Brasil

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12. La terminal de autocares

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La terminal de autocares

Así logró escapar Tristão, aunque descalzo, con

shorts y la andrajosa camiseta desteñida con su anuncio de un restaurante de Leblón casi ilegible. No creía que el ritmo del sangriento encuentro fraternal le permitiera regresar a su habitación para recuperar las prendas que pensaba ponerse para ir a trabajar: los pantalones y la camisa de seda suelta que Isabel le había comprado durante la luna de miel. Chiquinho podía recuperarse del sobresalto de su huida y lanzar un grito obstaculizador. Más le valía abandonar la ropa y trotar suavemente calle abajo, intentando no cortarse los pies con los abundantes vidrios rotos de las aceras.

Contó las calles transversales y diez más adelante redujo el trote al paso, jadeante, con la espalda sudada bajo las correas de la mochila. Esta noche ya era mañana. Los autobuses no funcionaban a esa hora. Las aceras abrasaban las plantas de sus pies, que se habían ablandado tras dos años de andar calzados con zapatos; además, el cemento de São Paulo no era la arena de las playas de Río. Salió por el norte de Moóca a los barrios de clase media, donde la mirada suspicaz de los vigilantes lo instaba a seguir adelante, incluso cuando le lanzaban insultos. El resplandor más intenso del cielo al oeste le indicaba dónde se encontraba el centro de la ciudad. En un paso elevado que atravesaba el torrente del río Anhangabaú y daba acceso a la Avenida do Estado, Tristão pisó la verde extensión del Parque Dom Pedro Segundo, con las copas de los árboles heladas y emborronadas como cera endurecida. Al cruzar al distrito de Sé fue recibido por un ritmo de vida acelerado:

boîtes y bares emitían la monótona alegría de una música vibrante.

Cuando avanzaba hacia el norte, en dirección a la Estaco da Luz, vio a unas chicas con botas blancas de caña alta y minipantaloncitos charlando con hombres, cuyas miradas iban de un lado a otro, alertas a cualquier grieta en el muro de la vida donde pudiese florecer una brizna de oportunidad. Pese a su facha de pelagatos, se acercó a él una de las

raparigas, del color de la madera de cedro lijada y aceitada. Tanto era el alentador descaro de la chica, tan desnuda se destacaba la parte alta de sus pechos en la blusa ceñida hasta la órbita tensa de su areola con carne de gallina, que el pobre ñame de Tristão amagó con empinarse. Por lo general a esas horas su conciencia estaba enterrada en una pesadilla crónica de atornillamiento de pernos que no giraban mientras fragmentos de la cara de Oscar le sonreían como si lo hicieran desde un espejo rajado.

—Sé que te gusto —dijo la chica—. Me llamo Odete.

—Me gustas, pero he dado en prenda mi corazón a otra y voy camino de rescatarla de manos de los Peces Gordos.

—Si ella también te ama, no puede molestarle que te la mame por sólo diez cruceiros nuevos.

Esa cifra rondaba el precio de un pastelillo de camarones, una

empadinha de cantar do, que Tristão también ansiaba.

—¿Pero adonde iríamos juntos? —le preguntó.

—Una manzana más allá hay un hotel limpio donde me conocen y cobran una tarifa correcta a los trabajadores. —La chica había percibido que en él había algo más que unos pies descalzos y una camiseta raída.

En el hotel, le dijo que su ñame era demasiado grande para chuparlo y que tendría que follarla, por sólo diez cruceiros nuevos más, sin contar el precio del condón. Tristão se resistió puritanamente al uso del preservativo, pero Odete insistió en que era por su propio bien, ya que las chicas malas como ella no vivían mucho tiempo. Existían múltiples enfermedades, la drogadicción acompañaba las madrugadas y la tensión nerviosa, y más aún, había hombres enfermos que mataban a las prostitutas por deporte.

—¿Entonces por qué…? —empezó a preguntarle.

—¿Por qué vivo mi vida? —Cuando sonreía sus labios se pelaban sobre los dientes como una fruta que se abre dejando al descubierto sus pequeñas semillas redondeadas—. Es mejor una vida corta que ninguna. Hasta la más larga parece demasiado breve en el lecho de muerte.

—Mi madre es prostituta —se sintió obligado a confesarle Tristão.

Las cejas depiladas de Odete formaron perfectos arcos de sorpresa sobre sus ojos de color canela.

—¿Y por eso la odias?

Sin que se hubiesen declarado amor, a Tristão le resultaba más fácil hablar con esta chica que con Isabel.

—No siento nada por ella —replicó—. Eso es lo que me enseñó…, a no sentir nada por ella.

—Siempre sentimos algo por nuestra madre —comentó Odete—. Nos engañamos a nosotros mismos diciéndonos que no sentimos nada.

Tristão quiso contarle que Isabel había intentado querer a su desamorada madre, pero le pareció excesivamente complicado para explicárselo, además de una imposición y un abuso. Aunque todavía no la había follado, ya se sentía un poco aburrido por este encuentro. Las chicas que no dejaban de aparecer en su vida, dispuestas a follar, eran en sí una sugerencia de lo precario y arbitrario del amor perfecto compartido entre él e Isabel. Percibía que había amor por todos lados, aunque no resolvía ningún problema. De hecho, los creaba. Los hombres que a mediodía recorrían a zancadas las calles de São Paulo haciendo negocios no estaban despiertos a las tres de la mañana haciendo el amor. Tristão se estremeció por dentro al ver lo tenue que era la sujeción de su vida a cualquier pauta, con excepción de una decadencia regular desde la cuna hasta la tumba; se aferró a la imagen de Isabel como el único filón brillante de su oscuro futuro.

No obstante, follaron, al principio con la chica a gatas, tal como ella misma sugirió levantando las nalgas como suaves órbitas de cedro aceitado, y luego montándolo a horcajadas, con él medio apoyado en almohadas contra el cabezal acolchado —manchado por muchas cabezas grasientas—, de modo que los labios le rozaban el pezón izquierdo en su círculo de oscura carne de gallina, cada vez que ella bamboleaba los pechos; Odete se elevaba y caía como un cilindro en su pistón. Tristão tardó en eyacular en el pegajoso abrazo del condón y cuando lo hizo, retorciéndose y gimiendo, ella sonrió con profesional satisfacción. Al levantarse ella para retirarse de la picha desentumecida, Tristão oyó un breve sonido succionador desde un rincón de denso vello crespo salpicado de rojo, como los cabellos de su propia cabeza.

A diferencia de Isabel, Odete era baja, con piernas gruesas y un abdomen que en pocos años se balancearía como una hamaca. En ese momento su sonrisa de satisfacción fue tragada por una decidida eficacia: si volvía a salir, en la Avenida Cásper Libero podría dar con otro cliente antes del amanecer.

Mientras le pagaba, Tristão le preguntó:

—Antes de separamos, ¿podrías decirme dónde puedo comprarme un par de zapatos a esta hora? Como ves, puedo permitirme ese lujo…, si me has hallado así es porque abandoné deprisa mi residencia anterior. También quiero comprar un pastelillo de camarón, se acerca la hora de mi desayuno.

¿Por qué se sentía cohibido Tristão con esta prostituta rechoncha, ahora que estaban vestidos? Tenía la impresión de que ella necesitaba menos ilusiones que él para vivir, que en este sucio mundo Odete era una corriente natural, un pez en el agua, mientras él tenía que abrirse camino torpemente trabado y atenazado por la sensación de cumplimiento de una misión, de un destino superior.

—Puedo indicarte un pequeño local donde venden pastelillos, a la altura del Jardim da Luz, pero para los zapatos tendrás que esperar a la mañana. ¿Todavía te gusto? ¿Crees que a tu enamorada le importará que me hayas follado y jugado con mis pezones?

—Ella considerará todo en su justa proporción —calculó Tristão—. Como tú, es realista.

Después de separarse para siempre de Odete y encontrar un local triangular iluminado en el que el adormilado dependiente no le vendió

empadinhas de camarão sino

empadinhas de galinha —para colmo rancias—, Tristão deambuló con su mochila por el barrio del Bom Retiro, con las tiendas cerradas y carteles ilegibles en un alfabeto de letras desteñidas en forma de llamas, hasta la terminal de autocares, delante de la estación de trenes Sorocabana. Sus pórticos vertían una macilenta luz eléctrica en la atmósfera del alba. Dentro, centenares de personas dormidas, echadas en el suelo con sus bultos, sus loros enjaulados y cerdos abozalados con tiras de tela a cuadros. La terminal era como un hocico con olor al vasto campo interior, metido hasta el límite de la metrópolis. La mohosa humedad del sueño humano se elevaba pesadamente desde el suelo. Había gallinas sueltas posadas en los respaldos de asientos moldeados en plástico donde cabeceaban los borrachos, creando con sus cabezas una danza espasmódica. Los

caipiras o paletos llenaban los rincones detrás de las escaleras e hileras de casilleros, bordeando las paredes de la terminal con albergues improvisados; los que a simple vista parecían rincones llenos de basura resultaron ser personas dormidas y acurrucadas, cubiertas con cartones y bolsas de plástico para residuos a fin de dar una apariencia de amparo contra la deslumbradora iluminación parpadeante. A medida que la luz iba arrastrándose hacia la terminal, los gallos enjaulados empezaron a cacarear, y unos críos vestidos con harapos que no llegaban más abajo de los ombligos invertidos de sus tripitas hinchadas andaban tambaleantes de un lado a otro en busca de un lugar donde mear, parpadeando desconcertados, sin saber por qué razón habían nacido.

Por fin Tristão descubrió, en el laberinto de edificios, el mostrador para comprar un billete a Brasilia. La ventanilla abría dos horas después y la cola ya era larga; en la cola había viajantes de comercio con los trajes amigados, estudiantes con sandalias, cola de caballo y sudadera con la imagen del Che Guevara, mezclados con

caboclos y

sertanejos pobres de tierra adentro, vestidos con lo que parecían pijamas rígidos por el polvo amarillo, a quienes había atraído São Paulo como perros famélicos son atraídos por el esqueleto agotado de un buey. Pero hasta éstos miraban por encima del hombro al negrito en

shorts y descalzo, y varios se le adelantaron en la cola hasta que él, con una o dos palabras concisas, exhibió bruscamente su temple guerrero.

Tristão guardó el billete a Brasilia en el bolsillo interior, con su cuchilla de un solo filo; encontró una tienda de deportes que estaba abriendo en otra planta de la terminal donde, por el triple de lo que le había costado acostarse con Odete, compró un par de zapatillas de tenis de lona blanca, que en los tallos de las desmañadas palancas de sus tobillos delgados parecían botes brillantes, pero afortunadamente eran cómodas y de suela esponjosa. El trayecto a Brasilia llevó quince horas y tuvo que ir de pie en el pasillo hasta Belo Horizonte.

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