo sería el único que le cogería de la mano para cruzar la carretera. Mamá me preparó el almuerzo: bocadillos de queso, una chocolatina, un envase de zumo de naranja de esos que vienen con una pajita y un trozo del pastel de cumpleaños, nada especial: un bizcocho esponjado. Me lo comí en el coche de camino al río y sirvió para compensar por un rato el aburrimiento.

Una vez allí, papá sacó las botas mientras yo sujetaba las cañas. Pasaron varios hombres que muy bien podrían haber sido sus amigos y mascullaron un saludo. Me preocupaba no tener nada de que hablar con él. Nos apostamos en la orilla. Los espesos cuajarones de barro rellenaban los huecos de las suelas de mis botas de agua. Nos quitábamos los mosquitos de los labios y manoteábamos frente a los ojos para espantarlos, nuestros sedales interrumpían la llana y parda superficie del canal. Su necesidad de hablar llenaba el silencio. Casi me dolía. La basura pasaba flotando corriente abajo.

Entonces me contó una historia. Esa fue la vez que lo oí hablar más tiempo seguido, y la razón era que Mal no estaba allí. Estábamos solo papá y yo y, entre nosotros dos, el espacio en el que solía alzarse un puente. No era capaz de darle forma, pero lo intentaba, así que el dolor cesó por un momento. La historia tenía que ver con su trabajo, con bregar, y se había hecho tan grande en su interior que me sorprendió que no se abriese paso a través de su piel y de su ropa.

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