Butterfly

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Abril » Capítulo 35

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El olor de la lluvia se cernía sobre Los Ángeles desde hacía varios días y, sin embargo, no caía ni una gota desde el metálico cielo. Aunque en el sur de California nunca llovía lo suficiente y la gente rezaba pidiendo la lluvia por temor a las frecuentes amenazas de sequía, a Trudie no le gustaba la lluvia. Le dificultaba el trabajo. No se puede excavar una piscina en medio del barro. Por eso cruzaba los dedos, confiando en que el diluvio se demorara y le permitiera terminar su más reciente contrato. El hombre a quien le estaba construyendo una piscina en Coldwater Canyon acababa de ganar un premio de la Academia Cinematográfica y era uno de los actores más cotizados del momento. La marca TruePools en el peldaño superior de la piscina podría constituir una referencia espectacular para Trudie.

Se había pasado la tarde divirtiéndose con «Thomas» en Butterfly y se sentía muy a gusto. Las pocas horas de aquella tarde habían sido como una suma de todos sus encuentros anteriores: una o dos horas de discusiones intelectuales, seguidas de unas relaciones sexuales sensacionales. Se preguntó si se estaría habituando, como se habitúa una a la droga.

Si pudiera encontrar un arreglo semejante en la vida real, pensó irritada mientras avanzaba con su Corvette por la serpenteante calzada particular del astro de la pantalla. Para el resto de su vida.

Cuando llegó a la parte de atrás de la inmensa mansión estilo Tudor, frenó en seco sin poder dar crédito a sus ojos. Los tipos que iban a colocar los azulejos y los remates estaban a punto de marcharse… ¡y no habían hecho nada!

Bajándose del vehículo sin molestarse en cerrar la portezuela, le hizo señas al camión que se estaba acercando.

—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? —le preguntó al conductor—. ¿Pero qué es eso? —añadió, señalando con la mano los montículos de azulejos y ladrillos apilados al lado de la excavación.

—Tú verás, Trudie. Nos llamaste demasiado pronto. Aún no han colocado el acero.

—¡Cómo!

Se acercó a grandes zancadas al irregular agujero del suelo y, con las manos en jarras, miró. Había agua en el fondo y no se había hecho absolutamente nada en una semana.

Bill.

Hubiera tenido que instalar el acero y las tuberías seis días antes. Esta vez la iba a oír.

Llegó a su despacho en cuestión de minutos, bajando velozmente de las colinas con el rubio cabello volando alrededor de su rostro. Descendió del vehículo casi antes de que este se detuviera y entró hecha una furia en el despacho. Cathy, su ayudante, se sobresaltó y levantó los ojos de la máquina de escribir.

—¡Márcame el número de este hijo de puta de Bill! —dijo Trudie, dirigiéndose a su escritorio—. ¡He terminado con él! ¡Irrevocablemente!

Encendió un cigarrillo y empezó a pasear por la estancia.

El despacho de Trudie era muy pequeño, con espacio apenas suficiente para dos escritorios y una nevera. No necesitaba mucho sitio porque todo su trabajo lo hacía en los patios posteriores de las casas. TruePools daba al Little Santa Mónica Boulevard, encajonado entre un anticuario y una cafetería que servía café exprés y trocitos de carne asada sazonada al estilo de Louisiana; el rótulo de su escaparate estaba pintado en el mismo color verde de sus ojos: una curvada ola con las letras de TruePools cayendo en cascada desde su cresta.

—En su despacho dicen que se ha ido a una obra —dijo Cathy.

—Muy bien. Seguro que no será a una de mis obras. Diles que será mejor que vaya inmediatamente a…

—Ya se lo he dicho. Le llamarán y le dirán que pase por aquí antes de ir a la siguiente obra.

Trudie se fumó otros tres cigarrillos. Hacía mucho tiempo que no se enfadaba tanto. Sabía por qué razón Bill se comportaba de aquella manera. Lo hacía para vengarse del incidente de las latas de cerveza de dos meses atrás. Y de la bronca que ella le pegó delante de los otros tipos por no haber instalado tres tuberías de desagüe. Él sabía lo importante que era para ella el contrato de Coldwater Canyon. Era su manera de demostrarle quién mandaba.

Bueno, pues no pensaba aguantarlo. Esta vez, se la iba a pagar con todas las de la ley. Maldita sea, le había estropeado por completo el emocionante éxtasis de Butterfly.

Cuando entró Bill y empezó a decir:

—Hola, True, ¿qué es lo que…?

Ella le atacó como una fiera.

—¡Por qué no se ha colocado el acero en las obras de Coldwater! ¡La maldita piscina ha estado una semana parada! ¡Mis piscinas no se están paradas una semana, Bill! ¡Es la segunda vez que me estropeas un trabajo!

—Pero ¿de qué estás hablando? —preguntó Bill, desconcertado.

—¡No te hagas el inocente! Dime simplemente por qué no se colocó el acero hace una semana tal como se tenía que hacer.

Bill se encogió de hombros, perplejo.

—Tú sabes tan bien como yo que hace falta por lo menos una semana para que se seque una surgencia de agua.

Ahora fue Trudie quien se desconcertó.

—Para que se seque, ¿qué?

—Sanderson tropezó con una surgencia. ¿No te lo dijo?

Trudie miró a Bill, parpadeando. Después miró a Cathy.

—¿Te dijo algo Sanderson?

—Ni una palabra.

—Márcame el número.

Mientras su ayudante marcaba el número, Trudie encendió otro cigarrillo y se apoyó contra su escritorio, golpeando el suelo con el pie. No quería mirar a Bill. No podía mirarle.

Al final:

—Hola, señor Sanderson. Aquí Cathy de TruePools, ¿podría esperar un momento…?

Trudie le arrebató el teléfono a Cathy.

—¿Joe? ¿Qué es esta historia de la surgencia en la obra de Coldwater Canyon?

Escuchó mientras su mano libre jugueteaba nerviosamente con un pendiente.

—¡Y por qué no me lo dijiste! —gritó contra el aparato—. ¡No, no recibí ningún mensaje! ¡Tú sabes que tengo un contrato de treinta días para terminar la piscina! —hizo una pausa—. No, escúchame tú a mí. ¡Cuándo encuentres una surgencia en una de mis piscinas, haz el favor de decírmelo! ¡Que no me tenga yo que enterar a través de los tipos de los azulejos y los remates! Mira, me importa un bledo que me dejaras un mensaje en el contestador automático. No puedes andar por ahí suponiendo que yo he recibido el mensaje. Eso se dice personalmente, ¿comprendes? Como me cuestes este contrato, Joe, me encargaré de que acabes excavando cajones de arena para los niños. Ahora vete allí inmediatamente y procura que esta piscina esté seca mañana por la mañana. Bill estará allí a primera hora con su equipo. Oye, Joe, y esta vez no me dejes ningún mensaje. ¡Eso es increíble! —murmuró, colgando el aparato. Después, miró a Bill—. ¡Uf!

—Eso digo yo. ¡Uf!

—Perdona, Bill. Lo digo en serio. Me siento tan pequeñita como…

—¡Mira, cariño, yo no sé cuál es tu problema, pero me gustaría que dejaras de incordiar!

Trudie miró a Bill, confusa.

—¡Andas por ahí buscando camorra, pero yo te digo que, si quieres demostrar algo —añadió Bill, apuntándola con un dedo—, se lo demuestres a otro, no a mí!

—¡Espera un momento! —dijo Trudie al ver que Bill daba media vuelta para marcharse—. Te he dicho que me perdonaras.

—¡Mira, cariño, no sé qué imbécil te debió de conceder la licencia de contratista porque te aseguro que no tienes dos centímetros de frente! No me gusta que me obligues a dejar un trabajo para pegarme una bronca como si fueras una maestra de escuela con un cardo en el trasero. Como sigas así, no habrá ningún subcontratista de la ciudad que quiera trabajar contigo.

—¡Hay gente que se muere de ganas de trabajar para mí!

—Pues, entonces, ¿por qué demonios me contratas para que haga los trabajos? Parece que todo lo que hago está mal.

—¡Porque eres el mejor del sector, maldita sea!

Ambos se miraron enfurecidos el uno al otro mientras el tráfico fluía con rapidez por Little Santa Mónica. Sonó el teléfono y Cathy lo tomó, hablando pausadamente con un cliente.

—Dios bendito —dijo Bill, sacudiendo la cabeza—, ¿qué les pasa a las tías que trabajan en el sector de la construcción?

—No soy una tía. Y no me gusta que me llamen «cariño».

—Bueno, pues, te aseguro que no utilizo la palabra como expresión de afecto.

—Si tan desagradable resulta trabajar conmigo, ¿por qué lo haces? Hay muchos otros constructores de piscinas en esta ciudad.

—Ah, ¿sí? Bueno, pues, para citar las palabras de la señora, porque eres casualmente la mejor del sector.

Trudie buscó una cajetilla de cigarrillos sobre su escritorio. Se volvió, encendió otro Virginia Slims, y contempló la camiseta de Bill ajustada a sus musculosos brazos y hombros. Se notaba que salía de una obra porque tenía las botas manchadas de barro y se aspiraba a su alrededor el olor del jabón Lava. No se parecía en absoluto a su refinado «Thomas», que lucía gemelos franceses y corbatas de seda y nunca tenía tierra bajo las uñas.

—Mira —dijo Bill muy despacio, controlando su cólera—, la próxima vez que haya algún fallo en una obra, no llegues a la conclusión de que he sido yo, ¿de acuerdo?

Trudie echó la cabeza hacia atrás y expulsó el humo hacia el techo.

—Y otra cosa. Hoy he perdido más de una hora por culpa de tu berrinche. En un trabajo para otra persona. Me la debes.

—Lo único que te debo es una disculpa, y ya te la he dado.

Bill la miró un instante enfurecido, levantó las manos y se marchó. Fuera, Trudie oyó el chirrido de los neumáticos de su GMC 4X4 mientras el automóvil se apartaba rugiendo del bordillo.

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