California

California


1. Sin corazón

Página 4 de 23

swing, del gran

crooner, y la orquesta enredó entre la lluvia de aplausos los acordes iniciales de

These Boots Are Made for Walkin, un guiño de

daddy Frank a su hija Nancy, que se había retirado de la canción para cuidar a su marido y a sus niños un par de años antes.

El recital duró apenas hora y cuarto. Y mientras Sinatra cantaba

When I was seventeen, it was a very goodyear…, esa canción sobre la felicidad a pesar del malicioso trabajo del tiempo, yo sonreía con toda mi alma y todos mis músculos por estar allí, apurando días maravillosos bajo el cielo de California. Y mientras cantaba

Domani, sabía que el futuro nunca iba a existir, porque nada sería jamás tan divertido y tan nuevo como aquel viaje a aquel lugar del planeta en el que se había inventado el verano. Y

Strangers in The Night, que era una canción que ya cantaba todo el mundo, en la voz inolvidable de Sinatra sonaba como si acabaran de inventarla, y la noche hirviente y perfumada de Hollywood era el centro del paraíso para un muchacho desprevenido y fantasioso como yo. Y yo también viviría siempre a mi manera, como Sinatra. Por eso, mientras él cantaba

My Way como nadie podrá cantarla jamás, me sabía único, seductor, calavera, lejos de aquel Madrid parduzco, pobretón y consabido en el que decían que Franco agonizaba. Al final, con todo el público en pie y llevando el ritmo de la música con palmas, todos volvimos a cantar

Domani con Frank, todos nos exigíamos unos a otros alegremente

forget tomorrow!, porque era el momento justo de decidir de una vez olvidarnos de mañana. Y con la última ovación interminable tratábamos de impedir que Sinatra nos abandonase, le pedíamos que siguiera acompañándonos a lo largo de un tiempo que siempre sería magnánimo con nosotros. Solo La Gran Ynka aplaudía como si fuera víctima del mal de altura en el Machu Pichu.

Media hora después,

mister Sinatra besaba la mano diminuta y consentida de

miss Pumar.

Y es que La Gran Ynka, a diferencia de la mayoría de los mortales —incluidos Peter, La Fabulosa Fabiana, los Pickard y los Kendall, por muchos fotógrafos que acaparasen— tenía el privilegio de pasar al

backstage. En realidad, el

backstage era una carpa no demasiado grande, pero coquetonamente acondicionada, que habían montado en la esquina suroeste del Hollywood Bowl, a la derecha del escenario. La Gran Ynka me obligó a permanecer sentado en mi localidad, a su lado, hasta que el coliseo se vació casi por completo, y yo veía desde allí, impaciente, cómo Lena Horne, Chita Rivera, Liberace, Paul Anka, Tony Perkins con una señora mayor que se parecía a Pilar Primo de Rivera, y un tipo cuarentón y medio pelirrojo de cuyo nombre no podía acordarme, pero que era sin duda uno de los protagonistas de la serie 77

Sunset Strip, se dirigían a la carpa, donde ya me imaginaba, apretujado, a por lo menos la mitad del firmamento de Hollywood. Pero solo cuando la entrada de la carpa estuvo lo suficientemente despejada, La Gran Ynka me tomó de la mano y me ordenó, con aquella desidia absolutamente artificial que utilizaba siempre que se moría de ganas de hacer algo:

Let’s go, darling.

Cualquiera que la oyese en aquel momento diría que íbamos como marqueses sin ilusiones camino del patíbulo.

Un patíbulo lleno de antorchas compasivas y de buquetes —como decía Chuchi— de flores desmesuradas, de camareros muy vistosos y risueños que parecían dispuestos a atender no solo las peticiones más o menos alcohólicas, sino todos los deseos sin excepción de la concurrencia, de caras muy célebres, aunque la mayoría de ellas, a primera vista, parecían las de algún pariente, algo desmejorado o abrumadoramente operado o maquillado, de quienes vivían radiantes en las pantallas de los cines y de los televisores o en las fotos de las revistas. Por todas partes todo el mundo decía

gorgeous!, la exclamación de moda aquel año en California. Tony Perkins iba, en efecto, acompañado por alguien que se parecía a Pilar Primo de Rivera, pero no era una señora, era un señor. El coprotagonista de 77

Sunset Strip, o quizás de otra serie de televisión de moda aquel verano, se quedó de pronto mirándome con ojos muy hambrientos y yo deseé con toda mi alma que La Gran Ynka sufriese una severa subida de tensión y su chófer tuviera que llevársela corriendo a urgencias, para poder quedarme coqueteando a gusto con aquel chicarrón tan apetitoso. Pero entonces una voz inconfundible dijo a nuestro lado:

Miss Pumar… —Era la voz de Sinatra.

Mister Sinatra… —susurró

miss Pumar.

Luego, La Gran Ynka esperó a que

mister Sinatra se situase frente a ella, y alzó un poco su minúscula mano derecha de uñas escarlatas, y la dejó flotando con la palma hacia abajo, como una ardilla exhausta, y Frank Sinatra se la besó a la europea.

Unos segundos después, me encontré con aquellos legendarios ojos azules clavados en mis ojos verdes y miopes, y no supe qué decir.

Gentleman… —dijo

mister Sinatra, y me alargó la mano para que se la estrechase.

Mientras yo le estrechaba la mano y seguía sin saber qué decir ni qué hacer, salvo exhibir aquella sonrisa tímida y llena de dientes descabalados que tan buenos resultados solía darme, La Gran Ynka murmuró algo sobre mí, de lo que solo entendí que yo era

a young spaniard con alguna dedicación interesante, porque Frank Sinatra dijo:

Gorgeous… —Y eso fue todo.

Mister Sinatra continuó saludando a sus invitados y La Gran Ynka decidió que era imprescindible para su reputación escapar del

backstage cuanto antes. El coprotagonista de 77

Sunset Strip, o de alguna otra serie de televisión, se mostró desolado en cuanto comprobó que aquella bruja arqueológica me alejaba de él, y con los labios me lanzó una súplica,

wait for me, espérame, no te vayas, y yo solo supe responderle con aquella sonrisa imperfecta y candorosa que se me antojaba irresistible, y tentado estuve de ponerle una zancadilla alevosa a doña gorgoritos, a ver si conseguía que la evacuasen sin pérdida de tiempo para escayolarle las dos piernas y le dejaba el campo libre al suculento galán televisivo, y entre unas cosas y otras casi me pierdo el desdén con el que Chita Rivera miraba para otro lado con el fin de no tener que saludar a aquella embalsamada peruana que parecía vestirse en una carpetería —como decía Chuchi cada vez que pasábamos por delante de una tienda de alfombras que había en Cahuenga Boulevard, «en esta carpetería se viste la vieja inca, mi niño»— y el manoseo que le estaba propinando Liberace a un camarero con el pretexto, según podía deducirse, de que el cuerpazo del chico era tan emocionante como un piano.

Dado que en el Hollywood Bowl había un discreto y eficiente servicio de aparcacoches que avisaban a tiempo a los chóferes de los invitados, Juan Diego nos esperaba en la puerta, al volante de la limusina.

—A la casa —dijo

miss Pumar, impaciente. Parecía que estaba a punto de convertirse en calabaza. A su edad.

La Gran Ynka vivía también en el Valle, en Burbank, lejísimos de Peter, según ella —al menos, eso aseguraba cada vez que él le pedía que le recogiese, cuando se proponían ir juntos a alguna parte—, pero a menos de una milla de la mansión de Bob Hope, también según ella, aunque en realidad la imponente mansión de Hope estaba a más de veinte minutos en coche desde la «simpática» casa —como la llamaba siempre, con mucho cariño envenenado, La Fabulosa Fabiana— de

miss Pumar. En cualquier caso, Juan Diego no volvió por Hollywood Canyon, como hubiera sido lo lógico en mi opinión, sino que bajó hacia Hollywood Boulevard, hacia aquella avenida plagada de estrellas clavadas en el pavimento y de huellas del viejo esplendor de la ciudad de los sueños, pero comida por el deterioro, por un puñado de

homeless que observaban el tráfico con expresión incrédula y actitud de propietarios molestos por la intromisión de todos aquellos fantoches de paso, y por la memoria rencorosa de millones de fracasados o de venidos a menos.

En la esquina de la avenida Selma, un grupo de chaperos hispanos escrutaba con la mirada, como una familia de roedores hambrientos, el interior de los automóviles.

—El viejo Frankie ya no es lo que era —dijo La Gran Ynka.

—A mí me parece que ha estado fabuloso —protesté.

—Pon el

tape —le ordenó a Juan Diego—. Al menos me quitará el mal sabor de boca.

Juan Diego puso en el radiocasete de la limusina una vieja cinta cuyos quejidos no impedían que la voz joven y jugosa de Sinatra, cantando a su manera

Night and Day de Cole Porter, lo llenara todo de estilo y comodidad. Yo me recosté un poco en el asiento de cuero granate y cerré los ojos, acompañado por La Voz. En Madrid, a miles de kilómetros, Franco agonizaba, y yo iba por Hollywood Boulevard arrullado por la voz de Sinatra. Frank Sinatra iba conmigo, a mi lado. En Madrid, Luisito Soler seguía empeñado en cambiar el mundo, pobrecito mío. Yo contra el mundo no tenía la menor queja. A Luisito Soler le gustaba mucho repetir, viniera o no a cuento, aquello de que si, con veinte años, no quieres cambiar el mundo, es que no tienes corazón. Pobre Luisito, mi corazón no iba a quitarme el sueño. Yo estaba en el centro mismo de un verano perpetuo, allí donde no llovía jamás, y en el Hollywood Bowl había dejado a toda una estrella de la televisión güeiteándome sin esperanza, poniéndose ciego de daiquiris para olvidarme. En medio de la noche, con los ojos cerrados, olía a pieles doradas por un sol que elegía a los muchachos más bellos del mundo. Bueno, quizás yo no fuera uno de los muchachos más bellos del mundo, pero tampoco estaba para un desperdicio, que se lo preguntaran al protagonista de 77

Sunset Strip, o de no sé qué otra serie, o a la reportera de sonrisa caballuna que no dudó ni un instante que yo fuese

a gift from heaven, o a aquel carcamal repintado que aseguraba ser representante de actores y me encontraba igualito a Johnny Weissmuller en sus buenos tiempos. Yo era joven, estaba bien, era

gorgeous. Todo en California, aquel verano del 74, era

gorgeous, encantador, delicioso, radiante.

—Llévatelo —ordenó de pronto La Gran Ynka, y entonces me espabilé y me di cuenta de que la limusina acababa de detenerse frente a su «simpática» casa.

Hice lo que pude para quedar como un caballero. Me bajé de la limusina dando camballadas por culpa de la soñolencia y le disputé al chófer el honor de empujar la verja de la entrada y acompañar hasta el porche a

miss Pumar colgada de mi brazo, pero tuve que ceder a Juan Diego la última galantería, abrir el portón con la llave que siempre llevaba consigo y acompañar a la señora hasta su alcoba, encendiendo y apagando las luces a su paso. Después, Juan Diego me llevó a casa de Peter.

Fuimos todo el tiempo en silencio. La noche se había puesto turbia y pesada, al día siguiente el

smog, esa niebla amarilla, cubriría Los Ángeles y el Valle de San Fernando como una enfermedad venérea. Todo el mundo ponía caras muy cómicas cuando yo decía que a mí me gustaba el

smog.

Thank you very much, brother —le dije a Juan Diego, y le golpeé suavemente el hombro antes de bajar del coche.

—Tenga, joven —dijo él muy serio, y me entregó un puñado de billetes que se había sacado del bolsillo de la americana—. De parte de la señora.

Me quedé inmóvil durante unos segundos en medio de la calle. La limusina arrancó y se fue alejando con aquella solemnidad casi senil que ponía histéricos a todos los conductores del estado, y luego giró a la derecha, hacia la autopista de Ventura. No había luces encendidas en el interior del 11209 de Camarillo Street. Conté el dinero. Eran 147 dólares, una cantidad rara, pero maravillosa. El mundo era maravilloso, escupiría a quien quisiera cambiarlo.

Pobre Luisito. El verano del 74 yo acababa de cumplir veinticinco años y no tenía corazón.

Al cabo de unos meses, dejé de ser remero. Un buen día Peter dejó de hablar en presente de mis hazañas deportivas sobre una piragua y pasó a referirse a ellas en pretérito, como si una grave lesión o la pérdida del necesario espíritu de sacrificio, que no la edad, me hubiesen retirado prematura y lamentablemente de mis viriles ejercicios sobre las aguas. No volví a subir a una piragua de competición hasta el verano del 74, en California.

Peter Martin y yo nos conocimos en 1971, en la Gran Vía de Madrid, una de esas tardes de finales de primavera en las que, a causa de los repentinos cambios climatológicos, se cruza por la calle gente en manga corta y gente con ropa de abrigo. Yo llevaba un Lacoste falsificado de color verde esmeralda que había comprado el verano anterior en Bangkok, durante el viaje de fin de carrera, y que entonces me ponía casi a diario porque, no solo en mi opinión, me favorecía muchísimo: subrayaba el verde algo confuso de mis ojos y me quedaba pegado al cuerpo, con el faldón trasero alargado a la americana para poder llevarlo por dentro del pantalón sin que se formaran arrugas en el culo, y con los bordes de las mangas cortas ciñéndome los brazos, lo que me marcaba los hombros y los bíceps, bien definidos por pura consideración de la madre naturaleza. Pasaba por delante del hotel en el que Peter estaba hospedado y él, que salía en aquel instante, demasiado abrigado para la temperatura que hacía, me siguió.

Se puso a mi altura, me miró con una sonrisa de captador de los Testigos de Jehová, y me dijo:

—Tienes espaldas de

rower.

Hablaba con un acento extraño, poco marcado para un extranjero auténtico, pero demasiado exótico para tener frenillo o no ser más que un cursi.

—¿Tengo espaldas de qué? —le pregunté, cauteloso.

—De remero —e hizo con los brazos el gesto de remar.

Entonces, sin dudarlo un instante, con una sonrisa de recién captado por los Testigos de Jehová y un leve movimiento de cabeza, le dije que sí, que había dado en el clavo.

—Eres un remero, ¿no es cierto? —insistió él.

Yes —remaché yo, pronunciando bien la «y» a la española.

Y así fue como me convertí para aquel norteamericano rico, guapo, maduro y elegante a la manera californiana, en un vigoroso remero —vasco, naturalmente— por las bravías aguas del norte de España, en las que, según le expliqué sin pestañear, competía todo el tiempo en regatas marítimas y fluviales y había conseguido trofeos prácticamente olímpicos.

Peter y yo estuvimos juntos ocho años y nunca me organizó un escándalo o una chirigota a propósito de eso. Y es que, la verdad, yo no he remado en mi vida. Más aún: pongo el pie en una barca y me mareo, aunque el mar o el río parezcan estar narcotizados. Pero, como tantos norteamericanos, Peter tenía un concepto novelesco del deporte y de la geografía, así que me instalé en sus fantasías eróticas como un aguerrido piragüista que surcaba aguas turbulentas y septentrionales bañado en sudor y sobrado de testosterona, un esbelto pero enérgico atleta acuático que solo abandonaba los parajes ásperos y las corrientes peligrosas para verle a él un par de días a la semana y demostrarle que un rudo deportista también puede ser muy dulce. Y lo cierto es que yo mismo llegué a coquetear con el ensueño que me convertía en un musculoso y radiante remero, y seguro que resultaba muy convincente cuando, al principio de nuestra relación, le contaba a Peter mis durísimos entrenamientos en mar picado y en ríos feroces. Al fin y al cabo, también seguí durante mucho tiempo comportándome como corresponde al capricho español de un yanqui millonario, aunque tardé muy poco en descubrir que no era tan yanqui —sus padres, con Peter recién nacido, habían emigrado a Nueva York desde Venezuela en 1912, y él luego se cambiaría su apellido, Martínez, por el de Martin— ni tan millonario, porque yo conseguía no privarme de nada y en más de una ocasión comprendí que le provocaba momentáneos problemas de liquidez y una saturación desaprensiva de su tarjeta del Diner’s. Pese a todo, o tal vez gracias a aquellas ficciones tan desmesuradas y tan cinematográficas, aquella relación se consolidó, nos fuimos a vivir a un apartamento que él alquiló y convirtió en su hogar madrileño, aunque pasaba más de seis meses al año en su casa del californiano Valle de San Fernando o viajando por dudosas razones profesionales, y yo no tuve más remedio que interrumpir bruscamente, aunque no recuerdo bien en qué momento, mis impetuosos entrenamientos náuticos. Él nunca se quejó de que en ocasiones le pusiera en apuros económicos. Nunca me preguntó qué había sido de mis entusiasmos piragüistas y nunca bromeó sobre ello. Ni siquiera cuando, en nuestro primer viaje a Venecia, apalabramos un romántico paseo en góndola por los canales y lo tuvimos que interrumpir a los cinco minutos de apacible navegación, porque yo me puse malísimo.

El trabajo de Peter me pareció siempre un poco impreciso. Era incapaz de comprender que pudiera ganarse bien la vida con aquella pantomima que llamaba «relaciones públicas». En la España de 1971, aquello de «relaciones públicas» sonaba a camelo incompatible con cualquier actividad seria, sobre todo si se decía en inglés,

public relations, que era como solía decirlo Peter cuando, en Madrid, alguien le preguntaba por su trabajo. Era

public relations de una compañía de seguros de Los Ángeles, la Gordon National Life, que todos los años organizaba presentaciones por las localidades eternamente veraniegas del condado de San Diego. Los actos tenían lugar durante el mes de julio y Peter hacía de presentador y

showman, como él se esmeraba siempre en recalcar, pero sus obligaciones empezaban, nunca supe por qué, a finales de abril con una gira por medio centenar de aquellas poblaciones del sur de California, en las que se reforzaba la publicidad de las pólizas de vida y los productos funerarios de la Gordon National Life. En esos actos, Peter desplegaba todo su engominado encanto de galán de cine de los años treinta.

—Yo hice más de cuarenta películas —me dijo en la habitación de su hotel de la Gran Vía, aquella tarde de primavera, después de verificar que mi constitución atlética no era pura fachada y de que yo le asegurase que había estado a punto de proclamarme el mes anterior subcampeón de España en individual de remo—. Trabajé con Lana Turner, con Cyd Charisse, con Glenn Ford e Ingrid Thulin, con Rock Hudson. Con montones de estrellas.

Pronunciaba los nombres de todos aquellos actores y actrices como yo no los había oído pronunciar jamás.

—Y estuve a punto de ser el protagonista de

Golden Boy —añadió con un nebuloso deje de melancolía—. Rouben Mamoulian, el director, me prefería a mí, pero al final la Columbia se decidió por Billy Holden.

Peter siempre llamaba Billy a William Holden, como si aquella muestra de familiaridad le compensase un poco del disgusto de no haber entrado por su culpa en el firmamento de las estrellas. Pasado el tiempo, en alguna parte leí que la Columbia y la Paramount se habían asociado precisamente para que Holden protagonizara

Golden Boy, adaptación de una ligeramente estrambótica obra de teatro de Clifford Odets sobre el mundo del boxeo, pero Peter alimentaba sin el menor desánimo el espejismo de su mala suerte, trenzada con hilos de injusticia, que le había impedido convertirse en estrella. En cualquier caso, Peter siempre recalcaba que el bueno de Billy, de quien llegó a ser tan amigo —decía—, no tuvo nada que ver en la decisión de la Columbia, ni siquiera en el caso de que fuera cierto lo que se rumoreaba entre los agentes de actores, el interés de uno de los gerifaltes de la productora por el guapo muchachote de Illinois que estaba causando sensación con su aspecto masculino y nada pretencioso, y al que esperaba propinarle al menos un buen repaso oral aprovechando el barullo de alguna fiesta alcohólica y desenfrenada. Yo le dije a Peter que a mí también me gustaba muchísimo William Holden, pero que el que más me gustaba de todos, con diferencia, era Rock Hudson.

—Es muy amigo mío. Cuando vuelva de América te traeré un autógrafo suyo —me prometió.

Cuando, en el mes de octubre, volvió a Madrid con el desganado propósito de tantear las posibilidades de expansión de la Gordon National Life en Europa, me trajo una postal de los Estudios Universal en cuyo reverso Rock Hudson me había dedicado un cariñoso saludo y su firma. Yo había visto pocas semanas antes la firma del actor en una revista de cine, sobre una fotografía en blanco y negro de los inicios de su carrera, y había recortado y guardado la foto sin acordarme de la promesa de Peter. Luego, encantado de que el apuesto y viril actor del que se rumoreaba que entendía me hubiese dedicado media docena de palabras —y tal vez hubiese tenido fantasías eróticas con aquel joven español que era remero profesional, en el jardín de su casa, tumbado en una hamaca de lona a rayas blancas y negras, mientras acariciaba la cabeza de su perrazo de color canela y disfrutaba de la elegancia de las columnas clásicas que rodeaban la fantástica piscina—, al comparar las dos firmas, la de la foto de la revista y la de la postal de los Estudios Universal, comprobé que no se parecían en nada. También comprobé que la letra de Rock Hudson, en cambio, se parecía un montón a la de Peter. A Peter nunca se lo dije.

A Rock Hudson tampoco, claro. Y eso que aquel verano de 1974, recién llegado a Hollywood, Peter me llevó a una visita guiada de los Estudios Universal, donde, además de atravesar el charco en el que Charlton Heston, disfrazado de Moisés, abrió las aguas del Mar Rojo en

Los diez mandamientos, y de verificar lo falso que era todo en la meca del cine, asistí a dos o tres minutos del rodaje de

MacMillan and Wife, aquella interminable serie de televisión sobre un comisario y su señora que protagonizaban Hudson y Susan Sáint James. Hudson estaba ya muy estropeado y aquel día no parecía muy concentrado en su papel, así que no era cosa de amargarle más la jornada con el cuento de que aquel desaprensivo le había falsificado la firma en el reverso de una postal en la que se veía la mano gigantesca en cartón piedra que había a la entrada de los estudios. Por fortuna, la mirada de Hudson y la mía se cruzaron durante un instante, y aquello me bastó para imaginar que Rock, al volver a su casa y tumbarse en la hamaca y acariciar a su perro y contemplar el reflejo de las columnas clásicas en las aguas increíblemente azules de su piscina, tendría fantasías eróticas con aquel muchacho de aspecto europeo y anchos hombros de piragüista cuyos ojos verdosos no conseguía olvidar.

En 1974, a los tres años largos de haber terminado la carrera, yo no había conseguido aún ningún trabajo fijo, y Peter entonces me propuso unas largas vacaciones veraniegas en California, con todos los gastos pagados, por supuesto. Él daba por hecho que los gastos tampoco iban a ser excesivos. Viviría en su casa en North Hollywood, una casa de estilo español que compartía con el vicepresidente de la Golden National Life, según un arreglo muy conveniente para ambos, y ya se sabe que donde comen dos comen tres, y que un lavado más en la lavadora a la semana no arruina a nadie, y que en un coche cabe otro pasajero, y ellos no iban a cometer la grosería de reclamar mi parte del combustible, y además el vicepresidente de la Gordon National Life, George Ryker, pequeñito y pelirrojo y con una soriasis que le devoraba todo el cuerpo, era el hombre más generoso del mundo. Tan generoso que yo enseguida sospeché que entre George y Peter alguna vez hubo algo más que una buena amistad.

—Te presentaré a gente divina —me dijo Peter.

Me presentaría a César Romero, a Ricardo Montalbán, a Fernando Lamas, a Raquel Welch, a todo el firmamento latino, incluida La Gran Ynka, y, desde luego, a Rock Hudson, aunque de latino no tuviese un pelo. Yo sabía, más o menos, quiénes eran todos, menos La Gran Ynka, y entonces Peter hizo que el vicepresidente de la Gordon National Life le enviase por correo aéreo certificado una cinta de Ynka Pumar en la que aquella señora pegaba sin respiro unos alaridos indecorosos y capaces de descerrajar una puerta.

—¿Y yo qué digo en casa?

—Que vas a trabajar como periodista. También te presentaré a Hugo de la Cuesta, que es el director de

Panorama, la revista en español para la comunidad latina de Los Ángeles, y ya verás como te publica algo que le puedes mandar a tus padres para que vean que te ganas tu dinerito.

Aquella primavera, en Semana Santa, fuimos a Londres a recoger algunos cuadros que le había dejado a Peter en su testamento su cuñada Gabrielle Levy, porque Peter se había casado en su vida dos veces, y las dos con respetables ancianas podridas de dinero que le paseaban por medio mundo como

a gift from heaven. De las dos se divorció —o, mejor, las dos se divorciaron de él— y de las dos recibió una compensación económica respetable, aunque no tanto como la que habría recibido de haberlas heredado. Aquellos óleos y acuarelas sin enmarcar que se amontonaban en un enorme piso de Kensington eran el último obsequio de su familia política, y yo aún tengo en el salón de mi casa un típico desnudo femenino de academia que resulta de lo más incongruente.

Ir a la siguiente página

Report Page