California

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1. Sin corazón

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Y esta vez no había ninguna asistente esperándola con una gran toalla amarilla ni salió corriendo a refugiarse en la habitación que le servía de camerino. Esta vez parecía dichosa de estar desnuda delante de todo el mundo, y comenzó a circular entre los invitados, y miraba a los ojos de los hombres y las mujeres como si buscase al hombre o a la mujer de su vida, y algunos hombres bromeaban con ella y le decían cosas divertidas, porque ella sonreía siempre y dibujaba con los labios delicados besos de gratitud, pero nadie se atrevía a tocarla, y ella volvió al pretil de la piscina y empezó a mecerse como si estuviese en celo y buscase compañía, y luego se puso a interpretar el papel de colegiala traviesa en busca de alguien que se atreviese a jugar con ella, y era una actriz espantosa, pero se le entendía todo, y se puso a señalar a invitados e invitadas que se hacían los remolones, y a rechazar a espontáneos dispuestos a jugar con ella a lo que hiciera falta, y entonces explicó con gestos inconfundibles que necesitaba a alguien para zambullirse en la piscina bien acompañada.

The spaniard Champion! —gritó Sean.

Vi que todos me miraban y que Fay me señalaba con el dedo para que la muchacha desnuda me localizase.

La muchacha se acercó a mí con la lánguida parsimonia de una bailarina oriental. Todos los que estaban a mi alrededor se apartaron un poco e hicieron sitio para que ella cometiese conmigo lo que tuviera que cometer. Ella me miraba como si estuviera prometiéndome una experiencia inolvidable, y me acarició la cara con sus dedos húmedos y cuidadosos, y me acarició el cuello, y empezó a desabotonarme la camisa y todos aplaudieron, y la banda se olvidó de Boney M y comenzó a tocar esa musiquilla inconfundible de los números de

striptease. Todos se pusieron a acompañar con palmas la musiquilla mientras ella me quitaba la camisa, me desabrochaba el cinturón, me bajaba la cremallera, me quitaba los pantalones, me impedía que le ayudase a quitarme los zapatos y los calcetines, me pasaba los dedos cuidadosamente por los muslos y, de golpe, como hay que hacer cuando te arrancan un pelo de las cejas o de la nariz, me bajó los calzoncillos y se incorporó con los brazos abiertos como las

vedettes en la apoteosis final de sus espectáculos, y me cogió de la mano para que compartiésemos los aplausos y los silbidos de admiración de la concurrencia, porque, entre otras cosas, el rascacielos se me comportó estupendamente y ni se me engurriñó ni nada, y entonces ella me invitó con un gesto a zambullirnos juntos en la piscina, y el agua salada y tibia era como un yacimiento de diamantes en medio de la selva.

Fay Spain fue la primera en animarse. Se lanzó a la piscina, vestida con su hermosa túnica blanca con bordados florales, y se unió a nosotros en un

ballet acuático de coreografía improvisada en la que yo procuraba comportarme como un viril remero que dominaba también todos los estilos de la natación. Poco a poco, vestidos o desnudos, otros invitados se animaron a chapotear en el agua, a besarse los unos a los otros mientras procuraban mantenerse a flote, a poner a salvo a duras penas las copas de champán que los camareros y camareras seguían poniendo en sus manos, y a tararear las canciones de Boney M mientras los adorables hermanos Kendall parecían volar en medio de la noche y alguien aprovechaba el barullo para echarme mano al rascacielos. Era Sean.

Wait for me —me dijo.

Le esperaría el tiempo que hiciera falta. No sabía si Peter y George seguían por allí, si habían ido a llevar a La Gran Ynka y a La Fabulosa Fabiana a sus respectivas casas, si se estaban dejando dormir en alguno de los sofás cubiertos de pieles sintéticas o si hacían cola para el cuarto de baño, junto a la china que tocaba el violín con un aguante y una perseverancia dignos de la guardia personal de los implacables emperadores chinos. Desde luego, ni Peter ni George se tirarían a la piscina. A George se lo impedía el pudor por culpa de la soriasis, y a Peter el miedo a desteñirse de la cabeza a los pies. Christopher Korey sometía a la admiración general su imponente cuerpo, solo cubierto por un

slip minúsculo. La muchacha desnuda había desaparecido y unos camareros sacaban del agua, con enormes dificultades, a Armando Hern, dispuesto seguramente a tragarse la piscina entera. La música parecía crecer desde el fondo de la pileta. En Madrid, el pobre Luisito Soler y toda la resistencia esperaban a que Franco la palmase, como si eso pudiera cambiar el mundo, pero yo, a finales de agosto del 74, tenía veinticinco años y todo era nuevo y brillante a mi alrededor, todo estaba bien hecho, y media California estaba güeiteándome.

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