California

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1. Sin corazón

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Para el movie party de Nick, Clara y Angelo habían intentado vestirse como en sus mejores noches de acrobacias y lentejuelas. Como todos.

Como Marlene Arana, una costarricense negra como el tizón que una vez rodó con Victor Mature un momentito subido de tono, en un bar como de mala muerte, todo abarrotado de humo y de comportamientos así medio viciosos, pero en el que ella era una lucecita en el drama bien atormentado que estaba viviendo el pobre Mature, una secuencita corta pero de mucho impacto y para la que la eligieron porque, para un chictuchic tan sentimental con un galanazo de primera, hacía falta una trigueña bien representativa y bien bonita. Ella lo explicaba con mucha gracia, recreándose en lo de trigueña, sin parar de manosearse la sombra de ojos de color esmeralda que se había aplicado con fervorosa desfachatez.

Al cabo de treinta años, Marlene seguía igual de trigueña e igual de representativa, y, bajo los kilómetros de maquillaje que no lograban disimular ni una sola arruga, conservaba una rara lozanía interior y una memoria prodigiosa que le permitía rememorar, con un asombroso despliegue de detalles, su fugaz, aunque al parecer bien terapéutico romance cinematográfico con aquel apesadumbrado Victor Mature.

Otros eran más tímidos o más pudorosos o estaban más desencantados, pero todos tenían alguna vieja historia radiante que recordar, algún esplendor lejano en las pantallas de los cines que aún podía redimirles de sus madrugones para ir a laburar en una gasetería, en un quindergarden para hijos de inmigrantes recién llegados, en una marqueta de los suburbios residenciales, en las oficinas de una compañía de seguros o de alquiler de coches, o como guachimán, en el turno de mañana, en los elevadores de algún hotel de West Hollywood para ejecutivos medio amariconados. O en la cola del banco para recoger el cheque semanal de la seguridad social, lo cual, por lo que pude entender, no dejaba de ser un trabajo como otro cualquiera. Todos esperaban que algún canal raro de Los Angeles emitiera alguna noche esa película en la que ellos se conservaban jóvenes y hermosos, para organizar en su casa, o en la casa hospitalaria de algún amigo, uno de aquellos movie parties a los que Chuchi llamaba los Parties de las Momias.

Pero aquella era la noche de Nick David, con su interpretación del papel de Antonio en Luna de Sinaloa.

El argumento de Luna de Sinaloa era un puro delirio.

Ann Miller hacía muy poquitos esfuerzos por interpretar a una rica heredera americana, víctima de un inverosímil desengaño amoroso —su espectacular, aunque medio pordiosero prometido la había dejado por la bonita criada de la casa—, que se iba a México a distraerse en la hacienda de un matrimonio amigo, pareja formada por César Romero y una desvaída actriz mexicana que ni aparecía en los títulos de crédito, porque su papel era brevísimo: en cuanto miss Miller ponía los pies en la hacienda, la señora de la casa sufría un terrible accidente de equitación y dejaba viudo al apuesto y muy moreno hacendado, huérfanos a sus dos encantadores hijitos —niño y niña, ambos incongruentemente rubios— y se diría que libre el camino para que la gringa recuperase en un santiamén el amor, la ilusión y la alegría de vivir. Por desgracia para la gringa, la hermana de la fallecida, una imponente Katy Jurado, descaradamente enamorada de su cuñado y dispuesta a recuperar el tiempo perdido, se entrometía sin contemplaciones en el incipiente romance, con el pretexto de cuidar con mucho amor a los niños —Clara y Angelo le dedicaban a la pobre Jurado, cada vez que aparecía en pantalla, perrerías elaboradísimas que demostraban que le tenían mucha tirria no al personaje, sino a la actriz—, y parecía que acabaría llevándose el gato al agua en cuatro días gracias a sus escotes desmedidos y a sus triquiñuelas calenturientas. Al lado de la fogosa y desvergonzada Jurado, la pobre Ann Miller quedaba pánfila y perdedora a más no poder. Hasta la secuencia clave, en la que intervenía Antonio.

—Ahora viene —anunció Nick, que naturalmente se sabía la película de memoria, y le cogió la mano a su emocionada y engañadísima señora.

La pareja protagonista estaba en una sala de fiestas en la que actuaba un brioso mariachi y un engominado cantor de rancheras abrasadoras. Todos los clientes del local aparecían contagiados por la sensualidad bravía de aquella música y, sobre todo, de aquellas letras que hablaban de amores incurables y de oportunidades perdidas por culpa de la fatalidad o de la mala cabeza de alguno de los enamorados. Había parejas que bailaban como si quisieran devorarse, pero Ann Miller se mantenía muy apocadita, muy pudorosa, aunque ella pretendía que a su personaje se le notara el fuego interior que la estaba encabritando. Se adivinaba, claro, que el viudo acabaría desbaratando la compostura de su encantadora, aunque contenida y poco colaboradora invitada, pero costaba trabajo imaginar cómo se las arreglaría, a menos que se dejara de monsergas, atacase sin miramientos y acabara poco menos que rapeándola entre los maizales de la hacienda, que era lo que, en efecto, sugirió el hombretón con voz de gallina de dibujos animados, entre algunas risas y un montón de reproches de los invitados de los David. Pero, de pronto, Antonio —o sea, Nick David—, que compartía una mesa del local con un amigote y un par de señoritas de aspecto muy poco recomendable, se levantaba y se dirigía a Ann Miller como impulsado por un instinto preocupante, aunque compensado por toneladas de galantería. Se inclinaba pomposamente ante la gringa y la invitaba a bailar. Ann Miller se hacía la melindrosa, pero César Romero, muy simpaticote y muy deportivo, la animaba con un gesto de gran señor, y entonces Ann aceptaba y le ofrecía la mano a Antonio y se dejaba conducir a la pista y luego giraba en brazos de aquel macho local repeinado, depilado y de mirada volcánica, mientras en ella se hacía evidente de golpe la sensualidad y las ganas de revolcón que se llevaba aguantando desde el fatal accidente de su antecesora en el corazón del hacendado.

Eso duraba alrededor de dos minutos.

Al cabo de esos dos minutos, César Romero se dejaba ganar por su condición de hombre, por encima de su condición de caballero, y apartaba a Antonio de su amada sin ningún protocolo, y ocupaba su lugar, y ya a nadie le cabía la menor duda de que la noche iba a terminar en revolcón de campeonato, aunque a los espectadores nos lo escamotearan con una elegante elipsis.

Antonio, cumplida su misión de poner a la gringa a punto, no volvía a aparecer en toda la película.

Wow! —exclamó La Fabulosa Fabiana.

Todos aplaudieron con verdadero frenesí. Algunos silbaron como si estuvieran en la final del campeonato nacional de béisbol. Yo me quedé atónito. Aquello era todo lo que Nick David brillaba en Luna de Sinaloa. Por aquello, recibió enseguida un beso casi carnívoro de su engañada esposa y una lluvia de felicitaciones y manotazos en la espalda. Por aquello, brindamos todos con champán francés. A nadie le interesó el futuro de Ann Miller y César Romero, excepto a Clara y Angelo, que se mantuvieron atentos hasta que los niños del viudo, hartos de las perversas intromisiones de Katy Jurado, le preparaban a la maligna una trampa mortal en la que la bruja de Katy perdía la vida, sin que a los niños les quedase el menor remordimiento, porque todo se les disculpa a unos hijos si lo que buscan es la felicidad de su papá y de su nueva mamá. Cuando la Jurado apareció con la cabeza aplastada por una viga del pajar de la hacienda, Clara y Angelo volvieron a aplaudir, con tanto fervor como lo hicieron en honor de Nick, y con el mismo con el que aplaudimos todos, poco después, ya tardísimo, en honor de Charito Baeza, quien, según Peter, había llamado para felicitar al hombre de la noche, pero la comunicación se había cortado antes de que Nick pudiera ponerse al teléfono.

—Un detallazo el de Charo Baeza —dije yo, de vuelta a casa en el descapotable de George.

George se echó a reír.

—¿Qué pasa? —pregunté.

La noche estaba espesa como una papilla de guacamole.

—Charly —dijo Peter—, Charo Baeza no ha llamado. Yo me lo inventé para que Nick estuviera contento.

El buche de champán que tomé en casa de Nick, por puro compromiso, me había sentado como un puñetazo entre las cejas.

—Bueno, por lo menos mandó ese estupendo ramo de flores.

George volvió a reír como un adolescente que se hubiera puesto piripi en una fiesta familiar, en un descuido de los padres.

—¿Tampoco mandó las flores?

—Tampoco, Charly. —Peter intentaba divertirse con su travesura, pero a mí me pareció que no lo conseguía—. Las flores también las mandé yo.

—Las mandó él, pero las pagué yo —aclaró George, y volvió a reírse como un muchachito en la edad del pavo.

—Pero él la llamará para darle las gracias… —dije, y sentí un golpe de alipori.

—Claro que sí. —Peter, en realidad, tenía esa expresión compungida que se nos pone a todos cuando hacemos una obra de misericordia con alguien que nos da mucha pena—. Y hablará con la secretaria de Charito, o con su agente, o con su jardinero, que estarán encantados, y cuando se lo digan a Charito, si es que se lo dicen, ella también estará encantada. Así es Hollywood.

Recordé la postal que Peter me dio en Madrid, con un autógrafo falso de Rock Hudson.

Hacía mucho calor a aquellas horas de la madrugada, y George conducía tan despacio que ni siquiera podíamos aliviarnos con una leve corriente de aire. A lo lejos, en alguna de las intrincadas autopistas del Valle, sonó la sirena de un coche de la policía, y George se detuvo de cualquier forma junto a la acera, hasta que la sirena dejó de oírse. Me imaginé a Nick rebosante de felicidad, haciendo el amor con la pobre Linda, mientras en Hollywood, a pesar de la hora, sonaban miles de teléfonos con mensajes engañosos e inútiles. Me moría de ganas de dormirme allí mismo, en el asiento trasero del thunderbird de George, y que no me despertaran hasta el mediodía.

—¿Y todos los Parties de las Momias, como dice Chuchi, son iguales? —pregunté, porque me acordé de pronto de todos los invitados de la fiesta de Nick.

George volvió a reír, pero esta vez parecía que se estaba vengando patosamente de alguien.

—Más o menos —dijo Peter, y no parecía ofendido por la maldad de Chuchi—. Y hoy ha estado bastante bien, después de todo mi hermanito era el que le desenchufaba el fríser a la protagonista. Otros solo salen de camareros o de mucamas, treinta segundos, y lo celebran como si fuesen Elizabeth Taylor y Richard Burton en Cleopatra.

Me moría de ganas de dormirme y quedarme un montón de horas ciego, mudo, sordo. Me moría de ganas de desayunar en la yarda de la casa de Peter, a la sombra del plátano gigante que había junto a la tapia, viendo cómo los colibríes se quedaban suspendidos en el aire, vibrando, para picotear en las cazuelitas llenas de sirope que George les ponía en el limonero chino que, medio enano, apenas rozaba el alféizar de la ventana de la cocina. Me moría de ganas de quedar con Chuchi, rozarle la bragueta con el codo a un musculoso policía de tráfico en medio de Beverly Hills, llamar a la puerta de la oficina de Armando Hern, pasear por la playa de Venice, hacerle una demostración de fotogenia íntima a Tom Montgomery, acompañar de nuevo a La Gran Ynka a un concierto de Sinatra…

Me moría de ganas de que amaneciera, de volver a la California que me gustaba tanto.

George cogió el teléfono y enseguida dijo que sí, que aceptaba la llamada de larga distancia, a cobro revertido. Lo escuché desde mi habitación. Estaba desarreglándome un poco porque venía Chuchi a recogerme y él odiaba mis niquis Lacoste o Fred Perry y los pantalones marrones y medio sintéticos que Peter me había comprado en un sale de Studio City, en una de aquellas tiendas destartaladas en las que todo estaba de rebajas el año entero. Peter ya no sabía qué hacer para que dejase de ponerme unos vaqueros desgastadísimos por la entrepierna que me había traído de Madrid y que, según él, me hacían parecer un chico barato, uno de aquellos jusleros de la avenida Selma, y el pobre pensaba que la comparación me ofendía, cuando a mí me habría encantado pasarme toda una noche jangueando como una bicha, como decía Chuchi, por Selma y Sunset Boulevard, deambulando como una perra en busca de millonarios caprichosos, o de caprichosos que por lo menos tuvieran cincuenta dólares para pagarse el antojo. Chuchi me había advertido que, o me ponía una ticher apretujadita y que me dejase al aire los hombros de remero, y aquellos bluyines bien escandalosos, o no me llevaba a ver a Tom Montgomery.

—Tienes una llamada de Madrid —me avisó George.

—Dile a Luisito que he salido, que me llame mañana.

—No es Luisito. Es una chica.

Parecía un poco desilusionado. A George le gustaba Luisito Soler, y eso que solo había hablado con él por teléfono un par de veces, apenas cuatro palabras, pero Luisito tenía voz de locutor apasionado y además yo le expliqué a George cómo era, bajito, moreno, bien durito de brazos y de muslos y de mollera, bien cabezota, y con cara de niño malo, así que el vicepresidente de marketing y relaciones públicas de la Gordon National Life se hacía ilusiones sin tener que preocuparse de momento por su soriasis.

—¿Una chica? Entonces a lo mejor no me llaman de Madrid, a lo mejor es alguien de mi familia —dije yo, y me preocupé.

Pero no era nadie de mi familia, era Mati Figueroa. Estaba medio histérica.

—Han cogido a Luis. —Parecía a punto de echarse a llorar—. La Social. Estaba esperando al contacto en la estación de Atocha, frente a los servicios, y alguien se le acercó con malas artes y Luis se confundió, lo tomó por lo que no era, seguro que pasó eso, el cabrón era un poli camuflado, pero Luis se pensó que era una maricona con ganas de ligue, por lo visto es horroroso lo que pasa en esos servicios, y picó.

—Pero ¿lo han detenido por rojo o por marica? —A saber si Mati estaba descompuesta porque su novio podía pudrirse en chirona o porque había descubierto de pronto que él entendía.

—Primero, por marica, quiero decir que primero lo acusaron de escándalo público y de atentado contra las buenas costumbres, y eso que él no hizo nada, te lo juro, Charly, Luis no hizo nada, todo lo hizo el otro, para provocarle, pero como Luis no salió corriendo porque estaba esperando al contacto, y como tampoco le armó un escándalo, para no llamar la atención, el otro sacó de pronto la placa y se identificó y se lo llevó a comisaría, y allí descubrieron sus antecedentes políticos y ahora le acusan de las dos cosas, de marica y de rojo. Por Dios…

Se le quebró la voz. Mati Figueroa era una niña bien que creía en la revolución y en que los jóvenes podíamos cambiar el mundo, y también creía en el amor libre y en que la lealtad era mucho más importante que la fidelidad, así que se había acostado tenazmente con los más zánganos y más bulliciosos de su curso hasta hacerse novia de Luisito, y a pesar de todo seguía creyendo en la revolución, y en la fuerza transformadora de la juventud, y en el amor libre, siempre, por lo visto, que no lo practicara su novio, deprisa y corriendo, en los urinarios de la estación de Atocha o de la Puerta del Sol, con moros necesitados, viajantes de comercio con ganas de emociones prohibidas o policías enmascarados y morbosos. Mati Figueroa tenía veinte años y un corazón que no le cabía en el pecho.

—Pero ¿el botarate de Luisito no sabía quién era su contacto?

—Claro que lo sabía. La mema de Pepa Gutiérrez, que se retrasó porque tenía que comprarle a su madre una turmix o no sé qué en el Sepu.

—Y si sabía que era Pepa, ¿cómo pudo confundirla con un fulano con pinta de policía secreta?

—Ay, Charly, yo qué sé, yo me quiero morir.

Mati no sabía nada y se quería morir, y a lo mejor ya había empezado a morirse, nada más colgar, y ahora había en Madrid, a principios de agosto del 74, por lo menos dos personas que se estaban muriendo, Mati Figueroa y Franco, pero yo tenía mucha prisa porque Chuchi estaba a punto de llegar para llevarme a ver a Tom Montgomery.

Sonó el claxon floreado del toyota de Chuchi.

—A Luisito le han detenido —le dije a George—. Luego te lo cuento.

George se quedó abrumado por la noticia y Chuchi, en cuanto me vio, levantó el dedo pulgar de la mano derecha en señal de victoria segura.

—Te lo vas a comer, brother —me dijo—. En cuanto Tom Montgomery te vea, con esa facha de ganguero vicioso, se moja como una beata en misa y seguro que te contrata para que te lo comas.

Chuchi arrancó con la alegría despreocupada de los que no se han cansado de vivir deprisa y aún tienen la oportunidad de hacer un bonito cadáver. Otro toyota, pero modelo Corolla y de color almendra, conducido por un doble sudoroso de Hemingway, ladró con la histeria de los cobardes cuando estuvimos a punto de sacarlo de su carril con nuestros ímpetus de draiveros medio suicidas. Chuchi gritó igual que un apache y levantó el brazo y lo movió, como si blandiera una lanza, con la fiereza de los pieles rojas en pie de guerra. En cuanto perdimos de vista a la caricatura de Hemingway, puso en el radiocasete uno de aquellos tapes llenos de gemidos cochambrosos a cargo de chicarrones calientes que se magreaban y se chupaban unos a otros y se decían cochinerías, y que Chuchi le compraba, a dólar la pieza, al encargado de una gasolinera que a su vez los había comprado a montones por correo, por siete dólares cada uno.

—Vete entrando en ambiente, mi hijo. Al de la gasetería se le pone el basamento como una hiena cuando los escucha. Y no te rías, que Tom Montgomery no se contenta con cualquier cosa.

—No me río por eso, Chuchi. Me río por una cosa que le ha pasado en Madrid a un amigo mío.

Le conté el percance de Luisito Soler con el policía anzuelo.

Brother, aquí eso es comidilla diaria —dijo él—. En los meaderos de Griffith Park, raro es el día en el que un jara marrano con la placa tapada, pero con la pinga dura, no se lleva a un pobre marica a hacerle la autopsia.

Luego me contó que él conocía a un tipo medio trastornado que disfrutaba más que Farrah Fawcett en una peluquería con aquellos percances. El tipo era un loyer bien acomodado y todo el día de terno oscuro y sogazo de seda al cuello, pero en cuanto terminaba cada tarde de enredar al mismísimo diablo se mudaba en el propio despacho, se ponía unos pantalones de camuflaje y una cazadora de motero desarrapado y se plantaba en Griffith Park, jangueando por los alrededores de los pipiruns hasta que divisaba a un buen armatoste con inconfundible pinta de policía enmascarado, y se colaba en los meaderos detrás de él, y se le colocaba al lado a mamonear con la trompeta de la vejiga, y, cuando al saramambiche representante de la ley se le ponía duro el saxofón, al picapleitos se le amontonaban las prisas por soplarse un solo bien apasionado, pero, en cuanto le ponía la mano encima al instrumento, el trampero le echaba el guante. Así una tarde detrás de otra, con frío o calor, con lluvia o nieve, y siempre la misma procesión: esposado dentro de una troquera de la poli bien escandalosa, visita a la comisaría, agilidad máxima en los trámites porque ya es más conocido que Dean Martin en la mansión de Al Capone III, una multa de trescientos pavos por indecencia pública, y otra multa de doscientos por ataques inmorales a un representante de la autoridad. Y el fulano, encantado de la vida. Tanto que, en una de esas, un agente fullero y desadvertido, y seguro que padre de familia numerosa a la que le costaba trabajo sacar adelante con su salario del Estado, le dijo en un arrebato de confidencialidad, después de identificarse mientras el solista aún le tenía agarrado el rocoso miembro, que se lo jugase frío, que todo podía arreglarse entre brothers, que él hacía la vista gorda por doscientos cincuenta pavos al contado, justo la mitad de lo que iban a soplarle sus mandos, y que además Dios se lo iba a recompensar. El loyer cogió allí mismo una crisis de honestidad y, al final, al pobre padre de familia numerosa le cayó una desgracia de mucho cuidado, y hasta se puso en marcha una operación de Asuntos Internos, porque por lo visto no era el único comemierda que se sacaba un sobresueldo a cuenta de las cagaleras de los pajarones, cosa que no puede consentir un abogado respetable como mi conocido, me dijo Chuchi, porque eso no le da morbo ninguno.

—Pero tú darías el pego, mi hijo —añadió—. A lo mejor un día lo apaño todo para que te presentes en su oficina con uniforme blu, lo pones caliente, le propones como quien no quiere la cosa algunos enredos con porra incluida, y le pides quinientos pavos a cambio de que te juegue en la portañuela, en versión bucal, El cóndor pasa.

Íbamos hacia Glendale por una de aquellas autopistas cuya única misión era, al parecer, que el tráfico resultase complicado y entretenido. A mí se me antojaba el camino más largo para llegar al imperio de Tom Montgomery, si es que, efectivamente, Tom Montgomery reinaba por donde vivía Nick David, el hermano de Peter. Para colmo, se formó de repente un atasco de lo más desaprensivo e incomprensible, y teníamos a nuestra izquierda, de mi lado, un descapotable metalizado que cortaba el aliento. El tipo que iba al volante, un cincuentón con aspecto de presidente de una compañía petrolera, sacó como por movimiento compulsivo una cartera de piel y se puso a contar billetes de cien dólares. Chuchi le tocó el claxon y el presidente de la petrolera respingó como una señorita de Atlanta sorprendida en el vestidor por el chófer negro de papá. Chuchi se pasó la lengua bien engrasada por aquellos labios de saxofonista que tenía, y el conductor del descapotable metalizado hizo ademán de guardar enseguida aquella fortuna. Solo que entonces me miró, y yo le sonreí con aquella mezcla de ingenuidad y sensualidad que, según Chuchi, causaba destrozos tanto entre hombres como entre mujeres, y el presidente de la petrolera también sonrió, y dejó la cartera a medio guardar. El atasco empezó a desbaratarse por las buenas.

—Tócate el parqué, mi hijo, que lo tienes en el bote —me dijo Chuchi.

El descapotable metalizado ya empezaba a adelantarnos. Yo me toqué lo mejor que supe, pero sin exagerar la procacidad, lo que Chuchi llamaba el parqué o el mercado de valores, y el de la petrolera empezó a tener problemas con las cervicales, porque tenía que retorcer mucho el cuello para continuar mirándome. A la desesperada, de perfil, pero vocalizando bien con los labios, me dijo:

Next exit. Wait for me.

—Nos espera en la próxima salida —me dijo Chuchi.

—Ya lo sé, no estoy ciego. Y me espera a mí.

—Uy, uy, uy, la estrella de la jaigüei —se burló él—. Si te provoca, te bajas aquí mismo y echas una carrerita. Seguro que se te pone a tiro la carroza de plata.

—Déjate de pendejadas, Chuchi. —Me molestaba de pronto que Chuchi se apuntase a todos mis éxitos—. Nos está esperando Tom Montgomery.

—A ese papasito podemos verlo cualquier otro día. El del descapotable no se va a pasar toda la tarde esperándonos.

—El del descapotable se lo habrá pensado mejor.

—Por mi culpa. Es lo que estás pensando. Por mi culpa.

—Pendejo.

—Nos descarriamos en la próxima salida —decidió Chuchi—. No nos cuesta nada. A lo mejor al semental de turno que se tiene que ensartar hoy a Tom Montgomery se le ha atascado el engranaje y se quedan rodando hasta que Raquelita Welch se gane un Oscar.

Pero en la próxima salida no había ni rastro del descapotable metalizado y Chuchi empezó a dar vueltas por una urbanización llena de condominios que parecían las galerías de la cárcel de Carabanchel, según las había visto yo en los periódicos. Me acordé del pobre Luisito y volvió a entrarme la risa. Daba la impresión de que Chuchi se conocía bien aquel enredo de calles destartaladas y desiertas, en las que era imposible que viviera el presidente de una petrolera. Chuchi bajó la velocidad del toyota, señaló un apartamento de aspecto mugriento y deshabitado y me dijo:

—Ahí vivía la puta Selena. Estaba en el cuerpo de bomberos de Los Ángeles y me dejó por una domadora de delfines que se hacía llamar Afila, así que ya te puedes figurar cómo era. Atila trabajaba en el Marine World de San Diego. La puta Selena me dijo que Atila era mucho más femenina que yo, que por eso me dejaba.

Chuchi soltó una carcajada como un alarido que hizo que ladrasen los perros de tres o cuatro apartamentos cercanos. Luego puso el toyota como un cohete y se dedicó a hacer eslalon frenético por aquel laberinto de calles a medio asfaltar, y yo me imaginé enseguida que la peregrinación a la casa de su antiguo amor iba a terminar en el hospital o en chirona. Pero Chuchi dijo de pronto:

—Ya llegamos, esto es Glendale. En cinco minutos estamos en los Montgomery Studios.

Y era verdad que el paisaje había variado de sopetón. A lo mejor por culpa del susto yo no me había dado cuenta de cuándo se había producido el cambio, pero ahora estábamos en un sitio idéntico a North Hollywood, a Burbank, a Van Nuys, a cualquiera de las tranquilas ciudades del Valle. Entramos en una calle ancha y llena de semáforos perezosos, con casas caras con jardines cuidados a uno y otro lado de la calzada. Chuchi se puso a conducir como un ciudadano prácticamente ejemplar y un coche de la policía nos rebasó sin que los agentes volvieran siquiera la cabeza para observarnos. En el radiocasete del coche volvió a sonar, como por arte de magia, aquel concierto de gemidos roncos y venéreos que se parecía mucho al barullo de una perrera. Chuchi lo apagó.

—El del descapotable metalizado sí que puede vivir por aquí —dije.

—Después del edificio gris —dijo Chuchi—, la primera a la izquierda y la primera a la derecha, si no me equivoco.

No se equivocó, pero porque no se refería a la casa del supuesto presidente de una compañía petrolera, sino a lo que él llamaba, chuflón, los Montgomery Studios. A primera vista, era una casa corriente, típica de California, de madera pintada de gris verdoso y tejado de latón, con una pequeña yarda delantera cubierta de césped regado por dos aspersores rutinarios y un camino de grava que conducía a un porche con demasiadas macetas con plantas. Cuando Chuchi llamó al timbre de la puerta, casi enseguida abrió un fulano medio calvo y con bigote y vestido de policía de carretera, aunque con la camisa abierta hasta el ombligo y las mangas enrolladas hasta los sobacos. No era ningún Mister Olimpia. Chuchi preguntó por Tom y el fulano le miró con desconfianza, pero luego se fijó en mí y comprendí que le gustaba lo que veía. Abrió la puerta del todo y nos hizo una señal para que pasáramos.

El living de los Montgomery Studios era como el de la casa de Chuchi. Había un sofá de hule marrón, comprado seguramente en un garage sale, y, por el suelo, montones de cojines que pedían a gritos un lavado. En una esquina, una barra de bar con unos taburetes enclenques que no animaban mucho a sentarse en ellos, y una estantería con algunas botellas de tequila y de bourbon. Las paredes estaban llenas de fotos ampliadas de Tom Montgomery semidesnudo, o desnudo del todo, aunque de espaldas, con un culo realmente glorioso y su mandíbula de chico sanote y deportivo. Sobre una coffee table de estilo rústico que había a un lado del sofá, ejemplares atrasados de Blush enseñaban en la portada a Tom haciendo alarde de Empire State, como lo llamaba Chuchi, pero al poner en relación aquella delantera con aquel trasero de las paredes tuve la impresión de que el Empire State era artificial.

El fulano vestido de policía nos hizo señas de que esperásemos. Parecía mudo.

—¿Tom vive aquí? —le pregunté a Chuchi.

—No, chico. Vive por Studio City, con sus viejos. Esto es solo su Paramount.

Las cortinas de la ventana que daba al porche tenían dibujos de Walt Disney. El fulano vestido de policía volvió y nos hizo señas para que lo siguiéramos.

—Es mudo —dije.

—Seguro que está concentrado —dijo Chuchi—. No es nada fácil que se te pare a capricho del director.

El director era el rubio de la portada de Blush y llevaba un albornoz a rayas blancas y negras, como los de los bañistas que aparecen en las postales antiguas de la playa de La Concha o de Biarritz. Estaba en aquel momento dándole instrucciones a un chico hispano de aspecto desnutrido, pero con un Empire State descomunal, que se había tumbado boca arriba, completamente desnudo, sobre una Harley-Davidson del tamaño de un tanque. El chico se manipulaba el rascacielos con mucha parsimonia, sin alterarse por las indicaciones del director, que le pedía que lo mantuviera en una dirección a todas luces inhumana. Cuando el chico consiguió mantener la contorsión que se le pedía, el director se quitó el albornoz en un santiamén, se encaramó sobre los estribos de la moto y, con una puntería digna de un Oscar al mejor montaje, se encajó el rascacielos hasta el esófago.

Action! —ordenó.

La Harley-Davidson resplandecía bajo los focos. Tom Montgomery se agitaba como si estuviera encima de un toro mecánico. El chico del rascacielos ponía caras de víctima de un cólico nefrítico. Todo se desarrollaba en una especie de cobertizo construido con uralita y lonas militares en la yarda trasera de la casa, entre un desbarajuste de focos, trípodes, cables y cajas de todos los tamaños. Las tapias de la propiedad habían sido prolongadas en aquella parte con un cañizo para defenderse de miradas indiscretas, y un hombretón de rasgos medio apaches y con aspecto de picapedrero manejaba a mano la cámara, que puso muy cerca del check point, como dijo Chuchi. La toma duró poco más de media hora, y se tuvo que interrumpir cuando Tom Montgomery perdió el equilibrio y estuvo a punto de perder también la dentadura. Recuperado, dedicó diez minutos más a hacerse primeros planos jadeantes y extasiados, y otros diez a tomar primeros planos del chico del rascacielos resoplando como una locomotora.

—¿Tú serías capaz de hacer eso, chico? —me preguntó Chuchi.

—¿Resoplar? Claro que sí.

—No, lo de antes.

Lo pensé un momento.

—¿Lo del chico o lo de Tom?

—Lo del chico.

—No lo sé.

—¿Y lo de Tom?

—¡Eso sí que no!

Chuchi se puso a reírse por lo bajito como si algo empezara a hervirle dentro de la boca. Arrimó los labios a mi oreja y susurró:

Brother, nunca digas nunca jamás.

El fulano vestido de policía, que se había quedado junto a nosotros durante el rodaje de la secuencia de la Harley-Davidson, salió corriendo hacia el set y se puso a hacer ejercicios de calentamiento delante del director. Pero los focos se apagaron y el tiarrón de la cámara se hizo cargo enseguida del cambio del atrezo. Arrastró la moto hasta dejarla apoyada en la tapia y luego sacó unos urinarios de pared que fue colgando en el fondo del cobertizo. Estaba claro que la próxima escena iba a tener lugar en unos meaderos públicos, en los de un parque o a lo mejor en los de una estación de tren. Volví a acordarme de Luisito y me lo imaginé al pobre con las manos en la masa y al policía enmascarado aguantando como un jabato hasta el momento exacto en el que ya no había posibilidad de dar marcha atrás. No estaba bien que me riese de Luisito, pero es que había que estar muy cegato o muy salido, qué risa, para confundir a Pepa Gutiérrez con un señor con bigote, porque seguro que el policía enmascarado llevaba bigote. El director le dijo al fulano vestido de policía de carretera que se lo jugase frío, como decía Chuchi, que se lo tomase con calma, y luego se volvió y se vino hacia nosotros.

Tom Montgomery era más bajito de lo que parecía en las fotos, sobre todo dentro de aquel albornoz que le ponía pinta de osito de peluche. Era rubio de bote, porque las raíces del pelo las tenía oscuras, pero de todas maneras su piel era clara y bonita, el bronceado le quedaba muy elegante y todo él era como un bizcocho doradito. De cerca, no tenía ninguna pinta de vicioso o de tiburón del negocio de la pornografía, y su sonrisa parecía la de un colegial. Saludó a Chuchi de un modo muy cálido y sencillo y le guiñó un ojo, y luego se dedicó durante una eternidad a retratarme de la cabeza a los pies. Dijo algo que no entendí del todo.

—Dice que te desparramas de sabroso —tradujo Chuchi.

Pero Tom había dicho algo de McDonald’s, eso seguro.

—Vamos a su despacho —dijo luego Chuchi, pero eso no tenía que habérmelo traducido porque lo entendí perfectamente.

El despacho de Tom daba a la yarda de atrás y, al contrario del living, estaba muy bien amueblado y arreglado. Además, en las paredes no había solo fotos de Tom, también había una de Al Parker solo, y otra de Al Parker y Casey Donovan, los protagonistas de El otro lado de Aspen, una película gay pornográfica que estaba causando sensación. En la pared de detrás de la mesa de despacho Tom había colgado su diploma de graduado por UCLA y la foto con orla de su promoción, él casi en el centro de medio centenar de chicos y chicas con caritas de panecillos a medio cocer. También había sobre la mesa otras revistas del ramo, aparte de Blush, y muchas fotos de chicos con el rascacielos bien empecinado, como decía Chuchi. La mayoría de las fotos habían sido tomadas con máquinas Polaroid y todos los chicos, incluso los negros, tenían algo de internos en un hospital para enfermos de hepatitis.

—Tom dice que mejor que le enseñes el material, brother —dijo Chuchi.

Pero Tom había dicho algo de unas fotos, mi inglés alcanzaba hasta ahí.

—Vamos, chico. —Chuchi llevaba ahora toda la iniciativa, con mucho balanceo de torso y mucho alboroto de dedos—. Enséñale el material. La pinga.

Miré a Tom y él parecía dispuesto a verme la pinga, si eso era lo que Chuchi ordenaba. Me levanté. Chuchi seguía alborotando con los dedos para meterme prisa. Me desabroché el botón de la cintura del bluyín y me bajé la cremallera de la bragueta y Tom se puso cómodo en su silla de despacho, con expresión de muchachito desconcertado por una fiesta sorpresa de cumpleaños. Entonces me bajé de un solo golpe el pantalón y el slip y quedé con todo el material al aire, por delante y por detrás, y Tom puso cara de profesor de matemáticas agradablemente sorprendido por el buen examen de un alumno con pocos créditos. Se levantó y, desde la ventana, llamó a todos sus muchachos.

—Les ha dicho que quiere que vean al nuevo Jeff York —me dijo Chuchi.

Pero Tom no había dicho nada de eso, solo les había pedido que viniesen to see something. Lo había pedido con bastante entusiasmo, eso sí. Jeff York era un modelo exclusivo de Fox Studio, uno de los más famosos grupos editoriales de material masculino para mayores de veintiún años, y todos los modelos que ofrecía eran ejemplares apoteósicos, pero Jeff York tenía un aspecto más finito de lo común en el catálogo de Fox, no era un mastodonte bigotudo y con pectorales como tinajas, era más esbelto y más proporcionado y tenía el pelo corto, espeso, liso y rubio, y grandes ojos azules un poco perplejos, y yo lo veía siempre en los Blueboy que Chuchi compraba de segunda mano, y le decía a Chuchi que Jeff era el más guapo, con diferencia.

Al cabo de diez segundos, todos los miembros del equipo de Tom estaban en el despacho y todos me miraron por delante y por detrás y, de pronto, no sé si por los nervios, o porque aquello solo podía pasar en California y no era cosa de desaprovechar la ocasión, el rascacielos se puso a levantarse por su cuenta y todos aplaudieron.

Después, todos felicitaron a Chuchi antes de volver a sus ocupaciones. También Tom felicitó a Chuchi y me dio un cachete en las nalgas y dijo, con aquel acento rarísimo que tenía, no sé qué del monday.

—Quiere que hagas una prueba el lunes —dijo Chuchi—, pero ni una empinada más antes de firmar el contrato, brother.

Tom salió del despacho y Chuchi se fue detrás de él hablándole del contrato y Tom decía que sí con la cabeza a todo. Chuchi tardó más de media hora en volver, pero yo me quedé todo ese tiempo solo en el despacho de Tom Montgomery, mirando todas las fotos y todos los pósters de las paredes como un marqués rodeado de retratos de familia, convencido de que a partir del lunes pasaría a ser uno de ellos, empezaría a ser conocido en el sex shop de Hollywood Boulevard, y en todos los demás en los que enseguida se vendería gracias a mí la revista Blush, y después me haría famoso por las películas de Tom y ganaría mucho dinero porque ese era el cine que ahora estaba triunfando, entre los gays y entre los no gays, la pornografía se había puesto de moda aquel año en California, como las cazadoras de Members Only y como decir gorgeous todo el tiempo, no había más que ver abarrotados los cines en los que daban Garganta profunda, Deep Throat, llenos de parejas corrientes, de matrimonios muy respetables y muy entusiasmados, y eso que Linda Lovelace, la protagonista, la extraordinaria chica que tenía el clítoris en la garganta, a mí me parecía un coquito, y los tíos que ponían a prueba la capacidad de la dichosa garganta tampoco eran Robert Taylor precisamente, pero cualquiera diría que esa cochambrería medio zarrapastrosa, o Detrás de la puerta verde o El diablo dentro de miss Jones, las dos con una mulata que se llamaba Georgina Spelvin y que lo tenía profundo todo, no solo la garganta, cualquiera pensaría que aquellos mediometrajes rodados de cualquier forma eran superproducciones como Lawrence de Arabia, y estaban arrasando en taquilla, en salas en las que antes habían puesto Easy Rider o American Graffiti, aunque también era verdad que Al otro lado de Aspen, con Al Parker y Casey Donovan, aún tenía que venderse por correo, solo a mayores de veintiún años, y cada cinta costaba un dineral, pero no era nada más que cuestión de tiempo, yo estaba convencido, seguro que pronto serían más famosos que Julie Andrews, y quizás yo trabajaría con ellos dentro de muy poco, porque en California pasaban esas cosas, llegaba un desconocido como yo, llegaba de un país en el que lo único especial que pasaba era que se estaba muriendo Franco, y que a Luisito Soler lo había detenido la policía por hacer lo que ahora estaban haciendo en el cobertizo, delante de la cámara, el fulano vestido de policía y Tom Montgomery vestido de ejecutivo, yo los veía por la ventana del despacho, y me acordaba de Luisito y me daba la risa, me moría de pronto de ganas de llamarlo y decirle: Luisito, el monday voy a interpretarte, voy a hacer de muchachito ingenuo, pero bien jot, bien bravo, voy a magrearle la pinga en un meadero público a un policía y se lo voy a hacer con un noujau que ni te imaginas, a un policía vestido de policía, no como el tuyo, California es así, y encima nadie va a meterme en la cárcel, nadie me va a jailear, brother, encima van a pagarme un buen money, como todo me salga bien voy a convertirme no solo en el nuevo Jeff York, que no te explico cómo es para que no te dé una embolia de la impresión, voy a convertirme en el nuevo Valentino, el nuevo César Romero, el nuevo Ricardo Montalbán, el nuevo Fernando Lamas, el nuevo latin lover de Hollywood, solo que en el escrín del porno duro, el hardcore, ahí está el futuro, Luisito, no en aquellas muvis de señoritas atribuladas por pamemas y lechuguinos engominados, ni en estas moderneces revenidas de moteros que piden a gritos una londri o de brokers en esníquers que se enamoran de pobretonas con leucemia, ahí está el porvenir, aquí, en California, este sitio donde te puedes inventar toda tu vida sin que nadie te lo eche en cuenta y donde tienes que aprender a hablar de otra forma, ya ves, no sabes lo bien que se siente uno, lo libre que te sientes, pobre Luisito, hablando este desbarajuste.

Chuchi regresó y dijo, hecho todo un mánager de artistas:

—Nos vamos, todo okey, el lunes empiezas. Yo me quedo el veinte por ciento de tu payment. Ya te puedes aplicar una buena clínap general, por dentro y por fuera, el fin de semana.

Yes —dije, feliz, lleno de buena onda.

Lo pronuncié a la española, exprimiendo bien la «y»: yes.

Tom Montgomery me pagó quinientos dólares por mi debut en Glory Holes, y a Luisito Soler le pedían quinientas mil pesetas de fianza para dejarlo libre.

—Estamos intentando reunirías entre todos, cada uno que aporte lo que pueda —me dijo Mati Figueroa, agobiadísima, a cobro revertido—. El pobre va a volverse loco allí dentro, Charly, y yo es que ni como ni duermo ni consigo centrarme en nada, tienes que echarnos una mano.

De los quinientos dólares, a Chuchi le di cien, su comisión del veinte por ciento, y yo me compré una máquina de fotos Polaroid, que era un capricho que tenía desde que vi por primera vez cómo funcionaban, aquello de tener revelada al instante la foto que acababas de hacer, y la posibilidad de retratarte y de retratar a cualquiera en cueros emberrenchinados, como decía Chuchi, sin que el de la tienda te denunciara a la policía. Me sobraron poco más de doscientos dólares. A Peter le dije, durante los cuatro días que duró el rodaje de mi parte, que me iba a trabajar con Chuchi en casa de una trastornada medio momificada que vivía en Santa Monica y que quería que sus cuatro chihuahuas tuvieran un dormitorio y un cuarto de baño exactamente iguales que los de ella, uno para los cuatro, eso sí, y que pagaba un buen dinero y no era demasiado pejiguera con los detalles, y que Chuchi, aunque costara creerlo, era un jándiman competente —así era como se presentaba muchas veces Chuchi a sí mismo, si no tenía confianza o quería que se le reconociese un poco de respetabilidad: un jándiman, un experto en chapuzas caseras de todos los colores—, y yo, un aprendiz muy espabilado. Cuando Peter me dijo que no me había llevado a California para que me empleara como obrero de la construcción, yo le contesté, muy digno, que tenía que ayudar a Luisito Soler y que ni siquiera en California el dinero caía del cielo. A Peter le quedó muy mala conciencia, pero no se ofreció enseguida a contribuir a la colecta para que Luisito saliera libre y Mati dejase de llamar y pudiera comer, dormir y centrarse en sus cosas.

—Tenemos que ver esa película que me ha prestado Fred el de la funeraria —me decía Peter—, algún día se la tendré que devolver.

Fred el de la funeraria trabajaba para la Gordon National Life. Era grande, pelirrojo, fondón y muy miope, pero con unas manos anchas y fuertes que a mí muchas veces me ponían eléctrico, aunque nunca se lo dije a Chuchi porque me lo habría apuntado como un descrédito horroroso. Tenía un acuerdo para suministrar los servicios fúnebres incluidos en las pólizas de los clientes que la compañía de seguros tenía en el Valle, él se ocupaba del ataúd y de las esquelas y de arreglar la sala mortuoria y de acicalar el cadáver, y encargaba las flores e incluso, a veces, el convite que se daba después del entierro. Con George mantenía una relación muy profesional, pero con Peter se relajaba y a veces nos hacía visitas relámpago mientras George estaba en la oficina, y él y Peter se comportaban como si alguna vez hubieran tenido algo entre ellos, algún foquifoqui, como decía Chuchi. Un día Fred nos dijo que se había conseguido una copia de la película en súper 8 de la que todo Hollywood hablaba, aquel pomo entre jóvenes marines, uno de los cuales tenía la misma cara larga, inconfundible, del protagonista de Gunsmoke, una serie de cowboys que llevaba dos temporadas con mucho éxito en televisión. Peter le pidió que nos la prestara.

—Fred va a decir que soy un aprovechado —dijo Peter en vísperas de mi introducing en aquello de los agujeros gloriosos—, a lo mejor piensa que no se la voy a devolver. Podríamos verla mañana, mientras George está en la oficina.

—Mañana tengo trabajo, Peter. La vieja nos paga cien dólares al día a cada uno, y Chuchi no puede hacerlo todo él solo, no voy a dejarle tirado. Además, necesito ese dinero para que Luisito pueda salir de la cárcel.

A la mañana siguiente, Chuchi no venía a recogerme hasta las once de la mañana, pero yo me hice el remolón en la cama con la excusa de que tenía que estar descansado para la paliza laboral que me esperaba, lo cual era rigurosamente cierto. Dormía en el galpón de la yarda, donde Peter había montado un dormitorio muy coqueto, y es que él estaba empeñado en guardar las formas delante de George, como si de verdad fuéramos parientes lejanos y yo estuviese en California con la idea de hacerme allí, con un poco de suerte, un hombre de provecho; como si California fuera un sitio igual que cualquier otro, pensaba yo, donde podían hacerse hombres de provecho muchachos sin pizca de corazón. A las diez me levanté y, como todos los días, Peter me tenía preparado el desayuno, ese café aguado que se toman los americanos y un zumo de naranjas recién exprimidas y tostadas de pan de centeno con mantequilla y mermelada, porque yo odiaba los corn flakes. Luego me afeité, me bañé y me eché medio bote de Aramis, mi colonia favorita, y Peter me preguntó si iba a trabajar de albañil o a casarme. A las once en punto, el toyota de Chuchi me reclamó desde la calle con sus ladridos de viejo galgo calavera.

Estaba nervioso. No sabía lo que Tom Montgomery me iba a pedir aquel primer día de rodaje. No sabía si tendría que hacer lo que hizo el hispano que tenía un Empire State descomunal, o lo que el propio Tom hizo, o lo que se dejaba hacer el fulano vestido de policía de carretera, o a lo mejor un poco de todo, para ver qué registro se me daba mejor, como me dijo Chuchi, muerto de risa. Estaba tan nervioso que de pronto me entraron dudas de si me había puesto el desodorante. La verdad es que iba limpio como una patena, pero me había vestido como Lord Pamplin, el mote que le habíamos puesto en Madrid a un compañero de Luisito Soler que, a pesar de ser un elemento antisocial de alta peligrosidad, como había escrito la policía en su ficha de delincuente político, iba siempre hecho un señorito de Jerez, con su Fred Perry y sus pantalones de color gabardina y sus mocasines sin calcetines e incluso su pelo peinado para atrás y engominado. A mí solo me faltaba el fijador en el pelo.

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