California

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2. Sin cabeza

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Cuando, al concluir la quinta entrevista que mantuvimos, el

head hunter me reveló que la empresa era Anaheim España, dije:

—Caramba, esto es como volver a California.

En Anaheim, a pocas millas de Los Ángeles, está Disneyland, el primero de todos los parques de atracciones construidos por los Estudios Disney en Estados Unidos o en cualquier otro lugar de mundo. Peter y George me llevaron a visitarlo un fin de semana, aquel agosto del 74, cuando California era el paraíso y alguien me esperaba cada día, en cualquier parte, con los brazos abiertos, y también allí los vigilantes me exigieron que, en nombre de la decencia familiar, supongo, me abotonara la camisa, que yo siempre llevaba desabrochada hasta el estómago. En Anaheim España llevé, desde el primer día, chaqueta y corbata, pero con el tiempo podría comprobar que también ahí la decencia familiar la entendían a su manera.

Anaheim España es una de las filiales europeas de Anaheim Entertainment Company, con sede central en Santa Ana, y, en contra de lo que puede indicar su nombre, no se dedica a la producción de espectáculos musicales o a la organización de concursos de belleza o a la prostitución de lujo, sino a la fabricación de programas informáticos recreativos. Hace nueve años, la filial española buscaba un asesor para el Departamento de Comunicación y encargaron la selección a una consultora de «cazadores de cabezas», expresión que, considerada con benevolencia, no deja de tener un tufillo a viejas películas del Oeste. Yo entonces trabajaba a tiempo parcial, solo por las mañanas, con un sueldo discreto, pero con muchas facilidades para organizar mi horario laboral y para compensar a mi gusto las ausencias o los excesos de dedicación, en ocasiones muy concretas, como asesor del presidente para las relaciones con los medios en una federación sectorial de organizaciones de servicios estratégicos, galimatías difícil de entender incluso para mí mismo y, por tanto, casi imposible de explicar sin que a los desconcertados interlocutores les resultara sospechoso o hilarante. En cualquier caso, a través de uno de aquellos escurridizos servicios estratégicos, un «cazador de cabezas» que me conocía y que apreciaba, por lo visto, mis nebulosas capacidades profesionales, me llamó para proponerme un buen puesto en una potente empresa de matriz norteamericana y con fabulosas perspectivas de expansión en el mercado español de la producción informática de ocio y cultura de gama alta. La retribución era excelente, sobre todo si se renunciaba a una relación laboral reglada y se firmaba un contrato mercantil por prestación de servicios profesionales, con cláusulas que discutir y acordar con la mejor voluntad por ambas partes. Yo insistí en la flexibilidad en el horario como condición inexcusable, con absoluta disponibilidad cuando las ocasiones lo requiriesen, y fijamos un blindaje económico que a mí se me antojó excesivo cuando mi abogado lo propuso, pero que Anaheim España aceptó sin más resistencia que un inicial asombro simbólico. Y así fue como di con mi cabeza, científicamente cazada, en aquella compañía cuyo nombre tuvo la peligrosa amabilidad de recordarme la California en la que tanto y de manera, en el fondo, tan inocentona había yo desbarrado treinta años atrás. Claro que, con el tiempo, alguien me reprocharía haberme dejado precisamente la cabeza en el camino.

Al año de empezar mi trabajo en Anaheim, tan suculentamente retribuido, cambié de casa y, tres años después, me convencí de que merecía la pena compartirla con Álex, un espectacular muchacho valenciano que había terminado los estudios en una importante escuela de negocios, se proponía hacer algún

master que mejorase su expediente académico y sus perspectivas de trabajo, y recibía una asignación mensual repentinamente escasa tras el reciente y turbulento divorcio de sus padres. Un escritor amigo mío, con quien una vez, cuando los dos éramos treintañeros, inventé una absurda, pero bastante divertida ficción amorosa —que luego se prolongaría en esa amistad, tan frecuente entre los devotos de san Corydon, que se parece mucho a un parentesco cercano—, me preguntó si había perdido la cabeza y yo le dije que seguramente sí, pero que nunca es tarde para dejarse llevar por el corazón y por lo que cae un poco más abajo del corazón. Además, para compensar, y para que el batacazo, con un poco de suerte, acabara siendo apoteósico, Álex, a sus veinticuatro años, tenía la cabeza en su sitio.

—Me llamo Álex, y estoy aquí porque necesito pelas y esto es más descansado que subirse a un andamio o servir copas toda la noche —me dijo cuando le conocí, en una sauna del centro de la capital en la que se favorecían encuentros discretos entre señores de cierta relevancia social, o precavidos hombres de negocios, y chicos rigurosamente controlados por el encargado del local.

A pesar de tan diáfana declaración de intenciones, Álex parecía primerizo, mal entrenado y poco animado a trabajar en la prostitución a destajo, por eso había elegido aquella sauna, y no la más conocida de la especialidad, más concurrida y bullanguera, pero mucho menos exigente en la selección de clientes y muchachos y con tarifas mucho más bajas. De hecho, me dijo que era la primera vez que estaba dispuesto a irse con alguien por dinero, y le creí. También me dijo que, a pesar de todo, yo le gustaba, y también le creí. He ido muy pocas veces en mi vida a una sauna —nunca fui a la que había en North Hollywood, en Vineland Avenue, a quince minutos andando de la casa de Peter— y, cuando lo he hecho, siempre he sido incapaz de relajarme y me he sentido incómodo e impaciente, con ganas de terminar cuanto antes, y me prometía no volver nunca más. Por eso le propuse a Álex que saliéramos juntos enseguida, pero él me dijo que necesitaba hacer como mínimo treinta mil pesetas. Le dije que yo se las daba y me preguntó si vivía lejos, pero le aclaré que no quería hacer nada con él, solo charlar un rato en alguna parte, cenar juntos si le apetecía, quedar en otro momento. Muy profesional, dijo que no aceptaba dinero a cambio de nada, y yo le dije que lo aceptase a cambio de su compañía, pero dijo, en un tono orgulloso que se me antojó encantadoramente infantil, que él no vendía su compañía, él solo vendía su cuerpo. Yo le dije que no tenía el menor interés en comprar su cuerpo, y que lo único que esperaba era que su compañía fuese lo bastante agradable como para sentirme bien ayudándole con el dinero que necesitaba, y que, si lo prefería, lo considerase un préstamo, que me devolvería cuando fuese millonario. Me dio un abrazo muy cálido y un beso fraternal, y pasamos una noche estupenda hablando de su vida, de sus ilusiones, de sus proyectos inmediatos y no tan inmediatos y, desde luego, de sus necesidades. Cenamos en un restaurante frecuentado por caballeros solteros y acomodados, o dispuestos a aparentarlo aun a costa de no poder pagar a fin de mes el recibo de la luz, que se quedaron boquiabiertos —y, por tanto, a punto de morir de inanición— ante aquel monumento con pinta de niño bien, y luego le llevé al hostal en el que, según me dijo, vivía en espera de poder permitirse algo mejor. Le di el dinero que necesitaba y quedé en llamarlo al día siguiente.

No lo hice. Tampoco él me llamó, pese a que nos habíamos intercambiado los números de teléfono y nos habíamos prometido darnos la oportunidad de conocernos mejor y, en cualquier caso, cumplir sin agobios todo lo que habíamos dejado pendiente. Una noche, meses después, nos encontramos por azar en una discoteca gay cuya clientela tenía una media de edad que no bajaba de los cincuenta años, y eso porque siempre había media docena de muchachos con aficiones arqueológicas. Me aseguró que era la primera vez que iba por allí, y le creí. Tampoco yo frecuentaba mucho aquel local, entre otros motivos porque los jóvenes arqueólogos eran siempre los mismos y pasaban de ruina en ruina con la comprensible ansiedad de quien conoce los riegos de una afición tan alejada de la lozanía, y, encima, para ellos, a mí me faltaban unos cuantos años y bastantes kilos para ser una antigüedad apetecible. Pero a veces iba con algún amigo, después de cenar o al salir del cine, y me dedicaba a la repugnante diversión de echarme más años de los que en realidad tenía, y a demostrar que, pese a las apariencias, también atesoraba mis michelines, cuando alguno de aquellos benditos muchachos me preguntaba la edad, la profesión —todos me encontraban una seductora pinta de ejecutivo—, el peso y, con frecuencia, si estaba casado. Desde el día en que Álex se vino a vivir a casa, las pocas veces que salía sin él y terminaba en algún tugurio para señores maduros y sus jóvenes admiradores, a esa última pregunta respondía que sí, que estaba casado, pero nunca aclaraba con quién. Álex se vino a vivir a casa tres meses después de nuestro reencuentro en la discoteca.

Mi trabajo en Anaheim España era sencillo y entretenido. En la práctica, me limitaba a encargarlo casi todo: los actos de promoción y representación, las campañas publicitarias, la organización de ruedas de prensa, los encuentros del presidente o del director general de la compañía con algunos bien seleccionados representantes de medios de comunicación, los folletos y publicaciones, los viajes de recreo para proveedores y distribuidores. Asistía a las reuniones del Comité de Dirección con voz, pero sin voto, y asesoraba al director de la revista interna que publicaba cada mes el Departamento de Recursos Humanos. En ocasiones, tenía que redactar textos absurdos sobre los cada vez más asombrosos programas informáticos de entretenimiento y de interés cultural que sacábamos al mercado, o borradores de discursos del presidente o del director general en los actos más variopintos, y en abril de 1996, un mes después del primer triunfo electoral del PP, mandé una carta firmada por el presidente de la compañía, y otra personal, a Luisito Soler, felicitándole por su nombramiento como secretario general en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Luisito le respondió al presidente con una rutinaria carta redactada sin duda por su jefe de gabinete, y a mí me envió otra similar, aunque, de su puño y letra y con rotulador azul, añadió: «Tenemos que vernos».

A estas alturas, al cabo de casi ocho años, nunca hemos encontrado el momento de cumplir con esa emotiva obligación. Yo a él lo he visto alguna vez en alguna foto de periódico o en algún telediario —Álex decía que estaba buenísimo—, y él, esté ahora donde esté —quizás en el Parlamento Europeo— y se dedique a lo que se dedique, quizás me haya visto también en los periódicos, hace unos meses.

Álex entró hace año y medio a trabajar en una compañía de asesores y gestores de inversión. El horario de trabajo era abusivo, y el sueldo, enclenque, pero el prestigio de la firma jugaba a favor del aguante de los empleados, y un buen currículo como el suyo, abarrotado de excelentes y carísimos cursos de posgrado —uno de ellos, de un semestre, en una escuela de negocios vinculada a la Universidad de Yale; yo corrí con todos los gastos, como regalo de cumpleaños, pero él me dijo que aquella era, con diferencia, la mejor inversión que había hecho en toda mi vida—, permitía confiar en una promoción rápida a un puesto más desahogado y mejor remunerado. Compramos un buen coche, a tono con sus expectativas, para que no tuviera que depender de mí ni en su jornada laboral ni en sus fines de semana, cuando salía con amigos y amigas de su edad o se iba a visitar a su madre a Valencia, y en vacaciones hacíamos, siempre a principios de septiembre, un largo y aparatoso viaje cuyos preparativos ponían a prueba mis nervios, e incluso mi fe en el funcionamiento de las parejas desiguales, pero que a él le servía, además de para conocer mundo y vivir conmigo experiencias memorables, para adornar su currículo personal de cara a su familia, sus jefes, sus compañeros y sus amistades. Juntos conocimos China, Hawai, Kenia, Jamaica, Miami, Nueva York, Bali y Río de Janeiro. Nunca fui con él a California.

Bueno, nunca fui con él a California si exceptuamos la escala que hicimos en San Francisco de camino a Honolulu y, de forma simbólica, el día en que le pedí que me acompañara a la cena de gala con la que aquella especie de Disneylandia electrónica y deslocalizada que era Anaheim España celebró el quinto aniversario de la inauguración de su sede en Madrid. En aquel momento ya había conseguido yo insertar publicidad de nuestros productos en algunos números de revistas dirigidas al colectivo gay, después de una animada discusión en el Comité de Dirección, dividido, en principio, entre quienes consideraban el colectivo gay un mercado emergente y apetitoso y, por tanto, imposible de despreciar, aunque hubiera que hacer de tripas corazón, y quienes opinaban que la clientela de nuestros programas de entretenimiento e interés cultural era, primordialmente, la familia tipo de clase media-alta y, por consiguiente, aferrada a unos valores tradicionales entre los que chirriaban concesiones demasiado visibles y contraproducentes a la presión cada vez mayor de lo que algunos de los directivos llamaban

lobby homosexual, y otros, más castizos y peliculeros, mafia rosa. Mi asistencia a la cena en compañía de Alex causó sensación, y eso que elegí para nosotros una mesa llena de chicas solteras o separadas, con un par de moscones domesticados por el desenfado y la picara cordialidad de ellas. La cena fue un viernes, y el lunes, al finalizar la reunión que teníamos cada mañana para organizar la semana de trabajo, Patricio, el director general, me dijo, muy risueño:

—Guapo el muchacho con el que fuiste a la cena.

Yo pensé: «Mucho más guapo, desde luego, que la gallareta de tu mujer, mamarracha del culo». Pero le dije:

—Además de guapo, es un

broker con mucho talento y mucho futuro.

—El presidente preguntó si era tu hijo. —Patricio, el pobre, es uno de esos paletos de espíritu que están convencidos de tener mucha retranca y lo único que consiguen es parecer todo el tiempo abadesas estreñidas, pero sonrientes porque ofrecen sus incomodidades intestinales a Dios Nuestro Señor.

—Llamaré al presidente —le dije— y le aclararé que es mi novio.

—No hace falta, hombre. Ya lo sabe todo el mundo, incluso él.

—Te lo agradezco.

—¿Cómo dices? No tienes que agradecerme nada.

Pensé: «Llevas razón, grandísima zorra, lo suyo es agradecérselo solo a esa víbora medio pulgarosa, como decía Chuchi, que tienes por lengua». Pero le dije:

—No seas modesto, Patricio. Seguro que tú te encargaste de informar al presidente del tipo de parentesco que tengo con ese muchacho, que por cierto se llama Alex, y seguro que lo hiciste con toda la delicadeza y todo el respeto hacia los demás que te caracterizan.

A las mamarrachas bien trajeadas y encorbatadas como Patricio les ofende mucho que alguien se burle de su retranca, sobre todo si es insinuando que cualquiera puede tener más retranca que él.

—No tienes que tomártelo así, Carlos. —Sonreía con los dientes apretados, como si la víbora que tenía dentro de la boca estuviera a punto de empezar a soltar litros de pus—. Yo respeto mucho a los maricones.

Pensé: «A lo mejor por eso respetas tanto a tu santo padre, morcilla cochambrosa, porque lo que es al resto de la Humanidad, siempre que no esté por encima de ti, le tienes tanto respeto como un buitre a un crucificado». Luego me arrepentí, porque a lo mejor su padre no tenía la culpa de nada y, en caso de tenerla, había formas más decentes de insultarlo que la de utilizar, con la misma ruindad que la petarda de su hijo, la palabra maricón. Así que le dije:

—En mi despacho tengo siempre un frasco de Listerine. Puedes ir a desinfectarte la boca siempre que quieras.

El director general lo encontró divertido y se levantó al mismo tiempo que yo y me pasó el brazo sobre los hombros y me acompañó hasta la puerta de su despacho. Después me pasé toda la mañana redactando un texto de promoción de un videojuego sobre los Sanfermines en el que los toros podían desperdigarse por toda Pamplona y causar incontables destrozos si el jugador no era todo lo hábil que se requería. Por más que intentaba hilvanar frases divertidas que despertaran el deseo de comprar

Toros en San Fermín —para el mercado estadounidense,

Hemingway’s Bulls—, solo me salían sarcasmos e insinuaciones de que comprar aquello no dejaba de ser una contribución al maltrato de los animales. Al final, conseguí rematar cuatro párrafos desangelados que decidí revisar al día siguiente, con un poco más de calma.

Por la noche, en los informativos de todas las cadenas se explayaron con la noticia de los cortes de electricidad que se estaban produciendo en California, y dieron unas imágenes de Los Angeles en penumbra que no fui capaz de reconocer. Álex llegó tardísimo y le conté lo de los sorprendentes y continuos apagones californianos, pero no le dije nada de lo que había pasado con Patricio ni de lo obtuso que había estado en el trabajo durante toda la mañana. En cualquier caso, Álex había decidido no volver a acompañarme a nada que tuviera que ver con Anaheim España, porque no estaba dispuesto a pedirme a mí que le acompañase a alguna comida o alguna fiesta de su empresa. No debíamos comportarnos, me dijo, como si fuéramos Paul Newman y su señora, joder.

Unas semanas más tarde, mi amigo el escritor me llamó para presentarme a los chicos de una revista gay que querían proponerme algo y, por las mismas fechas, tuve las primeras noticias del «caso Peralba».

Dije que, de todos modos, tendría que consultarlo con Álex, a sabiendas de que a Álex iba a parecerle una locura.

—Una mierda —dijo él, e intentó llevarse el tenedor a la boca, pero de pronto lo dejó caer contra el plato, puso la servilleta de golpe sobre la mesa, como dando la cena por terminada, y arrastró un poco la silla y tensó todo el cuerpo, como si fuera a salir corriendo—. Se me han quitado las ganas de comer, joder. ¿Pero qué necesidad tienes de hacer eso? ¿No te basta con que lo sepa todo Anaheim? ¿Quieres también que lo sepa todo el mundo en mi empresa, en este edificio, en mi familia, en la tuya? ¿Es que te mueres de ganas de que lo sepan, por fin, todos mis amigos?

Me eché a reír al verle tan furioso, y me acordé de Peter, que se reía igual cuando a mí me entraba un ataque de histeria y me ponía, en plan Tallulah Bankhead, a tirarlo todo y a pegar aullidos desesperados.

—No tiene ninguna gracia, Carlos.

—Tranquilízate. —Intenté no seguir riéndome—. No sabes lo gracioso que te pones cuando te enfureces. Y que conste que no me estoy burlando de ti.

—Pues nadie lo diría. Primero quieres que te pregone esa revista de maricas escandalosas, y que de paso me pregone a mí, y luego te descojonas porque yo me niego a que me amarguen la vida esas petardas que solo piensan con la polla. O con el culo.

—Caramba, Álex, qué clase de lenguaje es ese. —Intenté no resultar sarcástico—. No pareces un

broker, pareces una marginal arremangada, como diría Chuchi.

—¿Y quién coño es Chuchi?

Para relajar un poco la tensión le hablé de Chuchi, de aquel verano que pasé en California y de las locuras que hicimos juntos, poniendo en el relato ciertas dosis de imaginación destrozona, y del modo de hablar tan divertido y tan contagioso que tenía el hijo de La Fabulosa Fabiana, de cómo mientras charlaba con él y decía las cosas como él las decía era como si estuviéramos en un país raro y por descubrir, en un sitio en el que nadie se iba a escandalizar, o a ponerse sanguinariamente verraco, como él decía, por las cosas que hacíamos. Y fui consciente de que le hablaba de todo eso como si hubiera ocurrido el verano anterior, y no treinta años atrás. En realidad, ya le había hablado de Chuchi y de mis viajes a California en alguna ocasión, pero seguramente a él le parecían batallitas más pesadas y polvorientas que las de los revolucionarios de Sierra Madre. De todos modos, el truco surtió efecto, porque Álex se calmó un poco y trató de mantener una actitud y un vocabulario razonables para quitarme de la cabeza aquella idea que consideraba, además de absurda, de consecuencias desastrosas, sobre todo para él.

—No hay ninguna necesidad de hacer eso, Carlos. No eres una persona famosa, para los famosos cualquier publicidad es buena, hasta la peor, y tampoco eres multimillonario, es muy fácil ponerse el mundo por montera si se tiene muchísimo dinero, muchísimo, mucho más del que tú ganas. Y además estoy yo, coño. Están mi familia, mis amigos, mi trabajo. Podrías pensar un poco en mí, ¿no?

Estaba claro que aquella noche no habría cena, y eso que la carne mechada me había salido buenísima. Me levanté y le pedí que me acompañara al salón, y nos sentamos en el sofá y bajé el volumen de la televisión y le puse la mano en la rodilla y se la estuve acariciando hasta que conseguí que me mirase a la cara.

—Lo pensaré —le dije—. Pensaré en ti y pensaré en mí. Pero no creo que, a estas alturas, nadie que nos conozca vaya a desmayarse de la sorpresa.

—Nadie que te conozca a ti, desde luego —dijo él, y parecía resentido.

Retiré la mano de su rodilla.

—Si no te gusta como soy, Alex, no tiene sentido seguir hablando, ni de esto ni de nada.

Álex se levantó, impaciente y malhumorado, y dijo que se iba a su habitación.

—Antes quiero decirte una cosa, y es mejor que me escuches —le advertí—. Puedes engañarte todo lo que quieras. Desde luego, puedes creer que tu madre está convencida de que vives en esta casa, conmigo, porque hemos llegado a un buen acuerdo para compartir gastos y porque a mí un piso tan grande se me caería encima si viviera solo. Y puedes creer que tus amigos ni se imaginan la verdad, porque un señor tan enrollado como yo seguro que no da ninguna lata y para ti es un chollo vivir en un barrio así, en una casa así, y que además es lo más normal del mundo que alguien como yo se compre, solo por el gusto de dejártelo, un coche como el que tú utilizas todos los días, a todas horas, como si fuera tuyo, que lo es. Y en tu empresa, donde también me conocen, a lo mejor piensan que, igual que hay

sponsors de equipos de baloncesto y de viajes de fin de carrera, y padrinos de niños desnutridos de Ruanda o de Bolivia, los hay de jóvenes ejecutivos prometedores, y que a lo mejor yo desgravo en mi declaración de la renta por ese desinteresado patrocinio. Puedes creerte todo eso y puedes pasarte la vida medio escondiéndote de ti mismo. Al final, no merece la pena. Te lo aseguro.

—Una cosa es lo que la gente se imagine —me dijo muy serio— y otra, restregarle por el morro lo que no le importa, solo porque se le antoja a una pandilla de mamarrachas con ganas de armar jaleo y dar que hablar. Pero si lo que pretendes es que, porque vivo contigo y me ayudas, tenga que decir amén a todo lo que se te ocurra y aguantarme todo lo que no me guste, y permitir que hagas lo que quieras, aunque para mí sea un desastre, y que no tenga derecho a vivir mi vida como quiero, que no sea dueño de mis decisiones porque es como si me hubieras comprado, si es eso lo que piensas, me lo dices, y mañana mismo me voy de aquí. Buenas noches.

Algo así había dicho yo alguna vez. Pero lo había dicho porque quería divertirme a mi aire, no porque estuviera ansioso por convertirme en el mejor

broker de mi generación y hacerme millonario sin que nadie me señalara, a mis espaldas, con el dedo. Lo había dicho porque era joven y estaba en California. Álex, en cambio, estaba convencido de ser mucho más sensato y maduro que yo, y de que él era el que tenía los pies en el suelo, y estaba seguro de lo que le convenía y no le convenía.

No le convenía que yo apareciese en aquella revista gay, en un reportaje sobre ejecutivos y empresarios homosexuales.

Estuve tentado de llamar aquella misma noche a Mario, el director de la revista, y decirle que se olvidara. Luego, furioso conmigo mismo, pensé en enviarle un mensaje a Álex al móvil, diciéndole que había decidido aparecer en ese reportaje y que él podía hacer lo que quisiera. Por fin llamé a Fernando, mi amigo escritor y mediador en todo aquel enredo, pero en el teléfono de su casa saltó el contestador automático, y en su móvil, el buzón de voz, y en ninguno de los dos le dejé recado. Me puse a recoger la mesa, por si eso me servía para tranquilizarme.

Fernando me había presentado a Mario y a un joven redactor de la revista, y me habían hablado del proyecto en un bar de Chueca. La revista ya había publicado varias entrevistas en las que hacían pública su homosexualidad un teniente coronel, un cura, dos o tres guardias civiles, un bailarín muy respetado y famoso, un par de presentadores de televisión, algunos políticos —sobre todo, en época de elecciones— y un jinete olímpico rico por su casa. Faltaban todavía futbolistas, toreros y ejecutivos y empresarios. Tenían algunas referencias de presidentes de multinacionales, consejeros delegados y dueños de empresas importantes, y ya habían iniciado contactos con algunos, con resultados descorazonadores. Chismorreamos un poco sobre algunos nombres, pero los más llamativos estaban casados y las fuentes de información eran, por lo general, chaperos que se estaban jugando un buen cliente si daban la cara. En la revista pensaban que, si conseguían que alguno de aquellos capitostes o «primeros espadas», como decían ellos —y es que, en efecto, así se dice en el mundo empresarial—, diera el primer paso, eso podía servir para que otros se animasen. Yo objeté que a mí no me conocía prácticamente nadie fuera de mi empresa, y que mi perfil profesional, en cualquier caso, no era todo lo convencional que convenía a un reportaje de ese tipo. Mario argumentó que a veces era más importante el puesto que, dentro de una compañía conocida, desempeñaba un homosexual sin problemas para hacer pública su condición y seguir haciendo su trabajo sin ningún tipo de obstáculos ni prevenciones especiales, que el propio nombre del interesado y su proyección pública personal. Era importante para el colectivo, me dijeron, y para la sociedad en general —incluyendo a esas madres de hijos sensibles y más o menos atribulados, que pensaban que un gay tenía que ser siempre un artista descocado o un decorador fantasioso, sin que eso, desde luego, dijo Mario, tenga nada de malo—, hacer visibles a gays triunfadores en el mundo de los negocios, de la banca y de los consejos de administración; o de las multinacionales de programas informáticos de entretenimiento y divulgación cultural. Yo les pedí unos días para pensármelo. Y para consultarlo con Álex.

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