Butterfly

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Abril » Capítulo 36

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Washington, Distrito de Columbia, 1980.

Cuando Jonas Buchanan encontró finalmente a la madre de Beverly, esta se hallaba en Washington, declarando ante un subcomité de investigación del Senado.

La visita se estaba celebrando a causa de una normativa pendiente de aprobación en el Congreso por la cual se ampliaría la definición de las áreas protegidas por la legislación ambiental. Un promotor inmobiliario apellidado Webster quería convertir una propiedad de la costa del sur de California en un puerto deportivo y, debido a ciertas discrepancias con el informe del Cuerpo de Ingenieros, las protestas de los grupos ecologistas de California y la posibilidad de que Webster se beneficiara de ciertas subvenciones oficiales por tratarse de un espacio destinado al ocio público, el proyecto estaba siendo investigado al más alto nivel.

Beverly llegó a Washington la víspera y ya había entregado su informe al comité. Ahora estaba esperando que la llamaran a declarar. Durante toda la mañana, otras personas habían comparecido ante los siete senadores del comité y los representantes del Sierra Club, Greenpeace y Earth First. Ahora Webster estaba haciendo su declaración. Mientras escuchaba y esperaba su turno, Beverly no cesaba de consultar su reloj.

En cuanto terminara, tomaría un avión para Santa Bárbara donde Jonas Buchanan la esperaba para acompañarla junto a su madre.

—Señor Webster —preguntó el senador de Wisconsin—, ¿qué tamaño tendría el puerto deportivo que usted se propone construir en la zona?

—Relativamente pequeño, señor. Tal como indico en mi informe, si utilizara todo el espacio disponible, el puerto podría acoger dos mil amarres, pero, como eso resultaría perjudicial para el medioambiente, los amarres se reducirán a menos de mil.

La sala estaba llena de bote en bote, con cámaras de televisión, representantes de la prensa y numeroso público en la galería. Beverly no estaba nerviosa por el hecho de tener que hablar delante de tanta gente; lo había hecho muchas veces a lo largo de los años. En realidad, ella misma había solicitado comparecer ante aquel subcomité del Senado para el Medioambiente por tratarse de algo que afectaba directamente a una de sus cruzadas personales: la conservación de la costa de California.

—Bien, señor Webster —dijo el senador por Wisconsin—, si no piensa utilizar todo el espacio para amarres, ¿qué hará con el resto?

—Me gustaría subrayar, señor senador, que soy propietario de estas tierras desde hace muchos años y estoy por tanto personalmente interesado en su salvaguardia y en una utilización que no resulte perjudicial. Respondiendo a su pregunta, señor, dedicaré el cuarenta y cinco por ciento de las tierras a la creación de un refugio ornitológico, tal como se indica con todo detalle en mi informe sobre el impacto ambiental. Me he encargado de analizar todas las posibles repercusiones futuras de la construcción del puerto deportivo. He consultado con científicos y ecólogos y ha quedado claro que mi proyecto no producirá el menor efecto negativo en el medioambiente.

Beverly volvió a consultar su reloj.

A causa de la llamada de Jonas, había tenido que cancelar el resto de su estancia en Washington. Aquella noche hubiera tenido que asistir a un baile en la embajada francesa y, al día siguiente, se hubiera reunido con los representantes del Children’s Lobby con el fin de establecer un servicio nacional de información y referencia que ayudara a localizar a los niños desaparecidos. Había quedado en verles en la siguiente reunión regional. Porque tenía que irse. Jonas Buchanan había encontrado finalmente a su madre…

Cuando el señor Webster terminó y recogió sus notas con aire satisfecho, Beverly fue llamada a declarar. Se sentó ante el micrófono mientras los reporteros gráficos tomaban instantáneas y un periodista escribía en su cuaderno de notas: «… La fundadora y directora exclusiva de Highland Enterprises, el imperio económico cuyo célebre lema es “Atrévete”…, la señorita Highland, de cuarenta y dos años, se mostraba segura y confiada mientras se disponía a declarar en contra de Irving Webster de la Multi-Development…».

La vista estaba siendo presidida por James Chandler, el joven senador por California, cuyo proyecto electoral había sido decididamente favorable a la defensa ambiental y en cuya elección Beverly había jugado un papel decisivo. Él mismo invitó a la señorita Highland a tomar la palabra.

—Gracias, señor Chandler. Me gustaría abrir mi declaración con una pregunta. ¿Quién es el propietario de la costa? No cabe duda de que constituye una muestra de vanidad e ignorancia humanas pensar que el hecho de dividir nuestro pequeño planeta en reducidos espacios en beneficio propio y por intereses puramente egoístas, sin tomar en consideración su impacto en los vecinos y en el mundo en general, es un servicio al bien común. La cuestión que hoy se debate aquí no se refiere a una pequeña parte de nuestro planeta; estamos hablando de la Tierra y de toda la humanidad. El señor Webster quiere apropiarse de nuestra costa. Y lo que todos arriesgamos a cambio es nuestro suministro de oxígeno.

Beverly añadió que, por más que el promotor hubiera investigado el impacto de su proyecto sobre el medioambiente, lo había hecho a regañadientes y con resultados incompletos.

—Me gustaría subrayar, señores, una información esencial que no ha aparecido en otros informes, y es la de que el señor Webster se propone la destrucción de una amplia red de rebalsas de marea que son vitales para la preservación del aporte de oxígeno a la tierra.

Beverly hablaba con una voz clara y fuerte que parecía resonar en la sala mientras las cámaras la enfocaban con sus ojos electrónicos, los reporteros y taquígrafos anotaban sus palabras y el público de la galería escuchaba en silencio.

—El gas metano, señores, es producido por la fermentación bacteriana en los barros y sedimentos de los lechos marinos, espacios húmedos, marismas y estuarios fluviales. El metano es un regulador vital del oxígeno de la tierra, en un proceso cuyo equilibrio es sumamente delicado. Según Michael McElreoy, Jim Lovelock y otros destacados científicos, la ausencia de producción de metano provocaría un peligroso y rápido cambio en la concentración de nuestro oxígeno. Los seres humanos existimos dentro de una biosfera que se autorregula y mantiene un equilibrio atmosférico esencial para la vida en la Tierra. El puerto deportivo del señor Webster eliminaría una parte muy amplia y necesaria de este delicado mecanismo.

El público empezó a agitarse y se oyeron murmullos en la galería. El senador Chandler golpeó la superficie del banco con su martillo.

—Me gustaría señalar, además, señores —prosiguió diciendo Beverly—, que he examinado el territorio que el señor Webster pretende convertir en refugio ornitológico, y he averiguado que el constructor del propio señor Webster le indicó que aquella zona sería muy difícil de trabajar, por lo cual no merecía la pena intentar convertirla en un puerto deportivo. Y también he descubierto, señores, tal como explico detalladamente en mi informe, ¡que la tierra en cuestión es absolutamente inadecuada para las aves!

»El área que él se propone alterar corresponde precisamente a las zonas húmedas y las rebalsas de marea que las aves y otras criaturas han venido utilizando y a las cuales se han adaptado durante miles de años. La tierra que él propone “cederles” es inútil tanto para el hombre como para las aves, exceptuando su función de barrera natural de los últimos hábitats esenciales que quedan en la costa de California.

»Sugiero, señores, que esta zona sea preservada para siempre y que el señor Webster sea debidamente indemnizado por su inversión, incluyendo los intereses. ¡Mi fundación, en colaboración con otras organizaciones afines, está dispuesta a financiar la adquisición para el bien de todos y para el bien de nuestro planeta!

La señorita Highland le había pedido a Bob Manning que se dirigiera a Santa Bárbara en el Rolls-Royce. Allí se encontraba ahora Jonas Buchanan, acomodado en el asiento de atrás, aguardando la llegada de su jet privado.

Jonas pensó con asombro en el sesgo que había tomado su vida nueve años antes, el día en que, sentado junto a la barra de un restaurante en la semipenumbra, estudió a la joven rubia sentada a una mesa en un rincón. Jonas recordó los recelos que le inspiró aquella cita y la forma en que estudió a la muchacha, preguntándose si de veras le interesaba como cliente. Recordó que por aquel entonces tenía dificultades para pagar el alquiler y decidió acercarse para hablar con ella. ¿Y si hubiera decidido lo contrario? ¿Y si se hubiera levantado y se hubiera ido sin más? A veces, se asustaba al pensar en lo a punto que había estado de cometer la mayor tontería de su vida.

En su lugar, hizo lo más inteligente. Decidió trabajar para Beverly Highland y jamás se había arrepentido.

Cuando abandonó el cuerpo de policía doce años antes, su única ambición fue la de llevar una vida cómoda. Bueno, pues ahora lo había conseguido con creces, ¡él, que era el hijo de un humilde cartero de Los Ángeles Este, el barrio más pobre de la ciudad! Jonas Buchanan se lo pasaba muy bien…, trabajaba duro, servía fielmente a su jefa y cobraba un sueldo fantástico. En 1976, cuando entró a trabajar en Highland Enterprises, cerró su despacho de Melrose, pasó su lista de clientes a otro investigador y se trasladó al elegante edificio de cristal negro en Wilshire, donde disfrutaba de un lujoso despacho y una secretaria particular. Desde entonces, trabajaba exclusivamente para Beverly Highland como jefe de seguridad de la empresa y jefe del sistema de seguridad instalado alrededor de la nueva finca que esta había adquirido en Beverly Hills. Jonas se encargaba también de realizar investigaciones de carácter privado y empresarial, como, por ejemplo, sobre el proyecto de puerto deportivo de Irving Webster o las actividades económicas de Danny Mackay. Jonas tenía investigadores privados que trabajaban a sus órdenes en toda California y el Suroeste, buscando a la madre y la hermana de la señorita Highland. Precisamente, su investigador en Santa Bárbara había localizado finalmente a Naomi Burgess, pero el nuevo plan de acción se le había ocurrido a Jonas. Sin él, tal vez jamás la hubiera encontrado.

Sí, pensó Jonas asombrado mientras contemplaba cómo el Learjet tomaba tierra en la pista, había recorrido un largo camino desde los días en que se afanaba en salir adelante con su mísero despacho en Melrose, y pensaba que ojalá jamás hubiera abandonado el cuerpo de policía. Ahora tenía un Mercedes, vivía en una lujosa casa en Coldwater Canyon, tenía todas las amigas que quería y se había convertido finalmente en un hombre que mandaba. Desde que era niño, siempre pensó que algún día llegaría a ser alguien. Poseía ingenio, sabía moverse en la calle, tenía estudios universitarios y había adquirido una astucia especial durante sus años de permanencia en la policía. Pero Jonas no se atribuía todo el mérito de su éxito…, más de la mitad se lo debía a la señorita Highland. Cuando decidió encargarse de su caso nueve años antes, ella le dio carta blanca. No retrocedió ante la cantidad exigida ni ante sus métodos y, de este modo, él pudo llevar a cabo una investigación tal como quería. Y ella le apoyó. No conseguía encontrar ni a la madre ni a la hermana, pero trabajaba duro, les seguía la pista y la señorita Highland se lo agradecía. Nunca se enfadaba ni le amenazaba con despedirle como no obtuviera resultados enseguida. Es más, siempre le agradecía lo poco que conseguía averiguar. Y, a lo largo de los años, los datos habían sido muy pocos. Era una mujer extraordinaria, pensaba Jonas… y últimamente lo pensaba muy a menudo. De la misma manera que se había visto obligado a modificar sus puntos de vista sobre las mujeres blancas. Nueve años antes reconoció que no estaba mal para ser una blanca; ahora pensaba que era una preciosidad. Y, por si fuera poco, una persona inteligente. Jonas había comprobado la fuerza del nuevo espíritu que había infundido en sus hamburgueserías. Ella le había contagiado su entusiasmo y su reto de soñar cosas grandes y convertir los sueños en realidad. Beverly Highland era también, a su manera, muy astuta y sabía moverse en la calle. Jonas se preguntaba algunas veces dónde habría aprendido a conocer tan bien a la gente.

Bob Manning descendió del asiento del conductor y rodeó el automóvil para abrir la portezuela del otro lado. Jonas miró por la ventanilla y vio a Beverly, acercándose al automóvil. Maggie, su constante compañera, se dirigió a la terminal del aeropuerto, sin duda para esperar hasta que Beverly decidiera regresar a casa. Jonas no se sorprendía de que la señorita Highland quisiera hacer aquella visita sola. Él en su lugar hubiera hecho lo mismo.

—Gracias por llamarme, Jonas —dijo Beverly cuando subió al vehículo y Manning cerró la portezuela.

Santo cielo, qué bien olía, pensó Jonas. Como una flor cuyo nombre no recordaba. Estaba tan impecable como de costumbre, sin un solo cabello fuera de lugar, sin una sola arruga en el vestido. Beverly Highland tenía cuarenta y dos años según su certificado de nacimiento, pero aparentaba muchos menos.

—¿Qué tal ha ido la vista? —le preguntó.

—Muy bien, Jonas. Creo que ganaremos. Gracias a sus excelentes investigaciones —esbozó una sonrisa que a Jonas le pareció de tristeza y añadió—: Lléveme junto a mi madre, ¿quiere?

Era un cementerio protestante. Beverly no era religiosa, como tampoco lo era su madre, pero se alegraba de que alguien se hubiera encargado de enterrar a Naomi Burgess en tierra sagrada. La inscripción de la sepultura era muy sencilla: Naomi Burgess, 1916-1975. Descanse en paz.

Beverly se arrodilló y arrancó una mala hierba del hermoso montículo. Una lágrima rodó por su mejilla.

«1975. Entonces te buscaba. Estábamos tan cerca. A unos escasos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Vimos las mismas puestas de sol sobre el mismo océano; sentíamos las mismas lluvias y los mismos vientos; leímos los mismos periódicos y escuchamos la misma música. Siento haberte encontrado demasiado tarde…».

Jonas la observó desde el automóvil, reprendiéndose mentalmente por no haber conseguido encontrar antes a aquella mujer. Hubiera hecho cualquier cosa por haberle podido ofrecer a la señorita Highland unos últimos días con su madre. Pero Naomi Burgess se ocultaba de la policía y estaba firmemente decidida a que no la encontraran. En los dos últimos años, al ver que no conseguía ningún resultado, Jonas decidió cambiar radicalmente el método. Primero, hizo que sus investigadores examinaran los registros de defunción del estado. Al comprobar que el esfuerzo no daba fruto, les ordenó buscar en todos los cementerios de California. Era una simple corazonada sin ninguna base, pero ya no le quedaba nada más.

La corazonada dio resultado. Cuando recibió una llamada, en la que se le informaba de que una tal Naomi Burgess estaba enterrada en el cementerio de Santa Bárbara, a Jonas se le hizo un nudo en la garganta. Por nada del mundo hubiera querido comunicarle semejante noticia a Beverly.

La observó mientras regresaba al automóvil. Años atrás, se había jactado de que las lágrimas de las mujeres no lo conmovían. La norma seguía en pie, con una sola excepción. Ahora tuvo que reprimir el impulso de acercarse a Beverly y estrecharla entre sus brazos.

Bob Manning condujo majestuosamente el Rolls-Royce por las calles de Santa Bárbara, pasando por delante de las mansiones de los ricos y los complejos de apartamentos de los estudiantes universitarios hasta detenerse delante de una vieja casa de estilo victoriano muy parecida a la casa que regentaba Hazel en San Antonio. Pero aquella casa no estaba pintada en brillantes colores; a través de sus ventanas no se escapaba la música y no había ningún automóvil aparcado en sus inmediaciones. Era un ruinoso edificio con un césped amarillento en el patio y una cansada higuera que ensuciaba la calzada de grava. En la puerta de atrás el viento agitaba la colada puesta a secar en unas cuerdas y unos niños jugaban con un cajón de arena mientras una mujer de aire fatigado los vigilaba.

Beverly no descendió inmediatamente del automóvil. Contempló a través de la ventanilla el último lugar que había conocido su madre. Sobre la puerta había un descolorido rótulo: HOGAR FEMENINO DE SANTA ANA.

Subió por los combados peldaños de madera. La entrada estaba abierta. Desde dentro de la casa se oían voces de mujeres. Alguien cantaba, alguien reía, alguien lloraba. Un teléfono sonaba, pero nadie contestaba; un niño gemía; en el televisor estaban dando un serial. Beverly entró y miró a su alrededor. En el pasillo había una mesa cubierta de folletos, hojas fotocopiadas y literatura sobre obras de caridad, residencias y teléfonos de ayuda contra la droga y el suicidio. Por encima de la mesa había un tablero de anuncios con diversas notificaciones, un programa de trabajo diario y un letrero impreso hacía mucho tiempo en el que se decía: NO EXISTE NINGÚN SER HUMANO INDIGNO.

—¿En qué puedo servirla?

Beverly se volvió y vio a una joven en el pasillo. Vestía camiseta y pantalones vaqueros y llevaba un niño en brazos, apoyado en la cadera. Tenía un ojo amoratado y una venda le cubría la frente.

—Quisiera hablar con la reverenda Drake, por favor.

—¡No faltaba más! —dijo la chica—. Ese es el despacho. Puede esperar ahí.

Beverly entró en la pequeña estancia donde apenas cabía un desordenado escritorio, unos oxidados archivadores de metal y una antigua máquina de escribir Remington negro y oro. En las paredes había fotografías de mujeres y niños de todas las edades y en todas las posturas posibles, certificados, cartas y otros papeles que ya amarilleaban y se curvaban por los extremos. Sobre el escritorio colgaba un sencillo crucifijo. A su lado había una pintura religiosa representando a Santa Ana.

Jonas había encontrado aquel lugar. Había hecho indagaciones en el cementerio y había descubierto que la reverenda Drake había dado sepultura a Naomi y que dirigía un hogar para mujeres. Sabía también que la reverenda Drake había fundado el hogar quince años antes y lo dirigía ella sola, confiando sobre todo en las aportaciones de las gentes de la localidad. Aunque Jonas no hubiera hecho indagaciones, estaba claro que el hogar era muy pobre.

Pero había albergado a la madre de Beverly. Allí vivió ella los últimos días de su vida.

—Hola —dijo una voz desde la puerta—, soy la reverenda Drake. ¿En qué puedo servirla?

Beverly se volvió y vio a la mujer que Jonas le había descrito. Mary Drake, pastora oficialmente ordenada del credo protestante, tenía unos cincuenta y tantos años, era muy delgada, tenía el cabello completamente gris y vestía una camiseta y unos pantalones vaqueros como si estos fueran el uniforme de la casa. La única diferencia era la cruz de gran tamaño que le colgaba del cuello y descansaba sobre su pecho.

—Soy Beverly Highland. Creo que ya me esperaba.

—¡Oh, sí, señorita Highland! ¡Siéntese, por favor! —Mary Drake hablaba un poco sin resuello, como si hubiera corrido o hubiera interrumpido alguna vigorosa tarea—. Cuando Melanie me dijo que alguien había venido a verme, alguien que evidentemente no buscaba cobijo, recé para que fuera una persona que quisiera hacer alguna aportación. Se acerca el Día de Acción de Gracias y siempre tenemos la casa abierta y comida gratis para quienquiera que venga aquí. ¡Aún tengo que comprar cien pavos y me falta dinero! —Mary sonrió y su rostro se llenó de múltiples arrugas—. Pero, bueno, a lo mejor usted querrá ayudarnos. Bien, pues… —añadió, cruzando las manos sobre el escritorio— ¿en qué puedo servirla?

Beverly le explicó brevemente la larga búsqueda de su madre y el término de la búsqueda en el cementerio.

—Sí. Nuestra querida Naomi. Su muerte nos dolió mucho. Pero no fue ninguna sorpresa. Estaba muy enferma cuando vino. Su madre era una alcohólica, ¿lo sabía usted?

—Lo imaginaba. Ya debía de serlo cuando yo era pequeña, pero no me acuerdo.

—Naomi hablaba constantemente de usted. Aunque me parece recordar que la llamaba Rachel. Sea como fuere, estaba muy orgullosa de usted y juraba que usted se abriría camino en la vida. A menudo yo me preguntaba por qué no intentaba localizarla, pero aquí nunca hacemos preguntas. Muchas de nuestras mujeres se esconden de los malos tratos de sus maridos o padres, y no quieren que las encuentren.

—Cuénteme, reverenda Drake.

—¡Por favor, llámeme Mary! Muchas personas se sienten incómodas ante el hecho de que yo sea una ministra ordenada. Por eso no dispongo de iglesia. La parroquia de donde procedo no pudo adaptarse a mi nueva situación. Por alguna razón, las mujeres ordenadas molestan a la gente. Aunque yo no comprendo por qué. En ningún lugar de la Biblia se dice que las mujeres no puedan ser sacerdotes. Y las había, ¿sabe usted?, antes de que los hombres impusieran su dominio.

La reverenda Drake esbozó una enérgica y contagiosa sonrisa. Beverly se consoló al pensar que su madre había pasado sus últimos años en compañía de aquella mujer.

—Cuénteme cómo vino mi madre a parar aquí, Mary. Me gustaría saberlo.

Mary lanzó un suspiro y se reclinó en su asiento.

—Naomi había seguido un mal camino. El último hombre con quien estuvo la había tratado muy mal. Su madre tenía una gran capacidad de amar y, sin embargo, siempre tropezaba con hombres que la maltrataban. Eso es muy frecuente entre estas paredes. En aquellos momentos, teníamos la casa llena…, creo que fue en 1972. Nos faltaban camas. Incluso utilizábamos los sofás. Ella dijo que no le importaba. Estaba desesperada y agotada y solo quería descansar. Dormía en la cocina, en un saco de dormir.

Beverly se miró las manos.

—Estuvo tres años con nosotras —añadió dulcemente Mary Drake—, y, durante este tiempo, nos encariñamos con ella. Se convirtió en nuestra cocinera. ¡Qué bendición para la casa! Yo, antes, me encargaba de la cocina y no lo hacía muy bien, la verdad. ¡Su madre preparaba unas hamburguesas exquisitas! Pero Naomi era algo más que eso. Era como si siempre hubiera buscado una válvula para derramar su amor. Mire, muchas de nuestras mujeres vienen enfermas o lesionadas. Los casos más graves los llevo al hospital. Pero yo he sido enfermera en otros tiempos y siempre tengo un botiquín muy bien provisto de todo. Su madre asumió la obligación de atender a las enfermas, cuidándolas hasta que recuperaran la salud y animándolas para que no volvieran a la vida de antaño…, aunque me temo que la mayoría de ellas lo hacía. Sea como fuere, su madre era una fuerza muy positiva dentro de estas paredes. Aún la echamos de menos.

Beverly se enjugó una lágrima de la mejilla.

—Hábleme de esta casa.

Mary Drake le contó que, al verse rechazada en su conservadora parroquia, había decidido dedicarse a lo que siempre hubiera querido hacer: fundar un hogar para mujeres maltratadas. El alquiler de aquella casa era muy bajo y los ciudadanos de la localidad le entregaban donativos. Pero había demasiadas mujeres necesitadas de ayuda y la casa solo podía acoger a un número limitado. Muchas de ellas llegaban embarazadas o con niños pequeños, sin un céntimo y a menudo sin una muda de ropa tan siquiera.

—Nos entregan mucha ropa usada —explicó Mary—. Pongo un anuncio en el periódico, pidiendo a la gente que nos de su ropa usada. Por desgracia, mi pequeña institución no puede permitirse el lujo de darse a conocer mejor a través de la prensa, tal como hacen instituciones más grandes como el Ejército de Salvación o Goodwill. Cuando la gente quiere entregar algo o hacer algún donativo, piensa primero en las organizaciones más conocidas.

Aún así, nos las arreglamos. Un psicólogo de la ciudad nos dedica dos semanas para asesorar. Conozco a un médico que viene siempre que puede. Recibimos donaciones de todas clases, señorita Highland. Necesitamos tiempo, dinero, conocimientos, comida, ropa…, ¡incluso pañales!

Sonó el teléfono. Mary lo tomó y habló rápidamente; Beverly pensó que aquella mujer era un torbellino. Tras colgar el aparato, la reverenda Drake añadió:

—¡Era del supermercado, con mis pavos! ¡Dice que solo puede darme cincuenta! ¡Y yo necesito cien! Para dar de comer a mis chicas, señorita Highland —dijo Mary con una sonrisa—, me olvido de mi orgullo. Por eso le voy a hacer una pregunta. ¿Cree usted que podría comprarnos estos pavos?

—Por supuesto que puedo.

Una joven entró en la estancia.

—¡Reverenda Mary! ¡Cindy tiene contracciones!

—¡Oh, Dios mío! ¿Me disculpa un momento, por favor?

Mientras esperaba el regreso de Mary Drake, Beverly sacó el talonario de cheques y lo estudió. Sentía a su alrededor la vieja casa, aspiraba sus olores, intuía sus frágiles esperanzas y sueños. Se parecía a la casa de Hazel. Las mujeres que se cobijaban entre aquellas paredes hubieran tenido historias muy parecidas a las de sus hermanas de antaño. Pensó en su madre, asustada, escondiéndose de la policía, tratando de hallar un refugio. ¡Cuánto debió de sufrir, apuñalando al hombre al que amaba, pero cuyos malos tratos ya no podía soportar, y huyendo después, sola y aterrorizada!

A Beverly se le hizo un nudo en la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas. «¡Si te hubiera encontrado! ¡Te hubiera llevado a casa! ¡Te hubiera puesto bien! Y ahora mismo estaríamos soñando juntas, tal como hacíamos antes…».

Mary regresó al despacho nuevamente sin resuello.

—¡Pobre Cindy! Es su primer hijo y está asustada. No tiene contracciones. Es que se le ha revuelto un poco el estómago. Tiene solo quince años, pero lleva sola desde los once. Un buen samaritano la trajo aquí el mes pasado tras haberla encontrado haciendo autostop en la autovía de la Costa. Le ofreció sexo a cambio de comida —su visitante estaba llorando muy quedo contra un pañuelo—. Ahora su madre está con Dios, señorita Highland —añadió con dulzura—. Es feliz, se lo aseguro. No sufrió mucho; su final fue muy rápido. Y estuvo rodeada de personas que la querían.

Beverly reprimió las lágrimas y se enjugó los ojos con un pañuelo.

—Jamás le agradeceré bastante lo que hizo por ella. —Beverly sacó una pequeña pluma de oro del bolso y le quitó el capuchón—. Dígame, ¿acuden muchas mujeres a su puerta pidiendo ayuda?

—Más de las que usted se imagina. Y el número es cada vez más elevado. Por desgracia, tengo que rechazar a muchas. Intento encontrarles otro cobijo. Algunos ciudadanos me echan una mano de vez en cuando. Tengo un acuerdo recíproco con un par de hogares para personas sin recursos. Procuramos ayudarnos mutuamente.

—¿Cuántas camas cree usted que necesita?

Mary se rio.

—¡Por lo menos, diez veces más de las que tengo! Al final de esta calle, hay una vieja casa destartalada que me gustaría comprar. Lleva mucho tiempo a la venta y el propietario no ha recibido ninguna oferta. Yo estoy intentando convencerle de que nos permita su uso a cambio de que se la arreglemos un poco. Es un viejo obstinado, pero creo que lo estoy ablandando. ¡A lo mejor, nos cede la casa con tal de que le deje en paz! ¡Soy muy pesada cuando me lo propongo!

—Le he extendido esto a su nombre —dijo Beverly, entregándole el cheque—. No sabía si tenía una cuenta a nombre de Santa Ana.

—Gracias, señorita Highland. Es usted la respuesta a mis plegarias.

Beverly se levantó y le tendió la mano.

—Ahora debo irme. Gracias por dedicarme su tiempo y hablar conmigo. Después de tantos años de buscar a mi madre…

Mary le tomó la mano y se la estrechó con fuerza.

—Lo sé. Lo comprendo —sostuvo el cheque en su mano y esbozó una sonrisa—. El Señor actúa de forma misteriosa. Primero trajo a Naomi Burgess a esta casa y ahora nos ha traído a su hija. Con este dinero, señorita Highland, podremos ofrecer una buena comida de Acción de Gracias a unas mujeres que, de otro modo, no… —Miró el cheque y se sentó muy despacio, murmurando—: ¡Dios bendito del Cielo! ¿Estoy soñando o este cheque es por un importe de quinientos mil dólares? Preguntó, alzando sus ojos hacia Beverly.

—Quiero que construya las nuevas instalaciones. Quiero que sean tal y como usted las quiere, modernas, limpias y llenas de amor, para que en ellas se puedan refugiar todas las mujeres que lo necesiten. Contrate todo el personal que haga falta, convierta las instalaciones en un hogar donde las mujeres puedan hallar cobijo y recuperarse de los malos tratos. Le enviaré a mis abogados para que la ayuden a organizarlo. ¿Cree que podrá hacerlo?

—¿Hacerlo? —exclamó Mary, contemplando el cheque y sacudiendo la cabeza—. ¡Por supuesto que podré! —Las lágrimas asomaron a sus ojos—. Alabado sea Dios por su misericordia…

Unos minutos después, mientras ambas se dirigían al Rolls-Royce Silver Cloud de color blanco a cuyo alrededor se encontraban unas cuantas mujeres y unos niños, mirándolo tímidamente, Beverly preguntó:

—Dígame, Mary. ¿Cómo se le ocurrió esta idea? Quiero decir, ¿por qué eligió este tipo de necesidad en concreto?

Mary levantó la mirada y entornó los ojos para protegerlos del sol.

—Estuve casada hace años. Mi marido me pegaba habitualmente. No sé cómo lo aguantaba, pero lo aguantaba. Una noche, él se emborrachó y pegó un puñetazo a nuestro hijo. Tomé al niño y me fui. Acudí a un refugio dirigido por un sacerdote. Allí encontré a Dios y descubrí mi vocación.

—¿Y su hijo?

—El golpe en la cabeza le provocó unos daños cerebrales irreparables. Ahora se encuentra en una institución. Tiene treinta años y ni siquiera sabe cómo se llama.

Al llegar junto al automóvil, Mary se volvió y tomó las manos de Beverly.

—Tal vez inauguré esta casa para expiar aquel pecado, no lo sé —dijo con los ojos húmedos de lágrimas—. Pero sé que Dios la ha traído hoy aquí para responder a mi súplica. Mi nuevo hogar se llamará Hogar Femenino Beverly Highland.

—No. Quiero que se llame Hogar Femenino Naomi Burgess. Mi madre nunca pudo alcanzar la dignidad en vida, pero ahora, por lo menos en la muerte, la podrá tener.

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