California

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1. Sin corazón

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Ronnie nos despertó sin ningún miramiento cerca de la una de la tarde. No sé si Helen conseguiría entender algo de lo que nos dijo, pero Linda me explicó luego que Ronnie había llamado bien temprano al chico del hotel, y el chico le había dicho que todo estaba arreglado, pero siempre que guardásemos la máxima discreción. El gerente estaba de acuerdo en alquilarnos la suite durante cuatro horas, pero tenía que ser aquella misma tarde, y nos costaría cuatrocientos dólares. Doscientos para el chico y doscientos para el gerente, me dijo Linda. Seguro.

Comimos poco y mal, unos emparedados fríos y un helado sin calorías y un poco agrio que era, según Helen, buenísimo para los intestinos. Ellos también bebieron café, dos o tres tazas cada uno, las camareras servían todo el café que se quisiera por cincuenta centavos. Yo tenía una sed mortificante, sed de agua, me bebí dos botellas de un tirón, pero me habría bebido un galón entero. Después fuimos al Winners Circle Lodge en la furgoneta y Ronnie se puso a sacar del maletero, frente a la entrada principal, su cámara, un juego de focos, un par de trípodes, un enorme paraguas blanco para tamizar la luz y dos o tres cajas de película virgen, y ordenó a un botones de pelo blanco y aspecto venerable que lo llevara todo a la suite Real. Menos mal que nos habían pedido que fuésemos discretos.

Rodamos durante tres horas, y el resto del tiempo hubo que dedicarlo a montarlo y desmontarlo todo. La suite Real del Winners Circle Lodge era roja y dorada como un burdel para nuevos ricos. Cometí la torpeza de preguntar por qué habíamos tenido que ir hasta Del Mar para rodar algo que podría haberse hecho en cualquier parte, y tuvieron la desfachatez de asegurarme que había surgido sobre la marcha, que nada de aquello estaba preparado, que formaba parte de la bonita excursión con la que habían tenido a bien obsequiarme. Helen se rio mucho con aquella ocurrencia. Entonces me imaginé que era un encargo de algún cliente caprichoso, quizás buen amigo de Helen y, quizás, huésped habitual, junto a su distinguida esposa, de la suite Real del Winners Circle Lodge. Seguramente, pagaría bien. Y yo no iba a ver un solo dólar de todo aquello, ni siquiera iba a recuperar el dinero que le había dado a Ronnie. Pero no me arrepentía. Aquello era California. Y, además, me porté como un jabato. Cierto que, al principio, con Linda y Helen ya desnudas sobre el raso encendido de las sábanas, mi rascacielos se negó a responder, y Ronnie tuvo que decirme little bitch al oído, una y otra vez, con aquella voz tormentosa, de estrangulador de muchachitos vírgenes, y estuvo un rato frotándome la espalda como si me despellejara, para luego pegarme de nuevo la piel y cosérmela a pellizcos muy bien calculados. El humo de la maría se quedaba colgando por todas partes con su perfume empalagoso y jovial. Se me cerraron los ojos. Me acordé de la madriguera de mofetas de la cabaña en la que habíamos desayunado zumos gigantescos y multicolores. Y de repente me pareció que el rascacielos tenía el tamaño y el empecinamiento que nunca tuvo.

Linda y Helen celebraron con grandes aplausos y silbidos el efecto impetuoso del masaje de Ronnie, y luego se comportaron entre ellas y conmigo como si en su vida no hubieran hecho otra cosa.

Ronnie ni siquiera se quitó la camiseta. De pronto pensé que quizás sufriera soriasis, como el pobre George. O lepra. O a lo mejor se avergonzaba de no tener en el cuerpo ni un solo pelo, porque los pieles rojas eran lampiños. O tal vez, de pequeño, su madre le había volcado encima, queriendo o sin querer, una olla de agua hirviendo y tenía todo el pecho o toda la espalda cubiertos por una enorme quemadura arrugada de color tabaco.

No me importó. A mí solo me importaba aquella sonrisa petulante de Ronnie.

Cuando la sonrisa de Ronnie dejó de cumplir con su obligación, y mientras él lo recogía todo y avisaba al botones venerable para que lo bajase a la furgoneta, las chicas y yo nos duchamos por turno, como hermanos nada incestuosos, y luego Ronnie dijo que se había terminado el dinero y que, para volver a casa, íbamos a necesitar los jodidos cien dólares que yo me había quedado. A mí no me salían las cuentas, pero le di los cien dólares. Pasamos por el motel para pagar las habitaciones y dejamos a Helen en San Clemente, en aquella casa amarillenta que parecía deshabitada desde hacía un montón de años. Helen, nada más bajar de la furgoneta, llamó a su madre con un berrido al que nadie respondió.

Volvimos a la carretera. Al anochecer, la autopista de San Diego parecía un látigo ondulante y cubierto de escamas metálicas. En la radio de la furgoneta sonaba sin parar música country. De pronto, la música se interrumpió y un locutor de voz nasal y dicción atolondrada, como si hubieran recurrido al primer tipo que había pasado ante la puerta de la emisora, dio una larga noticia, sin duda urgente y muy llamativa. Hablaba de alguien, asesinado en prisión, cuyo nombre me sonaba de no sabía qué. Ronnie permaneció impasible, pero a Linda le mudó la cara y acabó dando un grito y aplaudiendo como una loca.

—Han matado en la cárcel a Greg Farrell —me dijo.

Yo había oído aquel nombre en alguna parte.

—Greg Farrell —me aclaró Linda—, el asesino de los pequeños Kendall.

Algún preso había conseguido ejecutar por su cuenta, según la ley de la cárcel, a aquel asesino de niños. Muchos conductores, algunos con la fotografía de los hijos adorables de Lauren y Bob Kendall en la luna trasera del coche, hacían sonar sus claxons para celebrar la noticia. Linda aplaudía cada detalle truculento que iba añadiendo el cada vez más entusiasmado locutor. El cielo se iba oscureciendo entre desgarrones de color sangre, y la brisa de California entraba por las ventanillas abiertas de la furgoneta como un griterío y parecía más salada de nunca.

Cuando llegué a casa, llamé al teléfono que Peter me había dejado para emergencias y le dije que el dinero me había durado menos de lo previsto, y que por eso había tenido que volver antes de tiempo. Rencoroso, me preguntó cómo lo había pasado y le dije la verdad.

Maravillosamente.

Fay llevaba un precioso y holgado vestido blanco de lino, con flores rojas y naranjas bordadas en cascada desde la cintura, y cuando se movía por las habitaciones de su casa de Malibú, sorteando muebles e invitados como una aparición bondadosa y levemente adormecida, daba la impresión de flotar en medio de una nube, rodeada de pétalos brillantes y hojas verdes y jugosas. A las tres de la tarde, Fay Spain llevaba ya en el cuerpo tres vasos largos de ginebra. La casa de Fay Spain en Malibú era una mansión confortablemente desaliñada, construida en madera y cristal sobre la misma orilla del Pacífico, apoyada en pilotes que permitían el paso del oleaje bajo el suelo en las horas de marea alta. Todas las habitaciones estaban abarrotadas de muebles y adornos dispares y, con frecuencia, disparatados: jaulas con pájaros multicolores vivos o disecados, sillas barrocas y alfombras mullidas y caras, hamacas de playa colgadas por todas partes y mesas de acero y cristal rebosantes de recuerdos baratos de decenas de viajes alrededor del mundo, pósters rabiosos de series de televisión de éxito aquella temporada y hermosos carteles antiguos de películas clásicas, piezas escultóricas de vanguardia y un asombroso Constable auténtico colgado sobre la chimenea, lámparas de cristal veneciano y lámparas de plástico y baquelita con dibujos de Disney, mantas de piel sintética cubriendo todas las butacas y todos los sofás que había en todas las habitaciones, incluida la enorme cocina, y reproducciones gigantes, clavadas a las paredes con chinchetas o pegadas con papel celo en las cortinas, de fotos de los pobres hermanos Kendall. En el imponente despacho de Ernest Morehand, el millonario abogado casado en quintas nupcias con Fay, con un gran ventanal —dorado a aquella hora de la tarde— sobre el océano, una banda de chicos rubios muy guapos, mal afeitados y astutamente vestidos de mendigos tocaba todo el repertorio de Boney M. La anfitriona —actriz protagonista, junto a Paul Muni, de Scarface, estrenada a principios de los años treinta— no había escatimado esfuerzos, gastos ni ocurrencias para que su fiesta, organizada con el fin de celebrar el asesinato de Greg Farrell, fuera un éxito.

En realidad, Fay tenía previsto celebrar la fiesta cuando ajusticiaran en la cámara de gas de una prisión de Dallas —ciudad donde había sido detenido en la suite presidencial de un lujoso hotel— al asesino de Bob Kendall junior y su hermano Rick, propósito al que el buenazo de Ernest estaba aportando toda su experiencia profesional de forma desinteresada. Pero un preso impaciente le había roto la crisma al desalmado millonario con un golpe de kárate y el festejo, naturalmente, había tenido que adelantarse, aunque la precipitación facilitó que la anfitriona optase por acumular locuras como la mejor manera de que el party resultara memorable, ante la falta de tiempo para preparar efectos más elegantes y complicados. Una jovencísima violinista china interpretaba piezas muy melancólicas junto a la puerta del cuarto de baño, y un guitarrista flamenco nacido en Sabadell, y contratado por los Morehand en mi honor, alegraba el ambiente de la terraza principal, en dura competencia con el oleaje que se estrellaba, con contundencia bíblica, en las cristaleras que protegían la piscina al aire libre.

La verdad es que, cuando Peter me dijo cuál era el motivo de la fiesta, me quedé sin habla. Pero George, con su paciencia y su bondad natural, me convenció de que era una idea bonita y hasta emocionante.

—Imagínate —me dijo con su español pedregoso y asustadizo— que Franco se muere por fin, o que lo matan. Seguro que en España habría montones de fiestas.

—Montones —le dije, aunque la verdad es que no estaba nada seguro de eso, sin contar con que en España nadie tenía agallas, o al menos la suficiente falta de paciencia, para matar a Franco, aunque fuese de un golpe de kárate, y yo no creía en absoluto, en contra de la opinión de Luisito Soler, que el dictador se muriese por su cuenta y riesgo o por razones de edad, por mucho que enredase por ahí la Junta Democrática.

—Franco es un asesino —me dijo George, a quien, por cierto, le parecía muy guapo el anarquista catalán Puig Antich, fusilado unos meses atrás, a principios de marzo—. Greg Farrell era un asesino. Si un asesino desaparece, hay que festejarlo. Es lo menos que esos pobres niños muertos se merecen.

George tenía razón. Incluso se emocionó un poco al recordar a los hijos de los Kendall y comprendí que también aquellos padres se merecían una fiesta por todo lo alto, una fiesta que les quitara un poco el mal sabor de boca por el asesinato de sus adorables chiquillos. Eso sí, menos mal que no estaban en España, porque allí habrían celebrado el asesinato de Greg Farrell con misas solemnes, desfiles militares, corridas de toros y otras fantasmadas y ordinarieces por el estilo, habrían brindado con vino peleón y se habrían puesto ciegos de torreznos y de sandía, y habrían bailado, hasta caer rendidos, jotas aragonesas o sevillanas rocieras. Incluso si, de pronto, en un descuido impropio de un tirano, a Franco le diera por morirse —en su cama, por supuesto—, seguro que la Junta Democrática organizaría un Tedeum presidido por el cardenal primado de Toledo, una capea, un gigantesco cocido madrileño para todos los españoles, una verbena popular con mucha sangría y muchos calamares fritos, y, para los cultos, un recital de cantautores catalanes. En cambio, Fay Spain tenía la casa llena de radiantes loros disecados y de alegres cacatúas vivas, de música moderna y flamenco simpático y de buen gusto, de champán francés y de manhattans, de camareros desnudos de cintura para arriba y con una pajarita coqueta en el pescuezo y de camareras en sostén y con pareos transparentes —los había jóvenes y no tan jóvenes, esbeltos y musculosos, delgaditas y neumáticas; habían sido escogidos para todos los gustos—, de taquitos mexicanos y solomillitos de res al roquefort, de dátiles rellenos de almendras y helados de sabores exóticos —sin olvidar las famosas patatas bravas, gentileza de Peter—, de olas salvajes que se estrellaban contra los ventanales como revolucionarios sin porvenir, y de celebridades de Hollywood que, cuando iban al cuarto de baño, hacían sus perentorias necesidades, o disimulaban lo mejor posible sus desperfectos, acompañadas por el dulce gemido de un violín.

Ann Margret había anunciado su asistencia. Le pregunté a George si no sería otra de las mentiras piadosas de Peter, otro de aquellos embustes como el de la postal que me había dado con el autógrafo de Rock Hudson falsificado, o el ramo de flores que nunca envió Charo Baeza al party de Nick, y George se puso tan colorado que pensé que tal vez, en aquella ocasión, él había sido el que había urdido la bellaquería. Pero George me aseguró que ni él ni Peter tenían nada que ver con la promesa de Ann Margret de pasarse por casa de Fay, porque la pequeña y explosiva sueca de melena rojiza y ojos verdes, que actuaba aquellos días en el Flamingo de Las Vegas, había sido muy compasiva con la tragedia de los Kendall y quería darles su soporte y su enhorabuena. A mí me parecía muy complicado que, si actuaba cada noche en Las Vegas, pudiera pasarse por la fiesta de Fay, pero estábamos en California, estábamos en América, y allí los prodigios eran el pan de cada día, nadie reparaba en el dinero que podía costar un viaje relámpago a la playa de Malibú desde los calores desérticos de Nevada, a nadie le costaba trabajo hacer feliz por una noche a un matrimonio que había tenido que soportar la insufrible tragedia de perder a sus dos pequeños a manos de un vil y despechado asesino. Ann Margret vendría, me dijo George. Y yo entonces le dije que Ann —así, como si ya fuese de la familia— era el sueño de Luisito Soler, cuando mi amigo se daba un descanso de otros sueños, y George se emocionó como si se hubiese muerto Franco y Luisito, al fin libre, estuviera ya de camino a California.

El guitarrista de Sabadell se llamaba Marcelino, pero su nombre artístico era Marel, una combinación nada imaginativa del nombre propio y del primer apellido, Elvira. Menos mal que allí pronunciaban Marel de un modo muy raro y, de esa manera, la dimensión artística del seudónimo salía muy beneficiada. Junto a la piscina acosada por el aparatoso oleaje del Pacífico, Marel tocaba sobre todo rumbitas divertidas y pegadizas que Fay bailaba como si fuera música hindú completamente desprovista de misterio y cargada de ganas de que la gente lo pasara bien, con retorcimientos muy pizpiretos y joviales, con mucho juego de manos ceremoniosas y dedos estirados como seductoras serpientes, y a veces su millonario y astuto marido se le unía en aquella danza irreconocible, pero igualmente contagiosa. Algunos invitados tocaban las palmas sin el menor sentido del ritmo y con un entusiasmo descorazonador, pero a Marel, sin duda acostumbrado a las recuas de turistas patosos atacados de picores palmeros, semejante desbarajuste no le afectaba lo más mínimo. Allí todo el mundo iba a su aire. Una chica, desnuda y de larguísima melena dorada, irrumpió en la terraza y se lanzó con gran elegancia a la piscina, levantando un sarpullido de gotas saladas y aplausos. La piscina estaba llena de agua de mar y la muchacha desnuda nadaba como una anguila de oro.

—Ahora tendrías que lanzarte tú al agua, con ese cuerpo de Tarzán que tienes —me dijo Armando Hern, y me pasó la mano por toda la espalda, aunque sin atreverse a manosearme el culo delante de todos los invitados.

Armando Hern también le tenía prometido a Fay Spain un regreso glorioso a la gran pantalla, y de vez en cuando le dirigía frases de contenido seguramente prometedor, pero que no entendía nadie, ni siquiera ella, por más que se esforzara en demostrar, con muchas morisquetas de starlette inexperta y nerviosa, que estaba en el secreto de su impactante rentrée. Armando Hern bebía un manhattan detrás de otro y engullía sin parar dátiles y patatas bravas, canapés de caviar y solomillitos bañados en roquefort, y le pasaba la mano por la espalda desnuda a algún camarero al que a lo mejor alguna vez le había prometido un debut en el cine a la altura del de James Dean. En un rincón del gran salón que daba a la terraza, entre pieles falsas de cebra y de pantera, bajo una enorme sombrilla japonesa, no menos incongruente que los papagayos embalsamados o un móvil de láminas de latón y cables de acero que dividía en dos la entrada de la estancia, La Gran Ynka lo observaba todo con el desdén hierático de una emperatriz en el exilio.

En el despacho de Ernest, algunas parejas bailaban lánguidamente, como si estuvieran reponiendo fuerzas, arrulladas por la evocación cascabelera de los ríos de Babilonia que ejecutaba la banda de los chicos rubios y desarrapados. Laura y Bob Kendall parecían presidir, con sus movimientos melancólicos y coquetos, con aquellas miradas llenas de adinerada congoja que se dirigían el uno al otro, aquella especie de baile de ánimas de postín, continuamente interrumpido por las interminables, incluso repetitivas felicitaciones que recibía la pareja por el asesinato del asesino. Fay —o, en su defecto, La Fabulosa Fabiana, que ejercía con mucha desenvoltura, desde el barullo de gasas con el que siempre se vestía para las grandes y pequeñas ocasiones, el papel de anfitriona suplente cuando la señora de la casa estaba absorta en sus gimnasias volanderas o desaparecía durante un buen rato entre los dulces gemidos del violín— instaba sin parar a los camareros para que los Kendall no estuvieran nunca desabastecidos de champán, incluso mientras bailaban, con el fin de que pudiesen brindar como es debido con todos los que compartían su felicidad por la muerte vengada de sus niños. Christopher Korey, el enorme y rubísimo jugador de fútbol americano que había hecho pública su homosexualidad y había contado toda su vida en un libro que yo casi me sabía de memoria, y que se había presentado en la fiesta en compañía de su male lover —un estirado y bastante enclenque gafitas con pinta de profesor de lenguas muertas—, besó con mucho fervor a Laura Kendall y le estrechó ceremoniosamente la mano a Bob, aunque a mí me dio la impresión de que hubiese preferido con mucho hacerlo al revés, y luego improvisó unos graciosos pasos de baile entre la pareja, con tanta pericia que acabó recordándome, en albino y gigantesco, a Tina Turner.

En la terraza, al borde de la piscina, una chica muy flaca y muy pálida le ofrecía una gran toalla amarilla a la muchacha desnuda, y la nadadora saltó del agua como un delfín espumoso y radiante y se acurrucó en los brazos forrados de amarillo de su asistente. Sonaron algunos aplausos extrañamente distorsionados por la guitarra de Marel. Fay había contratado a la nadadora en un club de señoritas de West Hollywood, y todo lo que la muchacha tenía que hacer, en principio, era presentarse en la terraza de vez en cuando, en cueros vivos, y zambullirse en la piscina y nadar y bucear un poco y llenarlo todo —el agua de mar, la música de la guitarra de Marel, los ojos de los invitados, el aire cálido y crujiente de California— de burbujas felices y capaces de convencer a la humanidad entera, al menos durante la tarde y la noche de aquel día de fiesta, de que la vida es champán. Sobre todo, una vez que el canalla de Greg Farrell estaba muerto y bien muerto.

—Vamos a brindar tú y yo en un sitio tranquilo, Tarzán —me dijo Armando Hern, y me ofreció una copa de Dom Pérignon en la que alguien había sumergido pequeñas cuentas de colores vivos, como reclamos para indios aztecas inocentones, pero yo entonces me di cuenta de que Peter no nos perdía de vista.

—En esta selva no hay ningún sitio tranquilo —le dije a Armando, y le miré el grueso anillo de oro que llevaba siempre en el dedo meñique de la mano izquierda—. Y los indios ya se las saben todas.

El pobre Armando se quedó un poco desconcertado con lo de los indios, pero era preferible dejarle intrigado a permitirle que aprovechase la ocasión para ponerse pegajoso. Obsequié a Peter con una sonrisa radiante, y bastó para convencerle de lo feliz que yo era en aquel momento, porque él también sonrió y me hizo gestos muy entusiastas para que me acercase. A media tarde, la casa de Fay estaba abarrotada de invitados, y yo solo conocía a las personas del círculo de Peter y de George, pero estaba seguro de que algunas caras me sonaban una barbaridad, seguro que las había visto montones de veces en el cine y en la televisión, sin contar con los jefazos de los estudios que eran amigos de mis amigos desde hacía millones de años, según me dijo Peter, y gente famosa y millonaria que salía constantemente en la revista People, y periodistas venenosos —aparte de Huguito de la Cuesta y su fotógrafo Mendoza, incansable durante toda la fiesta— que se sabían todos los secretos de las estrellas más rutilantes de Hollywood y cotorreaban rodeados por señoras hambrientas de aventuras escabrosas, y algunos bellezones que no eran ni actores, ni pintores, ni cantantes, ni deportistas homosexuales o heterosexuales, sino vecinos de los Morehand en el paraíso alborotado de Malibú.

La marea había empezado a bajar y las olas dejaron chorreantes las vidrieras de la terraza. El guitarrista de Sabadell y los chicos que repetían sin cesar todo el repertorio de Boney M intercambiaron sus escenarios, así que la banda se colocó al borde de la piscina mientras tocaba Daddy Cool y Marel se refugió en el despacho de Ernest, vacío de repente, porque todo el mundo corrió a la terraza, y los chicos de torso desnudo y las chicas de pareos transparentes empezaron a circular con bandejas de delicias griegas y turcas, y dos chicos y dos chicas sacaron una copia de la fuente del Manneken Pis que meaba champán rosado. Peter me presentó a las esposas de dos altos ejecutivos de la Gordon National Life, y ellas, que parecían encantadoramente fuera de sí, alabaron mucho mis hombros tan anchos y mi cintura tan estrecha y, por lo que entendí, se morían de ganas de subir conmigo a una piragua para que yo les demostrase mis habilidades de remero, con lo desentrenado que ya estaba. Laura y Bob Kendall, abrazados por la cintura, seguían recibiendo la enhorabuena de todo el que pasaba por su lado y, de pronto, entre aplausos y exclamaciones de admiración, y con música de fanfarria ejecutada de modo muy experto por los imitadores de Boney M, Fay y su millonario marido aparecieron en la terraza llevando un gran cuadro de los pequeños Kendall, confeccionado con piedras multicolores y conchas y caracoles de mar. El autor de tamaña obra de arte se llamaba Scott Holland, tenía aspecto de homeless aseado de un modo bastante deficiente para la ocasión, había hecho el trabajo de forma espontánea y desinteresada, y recibió una gran ovación en tributo a su talento y su generosidad. Bob le estrechó la mano con mal disimulada aprensión, y Laura le dio en la mejilla uno de esos besos melindrosos que las señoras caritativas, amigas de Carmen Polo, la mujer de Franco, daban a las ancianas temblorosas ante las cámaras del NODO cuando visitaban un asilo.

Maybe en alguna parte de esta selva hay una mina de oro, Tarzán —me susurró al oído Armando Hern.

Me volví y allí, a mi espalda, estaba el dudoso agente de la William Morris, muy sonriente, con dos copas de champán rosado recién salido de la pinguita del niño de la fuente. Levantó un poco una de las dos copas, para que yo me fijara bien, y vi que en el fondo había un anillo de oro, el anillo que faltaba en el dedo meñique de la mano izquierda de Armando. Supuse que había descubierto lo que yo había querido decirle con aquello de que los indios ya estaban al cabo de la calle y no se dejaban engañar con cuatro pedacitos de cristal y cuatro cuentas de colores.

Esta vez sí acepté la copa.

—Prefiero una mina de dólares —le dije—, no me gustan las joyas. Avísame cuando encuentres un yacimiento de billetes de cien pavos.

Siempre he sido un desastre para el baile, pero me puse a moverme en dirección a la piscina, tratando de seguir el ritmo de Ma Baker, y respondí alzando mi copa al saludo que me dirigió desde el otro extremo de la terraza, copa en alto, un cuarentón muy bronceado, de abundante y ondulado pelo rubio, brazos musculosos y buenas piernas —había acudido a la fiesta en bermudas y con una camisa hawaiana de manga corta—, en quien ya me había fijado, con tanto interés que él no tuvo más remedio que darse cuenta, cuando le vi bailando en el despacho de Ernest con una chica alta y muy sonriente, aunque algo destartalada. El tipo se llamaba Sean —jamás sabré pronunciar ese nombre como es debido—, me sacaba toda la cabeza y me dijo que alguien le había contado que yo era un campeón español de remo, y que eso era so exciting, que él también adoraba el deporte y había llegado a ser campeón de waterpolo con el equipo de su universidad, y que estaba encantado de conocer a un joven colega, y me dio un abrazo en el que noté perfectamente, a la altura de mi estómago, lo exciting que le resultaba conocerme. A mí me entraron unas ganas verracas, como decía Chuchi, de conocer a Sean con todo lujo de detalles. Sean, que ahora se dedicaba a vender mansiones a potentados de Hollywood, y su mujer, Diana, la chica risueña y un poco destartalada que ahora bailaba en solitario muy cerca de la banda, vivían en la casa de al lado, eran los verdaderos vecinos de los Morehand, y no solo por la cercanía, sino porque se trataban mucho y se reunían al menos todos los sábados a cenar y a veces buscaban —y Sean me guiñó un ojo cuando me dijo eso— otros invitados con los que entretenerse. La casa de Sean y Diana era todavía más impresionante que la de Fay, con grandes terrazas ovaladas que parecían a punto de echar a volar, y Sean me preguntó si me gustaría conocerla y yo le dije que me encantaría, y se lo dije acercando mucho mis labios a su cara, para que viera que se lo decía de verdad, y él aprovechó la confianza para llevarme la mano sin ningún rodeo a la excitación que no se le calmaba, y para meterme media lengua en una oreja y susurrarme que veríamos su casa él y yo solos, en cuanto Diana se despistase un poco, eso fue lo que le entendí, y también comprendí que si no quería que Diana se percatase de nuestro plan no era porque le fuese a armar un escándalo como cualquier mosquita muerta traicionada, sino porque se empeñaría, la muy viciosa, en participar en el enredo, como decía Chuchi, y a Sean, conmigo, eso no le apetecía.

Pero en aquel momento empezó otra ceremonia en honor de los Kendall. La tarde ya se había metido por el horizonte en churretones de color fuego que lo teñían todo de un rosa parecido al del champán que manaba de la reproducción del Manneken Pis, y empezaba a refrescar. Salieron tres chicos y tres chicas, del servicio de camareros, con antorchas y guirnaldas de flores, y David Pickard, el abogado de los Kendall, íntimo amigo de Ernest Morehand, llevaba una especie de estandarte con el retrato en grises siniestros de Greg Farrell, el asesino. Se oyeron exclamaciones de disgusto y silbidos groseros contra el canalla. Los Kendall se abrazaron, muy emocionados, y Lauren apretó el rostro contra el pecho de su marido. La banda dejó de tocar y se hizo enseguida un silencio que parecía llenar California entera. Ni siquiera se oía el temblor de las enormes cristaleras por el empuje del viento, ni la respiración del mar. Entonces, con una voz muy dramática y sin duda bien trabajada en los tribunales de justicia, el abogado de los Kendall anunció solemnemente que se iba a proceder a la quema del recuerdo de Greg Farrell, con el fin de que todos nos librásemos de él para siempre. Eso fue lo que entendí. Bob besó a su mujer en la frente con gran devoción, y todo el mundo aplaudió como si acabáramos de aterrizar después de atravesar una tormenta. Yo pensé que aquella bruja adúltera y aquel cabestro cornudo habían sido, después de todo, los verdaderos culpables de que sus niños estuviesen ahora bajo tierra, que entre los dos habían puesto la cuerda o el cuchillo o la pistola en manos de Greg Farrell, pero también pensé que el arrepentimiento y el amor habían curado todas las llagas, que la luz había regresado a sus vidas, que el champán rosado nos empapaba de felicidad y que el fuego de las antorchas no solo amarraba al infierno al asesino de los pequeños Kendall, sino que nos purificaba a todos. Mientras las llamas devoraban el retrato de Greg y los invitados aullaban de satisfacción como los antiguos romanos en el circo, la banda volvió a evocar los ríos de Babilonia y yo empecé a moverme lo mejor que supe con el único propósito de restregarme un poco, sin que resultara excesivamente descarado, contra Sean.

—Qué bien te mueves, Tarzán —dijo Armando Hern a mi espalda, y se apretó un poco contra mí.

Di un respingo, y me volví, y me quité el anillo de oro que me había puesto en el dedo anular de la mano derecha, y se lo devolví a Armando. Me cogió del brazo para retenerme y me dijo:

—Ya he encontrado una mina de billetes de cien dólares, Tarzán. De momento, he conseguido uno.

—Eso no es una mina —le dije—. Eso es una obra de caridad.

—Si vienes conmigo y buscamos juntos —me dijo él—, seguro que encontramos por lo menos otro.

En ese momento me entró un gusanillo aventurero. Doscientos dólares no eran ninguna tontería. Busqué con la mirada a Sean y lo descubrí, junto a la puerta del salón, cuchicheando con su viciosa, risueña y destartalada señora. Pero entonces se encendieron unas pequeñas lámparas en las esquinas de la terraza y un potente foco llenó de luz la piscina. Ya casi había oscurecido y sobre las cristaleras comenzaron a proyectarse diapositivas con los rostros adorables de los pequeños Kendall, como si les hubiera llegado la hora de la resurrección. La muchacha desnuda apareció de nuevo en la terraza, como una libélula perseguida por peligrosas sombras, y volvió a zambullirse en el agua protectora de la piscina. Ya solo faltaba que llegasen, desde Las Vegas, Ann Margret y sus fornidos bailarines forrados de cuero. En Madrid, Luisito Soler y los compañeros de viaje y la Junta Democrática esperaban, sin apurarse mucho, a que Franco terminara de morirse y les permitiera ser libres y pecar a gusto de una vez por todas, y yo, en California, para que el mundo acabara de ser perfecto y no viniese ningún cateto a querer cambiarlo, me moría de ganas de que Ann Margret apareciese en la terraza y me firmase en el hombro de la camisa, que ya no lavaría nunca, un autógrafo de verdad.

La muchacha no tardó mucho en salir de la piscina.

Y esta vez no había ninguna asistente esperándola con una gran toalla amarilla ni salió corriendo a refugiarse en la habitación que le servía de camerino. Esta vez parecía dichosa de estar desnuda delante de todo el mundo, y comenzó a circular entre los invitados, y miraba a los ojos de los hombres y las mujeres como si buscase al hombre o a la mujer de su vida, y algunos hombres bromeaban con ella y le decían cosas divertidas, porque ella sonreía siempre y dibujaba con los labios delicados besos de gratitud, pero nadie se atrevía a tocarla, y ella volvió al pretil de la piscina y empezó a mecerse como si estuviese en celo y buscase compañía, y luego se puso a interpretar el papel de colegiala traviesa en busca de alguien que se atreviese a jugar con ella, y era una actriz espantosa, pero se le entendía todo, y se puso a señalar a invitados e invitadas que se hacían los remolones, y a rechazar a espontáneos dispuestos a jugar con ella a lo que hiciera falta, y entonces explicó con gestos inconfundibles que necesitaba a alguien para zambullirse en la piscina bien acompañada.

The spaniard Champion! —gritó Sean.

Vi que todos me miraban y que Fay me señalaba con el dedo para que la muchacha desnuda me localizase.

La muchacha se acercó a mí con la lánguida parsimonia de una bailarina oriental. Todos los que estaban a mi alrededor se apartaron un poco e hicieron sitio para que ella cometiese conmigo lo que tuviera que cometer. Ella me miraba como si estuviera prometiéndome una experiencia inolvidable, y me acarició la cara con sus dedos húmedos y cuidadosos, y me acarició el cuello, y empezó a desabotonarme la camisa y todos aplaudieron, y la banda se olvidó de Boney M y comenzó a tocar esa musiquilla inconfundible de los números de striptease. Todos se pusieron a acompañar con palmas la musiquilla mientras ella me quitaba la camisa, me desabrochaba el cinturón, me bajaba la cremallera, me quitaba los pantalones, me impedía que le ayudase a quitarme los zapatos y los calcetines, me pasaba los dedos cuidadosamente por los muslos y, de golpe, como hay que hacer cuando te arrancan un pelo de las cejas o de la nariz, me bajó los calzoncillos y se incorporó con los brazos abiertos como las vedettes en la apoteosis final de sus espectáculos, y me cogió de la mano para que compartiésemos los aplausos y los silbidos de admiración de la concurrencia, porque, entre otras cosas, el rascacielos se me comportó estupendamente y ni se me engurriñó ni nada, y entonces ella me invitó con un gesto a zambullirnos juntos en la piscina, y el agua salada y tibia era como un yacimiento de diamantes en medio de la selva.

Fay Spain fue la primera en animarse. Se lanzó a la piscina, vestida con su hermosa túnica blanca con bordados florales, y se unió a nosotros en un ballet acuático de coreografía improvisada en la que yo procuraba comportarme como un viril remero que dominaba también todos los estilos de la natación. Poco a poco, vestidos o desnudos, otros invitados se animaron a chapotear en el agua, a besarse los unos a los otros mientras procuraban mantenerse a flote, a poner a salvo a duras penas las copas de champán que los camareros y camareras seguían poniendo en sus manos, y a tararear las canciones de Boney M mientras los adorables hermanos Kendall parecían volar en medio de la noche y alguien aprovechaba el barullo para echarme mano al rascacielos. Era Sean.

Wait for me —me dijo.

Le esperaría el tiempo que hiciera falta. No sabía si Peter y George seguían por allí, si habían ido a llevar a La Gran Ynka y a La Fabulosa Fabiana a sus respectivas casas, si se estaban dejando dormir en alguno de los sofás cubiertos de pieles sintéticas o si hacían cola para el cuarto de baño, junto a la china que tocaba el violín con un aguante y una perseverancia dignos de la guardia personal de los implacables emperadores chinos. Desde luego, ni Peter ni George se tirarían a la piscina. A George se lo impedía el pudor por culpa de la soriasis, y a Peter el miedo a desteñirse de la cabeza a los pies. Christopher Korey sometía a la admiración general su imponente cuerpo, solo cubierto por un slip minúsculo. La muchacha desnuda había desaparecido y unos camareros sacaban del agua, con enormes dificultades, a Armando Hern, dispuesto seguramente a tragarse la piscina entera. La música parecía crecer desde el fondo de la pileta. En Madrid, el pobre Luisito Soler y toda la resistencia esperaban a que Franco la palmase, como si eso pudiera cambiar el mundo, pero yo, a finales de agosto del 74, tenía veinticinco años y todo era nuevo y brillante a mi alrededor, todo estaba bien hecho, y media California estaba güeiteándome.

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