California

California


1. Sin corazón

Página 3 de 23

1

.

S

i

n

c

o

r

a

z

ó

n

En julio del 74, Franco estaba empezando a morirse en Madrid y yo me paseaba con Frank Sinatra por Hollywood Boulevard.

Luisito Soler me llamó por teléfono desde España a cobro revertido y me contó, muy excitado, que Franco llevaba una semana en un hospital, con flebitis y desarreglos gástricos, según las noticias oficiales, pero que seguro que estaba gravísimo, eso era lo que se decía en los mentideros bien informados de Madrid, que Franco agonizaba. Había nombrado al Borbón, deprisa y corriendo, jefe de Estado interino y después había entrado en coma, y desde París la Junta Democrática estaba moviendo sus relaciones internacionales para darle la puntilla al Régimen, en cuanto el dictador la palmase. Franco aún tardaría más de un año en palmarla.

Por el ventanal del salón vi cómo aparcaba con solemnidad cardenalicia, frente a la verja de la casa de Peter, la limusina de color crema de Ynka Pumar.

—Tengo que dejarte, Luisito —le dije—, me están esperando. Ya hablaremos otro día. Llama cuando quieras, papaíto paga.

—Esto se pone bueno, Charly. —Luisito parecía, además de entusiasmado, impaciente, como si acabara de recibir instrucciones para que no fallase nada en el inminente trance de descabellar al Régimen—. Deberías estar aquí.

Juan Diego, el chófer mexicano de La Gran Ynka, y su costurera particular, La Fabulosa Fabiana, se habían bajado del coche kilométrico y se acercaban a la verja del 11209 de Camarillo Street, la casa en la que yo vivía en North Hollywood, uno de los suburbios residenciales de Los Angeles, en el Valle de San Fernando. Peter salió de su habitación y me advirtió con un montón de aspavientos que la gran diva acababa de llegar y que me diera prisa. Sonó la campanilla del portón del jardín.

—Te dejo, Luisito —insistí—. La Gran Ynka puede sacarme los ojos. Llámame. Chao.

Colgué. Corrí a mi dormitorio a ponerme la chaqueta. De pronto caí en la cuenta de que Luisito Soler, tan comprometido y tan madrileño el pobre, no tendría la menor idea de quién era La Gran Ynka. A lo mejor pensaba que me refería a algún monstruo prehistórico, hembra insaciable, que se había escapado de los Estudios Universal y se comía crudos a los muchachos guapos que la hacían esperar un solo minuto dentro de su despampanante limusina de color crema. Si pensara eso, no andaría del todo descaminado.

Peter había salido, ya perfectamente trajeado y encorbatado, a abrir el portón y yo me refresqué la boca con un aerosol mentolado para que mi aliento estuviese fresco cuando tuviera que besar a La Gran Ynka en los labios. Y es que a

miss Ynka Pumar, la diva de garganta prodigiosa, que se proclamaba además descendiente directa de los legendarios reyes peruanos, se le había metido en el santísimo cucurucho, como le dijo La Fabulosa Fabiana al pobre Peter, que fuese yo quien la acompañara aquella noche al concierto de Frank Sinatra en el Hollywood Bowl.

—Apúrate, mi hijo. —La Fabulosa Fabiana me chasqueó los dedos para meterme prisa cuando pasé a su lado como una exhalación, y le lancé sobre la marcha un beso con los morros fruncidos como una estrella del Queen Anne, el tugurio de travestis más famoso de todo el Valle—. ¡Y llama cuando puedas a mi Chuchi, dice que tiene algo que platicarte!

En aquel momento, Peter abría la puerta trasera de la limusina, le dedicaba a La Gran Ynka una guasona inclinación de cabeza, y fingía besar la mano minúscula, pero de largas uñas de color escarlata, que ella había levantado un poco y había dejado flotando en el aire, con la palma hacia abajo, como una ardilla exhausta. Juan Diego y yo entramos en la limusina casi a la vez por el otro lado del coche, para ocupar cada uno su sitio: él, frente al volante; yo, junto a La Gran Ynka. Ella estaba diciéndole a Peter, sin mirarle:

Darling, puedes besarme la mano como Dios manda. Estoy vacunada.

—Cuídame al niño —dijo Peter, y cerró la puerta del coche con suavidad, pero con decisión, antes de que La Gran Ynka sacara a guoquear todo el culebrerío que llevaba siempre prendido en la lengua, como decía La Fabulosa Fabiana.

Por supuesto, aquel desaire de Peter no iba a librarme de besar a La Gran Ynka en los labios, a menos de un centímetro del culebrerío en pleno. Ella era muy buena en el arte de no darse por enterada en público de cualquier falta de consideración real o supuesta, así que se llevó la mano al turbante, como si aquella alambicada obra de ingeniería textil que se había colocado necesitara algo que no fuera un explosivo que la hiciera trizas, y se volvió de cintura para arriba hacia mí, como si estuviera escayolada desde el ombligo, con los ojos entrecerrados y el hociquito apretado y prominente, reclamándome el beso. La besé. Yo era muy bueno besando sin que se me notaran las náuseas. Juan Diego arrancó y me volví agitando la mano para despedirme de Peter y de La Fabulosa Fabiana, que permanecían quietos, mirándonos, vestidos para matar, junto a la verja.

—Hacen una pareja chistosa —dijo La Gran Ynka mirando al frente, sin mover un músculo.

Me hice el sordo. Era verdad que Peter y La Fabulosa Fabiana resultaban bastante cómicos vestidos de aquella manera en plena calle, él tan alto y tan bronceado, con su traje oscuro con chaleco granate y corbata turquesa y sus elegantes sienes plateadas, y ella tan pequeñita y tan pálida, tan oronda y tan frondosa, con aquella túnica tecnicolor que parecía inflada y aquel escandaloso peinado rubio platino, los dos brillando, como jarrones chinos de imitación, bajo el sol todavía brioso de las siete de la tarde. Pero al menos tenían una edad parecida y en teoría respetable, por más que ambos se esmerasen en mantenerla en los dominios de lo misterioso, y en cualquier parte de California no era extraño ver a alguien con aquellas pintas engalanadas a cualquier hora del día, incluida la del desayuno. Por el contrario, La Gran Ynka me sacaba por lo menos cuarenta años y no era precisamente el colmo de la discreción a la hora de vestirse: más bajita aún que La Fabulosa Fabiana, andaba siempre encaramada en unos tacones preocupantes que la obligaban a caminar a pasitos muy cortos y apoyándose casi exclusivamente en los filos de las uñas de los pies, y su costurera particular le confeccionaba no solo unos modelos complicadísimos y más o menos inspirados en la parafernalia inca según la Metro Goldwyn Mayer, sino también aquellos turbantes barrocos, altísimos y acartonados que le daban siempre un aire más faraónico que incaico. Yo, en cambio, tenía veinticinco años, una preciosa melena llena de ondas y ahuecada de color caoba —mi color natural, que conste— que me rozaba los hombros anchos y flexibles, la piel tostada y suave, los ojos verdes y miopes, y me daba un aire al joven Johnny Weissmuller, el verdadero Tarzán, según Armando Hern, un dudoso agente de actores que decía trabajar para la William Morris y que me vio un día mientras tomaba el sol en bañador en la yarda trasera de la casa de Peter.

—Nosotros hacemos una pareja flamboyán,

darling —me dijo La Gran Ynka, como si me leyera el pensamiento, y me cogió la mano para que no cupiese la menor duda sobre el tipo de pareja que hacíamos.

Juan Diego había entrado en la Ventura Freeway con una parsimonia casi senil, y probablemente, a aquella velocidad y con el copioso tráfico vespertino, tardaríamos no menos de tres cuartos de hora en enfilar la salida de Hollywood Canyon. Menos mal que a mí me encantaban las autopistas californianas, incluso en sus peores momentos. Me gustaban sobre todo durante el día. Me daban la impresión de estar recién construidas, con aquel diseño enrevesado y lleno de trampas que tenía algo de gamberrada adolescente, empotradas en aquel paisaje y aquella luz que yo conocía tan bien de las películas y que conseguían que las

freeways y las

highways me parecieran más familiares y, desde luego, mucho más divertidas que las calles medio paletas de aquel Madrid en las que el único entretenimiento digno de consideración era que se estaba muriendo Franco. Aquellas autopistas abarrotadas a cualquier hora de descapotables conducidos por muchachas rubias y chicos musculosos medio desnudos, o por guapos o interesantes ejecutivos en mangas de camisa, y de descomunales camiones plateados y relucientes desde cuyas cabinas coqueteaban con los demás conductores, sin hacer melindrosos distingos, troqueros bien poderosos, como decía Chuchi, el hijo de La Fabulosa Fabiana…

—Por cierto —me dijo de repente La Gran Ynka—, ni se te ocurra,

honey.

No conseguí adivinar a qué se refería.

—¿Que no se me ocurra qué? —pregunté, poniendo en juego aquella timidez, adornada por una sonrisa candorosa, que yo consideraba fundamental en el encanto que desprendía, por ejemplo, Marilyn Monroe cuando actuaba como una chiquilla cariñosa y desvalida, y que, en cualquier caso, me daba tan buenos resultados en mi vida social californiana.

—Ni se te ocurra enredarte con ese Chuchi fachoso y garrapatero, por muy hijito que sea de la pobre Fabiana.

Estaba claro que aquella bruja me había leído otra vez el pensamiento.

—No sé qué tendrá que hablar conmigo —dije con mi tono de voz más inocentón.

—Marranerías, mi amor —dijo ella, y carraspeó muy melindrosamente para aclararse la garganta, haciendo algunas morisquetas de mucho disgusto, como si determinadas palabras fueran pésimas para sus portentosas cuerdas vocales, capaces de abarcar no sé cuántas octavas.

Una morena talludita, pero muy bien reparada y maquillada y con unas tetas como fuerabordas, que conducía un pontiac

sport de color cereza, me dedicó una sonrisa muy competitiva al adelantarnos. La Gran Ynka murmuró:

Bitch.

A La Gran Ynka, pese a su evidente incapacidad para girar la cabeza o desviar la mirada por culpa de la escayola, de la cirugía estética o de la artrosis, no había nada que se le escapase. Aunque también cabía la posibilidad de que no hubiera visto la sonrisa de la morena, pero que la hubiera adivinado, porque a fin de cuentas hacíamos una pareja flamboyán a más no poder, y para cualquiera que nos viese, sobre todo si nos veía hundidos en los asientos de una aparatosa limusina refrigerada y de cristales suavemente ahumados, estaría clarísimo que yo no podía ser el hijo o el nieto, o ni siquiera el secretario de aquella especie de sarcófago cuzqueño, sino un capricho caro y estable de la doña, o un juslero alquilado en cualquiera de las cada vez más numerosas agencias de

escorts que se anunciaban en el

National Enquirer.

El resto del trayecto lo hicimos prácticamente en silencio, como si el previsible pensamiento venenoso de la morena nos hubiera devuelto a los dos a la penosa realidad, lejos del espejismo glamuroso de la gran

star milagrosamente conservada y capaz de seducir con sus inmarchitables encantos, no solo vocales, a un jovencito inexperto, guapo y

sexy que bebía los vientos por ella.

Tal como había calculado, tardamos casi una hora en salir al Hollywood Canyon, pero en cuanto lo hicimos yo recuperé el colorido anímico y la alegría de vivir, aunque solo fuera durante unos meses, en California. Bajábamos hacia el Bowl, donde el concierto de Sinatra daría comienzo a las nueve en punto. Bajábamos rodeados por las colinas de Hollywood, abrazados por aquellas lomas sonrosadas por el sol del atardecer y salpicadas de mansiones extravagantes y carísimas, cobijados por aquellos montes de lujo presididos por el mítico letrero con el nombre de la ciudad de los sueños en grandes letras blancas que parecían ancladas en un mar alto y dorado, en el que se mecían al ritmo de un suavísimo oleaje. Ya podía la morena del pontiac de color cereza y tetas como fuerabordas sonreír todo lo venenosamente que quisiera.

Frente a la puerta del Hollywood Bowl había una multitud, en opinión de La Gran Ynka, deplorable y muy mal elegida.

—En otros tiempos —dijo—, hasta los que hacían de pobres, contratados por los estudios para sufrir crisis de histeria las noches de estreno, iban bien vestidos. Mira ese chusmerío. Pobre Frankie.

Había algunos coches de quinta mano y camionetas polvorientas y desconchadas aparcados sin orden ni concierto en los alrededores del gigantesco coliseo al aire libre en el que La Voz iba a ofrecer, en el curso de una gira por las grandes ciudades del Oeste, lo mejor de su repertorio. Entre la muchedumbre que se arremolinaba detrás de las vallas de seguridad, abundaban las familias enteras de latinos y asiáticos que daban la impresión de llevar allí desde el mediodía, y típicos ejemplares americanos de ascendencia confusa y aspecto inconfundible, ellas invariablemente gordas y embutidas en bermudas arrugadas y camisetas cedidas por el uso y de estampados indigestos, y ellos, invariablemente destartalados, cualquiera que fuese su edad o su envergadura, dentro de los inevitables vaqueros en ruinas, las camisetas de tirantes con manchas ecuménicas y las gorrillas de béisbol como macetas sembradas de seborrea. Si el pobre Frankie Ojos Azules tuviese, en efecto, la pésima ocurrencia de echarle una ojeada a la figuración de su esperadísimo y promocionadísimo concierto, podía quedarse mudo de la sofoquina.

Los coches de los invitados entraban por un amplio corredor salvaguardado por vallas metálicas de color añil, decoradas con macetones de peonías, falsas antorchas que proyectaban una luz desalmada, casi forense, y un guarda privado de seguridad cada tres metros. Juan Diego puso la limusina en estado de respiración asistida y se dirigió con una lentitud agónica a colocarse tras un imponente y venerable ejemplar automovilístico de color blanco chillón y enormes guardabarros de plata repujada. Yo no había visto nada igual en mi vida.

—Es el carro de

miss Lena Horne, señora —advirtió apaciblemente el bueno de Juan Diego—. Conozco bien al dráiver. Es de Aguascalientes.

—Vamos a merodear un poco —ordenó entonces La Gran Ynka, medio arrebatada—. Es de tiñosos llegar demasiado pronto a los sitios. Apúrese.

El bueno de Juan Diego dio de pronto un volantazo digno de un verdadero campeón de las 24 horas de Indianápolis. Los neumáticos de la limusina chirriaron de una manera muy poco

chic y La Gran Ynka rebotó contra el asiento de cuero granate como una bombona de butano en el camión de reparto cuando coge un bache criminal. Pero nuestro dráiver conocía a la perfección su oficio, y no solo el de conductor. Juan Diego se preocupaba de evitarle sofocones bien feos a la señora, sabía que ella no podía bajar del coche inmediatamente después de la gran Lena Horne, adivinó enseguida la catástrofe, La Gran Ynka no iba a tener tiempo de acaparar los focos de las televisiones y los fogonazos de los fotógrafos si aparecía pisándole los talones a aquel verdadero mito del

show business americano que seguro que no tenía nada que envidiarle en materia de decoración personal. Juan Diego era más que capaz, pese a las apariencias, de demostrar reflejos de sobra y nervios de acero para librar a su señora de un bochorno tan verraco.

Merodeamos unos buenos veinte minutos por las afueras de Hollywood. Fue un paseo solemne, balsámico, otra demostración más de perspicacia y tacto por parte del chófer, por lo general taciturno y poco hablador, de Ynka Pumar. El recorrido lento y exhibicionista por aquellas calles solitarias y feas, entre aquellos transeúntes desvencijados, cuando no decididamente pordioseros, que se quedaban mirando el coche panorámico como si fuera una aparición demoníaca, consiguió que La Gran Ynka expulsara poco a poco el desasosiego, recobrase aquel hieratismo despectivo con el que apuntalaba la confianza en sí misma, y sintiera repentinamente la añoranza del glamur, de los focos, de los halagos, de la celebridad.

—Odio ver que Hollywood se está muriendo —dijo con la voz empastada y grave, hecha una auténtica princesa inca—. ¡Volvamos al Hollywood Bowl!

Juan Diego se las arregló misteriosamente para hacer el camino de regreso en un suspiro. Ya había anochecido y los focos del coliseo creaban una ilusión de isla paradisíaca, colgada de las colinas en las que brillaban como luciérnagas cubiertas de piedras preciosas las mansiones de grandes estrellas y magnates de Hollywood. Del coche negro que nos precedía se bajó una pareja joven y vistosa, pero que apenas despertó la atención de los cámaras y los fotógrafos. La limusina de color crema, cristales suavemente ahumados, asientos de cuero granate y chófer uniformado como un domador de leones se detuvo con un balanceo mullido y aristocrático frente a la entrada. Juan Diego cumplió su cometido con agilidad y elegancia admirables. Cuando nos abrió la puerta de la limusina y apareció Ynka Pumar, tras unos breves instantes de expectación, como una pequeña diosa refulgente, una marea de luces hambrientas se volcó sobre ella. Luego me bajé yo, vi que ella buscaba mi mano igual que una chiquilla que braceara en un mar de coquetería, y me sentí un san Sebastián asaeteado por los fogonazos de las cámaras fotográficas y las flechas de luz de las cámaras de televisión. Una reportera alta, rubia y de gran sonrisa caballuna, con un enorme micrófono de color esmeralda, se acercó a

miss Pumar y la obsequió con una larga retahíla verbal de la que no entendí una palabra, aunque comprendí que había consistido en una catarata de elogios cuando

miss Pumar respondió con un sencillo, sentido, agudo, trémulo y cristalino

thank you. Después, la reportera me miró, sonrió aún más y, sin desviar la vista de mí, le preguntó a

miss Pumar quién era aquel

gorgeous, young gentleman. La Gran Ynka Pumar, amorosamente agarrada a mi mano, con una mirada y una voz efervescentes, dijo:

A gift from heaven, darling.

La reportera se mordió el labio inferior con expresión transida y se apartó para dejarnos pasar, y luego me acarició la espalda como se acaricia un peluche que esconde sorpresas picantes, y acabó tocándome el culo. Yo era un regalo del cielo con mi traje azul marino de pantalones campana, mis botines comprados en Los Guerrilleros —aquella tienda de calzado a precios económicos que había en la Puerta del Sol—, mi camisa blanca con estampado de rombos celestes y un cuello enorme cuyas puntas asomaban sobre las solapas de la chaqueta —Peter había decidido que quedaba más juvenil y californiano no llevar corbata— y, sobre todo, con mi melena ahuecada de color caoba y mi huidizo parecido con un veinteañero Johnny Weissmuller.

El interior del Hollywood Bowl brillaba como el escaparate de una mantequería de lujo en navidades. Todos los asientos de pista estaban forrados de satén azul y adornados con ramilletes de florecillas blancas, y las gradas altas se habían cubierto con cojines rojos con grandes lazos en las esquinas. Un joven acomodador que lucía como un delicado galán del cine mudo en su

tuxedo negro de solapas acharoladas nos llevó a nuestras localidades. Eran excelentes, en el centro de la tercera fila, frente a la embocadura del escenario, y sorprendí algunas muecas de contrariedad en quienes ya estaban acomodados detrás de nosotros, a la vista del turbante nefertítico de

miss Pumar. Sentada a nuestra izquierda, junto a una especie de enfermera endomingada, con cuatro butacas libres separándonos,

miss Lena Horne, cubierta de plumas blancas por todas partes, reía con la elasticidad de un almohadón neumático.

La Gran Ynka Pumar tomó asiento con calculadísima parsimonia, pero no logró convocar, como a todas luces era su intención, un enjambre de fotógrafos ávidos de retratar sin mesura a una verdadera estrella. En aquel momento, todos aplicaban su ajetreada voracidad a una de las últimas filas de los asientos de pista, donde tres parejas convenientemente peripuestas soportaban la avalancha muy risueñas. Me quedé boquiabierto. Allí estaban Peter y La Fabulosa Fabiana, inflados de satisfacción. La Gran Ynka me golpeó la rodilla con su pequeño puño cerrado para que ocupara enseguida mi asiento.

—Peter y Fabiana están allí —dije.

—Fotógrafos populacheros… —dijo ella mordisqueando cada sílaba, y repitió el tic de llevarse la mano al turbante, quizás para recordarles a quienes se sentaban a nuestras espaldas que más les valía ir haciéndose a la mortificación.

Casi todas las localidades estaban ya ocupadas. Los acomodadores, chicos y chicas que parecían salidos del cuerpo de baile de una comedia musical, apuraban a los rezagados sin perder la sonrisa ni la rectitud de la espalda. Los altavoces de ambiente espabilaban el aire tibio de la noche con una versión instrumental de los temas de

Guys and Dolls. Yo me moría de ganas de volver la cabeza para comprobar si Peter y La Fabulosa Fabiana seguían igual de codiciados por los fotógrafos y, sobre todo, si disfrutaban como locos al ver que a La Gran Ynka, en cambio, no se le acercaba ni una campechana espontánea con una instamátic.

—No son ellos,

darling —dijo La Gran Ynka con aquel tono burlón que se reservaba para las peores contrariedades.

—Son ellos. —Ni por un momento dudé de a quiénes se refería—. Son Peter y Fabiana. Te lo juro.

Hice ademán de volverme y ella me dio un codazo bajo las costillas que casi me deja sin aliento.

—Ya sé que son Peter y Fabiana,

sweet heart. —Con aquella extraña y repentina dulzura en la voz parecía que me estaba aplicando primeros auxilios después del codazo—. Y David y Joan Pickard. Y Bob y Lauren Kendall. Pero a esos buitres con cámara solo les interesan los Kendall.

It’s so ugly… —La Gran Ynka hizo un inmejorable gesto de repugnancia.

Recordé de pronto quiénes eran los Kendall. David Pickard, uno de los mejores abogados de Los Angeles, había defendido a Lauren Kendall en uno de los juicios más truculentos y morbosos de la década, y no solo había conseguido para ella la absolución del jurado, sino una indemnización multimillonaria que debía abonarle su riquísimo examante, y asesino de los dos hijos de Lauren y Bob. El caso había ocupado durante meses páginas y páginas de todos los periódicos del país, pero en California se había convertido en una especie de sucursal de Disneylandia, con peregrinaciones turísticas a las mansiones de los Kendall y de Greg Farrell, el magnate asesino, y a las tumbas de las pequeñas víctimas, unas adorables criaturas cuyas fotografías adornaban los cristales traseros de medio parque automovilístico del estado. El abogado, David Pickard, era íntimo amigo de la actriz Fay Spain —todo el mundo decía que entre ellos hubo alguna vez algo más que una hermosa amistad—, y

miss Spain era íntima amiga de Peter —él mismo aseguraba que corría el rumor de que entre ellos también hubo algo más que afecto fraternal, y el pobre se entusiasmaba con el absurdo cotilleo—, y cuando Peter le contó a

miss Spain la cochambrería, como decía La Fabulosa Fabiana, que Ynka Pumar le había hecho, al empeñarse en que yo y no él, como era lo habitual, la acompañase al concierto de Sinatra,

miss Spain le dijo, amorosísima, que ella y su nuevo marido, el también celebérrimo abogado Ernest Morehand, tenían

tickets para el concierto, al que pensaban asistir con los Pickard y los Kendall, pero un compromiso ineludible de Ernest lo había echado todo a perder, así que Peter podía aprovechar las entradas, y Peter invitó a La Fabulosa Fabiana con el único propósito de que La Gran Ynka se pusiera amarilla por culpa de una hemorragia de bilis, y por eso estaban allí todos juntos.

Por megafonía anunciaron que el concierto iba a comenzar dentro de cinco minutos. Los grandes focos empezaron a apagarse con una cadencia muy bien calculada, mientras la versión instrumental de las canciones de

Guys and Dolls iba aumentando de volumen hasta parecer un gran trueno anticipando una inminente y maravillosa tormenta. Un fotógrafo apareció en el pasillo que separaba la primera fila del escenario y empezó a disparar fogonazos muy fervorosos contra

miss Ynka Pumar entre las cabezas de los espectadores. Enseguida le reconocí; era Mendoza, el reportero gráfico titular, como él mismo subrayaba siempre al presentarse, de

Panorama, «la primera revista ilustrada en español para la comunidad latina de Los Ángeles». Huguito de la Cuesta, el director de la revista, andaría por allí y seguro que le había dado instrucciones a Mendoza para que gastase medio carrete en conseguir que La Gran Ynka se sintiera como una diosa no solo inca, sino del Olimpo de Hollywood. Huguito era un adulador compulsivo o un pusilánime, porque sacaba a

miss Pumar en la siempre abigarrada portada en blanco y negro de su revista un número sí y otro también, aunque con eso no evitaba las quejas mortificantes de la diva, que pretendía no compartir nunca con nadie el honor de la portada y salir siempre bella y joven hasta lo irreconocible. Los cuatro espectadores que debían ocupar los asientos que nos separaban de

miss Lena Horne llegaron arrollando a toda la fila con grititos de excusa y ademanes de gangueros desconsiderados, y pude notar la crispación intestinal de La Gran Ynka. Delante de nosotros se acababa de sentar también

miss Chita Rivera con un fulano que parecía venir directamente, a su edad, del rodaje de una película sobre la fiebre de los sábados por la noche. Oí a una mujer de la cuarta fila decir que acababa de ver a Paul Anka y a Liberace. Un tipo que se parecía a Dean Martin —que tenía que ser Dean Martin— saludaba a todo el mundo con muchos aspavientos a la italiana. Los últimos focos encendidos del coliseo se apagaron de golpe y se interrumpió en seco el estruendo exultante de

Guys and Dolls, y luego el

speaker anunció con su hermosa voz de hereje apasionado:

Ladies and gentlemen: mister Frank Sinatra!

Un cañón de luz impetuosa buscó en el escenario la figura menuda, pero llena de

Ir a la siguiente página

Report Page