California

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1. Sin corazón

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El show de la Gordon National Life se celebraba en el Ramada Inn. Ahí estaban también alojados George y Peter y todo el equipo de la compañía, y a mí me adjudicaron una habitación para mí solo, supongo que para evitar fofocas, como decía Chuchi cuando imitaba a Carmen Miranda y se quejaba de las habladurías contra él, empezando por las de su propia madre. De todas maneras, en la oficina de Los Ángeles de la Gordon National Life tenían que estar curados de espantos, porque allí trabajaba desde hacía treinta años Lana Korey, la abnegada madre de Christopher Korey, un gigantesco jugador rubio de un equipo de fútbol americano de San Francisco que acababa de publicar un libro, The Christopher Korey Story, en el que declaraba su homosexualidad y contaba su vida cuajada de éxitos deportivos y desgarradores conflictos íntimos. Yo había leído el libro y me había enterado de todo, no sé si porque el tema me interesaba una barbaridad o porque el texto era de una simpleza típicamente deportiva, además de ir acompañado de montones de fotografías en las que Christopher Korey salía siempre tan guapo que daban ganas de comérselo. No veía la hora de conocer a la señora Korey, sobre todo si ello suponía la posibilidad de intimar alguna vez con su imponente y valeroso hijo.

Nada más bajar al hall del hotel me encontré con Armando, el dudoso agente de la William Morris. En cuanto me vio, dejó la golosa contemplación de un guapo rubio con aspecto de mormón que no acababa de aclararse con la recepcionista, y se me abalanzó para obsequiarme con dos besos muy latinos.

—Dichosos los ojos, Tarzán —me dijo con un coquetón deje de reproche—. He estado casi dos meses sin salir de mi despacho ni para hacerme la manicure, confiando en que aparecieses de un momento a otro, y he tenido que venirme hasta San Bernardino para dar contigo.

—He estado muy ocupado, Armando.

—Ya me ha contado Peter. Me ha dicho que has trabajado de albañil.

—Algo así —le dije, y pensé que, en cierta manera, no le estaba mintiendo.

Me acompañó a dejar la llave en la recepción.

—Habitación 315 —dijo él, después de fijarse en el casillero en el que dejaba la llave la recepcionista—. Peter tiene la 102. ¿Una habitación para ti solo, Tarzán?

Muy bitch, le dije que para mí y para mis invitados.

En ese momento vi que George venía a nuestro encuentro muy endomingado y me entró la preocupación por si debería cambiarme de ropa y ponerme algo más formal.

Habíamos hecho el viaje después de almorzar y Peter y George se quedaron en sus habitaciones, George para arreglar unos papeles y Peter para arreglarse él mismo. Yo había dedicado un rato a curiosear, desde la terraza de mi habitación, los trabajos de unos obreros semidesnudos y sudorosos en un edificio en construcción que había a espaldas del hotel, y luego me dediqué a pasearme en cueros por mi cuarto, con la fantasía de que dos o tres de los trabajadores no me perdían de vista, sin comentar nada unos con otros y con la lujuria más insaciable desbocándose en el interior de cada uno de ellos. De pronto, me pareció ver que un negro que estaba prácticamente colgado de una grúa se volvía de cara a mi terraza y hacía un clamoroso corte de mangas, y me asusté. Me duché, me vestí como Lord Pamplin y bajé al hall.

—¿A qué hora es el show? —le pregunté a George.

Me dijo que a las siete. Aún quedaban más de dos horas.

—Espero que a Peter y a La Gran Ynka les dé tiempo a arreglarse —añadió, y se echó a reír de un modo muy exagerado, como hacía siempre que quería estar seguro de que yo había comprendido sus bromas.

—De La Gran Ynka respondo yo —dijo Armando, muy profesional—. Claro que Peter necesitará más tiempo.

George volvió a reírse como si ahora tuviera que demostrarme que había comprendido perfectamente la bichería de Armando, y después nos invitó a tomar algo en el mezzanine del hotel. Yo estuve todo el tiempo mirando hacia la puerta, por si en cualquier momento aparecía el negro del corte de mangas o el encargado de la obra, o la policía, para ajustar cuentas con el cochambroso exhibicionista de la habitación 315. Un botones se acercó a avisar a Armando de que tenía en recepción una llamada de la señora Ynka Pumar, alojada en la suite Capistrano, y que podía atenderla desde cualquiera de los teléfonos del hall.

—Problemas seguro —dijo George, nervioso, y consultó su reloj como para calcular si habría tiempo para solucionar los problemas, cualesquiera que fuesen.

A La Gran Ynka la había contratado George para tres shows especiales dirigidos a potenciales clientes latinos en San Bernardino, Pasadena y Santa Ana. El departamento de marketing de la compañía prefería contratar a Vicente Fernández, un mexicano que cantaba rancheras llenas de ritmo y estaba haciendo una gira por California, o a un grupo infantil que tenía mucho éxito en las emisoras hispanas de Los Ángeles, pero Peter se puso muy dramático y no paraba de presionar al pobre George, exagerando sin pudor alguno no solo los méritos artísticos de la supuesta princesa inca, sino su inmarchitable popularidad entre el público latino. Hasta yo podía darme cuenta de que la bruja de la Pumar le estaba haciendo chantaje emocional al pobre Peter para conseguir el contrato. El departamento de marketing hizo una encuesta de urgencia y llegó a la conclusión de que de Ynka Pumar apenas se acordaban algunas abuelas fantasiosas y algunos mariquitas mitómanos y con debilidad por las plumas cuzqueñas y los agudos, precisamente los dos segmentos de población menos interesantes para una compañía de seguros de vida: las abuelitas, porque se morirían pronto, y los mariquitas porque, al no tener por lo general esposa e hijos a los que garantizarles algún bienestar económico, preferían gastarse el dinero en frufrús y potingues. El pobre Peter terminó poniéndose tan indignado, a ratos, y tan plañidero en los momentos de mayor debilidad que hasta yo me di cuenta de que, por alguna razón, no se estaba jugando solo su papel de chevalier servant de la estridente diva peruana, así que George acabó cediendo y tuvo que echar mano en el departamento de marketing de toda su autoridad de vicepresidente. Luego, La Gran Ynka puso en manos de Armando Hern la negociación del contrato, y el gran fan de Tarzán se descolgó pidiendo casi el doble de lo que iba a cobrar Paul Anka por tres shows dirigidos a potenciales clientes wasp. El precio acabó ajustándose entre continuos ataques de divismo de miss Pumar, pero a última hora, a punto de empezar el show, por lo visto se presentaban de nuevo problemas.

—Problema difícil —insistió el pobre George, viendo que Armando Hern tardaba en regresar.

Para colmo, esta vez La Gran Ynka se salió con la suya.

—Dice que el aire acondicionado le ha afectado a las cuerdas vocales —me dijo Armando, a punto de empezar el show, sentado junto a mí en el Gran Salón President del Ramada—. Va a cantar en playback.

Hasta Gerald Ford, el presidente de Estados Unidos en aquel momento, habría comprendido que la grandísima zorra lo tenía todo perfectamente premeditado. Por incomprensible que resultara, a nadie se le había ocurrido que aquella bruja era ya incapaz de soltar uno solo de sus legendarios alaridos. Armando y yo nos habíamos quedado en una de las últimas filas de aquel enorme salón dispuesto a modo de anfiteatro, con largas hileras de sillas tapizadas de terciopelo rojo, y que, desde quince minutos antes del comienzo del show, estaba total y asombrosamente abarrotado de parejas chicanas de todas las edades, algunas acompañadas de sus chamaquitos, todos bien arreglados y muy formales, e impresionados por la elegancia del recinto. En eso se notaba que el departamento de marketing de la Gordon National Life hacía bien su trabajo si nadie se entrometía. Yo me pregunté cómo reaccionarían todos aquellos honrados y laboriosos inmigrantes, sin duda recelosos de las rapacerías de los gringos, cuando descubrieran que la estrella del show era una redomada tramposa que no cantaba de verdad. Si pensaban que la Gordon National Life era igual de fullera para todo, el bueno de George podía tener los días contados como vicepresidente.

—Si de estos tres shows para latinos no consiguen al menos mil quinientas pólizas, George va a pasar a cobrar un chequecito semanal de la Social Security —me dijo Armando, y parecía de veras preocupado por el futuro del bueno de George. De camino, me apretó la rodilla y luego dejó resbalar la mano por todo mi muslo, hasta tropezar con el depósito de artillería, como Chuchi llamaba a veces a la huevera.

Empezó a sonar por megafonía el himno americano y todos nos pusimos de pie y nos llevamos la mano derecha al corazón. Luego, mientras volvíamos a sentarnos, Armando me dijo:

—Menos mal que La Fabulosa Fabiana ha hecho un trabajo fabuloso.

La Fabulosa Fabiana se había encargado de confeccionar el vestuario de la gran diva con un presupuesto raquitísimo, según ella.

Un foco bien potente inundó de luz anaranjada el telón del escenario. Sonó por megafonía un corrido mexicano en versión instrumental, y el agradecido auditorio aplaudió con muchos bríos y mucha emoción. Las cortinas del telón se descorrieron y allí, en el centro del escenario, detrás de un atril, apareció George Ryker, vicepresidente de la Gordon National Life, según anunció por megafonía, en inglés y en castellano, un locutor profesional contratado para la ocasión. George, con su rostro de bebé marchito muy colorado y bañado en sudor, dio la bienvenida a todos, mezclando el inglés con su castellano cauteloso y renqueante, y les deseó que disfrutaran del gran show que habían preparado para ellos. Luego anunció al handsome gentleman, gorgeous, big star from Hollywood… Peter Martin!

Todos aplaudieron con tal entusiasmo que se diría que, en efecto, sabían quién era Peter Martin y que lo reconocían de haberlo visto en montones de películas célebres. George se retiró, un muchacho de producción se llevó el atril, y el locutor profesional volvió a anunciar a Peter.

El guapo caballero Peter Martin, gran estrella de Hollywood, hizo una aparición digna de Miss Universo. Sonriente, parsimonioso, con los brazos alzados como un Papa en el balcón de la plaza de San Pedro, llevaba el pelo teñido de un caoba radiante e iba vestido con un modelo en el que se mezclaban el traje de mariachi de fantasía, perfecto para un espectáculo de Las Vegas, con el uniforme de gran gala de general napoleónico. Aquellos trajes se los hacía en Madrid, durante el tiempo que pasaba allí conmigo, en una célebre sastrería de vestuario para cine y teatro, y conseguía que le engordaran la factura de tal modo que la Gordon National Life siempre acababa financiando, sin saberlo, medio año de alquiler de nuestro apartamento.

Al pie del escenario, Mendoza, el reportero gráfico de Panorama, empezó a sacar fotos como un poseso. Yo no había visto a Huguito de la Cuesta, el director de la revista, pero seguro que andaba por allí.

—Peter hace un buen trabajo, ha nacido para esto —me susurró al oído Armando Hern, arrimándose mucho, y aprovechó para pellizcarme suavemente la cintura.

Peter había nacido para bromear con el auditorio en inglés y castellano, según un guión que el departamento de marketing de la Gordon National Life tuvo que modificar montones de veces para que Peter no se trabucara con el texto. Había nacido para evocar con mucho dramatismo su propio origen venezolano, la llegada de sus padres a América, lo inteligentes que habían sido al contratar con una buena compañía un buen seguro de vida, gracias al cual él y sus hermanos habían podido prosperar y triunfar incluso en Hollywood. Había nacido para recordarles, de manera muy convincente, a los matrimonios allí reunidos el deber de velar el esposo por la esposa, y viceversa, y ambos por sus hijos, lo cual se conseguía, con enormes ventajas, contratando una póliza de vida de la prestigiosa aseguradora Gordon National Life. Peter había nacido para interpretar, a la manera de los culebrones mexicanos de televisión, al agorero que pronosticaba fatales contratiempos a los cónyuges descuidados que no miraban con sentido de la responsabilidad al día de mañana. Dijo, en inglés y en castellano, que la vida está llena de penalidades de las que ninguno de nosotros podíamos escapar, como se veía en las diapositivas que iban a proyectar para todos a continuación.

Se hizo un oscuro radical en el escenario. Todo el mundo aplaudió por pura inercia. Por megafonía empezó a sonar una música muy triste. Un proyector comenzó a volcar imágenes lastimosas sobre la pantalla que había descendido sobre la embocadura. Una mujer latina enlutada, y sus chiquillos también enlutados, llorando junto al cadáver del padre de familia, amortajado en la cama de matrimonio. Unos agentes embargando la casa a la misma mujer y a los mismos niños. La cama de un hospital donde yacía la misma mujer llena de tubos por todas partes, y rodeada por los mismos niños, hasta que la madre exhalaba el último suspiro. Los niños despidiéndose unos de otros, arrasados en lágrimas, antes de ser ingresados cada uno en un orfanato. Una tumba abandonada, sucia, rodeada de hierbajos y manchada de excrementos de pájaros. Nubarrones oscuros sobre un edificio de apartamentos de un barrio típicamente latino.

Se había hecho un silencio propio del corredor de la muerte. Cuando, de golpe, volvieron las luces, nadie aplaudió. Todos estaban sobrecogidos. Pero todos aplaudieron a rabiar, como impulsados por el instinto de supervivencia, cuando Peter irrumpió otra vez en el escenario con su gran sonrisa y su pelo teñido de caoba radiante y su traje de mariachi napoleónico.

—Qué angustia —dije.

—Es un gran trabajo, beibi —me dijo Armando, y consideró que una buena manera de reconfortarme era comprobar sin miramientos el estado de mi depósito de artillería. Yo me libré de aquella garra de un manotazo.

Peter, en el escenario, parecía el hombre más feliz del planeta. Dijo que, gracias a los seguros de vida de la Gordon National Life, la vida y hasta la muerte en California podía ser de color de rosa. Que, gracias a la Gordon National Life, el futuro era brillante, azul, bonito, soleado. Y que allí estaba, para demostrarlo con su garganta maravillosa, la gran, la mítica, la incomparable ¡miss Ynka Pumar!

Entre los aplausos de aquella legión de prematuros supervivientes, el locutor profesional anunció:

Ladies and gentlemen, damas y caballeros, con todos ustedes: ¡miss Ynka Pumar!

La gran bruja apareció convertida en una bandada de loros sobre un zócalo de azulejos cuzqueños falsos y chillones. La Fabulosa Fabiana había hecho, con docenas de plumas y kilómetros de gasa de todos los colores, un trabajo abrumador. A La Gran Ynka costaba verle la carita repintada y las manitas sepultadas bajo sortijas estridentes y descomunales. Un grupo de muchachitos alocados, estratégicamente situados en el centro del salón, empezó a gritarle lindezas a Ynka, como si todos ellos estuvieran a punto de explotar de felicidad.

—También Chuchi hizo un buen trabajo —me dijo Armando, esta vez con las manos quietecitas—. Todas esas gallinas chillonas las ha reclutado él.

Las gallinas chillonas tardaron el tiempo justo en calmarse y, luego, La Gran Ynka se puso a perpetrar el playback lleno de gorgoritos inhumanos sin preocuparse lo más mínimo de hacerlo con un poco de virtuosismo. Pero nadie se quejó. Nadie dio muestras de disconformidad o de desaliento. Todo el mundo parecía agradecer horrores aquel desahogo, mientras a espaldas de la diva, sobre otra pantalla, se proyectaban esta vez imágenes de cielos limpios, casas bonitas con jardines cuidados, entierros apacibles, chicos latinos con becas y birretes, y el retrato del difunto papá en un marco de plata sobre su mesa de estudio, buenos convites funerales con viudas latinas ofreciendo a sus invitados bandejas llenas de ricas viandas, hermosas coronas de flores como las que encargaba Fred, parques con niños dichosos, ataúdes relucientes, tumbas muy cuidadas en cementerios muy elegantes y, una y otra vez, intercalado sabiamente entre las diapositivas, el logotipo de la Gordon National Life.

La Gran Ynka recibió con parsimonia y muchas posturitas una ovación que parecía interminable, mientras las gallinas chillonas se ganaban con creces el dinero prometido. Me pareció que, con aquellos aplausos incansables, los pobres asistentes trataban de resistirse a otra tanda de imágenes sádicas.

No pudieron remediarlo. Se hizo de nuevo un oscuro invencible. Ahora, con un fondo de música trágica, sobre la pantalla de la embocadura del escenario se proyectaron imágenes de huracanes que se llevaban volando las casas de un barrio típicamente latino, terremotos que engullían la camioneta de un trabajador mexicano que en su último aliento agarraba la foto de su mujer y de sus niños, árboles derribados por vendavales y que iban a caer sobre un matrimonio latino ante los ojos espantados de su hija adolescente, condenada, por la falta de previsión de sus padres, a acabar en la prostitución callejera, según sugería la figura de una puta latina muy descarada que observaba impasible la desgarradora escena.

Antes de que los asistentes pudieran reaccionar y escapar de allí a toda prisa, la luz se hizo de nuevo, Peter volvió a aparecer deslumbrante y encantador, el logotipo protector de la Gordon National Life ocupó toda la pantalla del centro del escenario y, después de que el locutor profesional prometiese todo tipo de felicidad a las parejas que contratasen una póliza, La Gran Ynka regresó al escenario, recibida por Peter como una reina, entre los chillidos de las gallinas incondicionales y los aplausos de los espectadores agradecidos. Mientras ella volvía a despachar un playback obsceno de puro desvergonzado, a sus espaldas volvieron a proyectarse imágenes de la soleada California y de los sueños californianos, y unas gentiles azafatas comenzaron a repartir catálogos de la aseguradora y formularios para contratar una póliza de vida.

El show duró apenas una hora. Yo terminé exhausto, pero con unas incontenibles ganas de alborotarme con algún desconocido guapo y travieso en una cama, en un jardín frondoso, bajo un cielo azul e interminable, incluso en un cementerio elegante y bien cuidado. Pero no tuve la menor oportunidad de quedarme a gusto.

Cené con Peter, George, Armando, La Fabulosa Fabiana y Huguito de la Cuesta en el comedor del hotel. La Gran Ynka se había retirado a su suite y se dedicó a mortificar al servicio de habitaciones con demandas extravagantes y contradictorias. Huguito me ofreció escribir para su revista un reportaje sobre el show, y a Peter la idea le pareció maravillosa.

—Doce cuartillas —me dijo Huguito—. Te puedo pagar cien dólares.

Acepté el encargo porque de pronto me acordé de que tenía que justificar ante mi familia aquel prodigioso viaje a California.

Todos nos fuimos pronto a dormir. Yo estuve tentado de hacer una escapada por los alrededores del hotel, con la esperanza de encontrar a alguien dispuesto a alborotar un rato conmigo. Pero estaba de verdad agotado. Tuve un sueño en el que aparecían cadáveres muy sonrientes de matrimonios latinos en traje de boda, niños latinos que estudiaban con beca en universidades que parecían palacios, obreros mexicanos que, después de ser aplastados por un árbol arrancado de cuajo por el vendaval, alborotaban conmigo bajo un cielo luminoso, en una playa abarrotada de culturistas rubios que hablaban castellano, y cementerios elegantes sobre cuyas tumbas merendaban bulliciosas familias latinas que hacían un alto en su felicidad para cantar al unísono el himno americano.

De pronto, en medio de la noche, alguien llamó a la puerta de mi habitación.

Me levanté y fui a abrir completamente desnudo. Por culpa de la soñera, no distinguí bien quién había llamado, aunque me pareció Peter. Dejé la puerta abierta y me volví a la cama. Quienquiera que fuese, se acostó a mi lado. Yo me hice el dormido.

Por la mañana, encontré cincuenta dólares en la mesita de noche.

La autopista de San Diego brillaba como un gran río de mercurio. El sol le daba de costado y transformaba el asfalto en una corriente plateada, densa y ondulante sobre la que se deslizaban los coches, que circulaban muy separados los unos de los otros en ambas direcciones. En el radiocasete de la furgoneta de Ronnie sonaba muy alta una canción enérgica, casi apremiante, en la voz de una mujer que parecía dispuesta a empujar fuera de sus casas a todos los habitantes del mundo.

—Joni Mitchell —dijo Ronnie, y Linda, en el asiento de al lado, se puso a vibrar con todo el cuerpo, como si no viera el momento de salirse de sus casillas.

Era martes y, a aquella hora, poco más de las nueve de la mañana, la circulación se había vuelto fluida y desahogada. El sábado por la noche, mientras George, Peter y yo tomábamos en la yarda de atrás de la casa las famosas margaritas de George, acompañadas por las famosas papas bravas de Peter, sonó el teléfono y Peter contestó. Dijo que una chica preguntaba por mí. Me alarmé: si era Mati, después de tantos días, quizás volviera a suplicarme ayuda para pagar la fianza de Luisito. Pregunté, con una sorna que yo mismo consideré demasiado forzada, si la llamada era a cobro revertido, y Peter me dijo que no. Me dijo que era una chica que hablaba español con un acento americano. Era Linda.

Linda seguía con su alegre epilepsia musical.

Ronnie dijo algo de lo que solo entendí que tenía un amigo. Me llevé los dedos a los oídos para culpar a lo alta que estaba la canción de Joni Mitchell de no entender bien lo que Ronnie acababa de decir.

—Vamos a ver a un amigo de Ronnie —me dijo Linda en su buen español con fuerte acento americano—. Se llama Gary. Como Gary Cooper.

Ronnie salió de la autopista y fuimos a buscar a Gary a un condominio desvencijado, con todos los balcones de los muy enclenques apartamentos tapados con cañizos o enredaderas mortecinas. Gary era un tipo de unos cuarenta años, delgado, deslucido, con una gran calva manchada de pecas y una barbita de chivo que le daba aspecto de tronado apacible y desinteresado. Ronnie me pidió doscientos dólares y eso no tuvo que traducírmelo Linda.

—Para combustible —me aclaró Linda, de todos modos, y me guiñó uno de sus grandes ojos azules. Linda se parecía a Sharon Tate.

Lo primero que Linda me había dicho, cuando yo me puse al teléfono el sábado por la noche, era que llamaba de parte de Ronnie. Ronnie, me dijo, estaba a su lado y me mandaba besos. No me imaginaba a Ronnie lanzando besos como la Reina del Instituto. Linda se apellidaba Bernstein, o algo así, y hablaba un castellano tan bueno porque había sido hippy en España durante más de un año, en Talavera de la Reina. Tampoco me imaginaba a nadie siendo hippy en Talavera de la Reina, pero Linda era una chica especial, sin duda. Me dijo que Ronnie me invitaba a ir con ellos en su furgoneta a pasar una semana en Del Mar. En Del Mar había unas carreras de caballos muy lindas, me dijo Linda. Yo dudé. Le dije que no sabía si podría arreglar algunos compromisos que tenía para esa semana. El compromiso que tenía era acompañar a George y a Peter y a Paul Anka a tres shows de la Gordon National Life, dirigidos a familias blancas y protestantes. Entonces se puso Ronnie y me dijo, con su voz de hipnotizador de colegiales desorientados, que fuera bueno con él y con Linda y él sería mejor conmigo. Le pedí a Ronnie que se pusiera de nuevo Linda, y a ella le expliqué que tenía que solucionar algunas cosas y que me llamaran de nuevo al día siguiente, a la hora del lonche. Antes de irme a dormir ya había decidido buscar cualquier excusa para renunciar a la oportunidad de conocer a Paul Anka.

Volvimos a la autopista de San Diego con el combustible de Gary a buen resguardo y con la promesa de Ronnie de llevarnos a desayunar al mejor sitio de zumos tropicales de todo el sur de California. El tráfico seguía siendo fluido y despreocupado, como si todos los que circulaban a aquella hora estuvieran de vacaciones y hubieran decidido tomarse un día entero para conducir con calma. Algunos coches seguían llevando, en el cristal trasero, la foto de los adorables hermanos Kendall, asesinados por el multimillonario amante de su madre. El sol ya había crecido y ahora el asfalto tenía un brillo metálico como el de las alas de un avión. Entonces vi al primer chico conduciendo su coche con el torso desnudo. A nuestra izquierda, un pequeño bosque de eucaliptos se alargaba al borde de la autopista como una asamblea de ancianos pacientes y resignados a la derrota contra la vida ligera y desprevenida. A nuestra derecha, sobre los tejados de las casas de estilo español, se adivinaba el esplendor del mar. En el aire empezaba ya a crecer ese olor a madera tostada que solo he encontrado, a lo largo de mi vida, en California.

Yo viajaba en el asiento trasero de la furgoneta y trataba de encontrar en el espejo retrovisor del conductor la mirada de Ronnie. Pero Ronnie conducía como si viajara sin más compañía que la voz de Joni Mitchell, y no reaccionaba en absoluto cada vez que Linda se aventuraba a acariciarle el brazo o la cara o el muslo enfundado en los sempiternos pantalones de pana de color ceniza. Linda, en cambio, era una muchacha entusiasta que exageraba su aspecto infantil y se prometía constantemente, en voz alta, unos días inolvidables. Cuando Ronnie se desvió por una salida hacia la costa, Linda respiró hondo, se quitó la camisa, hasta entonces precariamente abrochada con solo dos botones, y se quedó con un escueto sujetador de color vainilla ajustado a sus senos pequeños y saltarines. Linda era de Rhode Island y a saber cómo había ido a parar a California y cómo había conocido a Ronnie.

Ronnie nos llevó a desayunar a una hermosa cabaña sobre el Pacífico, camino de Laguna Beach, atendida por chicos y chicas en pantalón corto, ellas con aspecto de majorettes, y ellos con pinta de boy scouts. Los zumos eran gigantescos y multicolores y, cuando llegó la factura, Ronnie dijo que eran diecisiete dólares. Yo me acordé entonces de Luisito Soler, todavía en la cárcel de Carabanchel y esperando que entre todos sus amigos reuniésemos el medio millón de pesetas de la fianza.

Y es que el domingo, antes de que Linda llamase de nuevo, lo hizo Mati Figueroa. Me dio una explicación muy confusa sobre por qué no había podido llamar en tanto tiempo, me contó algo sobre un viaje que sus padres le habían obligado a hacer cuando descubrieron que Luisito estaba en la cárcel, y que había olvidado en su casa la agenda en la que tenía apuntado mi teléfono en North Hollywood. Acababa de regresar y quería saber si por fin podría mandarles algún dinero. Le dije que tuviera paciencia, que tampoco en California el dinero caía del cielo. A Peter y a George les aseguré que lo de Luisito Soler iba por buen camino, que el dinero ya se lo había mandado yo mientras ellos estaban de gira, antes del show de San Bernardino, y que Mati había llamado para darme las gracias a mí y dárselas a ellos. George se puso muy contento y dijo que cuando Luisito, por fin, fuera libre, le mandaría un billete de avión y le invitaría a pasar con nosotros unas vacaciones en América. Luego, a la hora del almuerzo, llamó Linda y, después de decirle que de acuerdo, que podían recogerme el martes, como Ronnie tenía planeado, ella me dijo que llevase conmigo dinero, y yo, ingenuo como un comulgante, le pregunté que cuánto, y entonces se puso Ronnie y me dijo, con aquella voz de seductor de garitas sueltas y medio delincuentonas, que la buena vida no es gratis. No hizo falta que Linda me lo tradujese.

Desde luego, desayunar en aquella coqueta cabaña sobre el océano costaba una fortuna.

Después de tomarme litro y medio, como poco, de zumo de mandarina y pomelo, tuve que ir al cuarto de baño y Ronnie me dijo que me acompañaba. Yo elegí uno de esos orinales pegados a la pared, y él se metió en una de las madrigueras de mofetas, como las llamaba Chuchi. Dejó la puerta entreabierta y pude enterarme muy bien de la fuerza con la que orinaba. Terminé antes que él, pero le esperé jugando un poco con el rascacielos.

Little bitch —dijo Ronnie, sin salir de la madriguera—, daddy is waiting for you.

Lo dijo como si me hablara al oído, o al menos eso me pareció, pero le entendí cada palabra perfectamente, a lo mejor porque estaba esperando que me lo dijese, o a lo mejor porque, en realidad, solo le entendí little bitch y lo demás me lo imaginé, tantas eran las ganas que tenía de que me llamara. Papito estaba güeiteándome, como decía Chuchi.

La verdad es que, desde que terminamos de rodar la superproducción de los estudios Montgomery, casi me había resignado a no volver a saber nada de Ronnie. A veces me acordaba de él y me ponía encabritado y lo arreglaba con un solo de zambomba, que era como llamaba el pobre Luisito Soler al pecado solitario —lo de «pecado solitario» también lo decía a veces, con mucha risa, como si necesitara ponerse en ridículo para no quedar como un pazguato—, pero estaba convencido de que nunca me llamaría, porque Tom Montgomery seguramente no volvería a contar conmigo para otra de sus películas medio oníricas y Ronnie, en su pluriempleo, se había limitado a cumplir con una de sus obligaciones profesionales: ponerme a punto. Menos mal que no llegué a mandarle a Mati los mil quinientos dólares.

Peter se enfadó mucho cuando le dije que prefería irme por mi cuenta a San Diego, en autobús, dos o tres días, a conocerlo a mi aire, con algún dinero que tenía ahorrado, además de lo que me había pagado Huguito de la Cuesta por el reportaje sobre el show de San Bernardino, y que no iría con ellos a conocer a Paul Anka. Peter estuvo el día entero sin hablarme, pero George siempre intentaba comprenderme y le explicaba una y otra vez que no tenía ningún derecho a manejarme como si yo fuera su empleado. El pobre Peter siempre se quedaba con las ganas de contestarle que, pamplinas de amor aparte, eso era yo precisamente, un empleado suyo contratado, a cambio del billete de avión a Los Angeles y cama y comida y dinero de bolsillo, para hacerle compañía normal o, un par de veces por semana, compañía especializada. En realidad, tampoco hacían falta muchas explicaciones, porque George estaba al cabo de la calle, pero a mí me venía bien todo aquel disimulo y me aprovechaba de la comedia de salón que nos traíamos entre los tres. De todos modos, a Peter lo que más le enfadaba era que yo no apreciase lo más mínimo lo bueno que era presentando shows y que estuviera dispuesto a perdérmelos todos sin entrar en una depresión. Ellos se fueron el lunes, antes de que Ronnie y Linda pasaran a recogerme y Zsa-Zsa volviera a quedar a merced de la grandísima zorra de Raúl.

Little bitch —fue lo único que dijo Ronnie cuando entré en la madriguera.

Como no había nadie más en los servicios, había acudido a su llamada sin guardarme el rascacielos completamente empecinado. Pero él aquello lo apreciaba tanto como yo el arte de presentador de Peter y no cayó en una crisis de histeria como las fans de David Cassidy ni nada. Ronnie, además, tenía el rascacielos bien guardado, aunque en absoluto decaído, que eso bien que se le notaba en el pantalón. Sonrió como si comprobase que todo estaba saliendo según sus cálculos, y luego me puso la mano en el cuello y empezó a frotármelo como si quisiera ir arrancándomelo poco a poco. Cerré los ojos y noté que me temblaban las piernas. Intenté acariciar los bíceps abultados de Ronnie, pero él, con la mano libre, me indicó que me estuviera quietecito, que mantuviese los brazos estirados y pegados al cuerpo. Enseguida dejé de notar el calor de la mano de Ronnie en el cuello, como si me lo hubiera anestesiado al frotármelo de aquella manera. Luego fui sintiendo la mano de Ronnie en los hombros, en el pecho, en el estómago, en la cintura. Alguien entró en el servicio y aguanté la respiración, pero Ronnie no se detuvo, no dejó de manosearme todo el cuerpo de cintura para arriba. Me clavó despacio los dedos en el hueco que forman las clavículas y luego estuvo un buen rato pellizcándome los pezones y después bajó por el esternón y se empeñó en deformarme el ombligo, como si se propusiera relajármelo para que me entrara por allí su brazo entero. Yo creí que me iba a desmayar por culpa de las cosquillas y no pude evitarlo, me encogí de golpe y gemí y el tío que estaba meando fuera seguro que lo oyó, pero enseguida sonó el agua de la cisterna del urinario y el tipo se fue sin ni siquiera lavarse las manos. Entonces yo empecé a jadear sin preocuparme de que pudiese oírme California entera y creí que Ronnie intentaba taparme la boca, pero lo que quería era meterme entre los dientes el dedo pulgar, y aquel dedo sabía a batido de vainilla y a rascacielos y, sin despegar las manos del cuerpo, fue como si me vaciara entero a latigazos. Ronnie me pasó un metro por lo menos de papel higiénico para que me limpiase y salió tan tranquilo y se lavó las manos y se fue antes de que yo saliese de la madriguera.

Cuando volví a la terraza donde habíamos desayunado, solo encontré a Linda, de pie junto a la mesa.

—Helen nos espera en casa de su madre —me dijo.

No tenía la menor idea de quién era Helen. Ronnie ya estaba al volante de la furgoneta, impaciente, fumando combustible como un hippy auténtico, y me pidió cien dólares para llenar el depósito en la primera gasolinera que encontrásemos. Tenía puesta una emisora de radio local y el sheriff del condado hablaba de la detención de más de cien espaldas mojadas en la frontera con México, eso me explicó Linda. Yo llevaba mi pasaporte en regla y un visado para tres meses, pero con permiso para entrar una sola vez en territorio americano. No podríamos visitar Tijuana. El olor del mar iba aplastando la atmósfera con la suavidad de un narcótico y la luz resbalaba sobre las carrocerías de los coches igual que un incendio muy pálido, que quemaba muy lentamente, que empapaba los ojos y hasta se podía sentir en el fondo de la garganta, como si se disolviera en la saliva.

—Helen es vecina de Nixon —dijo Linda, y parecía dispuesta a impresionarme por tener una amiga, o una parienta, o una dealer tan bien relacionada.

Entramos en San Clemente por una zona de pequeñas y endebles casas de madera. Todas estaban pintadas de colores que alguna vez fueron brillantes, pero ahora velados por una especie de sudor grisáceo pegado a las fachadas, como si las casas hubieran crecido, después de escaparse de un cuento infantil, sin que nadie se preocupase mucho por ellas.

En alguno de los minúsculos jardines había trastos viejos y ropa tendida, pero en otros los propietarios se habían esmerado en montar remedos involuntariamente cómicos de los porches de las grandes mansiones de las estrellas de cine.

Helen vivía en una de aquellas casas, al final de Moreno Street, una calle que parecía haberse formado por trechos, un poco a trompicones, porque cada trescientos o cuatrocientos metros cambiaba de color. Era un efecto raro, difícil de explicar. Porque las casas y los jardines eran todos similares, y todos los árboles de las aceras, magnolios medio desnutridos. Y no todas las casas estaban pintadas del mismo color que las que tenían a uno y otro lado, pero un trecho de la calle era plomizo, y el siguiente era rosa sucio, y el siguiente, verdoso, y después, amarillento. La casa de Helen era amarillenta y, en el jardín, también de un amarillo desgastado, había un tendedero vacío y un velador de piedra blanca con patas de hierro pintadas de purpurina plateada y cuatro sillas blancas de plástico.

Cuando Ronnie me presentó a Helen le dijo que yo era el productor millonario. Ella se colgó de mi brazo imitando a una starlette casquivana y ambiciosa y me dijo que tenía que convertirla en una bomba sexual para la pantalla, que ella se encargaría de terminar con el reinado de Linda Lovelace.

No comprendí muy bien a qué venía aquello.

Helen ya no cumplía los cuarenta y se empeñaba en disimularlo con unos pantalones celestes tan ceñidos que casi se podían distinguir las toneladas de celulitis en sus grandes nalgas bamboleantes, y con una camisa blanca, anudada a la cintura y abierta hasta casi el ombligo, que rellenaban unos pechos abundantes y desparramados. Pero estaba llena de energía y tenía un pelo frondoso de color fuego y una boca juguetona y unos ojos azules muy grandes y muy cansados que desde el primer momento me resultaron conmovedores. No nos invitó a entrar. Ya tenía preparada una gran bolsa de viaje y, desde la puerta, se despidió de su madre con un berrido que no obtuvo respuesta alguna.

Al doblar la última esquina de Moreno Street, frente a una explanada que quizás llevaba años esperando a que alguien construyera un supermercado o un parking gigantesco, Linda me señaló la casa de verano de los Nixon. En realidad, solo se veían los muros de protección, construidos a mitad de una ladera que se inclinaba sobre el mar como una matrona bien descansada.

Linda se había venido conmigo al asiento trasero y Helen iba sentada junto a Ronnie, y los tres se pasaban el combustible como pieles rojas zarrapastrosos que habían decidido, encantados, conformarse con un canuto a falta de pipa de la paz. Helen y Ronnie enseguida se enzarzaron en una complicada conversación que, sin duda, me afectaba, aunque solo me di cuenta de hasta qué punto cuando Linda me preguntó:

—¿Cuánto dinero tenemos?

Yo intenté convencerme durante unos segundos de que la pregunta no era para mí, o que iba dirigida a los cuatro.

—Ronnie pregunta que cuánto dinero tienes —me aclaró Linda—. La suite del Winners Circle Lodge es cara, ¿sabes?

La suite del Winners Circle Lodge, un precioso hotel de estilo colonial construido junto al hipódromo de Del Mar, era carísima. Ochocientos dólares la noche, dijo el muchacho teñido de rubio platino que atendía la recepción, y precisó que disponía de una cama king size para dos personas. A mí me quedaban poco más de novecientos dólares y, evidentemente, éramos cuatro personas. Ronnie le preguntó al chico, con su voz de protector de gallinitas descarriadas, si sería posible alquilarla por cuatro horas y cuál sería el precio, y el chico se puso nervioso y dijo que no entraba en las costumbres del establecimiento alquilar habitaciones por horas, pero Ronnie se hizo el ofendido y le aclaró que solo queríamos la suite, que él ya conocía por haberse hospedado en ella en más de una ocasión, para algunas escenas importantes de una película que empezaría a rodarse en octubre, que nosotros estábamos allí localizando y se trataba, simplemente, de tomar unos planos con el fin de que los productores se hicieran una idea de las dimensiones y el decorado de la habitación, y que, para eso, con cuatro horas teníamos suficiente. Luego, Ronnie me pidió veinte dólares y se los dio al muchacho sin ningún disimulo. El muchacho prometió hablarlo con el gerente y nos pidió un teléfono donde avisarnos. Ronnie le dijo que él le llamaría al día siguiente por la mañana, durante su turno de trabajo. El chico se llamaba Bob.

Okey, Bobby? —le preguntó Ronnie con su voz de seductor de jovenzuelos soñadores, y comprendí que el pobre Bobby estaba en el bote y, probablemente, jugándose el empleo.

Habíamos llegado a Del Mar pasado el mediodía y muertos de hambre. La ciudad, pequeña, limpia y desparramada, como casi todas las localidades de la costa por las que habíamos pasado durante el trayecto, con una aparente informalidad urbanística muy acogedora, parecía a punto de levitar, arrancada de la tierra por tanta luminosidad y por la brisa afilada que llegaba del Pacífico. Había por todas partes chicos y chicas con aspecto de surfistas y matrimonios mayores vestidos con una pulcritud casi incoherente en California. Comimos en un Kentucky Fried Chicken y decidí quedarme con cien dólares y pasarle el resto a Ronnie para que él lo administrara. Helen conocía un motel playero en el que, milagrosamente, había vacantes y conseguimos dos habitaciones dobles por treinta dólares la noche cada una, y Ronnie decidió que él y yo compartiríamos una, y las dos chicas, la otra. Desde que abrimos la puerta de la habitación, Ronnie se comportó como si estuviera solo, como si yo no existiera, pero entró en el cuarto de baño completamente vestido y cerró por dentro la puerta, y salió, después de ducharse, también vestido, con una camiseta limpia y el pelo chorreando. Después me duché yo, con mucho apuro, porque habíamos quedado en vernos los cuatro junto a la furgoneta, al cabo de media hora, para vagabundear por Del Mar.

Ya había carteles por toda la ciudad anunciando la temporada de carreras para finales de septiembre. Montones de muchachos y muchachas semidesnudos iban o venían de la playa, y no me pareció que allí hubiera nadie que trabajara en nada que no tuviera que ver con alimentar, calmar la sed, entretener, embellecer, suministrar dinero o vender apartamentos en condominios que parecían de mentira a todos aquellos jóvenes tan guapos y despreocupados. Helen me había cogido de la mano y me asaltó una oleada de sentido del ridículo, pero nadie se fijaba en nosotros. La tarde estaba llena de cuerpos hermosos y risas inocentes, yo también había dejado mi vida en manos de la despreocupación, y mi dinero —aquel dinero que tendría que estar salvando de la represión fascista al pesado de Luisito Soler— en la cartera de Ronnie, así que de repente me sentía como si acabara de nacer y estuviera sin bautizar, libre de toda culpa pasada, presente o por venir. En un bar que imitaba un salón del far west, pero con una enorme terraza asomada al oleaje, me exigieron, para dejarme entrar, que me abrochara la camisa, aplicando un encantador sentido de la decencia, pues aquello estaba lleno de chicas con shorts minúsculos y hombretones con camisetas de tirantes y grandes escotes que dejaban al aire músculos desorbitados.

Los Temptations cantaban Papa Was a Rollin’ Stone y bebí un par de cervezas mexicanas que lo dejaron todo encantadoramente risueño y desenfocado. Helen no paraba de obsequiarme con achuchones cada vez más temerarios y yo me acordé de nuevo del pobre Luisito Soler, encerrado en una lóbrega mazmorra franquista, humillado sin parar por cejijuntos carceleros sin entrañas, rodeado de la hez de la sociedad, atado con cadenas y grilletes a los barrotes de su celda, obligado a chupársela sin descanso a sus fornidos e insaciables compañeros de presidio, violado por todo el cuerpo de funcionarios libidinosos y corruptos, aunque de físico y dotación espectaculares, como los de los chicazos que yo había visto en las películas de ambiente carcelario que proyectaban en las cabinas para maricas del sexshop de Lankershim, pero bien empleado se lo tenía el pobre Luisito por empeñarse todavía en cambiar el mundo desde un sitio tan aburrido y tan esclavo como España. En Del Mar, en cambio, el mundo ya había cambiado hacía años y a nadie se le ocurría ponerle pegas. Cierto que Helen, tan desaforadamente femenina, estaba a punto de empezar allí mismo a devorarme como un gran bicho prehistórico, pero había que probar de todo, me dije, había que disfrutar sin tabúes, había que abrirse a experiencias nuevas, hacerse el estrecho quedaba fuera de lugar cuando el mundo era allí, en California, un lugar maravilloso.

La boca de Helen sabía a desinfectante.

Ronnie se hizo un canuto sin la menor cautela y lo encendió a la vista de todos y nadie pareció notar el olor dulzón y pegajoso de la maría.

Cuando empezó a anochecer y todo en el bar parecía medio disuelto en el humo de los cigarrillos y en la terquedad de la cerveza mexicana, que no se me despegaba de los sesos por mucho que visitara los meaderos para vomitar y vaciar la vejiga, Helen dijo que nos fuéramos al motel, los dos solitos, que Ronnie y Linda seguro que tenían sus propios planes. Yo, por una parte, intentaba hacerme el tonto, aparentar que no entendía una palabra de lo que decía Helen, y, por otra, estaba muy excitado ante la perspectiva de ponerme el mundo por montera, de probar lo que jamás me había interesado, de descubrir nuevos horizontes, de demostrarme a mí mismo que era un cosmopolita del vicio de la lujuria, hundido hasta las cejas en el cuerpo agigantado y nebuloso de Helen.

Mucho mejor empleados estaban los mil quinientos dólares en liberarme de mis últimas cadenas, las que me arrastraban como una mala perra detrás de cualquier par de pantalones bien ceñidos a los recios muslazos de un buen ejemplar del género masculino, que en aliviarle a Luisito Soler un castigo que seguro que tenía su parte buena, si él sabía relajarse, y que, después de todo, se tenía bien merecido por meterse en política.

Nada más entrar en la habitación que compartía con Linda, Helen se recetó un lingotazo casi suicida de Listerine, y luego me convenció de que hiciera lo mismo y aguantara bien aquel aguarrás en la boca, de modo que también mis labios y mi lengua y mis encías y mis dientes —incluyendo el hueco que me había dejado en la dentadura, recién llegado yo a Madrid, un dentista drástico que me arrancó una muela apenas aquejada de una leve caries; aquel hueco que tanto parecía gustarle a la lengua de Helen— y el techo de mi paladar sabían a desinfectante, como si Helen y yo nos hubiéramos metido de cabeza en una droguería a desplegar nuestras osadías sexuales. Ella luego me convencería de que me había portado muy bien, y la verdad es que fue como la primera vez que bebí coñac, en el campamento del servicio militar, que me entró un calor muy cómico y muy desbocado y todo de pronto me parecía bueno, divertido, apetitoso, todo se me antojaba. Se me antojaban los pechos abundantes y cálidos de Helen, aunque me entró un poco de claustrofobia cuando ella se empeñó en mantener aplastada mi cara contra ellos, como si yo pudiera salvarlos del derrumbe, y tuve que revolverme hasta resultar un poco brusco para que me dejase respirar. Se me antojaba su melena como una almohada de heno levemente humedecido, y sus orejas pequeñas y un poco ásperas en los bordes, y su garganta con aquel brioso sabor salado, y sus hombros como reposabrazos de un sillón muy cómodo, y su vientre que parecía a punto de descoserse por algún sitio mientras yo lo besaba dejándome guiar por aquellas manos tan sabias, tanto que casi me entra complejo de ancianita a la que hay que ayudar a cruzar la calle, pero después de todo ella era la experta, y yo no era más que un gatito, o al menos eso decía Helen, le dio de repente por llamarme gatito entre suspiro y suspiro, entre gemido y gemido, entre resoplido y resoplido, todo un concierto de exclamaciones de gusto, un bullicio gutural muy beneficioso para mi autoestima, milagroso para mi rascacielos, estimulante para mi energía, definitivo para mi puntería, perfecto para acompañar a aquel oleaje de calor desconocido y resbaladizo que me obligó a aguantar la respiración durante una eternidad, hasta que Helen se entregó a sus espasmos y a una parrafada entrecortada, fogosa e ininteligible y yo sentí de pronto como si se me hubiera despegado algún trozo del cerebro. Cuando, al cabo de unos minutos, ya bien cumplido y cumplidor, derrengado, noté que estaba dejándome dormir, como decía Peter cada vez que le atacaba la dormidera en algún momento inconveniente, en realidad me sentía como si me estuvieran enterrando.

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