Brasil

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13. La heladería

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La heladería

Isabel y sus amigos solían pasar las horas anteriores a la cena en una heladería, la Sorveteria Jânio Quadros, en honor de un presidente que se había derretido. Algunos presidentes brasileños se largaban enfadados, otros se suicidaban para demostrar su amor al país y algunos eran sustituidos por militares a fin de complacer a Estados Unidos; solamente Kubitschek, en toda la vida de Isabel, había cumplido un periodo completo, y como monumento conmemorativo había cargado al país con Brasilia y la inflación. En las paredes de la heladería colgaban

posters de Brigitte Bardot y de Fidel Castro; unos reservados altos daban a cada grupo de cuatro o cinco personas, o seis o siete (apretados), la sensación de una intimidad conspiradora. El humo azul de los cigarrillos —Continental, Hollywood, Luis XV eran las marcas comunes— flotaba tan espeso como el olor a sueño y a orina de la terminal que Tristão había recorrido dieciocho horas antes. Un mostrador de mármol en el frente parecía erizado con los aparatos cromados —toberas y bombas, nudos y tuberías flexibles— necesarios para la producción de gaseosas, helados de fruta y nueces con soda, y café exprés, semejante al alquitrán y amargo, como les gusta a los brasileños.

—Sartre es un payaso tuerto y paidófilo —estaba diciendo Sylvio, uno de los amigos universitarios de Isabel—, pero Cohn-Bendit provocará la caída de De Gaulle, así como Jerry Rubin provocó la de Johnson, y Dubcek destruirá a Brejnev.

El mundo entero era un mar agitado, más allá de las fronteras de Brasil; aparentemente la juventud estaba tomando el poder, y a medida que cambiaban las cosas el círculo de hijos e hijas de la élite vivía tan exaltado como los hinchas del fútbol en las tribunas. Sylvio, cuyo padre era un gran

fazendeiro bahiano, evidenció su radicalismo cambiando la marca de cigarrillos: pasó de los costosos Minister a los Mistura Fina, los ásperos pitillos de la clase trabajadora.

—Ese Brejnev jamás permitirá que el socialismo tenga rostro humano —argumentó Nestor Villar desde su lado del reservado lleno de humo. Delgado y ascético, era hijo de un coronel y afirmaba ser anarquista, estar mucho más allá de la vana beatería de las izquierdas—. Si el socialismo adquiriera rostro humano, desaparecería:

¡paf! La dictadura del proletariado no puede darse el lujo de que sus sujetos sean humanos…, ha de tener robots en la base y monstruos en la cúspide. —Mientras hablaba brotó saliva de las comisuras de sus labios, produciendo repugnantes burbujas blancas.

Isabel se había acostado con Nestor unas cuantas veces, hacía varios trimestres, pero el chico tenía el pene delgado, con lamentables venas azules y un alarmante escroto rosa brillante: exigía de ella demasiadas faenas indecorosas para empinarse, y ella rompió la relación con el pretexto de sus ideas políticas. Nestor había absorbido de su padre más fascismo del que sospechaba y su presunta anarquía corría paralela a la bravuconería militar. «Para ti anarquía solamente significa», le había dicho Isabel, «abolir las débiles trabas existentes contra la explotación y el pillaje; si hay en la tierra un país que no necesita un ideal de anarquía es el anárquico Brasil, cuya enseña nacional inscribe soñadoramente el orden y el progreso a través del cielo sureño».

—En Estados Unidos —prosiguió Sylvio, al tiempo que estudiaba el rostro de Isabel a través de la bruma de humo, los vapores del café y el aroma a leche agria del helado que se derretía en pesados cuencos de cristal en forma de carabela—, los negros han reducido Washington a escombros tras el asesinato de Martin King. También Chicago y Baltimore. El fin está cercano para los imperialistas blancos del norte.

Sylvio sabía que a Isabel le gustaba oír que defendieran a los negros. Todavía no se había acostado con él, pero las negociaciones progresaban. En la oscuridad iluminada por antorchas de una marcha antiimperialista, estaba a su lado, buscando con su mano la de ella que no sujetaba una pancarta feroz o una vela de protesta. En la cálida confusión de un porro pasado de mano en mano, mientras la bossa nova de Elis Regina o el

tropicalismo de Gilberto Gil, o —desde mayor distancia— el

jazz de Coltrane, o el resonante español de Joan Baez rezumaban en el cerebro cada vez más relajado de Isabel, los labios que encontraba presionando los suyos, cuando una mano sondeadora separaba los pliegues de sus ropas, pertenecían a Sylvio, un muchacho de pelo graso y rizado hasta los hombros; aunque más bajo que ella, no era su estatura lo que impedía a Isabel acostarse con él: no había llegado el momento, sencillamente, y ella no quería que llegara. Mientras no se acostara con Sylvio, tendría algo en reserva, algo que paladear o esperar. Isabel acababa de cumplir veintiún años y su vida parecía estar vaciándose en lugar de llenándose. Su padre había ocupado su cargo en Afganistán y el tío Donaciano iba cada vez menos a Brasilia. Ahora que era legalmente una mujer le interesaba menos; sólo había sido su encarnación de la inocencia lo que le había fascinado, con su fantasía de violación. Corría mayo; en el

planalto se iba instalando el invierno, con sus noches estrelladas, y por primera vez en su vida Isabel tuvo que agregar jerseys de lana en el guardarropa. Aquel trimestre había dejado de concentrarse en la historia del arte y dedicaba todo su interés a la botánica; no obstante, insatisfecha con su educación, sentía que se movía a la deriva. La mecánica del aprendizaje y de la lectura —las fastidiosas hileras grises de caracteres tipográficos que le hacían arder los ojos, exigiéndole avanzar y retroceder para que algún tipo de significado saliera a borbotones como un bebé feo— no la complacía: el futuro no pertenecía a la palabra escrita sino a la música y los cuadros en movimiento con una imagen deslizándose colorida en otra, a las telenovelas, los partidos de fútbol y reposiciones del carnaval del último febrero; había instalado un televisor en su cuarto de la residencia estudiantil y las compañeras se preocupaban por ella: vivía en un sueño y la suspenderían.

Sin embargo, encendió otro cigarrillo Hollywood y dijo a Sylvio con tono irascible:

—Los negros nunca se sublevarán, ni aquí ni allá. Son demasiado felices y buenos. Demasiado hermosos. Siempre ha sido así. Los indios murieron a causa de la esclavitud; los negros se elevaron por encima de ella debido a su natural grandioso. Dado que son superiores, permiten que los traten como a inferiores. Al igual que los judíos, son capaces de vivir en nuestro horroroso siglo veinte…,

vivir y no sólo sobrevivir. —La mención de los judíos era probablemente un coqueteo con Sylvio, un imperceptible acercamiento al momento en que se acostarían, pues él descendía de los «nuevos cristianos» que emigraron con los primeros colonizadores portugueses y prosperaron en la economía azucarera integrándose, en apariencia, sin prejuicios. Aunque el judaísmo nunca quedaba del todo olvidado, el contraste «nuevo» y «viejo» disminuía a medida que se desdibujaba el catolicismo de una generación a otra sin desaparecer por completo, como la mancha persistente en un mantel deshilachado pese a cualquier cantidad de lavados, aunque en una tonalidad cada vez más débil.

Clarice, la compañera de habitación de Isabel —que se había acostado con Sylvio y quería hacerlo con Nestor, aunque en un ataque de hilarante indiscreción Isabel le había descrito sus características—, chupó ociosamente un Continental y le dijo con un matiz de hostilidad en la voz:

—A mi juicio fantaseas románticamente respecto de ellos, querida. Todos lo hacemos, a fin de eludir la culpa por las pésimas condiciones en que viven. Y lo más insidioso es que se hacen cómplices nuestros por ser tan condenadamente pintorescos.

Intervino la otra condiscípula presente, la pedante Ana Vitoria, con su asombroso cabello cortado en chapuceros mechones teñidos de color siena y sus pequeñas gafas de aros de alambre posados en el extremo del botón que tenía por nariz:

—También fantasea así la sociología contemporánea, siguiendo el ejemplo de Gilberto Freyre, ese maestro de la autocomplacencia. Si los brasileños no fantasearan románticamente, tendrían que despertar a sus realidades y a las realidades de Karl Marx.

—El propio Marx es un tonto romántico —se mofó Nestor—. Piensa que el proletariado es un gran superhombre, cuando de hecho sólo se trata de una sarta de cómplices llorones, aprovechados y mezquinos. Como los capitalistas, los comunistas intentan envolver con mitos atractivos las opresiones y crueldades de sus sociedades. ¿Qué son Castro, Mao y Ho Chi Minh sino nuestras estrellas de cine, nuestros Mickey Mouse y Gary Cooper en sus

posters? Todos los gobiernos procuran ocultamos la verdad acerca de nosotros mismos. Sólo en un estado de anarquía emerge la verdad sobre los hombres. Somos bestias, asesinos, salvajes, prostitutas.

Ana Vitoria protestó:

—¿Por qué incluyes la palabra «prostitutas» en esa serie de términos peyorativos? La puta es una mujer que comercializa un bien femenino en cierto tipo de situación de mercado. Las reinas de la sociedad, las princesas Gracia de Mónaco, comercializan en diferentes condiciones. No existe eso que se llama moral sexual. Esta frase es en sí misma una contradicción. Las mujeres tienen que sobrevivir.

—¡Exactamente! —gritó Nestor con tono triunfal, como un militar que aprovecha el caos para imponerse.

—Exactamente, exactamente —se hizo eco Clarice desde el otro lado de la mesa, un ancho tablón de palo de rosa, o

pau roxo, pegajoso de helados frotados en la veta y marcado alrededor de los bordes con quemaduras de cigarrillos. Le habló directamente a Nestor con voz gutural—: Tal como tú dices, la anarquía es la única circunstancia sincera: el hombre sin romanticismo, sin capitalismo, sin marxismo.

Nestor pareció atontado por el cumplido y se le aflojó la mandíbula moteada de acné, como si fuera una picha chupada. Isabel cerró los ojos, imaginó su agusanado órgano blanco y se estremeció.

—¿Y tú estás de acuerdo, Isabel? —le preguntó Sylvio, pensando quizá que esta nueva estimación de todos los valores acercaba más su conquista.

—Ana dice «sobrevivir». Yo digo «vivir» —repitió Isabel con un tono que a ella misma le sonó ingenuo, y se ruborizó un poquitín. Por sus venas corría una fiebre que no se decidía a compartir con los demás.

Sylvio, con su ancha cara ansiosa y precavida como la de Euclides —el hermano de Tristão, aquel día en la playa—, anunció algo con tono tan bajo y cargado que hasta el humo de los cigarrillos dio la impresión de inmovilizarse.

—Este jueves. Una protesta estudiantil de toda la universidad. Programada para mediodía. Marcharemos por el Eixo Rodoviário hasta la catedral y continuaremos hacia el palacio presidencial hasta que la policía rompa el fuego. Necesitamos víctimas para conseguir el escándalo internacional. Nos han prometido que habrá cámaras. Está sincronizado para coincidir con las huelgas obreras de todas las fábricas textiles y productoras de papel. Será hermoso…, asesinaremos a la bestia con nuestra muerte. Quienes sobrevivan se reunirán después en el campo de golf.

La voz decidida y apretada de Ana Vitoria dijo, con la sequedad de las páginas de un libro:

—La protesta estudiantil es exactamente lo opuesto a la protesta obrera, el intento de la joven generación de la clase dominante, disfrazada de revolucionaria, por conservar el poder.

—Brasil no es demasiado romántico sino insuficientemente romántico —declamaba Nestor, bajo el acicate del ansia de Clarice por él—. Es la nación más pragmática del continente. ¿Quiénes han sido nuestros revolucionarios? ¡Un dentista que escribía malos poemas y el hijo de un emperador que necesitaba conservar su puesto de trabajo!

—Isabel —dijo otra voz con un tono al mismo tiempo tímido y exigente—. Isabel.

Ella abrió los ojos y vio a Tristão de pie en el extremo del tablón de palo de rosa marcado, un chico alto y negro cargado con una mochila anaranjada, que llevaba puesta una camiseta tan desteñida y hecha jirones que apenas se leía su leyenda. Durante un instante fugaz, bajo las miradas sorprendidas de sus amigos, Isabel no estuvo segura de reconocerlo. Su primera emoción fue el miedo.

—¿Cómo me encontraste? —le preguntó.

El tono acusador hizo sonreír a Tristão. En la lenta facilidad con que descubrió sus dientes perfectos —los dientes fuertes y cuadrados de la juventud— Isabel volvió a reconocerlo, como un amplificador de su propio ser mejor y más profundo. Su frente, también cuadrada, era más ancha de lo que ella recordaba, como una muralla erigida encima de los ojos hundidos que nadaban tristemente en su propia oscuridad de tinta china.

—Olfateándote —explicó él con una voz cuya sombría textura, con su suavidad carioca, impuso un acceso de silencio a los charlatanes compañeros. La deliciosa forma de la nariz de Tristão, achatada como para dar más agarre a sus fosas nasales en el aire y sus fragancias, volvía factible la hipérbole.

La voz de Tristão había despertado vibraciones en su interior: Isabel se sentía transportada…, ahora la música de arpas dio paso a un cuarteto de cuerda. La sonrisa de él se esfumó, volviendo grave su expresión mientras explicaba:

—Virgilio supo por César que estudiabas aquí, en la universidad. Cuando bajé del autocar, tras un viaje de quince horas, pregunté dónde se reunían los estudiantes. He recorrido once locales antes de entrar en éste. No pareces contenta de verme. Ya no eres una chica de dieciocho años.

Estoy contenta —afirmó Isabel—. Permiso —dijo a Sylvio, que se interponía entre ella y la libertad al otro lado del reservado.

Sylvio le preguntó:

—¿Algún problema? ¿Quién es este sinvergüenza?

La voz de Sylvio sonó apagada en los oídos de Isabel. Oyó el miedo que la atenazaba y volvía aguda, pese a que él acababa de jactarse de que en la marcha pondría el pecho ante las armas de los militares, para salpicar de sangre las noticias. Isabel se endureció y replicó con firmeza:

—Es mi amigo. —No pudo decidirse a decir:

Es mi marido.

Clarice intercambiaba miradas conspiradoras con Nestor a través de la mesa, y a su lado Ana Vitoria tenía la vista fija en el vacío, como si esperara que el marxismo le indicase qué debía hacer. Sylvio, negándose petulantemente a levantarse, movió los muslos de costado para que pasara Isabel con el trasero cubierto por la minifalda tejana a pocos centímetros de su cara. Las mejillas de Nestor, salpicadas de espinillas, parecían abofeteadas por lo mucho que habían enrojecido ante esta repentina incomodidad, esta irrupción en su vida estudiantil.

Ciao, chicos —dijo Isabel a todos.

Ciao —respondieron ellos en un acorde débil y desentonado.

Adeus —saludó Tristão más formalmente, con una despectiva inclinación de la cabeza.

Apretando el pesado texto de botánica contra sus tensos pechos, Isabel lo siguió al exterior a través de muros de humo azul. El aire fresco, el cielo nocturno, la oscura y musculosa presencia de Tristão… eran helados de otra especie, una delicia que no correspondía a las dimensiones de la boca, la lengua y la garganta, sino a los órganos más bajos, íntimamente vinculados al alma y su aura. Un desgarrón en su camiseta a la altura del hombro ponía de relieve un fragmento triangular más oscuro que el palo de rosa barnizado, e Isabel recordó cuán conmovedoramente susceptible a las cicatrices era la piel negra, que a diferencia de la blanca nunca perdona, recuerda cada rasguño y cada ampolla con un gris eternamente opaco como el de la tiza en una pizarra mal lavada.

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