California

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1. Sin corazón

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—Con esas pintas no se la pondrías brava ni a Ted Kennedy —me dijo Chuchi—. Menos mal que en Montgomery Productions no son nada chiperos para el vestuario, sobre todo si van a tenerte en cueros pelados todo el tiempo. Suave, brother, que no van a necesitar el presupuesto de Disneyland.

Pero Tom se quedó entusiasmado con mi pinta y decidió cambiar el guión sobre la marcha. En cuanto me vio, dijo montones de veces okey y llamó al tiarrón con cara de apache que manejaba la cámara y, a la vez, se encargaba del atrezo, para que lo cambiara todo. El tiarrón se llamaba Ronnie y me miró como si quisiera reventarme con su Empire State por hacer que Tom lo pusiera todo patas arriba.

Según Chuchi, que hizo de traductor porque yo seguía sin entenderle dos palabras seguidas a aquel Cecil B. DeMille del porno, ahora se trataba de que yo fuese un universitario de familia chic, sorprendido en su habitación por unos ladrones que, primero, lo ataban a su silla de estudio, luego robaban un poco, y después se dedicaban a rapear salvajemente a su víctima por todos sus holes, empezando, menos mal, por la boca. Tras esa primera sinopsis, Tom le ordenó a Ronnie que sacara de donde fuera un montón de libros que yo pudiera estudiar para no hacer el ridículo ante los espectadores, como si a los espectadores ese detalle de verosimilitud intelectual pudiera importarles lo más mínimo, y luego me dijo que me iba a presentar a mis partners.

En el cobertizo había ya dos chicos sentados en sillas de director de cine, de cara a la pared, despatarrados y con la bragueta abierta y el rascacielos al aire, y haciendo manualidades de precalentamiento. Se llamaban Ken y Buck y, cuando Tom los llamó para presentármelos, se guardaron los rascacielos cuidadosamente, se limpiaron las manos con un poco de colonia y unos kleenex que estaban allí para ese menester y se levantaron, muy cordiales, a saludarme. Yo me fijé, claro, en los volúmenes que iba a tener que soportar en mis holes, que les abultaban gloriosamente en los pantalones a los muchachos, y me puse contentísimo porque, encima, Tom iba a pagarme quinientos dólares. Era el método para tranquilizarme, según las instrucción de Chuchi: tú piensa, me dijo, que te van a pagar quinientos pavos, chico, el veinte por ciento para mí, ya sabes, y no te acalambres hasta que llegue el momento, porque no sirve de nada.

Ken era bajito, rubiales y compacto y tenía una cara graciosa, de golfo callejero de película del free cinema, y unos brazos musculosos y tatuados con filigranas geométricas, que me hicieron pensar instintivamente en Alcatraz. Buck era medio oriental, hijo a lo mejor de militar americano sin graduación y de belleza esquinera filipina, y había algo blando en su envergadura de descargador de muelle. Tom les explicó los cambios en el guión y ambos dieron la impresión de no recordar en absoluto cómo era el guión original, pero Buck preguntó entonces, según me tradujo Chuchi, que si la película iba a seguir titulándose Glory Holes, porque él ya lo había puesto en su currículo y, si cambiaba, también él tendría que cambiarlo. Tom le explicó, según Chuchi, que el título sería el mismo, solo que los agujeros gloriosos ya no serían los consabidos, los que había en las paredes de los cagaderos en los servicios públicos para que los viciosos de estación metieran los rascacielos por allí, que ahora los agujeros gloriosos serían los míos. Chuchi se desfondaba de risa. También les explicó Tom que ellos dos, después de atarme a la silla y de robar un poco en la casa, serían los que me rapearían a mí oralmente, pero que él, para darle un poco de variedad a la acción, me haría un oral hasta provocarme el jerk off.

—Tu pinga la estrena él —me tradujo Chuchi— y nadie más. Menuda Gloria Swanson está ella hecha.

Ronnie, el enorme camarógrafo y atrecista, se presentó con unos cuantos ejemplares atrasados de Blush y dijo que lo sentía, que no había encontrado nada mejor para que yo estudiara. Él y Tom discutieron un rato hasta que Chuchi intervino y dijo, según me explicó después, que tendría morbo añadido el que un universitario de familia chic estuviera en su gabinete aprendiéndose de memoria revistas de beefcakes bien sabrosos, y que la aparición de los ladrones rapeadores podría ser una cosa onírica, un producto de la imaginación recalentada del chico, o que también podía ser muy artístico el que lo del onirismo nunca quedase claro del todo, como en las películas europeas. A los dos, y sobre todo a Ronnie, les gustó bastante la idea y Chuchi les dijo que ya podían ir poniéndolo a él en los créditos como asesor de libreto y que a ver qué per cent le daban por la contribución.

A todo esto, ya era más de la una, y entonces Tom dijo que primero lonchearíamos y que rodaríamos de dos a siete, por si alguien pensaba chivarse al sindicato. Nos fuimos todos al living medio cochambroso de la casa y Ronnie sacó de alguna parte unos sangüiches de tuna, como llamaba Chuchi al atún, y de salami y latas de soda, y luego nos entregó a los actores un cepillo de dientes a cada uno, con un buen pegotón de pasta dental ya servido. Cuando terminé de lonchar, Ronnie, con cara de Toro Parado, como decía Chuchi, me dijo algo.

—Quiere que vayas con él —me tradujo Chuchi—. Él se va a encargar, dice, de dejarte la dentadura bien vacunada.

Tom se puso un poco histérico, pero Ronnie le dijo —eso lo entendí todo— que tranquilo, que no me iba a desvirgar.

Me levanté y fui para donde Ronnie me indicó. Al lado del despacho de Tom estaba el cuarto de baño y Ronnie me dijo que entrara y que me enjuagara la boca. Dejó la puerta entornada y me pidió el cepillo de dientes y que abriera bien los labios. Como un dentista psicópata empezó a cepillarme los dientes con mucha saña y sin interrupción, de manera que la espuma del dentífrico empezó enseguida a rebosarme la boca, hasta que Ronnie me limpió los labios con el dedo gordo, y luego se limpió el dedo en la camiseta toda sudada, y después, sin ningún precalentamiento, me metió el dedo entre los dientes, y aquel dedo pedía a gritos que lo chupara, y me puse a chuparlo con mucho gusto, porque el dedo de Ronnie sabía a dedo de tiarrón bien poderoso de alguna tribu india medio salvaje y era de un tamaño que ya lo quisiera más de uno, empezando por Peter, en el lugar del rascacielos.

Little bitch —me dijo Ronnie al cabo de un rato de chupeteo—, now you are okey.

Luego me palpó la bragueta y comprobó que sí, que la pequeña zorra estaba a punto, y que ya podíamos empezar a rodar.

Chuchi me había advertido que el rodaje de una película, incluidas las de Montgomery Productions, era un tormento. Y, sin embargo, Nick David, el hermano de Tom, y Clara y Angelo, los bailarines acrobáticos, y Marlene Arana, la trigueña que había tenido una escena muy caliente con Victor Mature en un falso bar de mala muerte, y el propio Peter habían rememorado aquella noche, en casa de Nick, durante la sesión de espiritismo cinematográfico alrededor de Luna de Sinaloa, los viejos días de rodaje como fiestas encantadoras en las que todos eran estrellas, el tiempo fluía con transparente suavidad y lleno de percances emocionantes y travesuras memorables, aunque la mayor parte de sus respectivas intervenciones, al final, las habían cortado los jefazos de los estudios para que no hicieran sombra a los, por lo general, desangelados protagonistas de las películas. La gran diferencia estaría en que, en Glory Holes, yo iba a ser el newcomer al que ni siquiera Tom Montgomery le haría sombra.

Ronnie nos dijo a todos, con su voz brusca y morbosa, que teníamos que ayudarle a cambiar el set.

Hasta Chuchi, aunque a regañadientes y remoloneando mucho, echó una mano, pero empleamos una hora larga en montar, con los muebles del despacho de Tom y los cojines medio cochambrosos del living, y con un montón de cortinas historiadas y de sarapes mexicanos, el supuesto cuarto de estudio de un niño bien, aunque a lo que más terminó pareciéndose aquello, según Chuchi, era a un burdel de Tijuana. Ronnie, de vez en cuando, me pasaba su brazazo de estibador por encima de los hombros y con sus dedazos de minero me pellizcaba la tetilla y con aquella voz que parecía el mugido de un bisonte en celo me susurraba al oído cosas que yo no entendía, pero que me sonaban todas muy puercas.

—Dice que no quiere que te enfríes —me tradujo Chuchi después de uno de los ataques de Ronnie.

Yo no hacía más que acercarme a Ronnie para que me achuchase y me pellizcase las tetillas, y, cuando ya Tom parecía a punto de reventar de celos, Ronnie le dijo, muy gallito, según me tradujo Chuchi, que si prefería que yo llegase al rodaje propiamente dicho convertido en una acelga destemplada y chuchurría. Por si eso no fuera bastante, Chuchi le dijo a Tom que lo que yo estaba haciendo, buscando como una perra el magreo de Ronnie, era una prueba de mi interés y de mi profesionalidad.

Okey —dijo Tom, muy rebotado, y añadió, según me tradujo Chuchi, que empezaríamos por la secuencia del ataque de los ladrones, cuando me amarraban a la silla, para pasar directamente a mi rapeo oral por parte de Ken y Buck. También tendría que darnos tiempo a rodar su monólogo con pinga y mi jerk off.

Ken y Buck se dieron poquísima maña para amarrarme a la silla y maniatarme, mientras Tom observaba la escena intentando parecer el boss de aquella banda de patosos. Me dejaron como un ovillo de lana desbaratado por un caniche, pero Tom dio por buena la primera toma, y eso que Ronnie no paraba de advertirle que Buck se salía de cuadro constantemente. Hicimos una pausa y Ronnie se ofreció a amarrarme y maniatarme en condiciones, y mientras lo hacía aprovechaba para manosearme los pezones y la bragueta y, cuando estaba de espaldas a Tom, sacaba la lengua y se la mordisqueaba y se mojaba morbosamente los labios, sin dejar de mirarme a los ojos con cara de sátiro.

El rodaje del rapeo oral por parte de Ken y Buck casi acaba con la paciencia de Tom, y estaba claro que por eso dejó que Ronnie lo solucionara por su cuenta. Los chicos, mientras me restregaban los paquetes por la cara, ponían unas expresiones ridículas de viciosos, pero después, a la hora de la verdad, a la hora de sacarse los rascacielos y enseñarlos a la cámara, los pobres rascacielos estaban completamente desmayados. Y no hubo manera de que se empecinasen, como decía Chuchi. Así que Tom empezó a tirarse de los pelos y Ronnie, de pronto, decidió tomar cartas en el asunto. Le pasó la cámara a Tom, se bajó los pantalones —no llevaba calzoncillos—, enseñó a la cámara, para un primer plano contundente, un Empire State que daba gloria verlo por su tamaño y por su empecinamiento, le ordenó a Tom que acercara bien el objetivo a mi cara para utilizar luego el plano como un insert, y después, como un jabato, me ocupó con el rascacielos el agujero glorioso hasta el esófago, o al menos esa fue la sensación que yo tuve, y embistió durante una eternidad, aguantándose bien el gusto, mientras gritaba como si fuera un cirujano psicópata que estaba abriéndome en canal. Llegado el momento, se salió para ponerme perdido de crema pastelera, como decía el pobre Luisito Soler cuando hablaba de esas cochinadas, y él mismo se encargó de decir:

—¡Corten!

Para mi sorpresa, lo dijo en castellano, sin duda en mi honor.

Después se limpió sin muchos miramientos con un kleenex que le pasó Buck y volvió a hacerse cargo de la cámara y le dijo a Tom que se apurase, que me tenía a punto de caramelo, y Tom se lo tomó como si tuviera que interpretar el monólogo de Marlon Brando en Julio César, con un montón de gesticulación lujuriosa y de merodeos y pamplineos por el rascacielos, como si aquella fuera su oportunidad para ganarse el Oscar, de modo que tuve que ponerme a pensar en Ronnie para no dar el gatillazo por culpa de la risa, y Ronnie lo adivinó, porque, sin dejar de vigilar el visor de la cámara, empezó a hacer a su vez gestos y fruncimientos de labios y ejercicios de lengua que esos sí que me mantenían a punto de caramelo, y entre unas cosas y otras aguanté bastante bien el empecinamiento y tardé lo necesario en venirme y conseguí un jerk off que, cuando Ronnie cortó por su cuenta, provocó el aplauso de todos, incluido el de Chuchi, que hacía aspavientos muy cómicos para darme a entender que él también estaba descosiéndose de caliente y a punto de venirse, y también el de Ronnie, que me miraba a sabiendas de que él había sido el verdadero héroe de la jornada, y que no iba a pedir un centavo de paga extra.

Por eso, cuando Peter me preguntó, por la noche, qué tal nos había ido en el trabajo, yo le dije:

—Menos mal que un voluntario nos echó una mano, y de forma totalmente desinteresada, porque, si no, aún estaríamos dándole vueltas a la faena.

Chuchi me había devuelto a casa con cara de palo, porque Ronnie le dijo que no hacía falta que me recogiese al día siguiente, que ya lo haría él. Yo, en ese momento, excitado por la idea de ir con Ronnie, los dos solos, desde casa a los Estudios Montgomery, le di la dirección y no pensé que tendría que explicarle a Peter quién era aquel tiarrón que me esperaba en la calle, al volante de una furgoneta como la que solían usar los jardineros mexicanos que iban de casa en casa. Por eso tuve que improvisar cuando Peter me dijo:

—Mañana a ver si encontramos un rato y vemos la película que nos ha dejado Fred.

—Mañana —le dije yo— a lo mejor vuelvo tan tarde como hoy, o más tarde todavía. Va a venir a recogerme el jardinero de esa buena mujer, porque Chuchi, antes de ir a trabajar, tiene que hacerle no sé qué recado a La Fabulosa Fabiana.

Después me entró la angustia por si a La Fabulosa Fabiana se le ocurría llamar para chismorrear sobre el último desvarío de La Gran Ynka, o para poner como los trapos a Huguito de la Cuesta por algún reportaje recostroso que había publicado en Panorama, o simplemente para gosipear, como decía ella, sin ton ni son y de todo bicho viviente, y por si Peter entonces le preguntaba qué clase de enredos se traía entre manos para verse en la necesidad de confiarle un recado al descarriado de su hijo. Pero La Fabulosa Fabiana no llamó y, por la mañana, cuando Ronnie tocó el claxon de su furgoneta para avisarme de que ya había llegado, Peter entró en el galpón y me dijo que el jardinero de aquella loca estaba fuera, esperándome.

Ronnie llevaba la misma ropa del día anterior. La misma camiseta negra con los bordes de las mangas cortas apretándole bien los bíceps, y los mismos pantalones de pana de color ceniza apretándole bien los muslos. La camiseta la había lavado por la noche, porque no tenía manchas de sudor y parecía planchada deprisa y corriendo. Seguro que, como el día anterior, tampoco llevaba calzoncillos. Yo lo primero que hice, en cuanto subí a la furgoneta, fue mirarle la portañuela, no lo pude remediar, y a él no se le escapó el detalle.

Good morning, little bitch —dijo.

Yo también le dije good morning, esmerándome bien en la pronunciación, y entonces él arrancó y cogió la calle que bordeaba el parque de North Hollywood, sin salir a la autopista. Se puso cómodo en su asiento, como si lo más importante de todo lo que llevaba encima fuese su bragueta, y por eso quería enseñarla bien. No apartaba la vista del frente, no me miraba ni de reojo, y sonreía como si estuviera maquinando y disfrutando por anticipado el robo del siglo.

Al cabo de unos veinte minutos fue bajando poco a poco la velocidad y de pronto, cuando íbamos ya por uno de aquellos barrios de condominios medio costrosos y medio abandonados en uno de los cuales había vivido Selena, la novia medio lesbiana de Chuchi, alargó la mano derecha, me acarició sin la menor delicadeza toda la cara, que casi me salta un ojo con un dedo, y luego me metió el pulgar en la boca y me dijo, con aquella voz de gigante crápula que tenía:

Suck, little bitch.

Yo me desfondé un poco, eché la cabeza para atrás, cerré los ojos y me dediqué a chuparle el pulgar con la voracidad de un cachorro glotón.

Entonces me mandó que me desnudara.

Al principio no le entendí. Oí que decía algo, pero supuse que era alguna cochinada que me decía a mí, o que se decía a sí mismo, para que nos subiera la calentura, así que seguí a lo mío. Pero él sacó el pulgar de un tirón de mi boca, como si se lo hubiera mordido, y yo me incorporé un poco alarmado, y él me dijo que estuviera tranquilo, pero que me desnudara. Me explicó con toda clase de gestos que tenía que quitarme la ropa, e incluso empezó a desabrocharme los botones de la camisa, sin dejar de conducir con la otra mano, y, cuando yo seguí con los botones, él me desabrochó el cinturón y me bajó la cremallera de la bragueta y me dejó claro que quería que me desnudase del todo. A mí me daba un poco de miedo. Me daba miedo no solo que alguien me viera completamente desnudo dentro de la furgoneta y avisara a la policía, también se me ocurrió que a lo mejor Ronnie era un psicópata de aquellos que iban por todo Estados Unidos violando y estrangulando a jóvenes autoestopistas, porque Peter me había contado, para advertirme de los peligros de irme con cualquiera, que uno de aquellos asesinos en serie había estado actuando por toda California y había matado a tres chicos en los alrededores de Los Angeles, a finales de primavera. Me puse a mirar para todas partes un poco nervioso, y Ronnie se rio por lo bajito, como los asesinos taimados de las películas de terror psicológico, y me dijo otra vez que estuviera tranquilo, que no pasaba nada, que no iba a verme nadie, y señaló con un gesto de cabeza aquellas calles desiertas a media mañana, y se puso menos áspero, más pícaro, incluso me miró un momento a la cara y me guiñó un ojo y sonrió de verdad, y yo dije que okey, y empecé a desnudarme poco a poco, hasta quedar en cueros vivos. Como estaba tan nervioso, el rascacielos lo tenía engurruñido.

Nice body, little bitch —dijo él, en un susurro medio aguardentoso, y sin mirarme.

Yo me recosté lo mejor que pude en el asiento e intenté tranquilizarme, pero el corazón era un toro mecánico, como decía Chuchi cuando se alteraba. Trataba de serenarme pensando en lo que Ronnie me había dicho, que tenía un bonito cuerpo, además de llamarme zorrita, porque me encantaba recordar los piropos que me echaban los hombres. Ronnie me puso la mano abierta, áspera y caliente en el pecho y empezó a moverla suavemente, y a presionar un poco, como si estuviera dándome un cuidadoso masaje cardiaco, y comenzó a respirar hondo y a un ritmo tranquilo, para que yo le imitase. Había empezado a dar vueltas por la urbanización medio abandonada, por aquellas calles con el asfalto cuarteado y las farolas descuidadas, pero con árboles frondosos que lo llenaban todo de una sombra refrescante y cómplice. Hacía una mañana maravillosa. La vida en California era un milagro y yo estaba allí, desnudo, radiante, a merced de un descendiente de los indios apaches, o de los comanches, o de los navajos. Eso pensé, para darme ánimos. Respiré hondo tres, cuatro, cinco veces, y me fui apaciguando. Sonreí, por si Ronnie me miraba, aunque fuese de reojo, para que se diera cuenta de que ya no estaba asustado. Él empezó entonces a pellizcarme una tetilla e, inmediatamente, el rascacielos se me empecinó. La mano de Ronnie empezó a recorrerme todo el cuerpo, y estuvo arañándome sin cebarse el estómago, que yo lo tenía liso y terso como el lomo de un potrillo —eso me dijo una vez un representante de medias que me llevó a su habitación de un hotel medio gótico de la Gran Vía, y que me elogió mucho el estómago tan liso que yo tenía, y la cintura, además de los hombros de remero, claro—, y me pellizcó sin exagerar el bajo vientre y me alborotó hasta hacerme un poco de daño la pelambrera del biutibox, como la llamaba Chuchi, y yo me puse tan descompuesto y tan descontrolado que alargué la mano para agarrarle a Ronnie el Empire State, pero él me dio un manotazo que casi me parte el cúbito y el radio, y comprendí, sin necesidad de que él dijera una sola palabra, que me mandaba que me estuviera quietecito.

Me dejé hacer. La mano de Ronnie se fue volviendo cada vez más avariciosa y más mandona, quería tocarlo todo, agarrarlo todo, estrujarlo todo, meterse en todo. Casi consigue que me cupieran en la boca sus cinco dedos, aunque yo temí que se me rajasen las comisuras, pero no me importaba, y luego casi me llega con el índice hasta los tímpanos, y casi me estrangula, y me estrujó con todas sus fuerzas los pectorales, que en ese momento sí que me quejé, y él entonces empezó a bajar la mano cada vez con más suavidad por todo el pecho, y jugó un poco con mi ombligo, que le tuve que agarrar por la muñeca para que lo dejase porque yo ahí tengo unas cosquillas que no las puedo soportar, y él me lo concedió, y siguió hasta el rascacielos, que ya me chorreaba, y él lo acarició desde la punta hasta la base con mucha habilidad, pero con muy mala idea, porque no consentía que se me fijase el gusto, y siguió hasta los muslos, hasta las rodillas, hasta los gemelos, hasta los tobillos, hasta los dedos de los pies, con los que yo nunca me había podido imaginar que se pudieran hacer aquellos manejos tan gustosos, y luego volvió a subir por las piernas y me pidió, con un empujón nada protocolario, que me girase, que me pusiera de costado, y me dejó mirando hacia las farolas y los troncos de los árboles frondosos, y se empeñó en meterse con los dedos por donde nadie hasta entonces se había metido, y casi lo consigue, porque sabía cómo hacerlo, cómo relajar los músculos tensos, cómo derretir las apreturas, cómo ablandar los cerrojos, cómo abrirse paso, y llegó el momento en que creí que me desmayaba.

Entonces me ordenó que me vistiese.

Volvió a conducir con las dos manos, y apretó el acelerador, y, antes de que me diese cuenta y pudiera recomponerme un poco, salimos a la avenida ancha y llena de tráfico y con semáforos perezosos a la que también había llegado Chuchi después de su peregrinación sentimental al viejo vecindario de Selena. Apenas me dio tiempo a ponerme los calzoncillos y los pantalones y, cuando llegamos a los Montgomery Studios, me bajé de la furgoneta de Ronnie descalzo, desnudo de cintura para arriba y medio desbaratado. Seguro que lo que Ronnie le dijo a Tom fue que otra vez estaba yo a punto de caramelo.

El día de rodaje fue pesadísimo, a pesar de que, esta vez, Ken y Buck cumplieron con su obligación —y yo me lo pasé bien porque estuve pensando todo el tiempo en Ronnie, y siempre que podía le miraba para que se diera cuenta de que estaba pensando en él—, y a pesar de que la escena en la que yo lograba desatarme y dejar groguis a los dos chicos y a Tom, aunque él se defendía como un machote, también la dio Tom por buena en la primera toma, y eso que Ronnie no paraba de advertir que, cuando no era uno, era otro el que se salía de campo. Chuchi se pasó por allí a media tarde y Ronnie lo echó con cajas destempladas.

A las siete en punto, Tom dijo:

Finished.

Ronnie me llevó a casa sin decir palabra, sin arrancarme la cabellera, sin darme un beso de despedida.

Cuando llegué, Peter y George estaban ya cenando.

Peter me dijo que Mati Figueroa había vuelto a llamar, a cobro revertido, y que la pobre estaba desesperada porque no conseguían reunir las quinientas mil pesetas para la fianza de Luisito.

—Cuando la vieja me pague —dije— se lo mandaré todo.

—También ha llamado Chuchi preguntando por ti —me dijo Peter—. Parecía medio electrocutado. ¿Ha pasado algo?

Le dije que Chuchi, al final, no había ido a trabajar en todo el día, y que querría saber cómo me había apañado sin él. Pero me quedé preocupado porque sabía que Chuchi era capaz de cualquier cosa.

Peter y George me explicaron después que la Gordon National Life empezaba su campaña de promoción y captación de clientes, de cara al último cuatrimestre del año, a principios de la siguiente semana, y que los dos estarían muchos días fuera de casa, haciendo la gira con el show publicitario. Si quería, podía ir con ellos. Peter me miró de una manera que yo comprendí que iba a volver a darme la tabarra con que teníamos que ver la dichosa película que Fred nos había prestado.

—A ver si podemos ver la película el domingo —le dije, para que me dejase en paz.

Cuando ya estábamos a punto de acostarnos, cada uno en su dormitorio, volvió a llamar Chuchi, y yo procuré decirle discretamente que no se alterase, que ya hablaríamos, que nada iba a cambiar.

—Ni te pienses que me vas a desarreglar mi veinte por ciento, hijo de la chingada —me dijo, y yo sabía que me tenía que tomar en serio aquella advertencia, pero me eché a reír como si él hubiera hecho un chiste muy gracioso, para que Peter y George no se figurasen nada raro.

De todas maneras, a Peter le extrañó que Chuchi tampoco fuera a recogerme a la mañana siguiente y se puso muy suspicaz y muy pejiguera. Cuando Ronnie llegó en su furgoneta era muy temprano, casi se cruza con George, que empezaba a trabajar a las ocho, y Peter apareció de mal humor en el galpón y me encontró ya vestido, afeitado y con medio litro de Aramis encima. Tuve que explicarle que Chuchi tenía que ir a primera hora a comprar materiales para la obra, y que el jardinero esa mañana no podía pasar a recogerme más tarde porque también tenía cosas que hacer. En realidad, el día anterior Ronnie me había dicho:

—A las ocho te recojo. Te voy a hacer fotos para la revista Blush antes de ir a rodar.

Me lo dijo en inglés y tuvo que darle unas cuantas vueltas y hacer algo de mimo hasta que se convenció de que yo le había entendido. Así y todo, él llegó antes de tiempo, o yo no le entendí del todo bien, y tuvo que esperarme un rato. Peter se empeñó en hacerme el desayuno, e incluso quería que Ronnie entrara y se tomase con nosotros un café, y yo me puse un poco histérico y le dije que dejase ya de tratarme como si fuera de su propiedad. Se quedó muy encabronado.

Cuando volví por la tarde, seguía con cara de palo y mudo, como Greta Garbo en sus películas suecas.

—Ha llamado otra vez esa chica —me dijo George—. Ya le he dicho que no ibas a estar aquí hasta la hora de cenar.

—Qué pesada.

—Me da lástima. No tienen dinero. Toma.

George me dio un sobre.

—Van quinientos dólares —me dijo—. Para mí es un gusto ayudar un poco a Luis.

Yo dejé el sobre con el dinero al lado del plato y le dije a George:

—Un día Luisito te lo va a agradecer como tú te lo mereces.

George se puso colorado, seguro que entendió que Luisito se le iba a poner a cuatro patas, o le iba a poner a cuatro patas a él, en prueba de agradecimiento, y le entraron los nervios pensando que algo tendría que hacer para disimular lo mejor posible la soriasis. Luego, como Peter seguía sin decir nada, me preguntó cómo había ido la jornada de trabajo y yo me inventé que habíamos terminado con el tejado del dormitorio y el cuarto de baño para los chihuahuas y que aún quedaba el suelo y colocar unos sanitarios especiales para perros que por lo visto vendían en Bel Air. A George le pareció la cosa más natural del mundo. Aquello era California.

En realidad, durante la sesión de fotos con Ronnie había estado a punto de sufrir tres o cuatro ataques de corazón. La tuvimos en medio del monte, por Hollywood Canyon, y Ronnie me había puesto a punto de caramelo utilizando esta vez las dos manos y sin consentir, de nuevo, que yo le tocara. Mientras Ronnie me masajeaba con aquellas manos como gruñidos de orangután que tenía, en el radiocasete de la furgoneta sonaba sin parar Killing Me Softly with His Song en la voz mullida de Roberta Flack. Luego me obligó a posar en lo alto de unos riscos, completamente desnudo, con el rascacielos al aire y bien empecinado, o enseñando bien abierto el paralelo cuarenta y dos, como lo llamaba Chuchi, y más de uno y de dos automovilistas tuvieron que vernos, porque algunos conductores hicieron sonar el claxon alegremente, siempre por la misma parte de la autopista que discurría al fondo, tapada por un pinar que quizás no fuera tan espeso como parecía desde arriba. Más tarde, en el set, rodamos la escena en la que yo, mientras Ken y Buck permanecían noqueados por la violencia de mis puños, violaba salvajemente a Tom Montgomery para resarcirme del mal rato que me habían hecho pasar él y sus secuaces, amarrado a la silla y abusando de mi indefensión. Ronnie me tomó muchos primeros planos y yo, para resultar convincente, me estuve acordando todo el tiempo de cómo él me mataba sin ninguna suavidad con sus manos.

Peter fregó los platos y apenas cruzó media docena de palabras con George. Se fue a la cama sin despedirse de mí y, a la mañana siguiente, cuando me desperté, no me tenía preparado el desayuno, a pesar de que Ronnie no vino a recogerme hasta pasadas las diez.

Aquel día, el último del rodaje, Ronnie utilizó la técnica de no rozarme ni en un descuido. Durante el camino, por más que yo me desabroché la camisa hasta el ombligo, y jugué picaronamente con la cremallera de la bragueta, y me puse por mi cuenta mirando a poniente y me quité los mocasines y estuve un rato dándome masajes en los pies, Ronnie ni se inmutó. Me llevó directamente al set y me puso en manos del fulano vestido de policía de carretera que estuvo por allí cuando Chuchi me llevó a conocer a Tom Montgomery y que era, en efecto, un policía auténtico. El policía entraba en la casa, avisado por alguien, y se encontraba con aquel espectáculo de dos ladrones noqueados y el tercero, el jefe de la banda, recién violado por un muchacho de buena familia que, además, estaba bastante rico, así que, después de ponerles las esposas a los facinerosos, se dedicaba a recompensarme por mi valentía con todo el catálogo de registros interpretativos de aquel emergente género cinematográfico. El policía era muy versátil, se llamaba de verdad Larry Newman, su nombre artístico era Rock Valenti y aparecería en los créditos de Glory Holes como special guest star. Ronnie lo rodó todo tan de cerca que oía su respiración, sus jadeos, y olía su aliento de bebedor de bourbon —y eso que a mí me habían dicho que a los indios el alcohol los volvía locos— y su olor de hombre de la selva, y la cámara era como su mano que estaba siempre a punto de agarrarme, de estrujarme, de meterse por donde indicaba el guión. Tom Montgomery dijo luego que el policía nunca había estado tan bien, tan motivado, tan convincente.

Cuando terminamos, Ronnie le pidió a Buck que me llevase a casa, que él no podía. A mí me dijo que había sido un placer conocerme y que ya me llamaría algún día, para salir por ahí a tomar un drink. Tom me pagó los quinientos dólares en billetes pequeños, que yo no comprendía de dónde habría sacado aquel desparrame, y me aseguró que contaría conmigo para la próxima producción. Yo pregunté si las fotos que me había hecho Ronnie para Blush estaban incluidas en el precio y Tom, después de esmerarse en no entenderme durante una eternidad, me vino a decir que él de las fotos no sabía nada, pero que si Ronnie me las había hecho pues sí, estaban incluidas en los quinientos dólares. Le dije que a mí me gustaría tener copias y Tom dijo algo del copirrait y que ya las vería en la revista.

Buck tenía una ruina de coche y Peter, a pesar de que seguía en plan Greta Garbo durante su etapa sueca, no pudo resistirse.

—¿Ese es otro jardinero? —me preguntó, sarcástico.

Yo me inventé que era el hijo de la criada de la loca de los chihuahuas, una filipina, que si no se lo había notado al chico en la cara. El detalle étnico pareció convencer a Peter, que además debía de estar harto de hacerse el estrecho y el rencoroso, y yo aproveché para preguntarle qué le pasaba.

—Qué va a pasarme —dijo—. No te he traído a California para que estés todo el día perdido por ahí y yendo de un lado para otro con mugrosos malencarados.

Estuve a punto de decirle que precisamente eso, andar por ahí perdido y con mugrosos malencarados, era lo que a mí de verdad me gustaba, pero no se lo dije porque no era del todo cierto, a mí también me gustaba ir con La Gran Ynka a los conciertos de Sinatra y almorzar con George y con Peter en restaurantes caros de Santa Mónica y dejarme llevar por las autopistas de Los Angeles y asistir a las fiestas que organizaba Huguito de la Cuesta, llenas de señoras vestidas con lentejuelas y de mariachis endomingados, y en las que Armando Hern a lo mejor volvía a darme cien dólares a cambio de dejarme lamer un poco en el hueco de alguna escalera. Lo que sí le dije fue que tenía que comprenderlo, que necesitaba dinero para ayudar al pobre Luisito Soler.

—¿Hoy no ha llamado Mati? —le pregunté.

—Creo que no. A lo mejor ha perdido la confianza en ti.

—Es que aún no tengo dinero suficiente. Mañana, aunque sea sábado, también podría ir a trabajar por la mañana a casa de esa vieja loca, pero, para que veas que no soy un egoísta, mañana podríamos ver esa película de Fred.

Peter sonrió, me alborotó la melena caoba cariñosamente y después me dio un beso. Luego susurró, mirándome a los ojos:

—Charly, ¿tú me quieres?

—Claro que te quiero, Peter. Pero no voy a estar diciéndotelo todo el tiempo.

—Es que no me lo dices nunca, Charly.

—Te lo acabo de decir, Peter.

Peter se fue poniendo cada vez más cariñoso, pero George estaba a punto de llegar. Me pidió que le ayudara a poner la mesa y, cuando George llegó, traía la cena que había comprado en un restaurante bastante caro de Sunset Boulevard en el que preparaban comida indonesia para llevar a casa. Brindamos con margaritas, que a George le salían riquísimas, y vimos en televisión un capítulo de Gunsmoke. Peter me dijo que me fijara bien en la cara del protagonista. George se rio nervioso, como si Luisito acabara de llamarle a cobro revertido para decirle que en cuanto pudiera iría a Los Angeles a agradecerle los quinientos dólares que me había dado para él.

—Toma otros quinientos —me dijo Peter al día siguiente, cuando George se fue a ver a sus ahijados mexicanos—. No quiero que luego digas que por mi culpa no has podido ir a trabajar y has perdido dinero.

Le di un beso del que no podía tener ninguna queja. Ya había conseguido reunir mil quinientos dólares para Luisito, aunque tenía que descontar los cien de Chuchi y lo que me costara la Polaroid, que de ese capricho no pensaba privarme.

Todos los sábados, George iba a visitar a sus dos ahijados mexicanos, un niño y una niña, hijos de una pareja a la que George había ayudado a conseguir la green card. Un día me enseñó la foto de la familia y me di cuenta de que el mexicano padre se daba un aire a Luisito Soler.

George empleaba en esa visita familiar como mínimo dos horas, así que Peter y yo teníamos tiempo suficiente para ver la película que nos había prestado Fred el de la funeraria. Montamos en el dormitorio de Peter el proyector casero que George tenía en su habitación, quitamos el espejo que había sobre la cómoda para que la pared sirviera de pantalla y perdimos bastante tiempo en colocar bien la cinta de súper 8. Menos mal que la película era corta.

Bajamos todas las persianas y nos tumbamos en la cama de Peter. Él solo tuvo que estirarse un poco para poner en marcha el proyector. La película era en blanco y negro y la copia estaba hecha una ruina, pero así y todo la cara del marine novato al que seis o siete veteranos le exprimían el rascacielos durante veinte minutos, a lengüetazo limpio, era inconfundible. Una cara larga, huesuda, en la que sobresalían una boca grande pero de labios finos y unos ojos achinados e incongruentemente claros. El rascacielos del protagonista era espectacular y aguantó como un legionario los ataques de aquellos viciosos hambrientos. Cuando la acción empezó a animarse, porque los veteranos diversificaron un poco su interés bucal y se dedicaron también a devorarse el Empire State y el paralelo cuarenta y dos los unos a los otros, Peter ya no pudo aguantar más el cariño que me tenía y se lanzó a devorarme por su cuenta. Yo me puse cómodo, intentando de todas maneras no perder de vista la pantalla, pero terminé enseguida cerrando los ojos para concentrarme mientras canturreaba mentalmente la canción de Roberta Flack, solo que cambiando un poco la letra, Killing Me Softly with His Hands. Con sus manazas. Canturreaba aquella canción para responder bien al cariño de Peter, pensando en Ronnie.

George y Peter se fueron de gira el tercer lunes de agosto, pero yo les dije que prefería quedarme en North Hollywood. Cuidaría de Zsa-Zsa. Ninguno de los dos se fiaba lo más mínimo de mis habilidades como cuidador de perras, pero preferían que la dálmata vieja y caprichosa permaneciera en la casa, en el territorio familiar por el que se movía con la histérica desconsideración de Bette Davis en sus buenos momentos. De todos modos, tomaron precauciones. Como hacían siempre en circunstancias similares, volvieron a contar con Raúl para que a la gran dama que jamás había conocido vagabundo no le faltase de nada, ni sus comidas, ni sus medicinas, ni su aseo diario, ni sus paseos después de la cena por el parque, antes de que se hiciera de noche.

Raúl, un tipo regordete y compacto, con el pelo y el bigote teñidos de un negro furioso, era el amante puertorriqueño del propietario de la lavandería a la que George llevaba la ropa todos los sábados a última hora de la mañana, cuando volvía de visitar a sus ahijados mexicanos. Stefan, el dueño de la lavandería, un anciano dulce y paciente que conservaba un afilado acento polaco y al que el día menos pensado encontrarían consumido al pie del mostrador de su negocio, en el que solo trabajaba él de sol a sol, se empeñaba en invitar a sus clientes a refrescos caseros a cambio de un rato de conversación, mientras Raúl, que estaba convencido de tener treinta años menos de los que figuraban en su pasaporte, se pasaba el día a bordo de su antiquísimo modelo de cadillac descapotable, en pantalones muy cortos y muy ceñidos y camisetas de tirantes muy vistosas, buscando planes por Venice y Santa Mónica. Raúl no había trabajado en su vida y Stefan le daba una dieta diaria suficiente para gasolina y para sus caprichos, así que resultaba raro que, siempre que George y Peter tenían que ausentarse durante algún tiempo, aceptara encargarse del cuidado de Zsa-Zsa a cambio de un puñado de dólares. Yo pensaba que no me importaría ser como Raúl, solo que siempre con treinta años menos y sin el pelo teñido de negro furioso o de rubio platino.

—Hola, tigre —me dijo el primer día, en cuanto llegó—, vamos a hacernos unos sangüichitos para lonchar y luego nos descansamos ricamente en el cauch del living, que hoy repiten por tiví el pageant de Miss California.

A Zsa-Zsa le abrió una lata de comida para perros que la muy señora desdeñó con aires de gran estrella. Luego, en cuanto nos sentamos en el sofá para lonchear como herederos ociosos, Raúl se abalanzó sobre mí con aparatosa desesperación y, cuando quise darme cuenta, me vi encima de él, los dos en cueros vivos. Zsa-Zsa, tumbada en una esquina del salón, inmóvil, lo contempló todo con el estoicismo de una experimentada institutriz inglesa ante un espectáculo disgusting.

Apenas llegamos a tiempo de ver la coronación de Miss Santa Bárbara, una rubia grandota que se parecía a Dyan Cannon, como Miss California.

—A ver si mañana encuentro un buen ternerito y lo traigo para que hagamos una combinación bien chévere —me dijo Raúl, después de ducharse y mientras devoraba de un modo muy barriobajero los sangüiches que nos habíamos preparado.

Entonces comprendí por qué aceptaba con entusiasmo la tarea de encargarse de la consentida de Zsa-Zsa. Por alguna razón, no podía llevar a sus conquistas a la casa que compartía con Stefan, pero eso sí que se atrevía a hacerlo, el muy descerebrado, en la casa de Peter y George. Esta vez, además, al gusto de disponer de un buen sitio para enredar sabroso, como decía Chuchi, añadía la oportunidad de hacer enredos a tres bandas. Me acordé de lo que nos pasaba en Madrid cuando nos preguntábamos unos a otros, después de ligarnos, si teníamos sitio, y muchas veces nos contentábamos con hacer cualquier chapuza deprisa y corriendo en los retretes de Los Sótanos, o nos metíamos en el cine Carretas, cuando no renunciábamos muy a nuestro pesar a los enredos por falta de una habitación propia. En California, en cambio, los amigos se iban de gira y dejaban a tu entera disposición una casa confortable para enredar como artistas viciosos de Hollywood.

Pero no hubo suerte. Raúl no consiguió traer a nadie durante toda la semana. La comida de Zsa-Zsa empezó a oler mal en su bowl y yo mismo tuve que encargarme de cambiársela por la de otra lata, que esta vez la perra sí mordisqueó con la desgana de las divorciadas millonarias que han perdido el apetito de tanto someterse a régimen. Raúl solo venía por la tarde, para saquear el frigorífico e intentar repetir conmigo, una y otra vez, la apasionada escena del primer día, pero yo aprendí a escabullirme. Un par de veces le acompañé a pasear a Zsa-Zsa por el parque, y él se insinuaba con mucho descaro a todos los chicos que hacían jogging. Uno de ellos, un rubio que se parecía a Ryan O’Neal, nos organizó un escándalo mayúsculo, pero cometió el error de darle una patada a Zsa-Zsa, que se le echó encima para defendernos con sus elegantes ladridos de soprano, con lo que quedó, ante los curiosos que acudieron al reclamo del barullo, como un perverso maltratador de animales y, por tanto, sin ningún crédito para sus acusaciones de acoso sexual contra nosotros.

Dejé de salir con Raúl y Zsa-Zsa al parque. Después de cenar, me iba al sex shop de Lankershim y, un par de veces, me metí en una cabina con caballeros compasivos a los que convencí, después de impresionarlos con la anchura de mis hombros, de que necesitaba cincuenta dólares para poder llegar a San Diego, donde me esperaban mis compañeros del equipo de remo, concentrado allí para unos campeonatos muy importantes. Por la mañana, sin coche, apenas podía alejarme de casa unas cuadras, y en alguna ocasión llevé conmigo a Zsa-Zsa porque Raúl me había asegurado que, con un perro, el cruising daba mucho mejores resultados. Pero las únicas que paseaban a sus perros por las mañanas eran viejas leidis muy charlatanas que querían saber muchas cosas sobre España y los españoles. Yo a todas les decía que en España lo único interesante que pasaba era que se estaba muriendo Franco, aunque ninguna de ellas sabía quién era Franco, y alguna pensaba que era un galán de cine italiano.

Por fin me decidí a llamar a Chuchi.

No lo hice antes porque él, cuando quedamos para pagarle los cien dólares de su porcentaje, se puso muy pantera conmigo y me afeó mi conducta durante el rodaje de Glory Holes y el que hubiera preferido a Ronnie, aquel cheroque mugriento, y hubiera consentido que el muy saramambiche le echase del set de malos modos. Me dijo que no quería saber nada de mí. Arrancó el toyota como si yo fuera a contagiarle algo y me dejó con la palabra en la boca. Menos mal que habíamos quedado frente al Kentucky Fried Chicken que había en Cahuenga Boulevard, a tres cuadras de casa.

Me costó trabajo dar con él. Siempre andaba jangueando por ahí, fuera de su apartamento.

—Coño, brother —le dije—, parecemos Taylor y Burton. Peleados a morir, pero sin poder vivir el uno sin el otro.

—Ingrésate en intensive cares si no puedes vivir sin mí, grandísimo comemierda —me dijo él—. Yo no tengo ni un mareíto. Chao.

Y colgó.

Entonces estuve tentado de llamar a Mati Figueroa, simplemente por curiosidad y por hacer algo. Ella no había dado señales de vida desde que, hacía una eternidad, Peter le dijo que volviera a llamarme a la hora de la cena, y de pronto me entró una lógica preocupación por saber qué habría pasado con el pobre Luisito Soler. A lo mejor le habían dejado libre y le habían perdonado la fianza. Claro que quizás aún estuviera en la cárcel, y a lo mejor habían detenido también a Mati Figueroa por compañera de viaje, y a lo mejor ahora había que mandarles no medio millón para la fianza, sino un millón, medio para cada uno. Pensé que era preferible no tentar a la suerte y verme en la obligación moral de enviarles los mil trescientos dólares que tenía guardados, incluidos los mil que George y Peter me habían dado para ayudar a Luisito a escapar de las mazmorras franquistas. Claro que a lo mejor Franco se había muerto, y los de la Junta Democrática habían devuelto a España la democracia y habían decretado una amnistía general, y Luisito y Mati andaban por ahí dando saltos de alegría y celebrando el éxito de la lucha contra la tiranía con cerveza de barril y patatas bravas. Para eso no necesitaban mil trescientos dólares, eso era barato, aunque bastante paleto, pero allá ellos si habían preferido la lucha antifranquista y habían apostado por la beatería de cambiar el mundo, en lugar de irse, como yo, a California, donde el mundo estaba bien hecho y las estrellas al alcance de la mano y jamás llovía y siempre había sitio para los enredos sabrosos.

Así que, cuando Peter llamó y me dijo que el fin de semana se pasarían por casa, porque tenían que recoger alguna ropa, yo le dije que esta vez sí que me gustaría irme con ellos.

Un día, cuando la gira ya se había terminado, Raúl me dijo que no sabía lo que me había perdido, porque fue irme y empezar él a encontrar cada día terneritos sabrosísimos, pero yo, además de no creerle ni una sola palabra, no me arrepentí de haberme marchado con Peter y George a San Bernardino.

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