Born

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Capítulo 3. Comienzos de octubre de 1974. La adaptación

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CAPÍTULO 3
Comienzos de octubre de 1974
La adaptación

Oscar El Sordo De Gregorio discó el número del conmutador de La Maison, la casa central de Bunge y Born, para reivindicar el secuestro de los hermanos. En tono amenazante, advirtió a su interlocutor que los Montoneros exigían “cien” a cambio de los cautivos, cuyas vidas corrían peligro.

¿Cien mil? —respondió el interlocutor en la empresa. No logró disimular su alivio.

Cien. Cien millones. De dólares —clarificó De Gregorio.

Born II conoció de inmediato las pretensiones de los secuestradores, movió la cabeza como quien indica comprensión y dijo:

—No me los pasen, no los pienso atender.

Los Montoneros comprobaron la decisión cuando repitieron sus llamadas para abrir la negociación.

No lo podían creer.

¿Cómo podía ser que el padre no se inmutara ante el secuestro de sus hijos? Habían imaginado cualquier cosa, menos que les colgarían el teléfono.

¡¿De qué están hechos ustedes?!

Jorge Born apenas levantó la vista hacia el encapuchado que le gritaba desde la puerta de su celda diminuta, escasa de luz y aire. El cautivo apeló a su lógica de empresario. La respuesta fastidió a su guardia:

Pero si ustedes piden un disparate…

El desconcierto de los Montoneros mostraba qué mal conocían la personalidad de Jorge Born II, el padre de los hermanos. Había sido educado en la religión protestante por una madre alemana muy estricta, quien le inculcó valores sobre la moral puritana, el trabajo duro y la austeridad aun en el mundo de privilegios que lo rodeaba.

Como le tocaría en suerte a sus dos hijos mayores, él también había sido prisionero: en su caso, de las tropas alemanas en Bélgica durante la Primera Guerra Mundial.

El Jorge Born original, su padre belga, había amasado una gran fortuna. Ya vivían de manera permanente en Buenos Aires cuando, apenas cumplió los dieciocho años, lo mandó a estudiar Ciencias Financieras en Amberes. Poco después de su llegada los alemanes invadieron Bélgica. La ocupación duró cuatro años y se ensañó con los civiles. Jorge Born II se unió a la resistencia: en la bicicleta con que se movía por la ciudad cruzaba la frontera de Holanda y transmitía mensajes a los soldados ingleses. Los alemanes lo descubrieron y lo detuvieron durante casi un año en condiciones tan precarias que casi murió de una neumonía. Lo salvó el gesto compasivo de un compañero de celda, que lo cubría cada noche con una frazada.

Cuando salió en libertad su padre lo fue a ver a Bélgica: fue el último viaje del fundador de la dinastía, porque allí murió, en 1920. El hijo regresó a Buenos Aires.

Jorge Born III sabía que aquella experiencia en la Primera Guerra Mundial le había enseñado a su padre que se podía sobrevivir al rigor de una larga estadía la cárcel.

Jamás esperó que se precipitara al teléfono con los primeros llamados de sus captores. Tampoco se le ocurrió pensar que su indiferencia obstinada demostrase desaprensión por sus hijos: le profesaba tanta devoción que el gesto de su padre engrandecía su figura ante sus ojos.

En la cueva donde lo habían recluido los Montoneros, el hijo mayor sintió algo parecido a la confianza. Esa muestra de integridad ante la extorsión compensaba el menoscabo cotidiano. De algún modo su nombre —el mismo de su padre— recuperaba la respetabilidad.

 

La historia de la compañía, que pasaba de generación en generación, comenzaba con Jorge Born (el abuelo que los nietos no llegaron a conocer) y Ernesto Bunge. En aquellos años, cuando en el mundo se decía “rico como un argentino”, Bunge había señalado un destino: el puerto de Buenos Aires.

Su familia, comerciantes de granos de Amberes, había advertido que la Argentina se transformaría en uno de los exportadores principales de aquello que importaban. Su tío, Carlos Bunge, cónsul de Holanda y de Prusia, había fundado la financiera que daría origen al grupo Tornquist y Cía.: nada le costó facilitarle los primeros contactos en el Río de la Plata. Luego de una primera exploración, Bunge le propuso a su cuñado Born que se radicaran en Buenos Aires y explorasen las posibilidades que ofrecía el país. En 1884 inscribieron en el Registro Público de Comercio la empresa Ernesto Bunge y Jorge Born S.A.

Todas las mañanas recibían cablegramas de Amberes, de Londres, de Liverpool, de Venecia, de Marsella y de otras ciudades donde ya había transcurrido parte del día. Sobre la base de esa información telegrafiaban a sus agentes en Bahía Blanca, Rosario y Santa Fe con órdenes de compra. Destinaron las ganancias de los primeros años a adquirir estancias.

Para apoyar a los socios, superados por el volumen de trabajo, Alfredo Hirsch cruzó el Atlántico en 1897. El joven de origen judío alemán le cambiaría el perfil a la compañía: promovió la diversificación hacia actividades afines a la exportación de granos para que, a partir de su negocio principal, Bunge y Born creciera hacia atrás y hacia adelante en la cadena de producción dentro de la Argentina. Hirsch, con apenas veinticinco años, mostró una visión fenomenal. La expansión de actividades locales resultó tan fuerte que pronto los ingresos por sus industrias nacionales superaron a los del comercio exterior.

Dado que a su comprensión estratégica de los negocios se sumaba una habilidad extraordinaria para las relaciones políticas, Hirsch se transformó en el socio natural para Born cuando Bunge decidió regresar a Bélgica. El vínculo entre las dos familias se afianzó con el tiempo y pasó la prueba de la segunda generación, que encabezaron los hijos, Jorge Born II y Mario Hirsch. Como en un espejo, uno desarrollaba la gestión y el otro había heredado de su padre el papel de operador político de la compañía.

Cuando los Montoneros secuestraron a los hermanos, Hirsch se preparaba para asumir la presidencia que Born II iba a dejar al jubilarse. El siguiente debía ser Jorge Born III.

Para cumplir con su destino, el primogénito —primero en la línea de sucesión, como en la monarquía— debía sobrevivir a la cárcel del pueblo.

Gracias al trato riguroso que su padre le había impuesto para afrontar la vida, el cautiverio lo encontraba algo más curtido que a cualquier otro joven rico.

Desde muy pequeño su padre le había enseñado a valorar los beneficios de pertenecer a una familia que había alcanzado un éxito extraordinario en el mundo de los negocios y le advirtió que no por eso le ahorraría la experiencia del sacrificio durante su educación. Born II, que había sido severo con sus cuatro hijos —Jorge, Juan, Julio y Matilde—, exigió más de los dos mayores, los elegidos para ocupar cargos de relevancia en la empresa, ahora cautivos de la guerrilla.

 

Al cabo de pocos días en Piojo 1 los hermanos fueron mudados, por separado, a Piojo 2.

En la primera casa operativa donde fueron alojados funcionaba un taller del Servicio de Armamentos de Montoneros. Ningún militante vivía en el galpón Carapachay, localidad que se repartía entre los municipios de San Isidro y Vicente López: una condición conveniente para preservar el secreto al interior de la organización mientras se construía la celda.

La propiedad quedaba cerca de una estación de tren y pertenecía a la familia de Miguel el Gordo Lizaso, del área de Finanzas de Montoneros. Los Lizaso llevaban décadas de compromiso con el justicialismo: el padre, Pedro, había sido intendente de Vicente López durante el primer gobierno de Juan Perón; uno de los hermanos del Gordo, Carlos —Chiquito—, había participado en el levantamiento del general Juan José Valle contra la dictadura de 1955, y por eso lo habían fusilado en los basurales de José León Suárez.

La segunda cárcel quedaba en la calle Rivadavia 4832, en Villa Ballester, una zona de casas bajas donde se habían asentado muchos inmigrantes alemanes. Aunque las propiedades se ubicaban a no más de quince minutos de distancia, el traslado de una a otra implicó un cambio de municipio: Piojo 1 pertenecía a Vicente López y Piojo 2 a San Martín, donde había crecido Galimberti.

Los Montoneros utilizaron el galpón de Carapachay como un destino provisorio, un punto intermedio para borrar el rastro entre el lugar del secuestro y el lugar del cautiverio. La casa de Villa Ballester ofrecía un nivel más elevado de seguridad: los militantes que habían participado de la emboscada ignoraban su ubicación, así como los que se ocupaban de mantenerla en operaciones desconocían los detalles antecedentes.

La primera cárcel se había montado en un subsuelo, a 2,40 metros de profundidad; la segunda, en cambio, se ubicaba en altura, sobre un espacio que servía de depósito en el patio trasero de otra casa operativa. Los Montoneros la llamaban “la carpintería”: se ocultaba tras la fachada de una ferretería de barrio, que ellos mismos atendían.

Por la confusión que les causaban los movimientos a los que los sometían, ninguno de los hermanos Born registró la mudanza.

Los espacios de Piojo 2 eran muy similares a los de Piojo 1: dos pequeñas celdas de seis metros cada una, independientes entre sí. A diferencia de la primera construcción, donde quedaban separadas por la sala de guardia, en la segunda se hallaban una al lado de la otra, pero los hermanos no lo sabían: una pared doble de ladrillo y un relleno de material aislante les impedían siquiera sospechar que estaban tan cerca. Otras planchas de telgopor recubrían las paredes y los techos. Las puertas de las celdas daban a la sala de guardia, que contaba con una cocina, un baño químico, un extractor de aire y un embute donde los guardias escondían armas y documentos.

Al igual en que Piojo 1, el acceso a esta nueva caja de zapatos estaba oculto y requería de una escalera portátil para que pasasen las pocas visitas autorizadas. Por si alguno de los cautivos intentaba huir o por si aparecía la policía, una alarma conectaba la sala de guardia y el negocio que funcionaba en el frente de la casa, y se podía accionar desde cualquiera de los dos lugares.

Los militantes que atendían el pequeño comercio formaban un segundo círculo de seguridad: servían de cobertura, vigilaban el exterior y compraban las provisiones en almacenes de otros barrios para no llamar la atención sobre la cantidad de gente a la que alimentaban. No tenían contacto con los hermanos pero por sus jerarquías en Montoneros custodiaban una información reservada a pocos: la ubicación exacta de la cárcel.

Los guardias funcionaban en parejas que rotaban cada siete días. Algunos de sus nombres de guerra: Mateo, Román, Aníbal. Y Clara.

La mujer tenía con él pequeñas deferencias que Born apreciaba: cada tanto le convidaba una medialuna; le habilitaba conversaciones más prolongadas y relajadas que el resto de los guardias. Sentía la empatía mutua. Durante años se preguntó quién sería. Alguna vez creyó que Nilda Garré, casada entonces con Juan Manuel Abal Medina, el hermano del primer líder de los Montoneros, Fernando, y por su parte ex secretario general del Movimiento Nacional Justicialista entre 1972 y 1974. Sin embargo, mientras los hermanos estuvieron en Piojo 1 y Piojo 2, Garré se desempeñó como diputada nacional, tarea —según su testimonio— incompatible con ser custodia en la clandestinidad.4

CAUSA JUDICIAL Nº 41.811

Frente de Piojo 2, o La Pinturería: la segunda cárcel del pueblo.

A los jóvenes de la Columna Norte que vigilaban a los Born se los citaba en un lugar distinto cada vez y se los trasladaba hasta la carpintería en el asiento trasero de un auto; como siempre, el chofer desconocía la misión de sus pasajeros y ellos viajaban tabicados para no reconocer la ruta. Con esas medidas de seguridad —y otras, como entregarles las facturas sin el envoltorio de la panadería, para que no leyeran siquiera esa dirección— apuntaban a evitar que, si alguno caía en manos de la Policía o la Triple A, cantara la ubicación de los hermanos.

Tenían prohibido presentarse ante ellos a cara descubierta. Debían utilizar una capucha de arpillera con agujeros para la nariz, los ojos y la boca, ser muy discretos y hablar apenas lo imprescindible. Aunque cuidaran de dos cautivos al mismo tiempo, los hermanos debían creer que estaban aislados y padecer la incertidumbre sobre el destino del otro.

Por la puerta de su cubículo se filtraba el olor del tabaco: Jorge Born advirtió que sus custodios fumaban. Con cierta dificultad si lo hacían con el rostro tapado: a veces tosían, les costaba espirar el humo. De todas maneras los envidiaba. Él padecía la abstinencia de los cigarrillos Chesterfield mucho más que cualquier otra privación. Pero no sentía ganas de pedirle nada a esos chiquilines que lo maltrataban con el mero fin narcisista de agrandarse.

Plano de la cárcel del pueblo Piojo 1.

Plano de la cárcel del pueblo Piojo 2.

Durante los primeros días, cuando quedaba frente a sus vigilantes encapuchados, lo invadía una sensación de asco que no podía controlar. Le costó luchar contra ese estremecimiento físico, un desagrado indócil, una reacción del cuerpo que ni siquiera sentía en la opresión de la celda. Se le pasaba cuando se marchaban, apenas cerraban la puerta.

Pendejos de mierda —mascullaba.

Prefería estar solo.

Para fijar una distancia de autoridad entre ellos y esos empresarios de la alta sociedad argentina que casi los doblaban en edad, los guardias impusieron una regla de comunicación:

Acá no corre el tuteo: me trata de usted —le anunció uno a Jorge.

—Muy bien, caballero —respondió Born III. Su ironía resaltaba el grado importante de estupidez de la medida. Pensaba: “Estos mocosos no saben qué más hacer para darse aires”.

Un día, para matar el rato, las horas que se consumían tan despacio, trazó para sí un perfil de sus captores. Estimó que tenían la mitad de su edad, veinte años, o veinticinco años como mucho. Los caracterizó como chiquilines ilusos, soñadores, obtusos. Como solo veían lo que querían, y no lo que sucedía en el país, se sentían destinados a triunfos en verdad improbables.

Con el tiempo llegaría a compadecerlos. Aunque creyeran en la causa de la revolución y en otros conceptos que él juzgaba absurdos o incomprensibles, no hacían otra cosa que obedecer órdenes. En cambio nunca tuvo un instante de empatía con los jefes, que aparecían de manera esporádica: los despreciaba sin matices.

Aunque todos se presentaban en su celda encapuchados, Born III distinguía a los jefes de los guardias por sus aires altaneros aún más exaltados. Les encontraba cierta familiaridad con algunos de sus compañeros del colegio secundario, zurdos —el descalificativo más común para la gente de izquierda— vanguardistas y sabelotodos.

Su intuición no resultó tan equivocada. Mario Eduardo Firmenich, el jefe de los Montoneros, tenía veintiséis años y había egresado —igual que Born III, aunque varias generaciones más tarde— del Colegio Nacional de Buenos Aires, un secundario de excelencia académica dependiente de la Universidad de Buenos Aires.

El Colegio —como le decían los aristócratas del saber que allí estudiaban, como si no existiera otro— se fundó en 1863 en la Manzana de las Luces, el centro cívico y político de la ciudad entonces, y formó a generaciones de la clase dirigente argentina. Por sus aulas pasaron la élite ilustrada que admiraba a Europa —como Born— y hacia fines de la década del ’60, muchos de los jóvenes dirigentes Montoneros y de otras organizaciones guerrilleras, que allí mismo iniciaron su militancia.

Born ingresó al secundario durante el primer peronismo. Creía que la Argentina no se había desarrollado a la par de los Estados Unidos porque la inmigración que pobló al país no había llegado de Inglaterra ni de las regiones ricas de Europa sino de las zonas empobrecidas de España y de Italia, y los hijos de aquellos inmigrantes habían incorporado a la vida política concepciones y hábitos diferentes. Muchos de los profesores le hablaban sobre el imperialismo de los norteamericanos y en contra de los ingleses que él admiraba: un despropósito para alguien que había cursado jardín y primaria en el Belgrano Day School, un colegio privado bilingüe al que asistían los hijos de la clase alta. El director —a cargo de la institución por medio siglo— era un inglés, Bernardo Green, quien cargaba una vara pequeña por si alguna travesura mereciera un correctivo.

Pero ni siquiera las penitencias del viejo Green se comparaban con los desafíos que Born encontró en el Colegio.

Para dar el examen de ingreso se preparó con su amigo Alberto Bosch, su compañero de banco desde el jardín de infantes, quien viajaba en el auto con él cuando lo secuestraron. Born lo había visto tendido en el piso, ensangrentado, pero confiaba en que lo habrían socorrido. Los dos obtuvieron el puntaje suficiente para que los admitieran como alumnos en el Nacional de Buenos Aires y a ambos les tocó el turno mañana, pero el sorteo los mandó a distintas divisiones.

Born tenía trece años cuando empezó a viajar en transporte público: no perdió la costumbre hasta terminar los seis ciclos del Buenos Aires, ni siquiera cuando cumplió dieciocho y su padre le regaló un Volkswagen Escarabajo. Salía de su casa a las 6 de la mañana y en la estación Béccar tomaba el tren de las 6.33 hacia al centro porteño. El primer año viajó solo; al siguiente se sumó Juan, quien por mandato paterno también estudió en el Colegio.

El apellido de los Born no podía pasar inadvertido en un ambiente de hombres (no aceptaban mujeres) polarizado entre peronistas y antiperonistas, que mucho tenía que ver con las pertenencias de clase de cada quien. Percibía la hostilidad de algunos de sus compañeros con ideas de izquierda, como José Pepe Nun, un grandote que le resultaba petulante en extremo y que —para colmo— siempre figuraba entre los alumnos más destacados.5 Born se esforzaba en el estudio, pero no lograba ingresar al cuadro de honor. Tal era su desesperación por destacarse que antes de un examen difícil rezaba en la Iglesia de San Ignacio, la más antigua de la ciudad, contigua al Nacional de Buenos Aires.

Born egresó del secundario en 1952. Recordó aquella época cuando comenzó a tratar con los jefes Montoneros. El sentimiento de pertenecer a un pequeño grupo iluminado, fuese cual fuese su ideología, parecía transmitirse de una generación a otra de graduados. No obstante, estimó que los guerrilleros eran más peligrosos que los zurdos enojosos de su camada: se creían los dueños de la verdad y del derecho a imponer sus ideas como fuera, sin descartar siquiera la violencia.

 

Durante los primeros días de cautiverio le proveyeron algunos elementos básicos para su supervivencia. Como apenas le dirigían la palabra, los guardias le arrojaron una frazada y una sábana única con un ademán desafiante: parecían retarlo a que se las arreglara para tender la cama.

Deben creer que no sé hacer nada, que tengo un valet —se dijo en un murmullo de fastidio—. ¡Qué tarados!

Con toda intención Born armaba su camastro con prolijidad extrema y doblaba la sábana en la cabecera, como la mucama de hotel más eficaz. Recordó el aprendizaje en sus años de conscripto, cuando los militares también se habían figurado que él era un niño bien, un inútil, alguien sin la capacidad mínima para valerse por sí mismo fuera de su mundo de privilegios. Les había demostrado cuán equivocados estaban; lo mismo haría ahora con los Montoneros.

Le debía a su padre aquella experiencia. Esta pesadilla lo encontraba curtido gracias a que su progenitor, tal como le había advertido en la infancia, no le había ahorrado sacrificios a lo largo de su educación.

Rara vez alguien de su clase social desperdiciaba un año de vida en el servicio militar obligatorio, que ni siquiera lo era para todos: a algunos los salvaba el azar del sorteo, otros apelaban a un certificado médico falso, y a los ricos les sobraba todo tipo de acomodos por conexiones o por dinero. Pero Jorge Born II decidió no mover sus influencias para evitarles el mal trago a sus hijos. Creía que la disciplina militar les fortalecería el carácter y los prepararía mejor para ingresar la empresa familiar, donde habrían de empezar de pinches, en los puestos menos remunerados, aunque fueran los hijos de los dueños, o precisamente porque eran los hijos de los dueños y debían dar el ejemplo.

Jorge era un poco mayor que sus compañeros de la colimba: al terminar el secundario había partido a estudiar su ciclo de grado en la Wharton School de la University of Pennsylvania, una prestigiosa academia de negocios de los Estados Unidos, y debió pedir una prórroga de cuatro años de su servicio militar obligatorio. Al regresar, y ante la indiferencia reiterada de su padre, la aplicaron como penalidad otros seis meses agregados a los doce obligatorios.

Como en el secundario, pero peor, en el cuartel el apellido Born llamó la atención. A los jefes y a los soldados con alguna jerarquía, que tenían su edad, la costumbre de humillar a los conscriptos les brindaba un placer inicuo, que se acrecentaba si su cuota efímera de poder absoluto se descargaba sobre un representante de las familias argentinas más poderosas. Born lo supo cuando, desnudo junto al resto de los conscriptos, lo eligieron para que metiera la cabeza y las manos en un hoyo para destapar una cloaca.

—¡Usted! —lo sacó de la fila el sargento.

El sargento Bata.

Jamás olvidaría su apellido.

Born metió la cabeza en el pozo y aguantó la respiración. El orgullo le permitió soportar el olor nauseabundo hasta que Bata consideró que era suficiente. A esas alturas su vanidad había invadido su ser entero. Sintió una suerte de agradecimiento por Bata.

Su pensamiento vagaba entre aquellos recuerdos cuando los guardias ingresaron a su celda. Observaron el doblez de la sábana. Se produjo un silencio. Jorge lo midió y cuando creyó que provocaría el efecto que deseaba, preguntó con falsa inocencia:

¿Qué pasa? ¿Está mal tendida?

Usted, ¿dónde aprendió a hacer la cama?

Como quien narra una prueba de resistencia y bravura, Born les contó sus experiencias como conscripto.

No me vengan con boludeces —les planteó—. Yo sé hacer la cama y fregar el piso mucho mejor que ustedes.

Por más que se aferrase con fuerza a aquella memoria, su situación de cautivo era bastante más desfavorable.

Habrá que ver... De todos modos acá va a aprender muchas cosas —le dijo uno, en un tono que sonó a advertencia.

Born se impuso calma para contestarle con la arrogancia casual que —sabía— los irritaba:

A mí me gusta aprender.

 

Los Montoneros establecieron un plazo de quince días para que los secuestrados se adaptaran a la vida en una cárcel del pueblo, un lapso para la reeducación de los prisioneros. De acuerdo a sus estimaciones, hacia los primeros días del mes de octubre de 1974 ya Jorge y Juan debían haber asimilado su nueva realidad de encierro y privaciones.

No pasarían hambre: no querían que se debilitaran. Los guardias obedecían la orden de darles un desayuno y dos comidas diarias a base de arroz, fideos y papas, y algo de pollo o carne. Los alimentaban a horarios regulares: debían sentir miedo y saber que sus vidas corrían peligro, pero no los someterían a martirios innecesarios. Los verdaderos revolucionarios —decía una norma no escrita de la organización— no torturaban a sus prisioneros.

A lo largo de esas dos semanas los prisioneros y sus celadores se mantuvieron en tensión perpetua. Los guerrilleros les querían imponer todo de golpe: la rutina del cautiverio y un nuevo lenguaje que simbólicamente revertía la relación de fuerzas del afuera, donde mandaban Bunge y Born y sus aliados. Jorge recuerda con una mezcla de tedio y angustia la sensación de sentirse en manos de esos chiquilines que les repetían lemas prefabricados con los que nombraban una realidad que él encontraba delirante.

De noche les apagaban la luz y el chorro de aire se desvanecía en la rejilla. Entre las diez de la noche y las ocho de la mañana del día siguiente Jorge y Juan quedaban aislados, cada uno en su cubículo oscuro y asfixiante, aturdidos por el mismo silencio sin saberlo. De tanto en tanto un único sonido rompía la monotonía y burlaba el aislamiento acústico: el de las armas que los guardias cargaban adrede, para intimidarlos, muy cerca del hueco del ducto de la ventilación que iba hacia las celdas. Chuck. Chuck… Chuck. Chuck. Chuck… Podían seguir así la noche entera.

Muy de vez en cuando los custodios escuchaban música, canciones de protesta que ninguno de los hermanos había oído antes. En una ocasión, cuando la puerta de su celda se abrió, Jorge Born reconoció la voz de Mercedes Sosa, aunque se le escapaba que cantaba los versos de “Hasta la victoria”, de Aníbal Sampayo:

 

yo soy Ramón

aquel que nunca morirá.

Que tiemble el verdugo opresor,

el buitre insaciable del mal:

detrás de la muerte yo soy

Ramón, la victoria final.

 

En medio de tanto silencio, cualquier ruido llamaba la atención de Jorge. Una noche creyó escuchar gemidos de placer sexual que le llegaban por el hueco para la ventilación.

—¿Estos están en una partusa? —dudó.

Los arrullos parecían inequívocos.

¿Así que los vigilantes que lo sepultaban bajo el cemento de su alharaca revolucionaria incumplían sin pudor sus propias reglas?

Las parejas tenían prohibido mantener relaciones sexuales en la sala de guardia. El Código de Justicia Militar de los Montoneros, que regulaba sus relaciones internas, disponía la formación de tribunales para juzgar inconductas, preveía penas severas y no contemplaba vías de salida: equiparaba la deserción a la traición. Los celadores tenían una gran responsabilidad y la Conducción Nacional (CN) encontraría imperdonable cualquier distracción.

 

Mucha veces Jorge fantaseó con escapar: dada su contextura física, creía posible encontrar un momento oportuno para tomar por sorpresa a uno de los guardias, arrebatarle el arma, y controlar al otro. Pero imaginaba —con razón— que antes de alcanzar la calle se toparía con otros montoneros armados, y entonces el plan ya no le parecía tan razonable. Prefería esperar antes que poner en riesgo su vida por un arrebato. Mientras tanto, respondía a las consignas de sus captores, con mayor o menor grado de obediencia especulativa, pero siempre con cierta serenidad que provenía de un lugar dentro de su cabeza donde él seguía siendo él y sus verdugos no podían alcanzar.

En cambio, Juan preocupó a sus captores desde el primer momento.

Había intentado el sinsentido de la fuga durante la emboscada. Costaba creer que podría vivir en las condiciones del cautiverio: permanecía tirado en la cama, en estado de alteración permanente. Si seguía así lo tendrían que medicar. Preveían un cautiverio prolongado: necesitaban prisioneros saludables. Pero al menos a uno de los dos secuestrados no parecía alcanzarle el periodo de adaptación. A veces parecía que ni siquiera le importaba sobrevivir.

Por no disponer siquiera de un baño —“Yo construí cárceles mucho mejores que ésas”, comentó un integrante de la CN cuando conoció las que habían alojado a los Born—, los hermanos se las tenían que arreglar con un balde, un poco de agua y unas toallas. Eso les debía de alcanzar para sus necesidades fisiológicas y para lavar las únicas dos prendas que les dejaron, un calzoncillo y una camiseta blanca de algodón de manga corta.

Juan, como con todo lo demás, no respondía a esas normas de higiene y rechazaba su indigencia con escándalo. Alternaba entre la agresión a sus guardias y un estado de excitación; por momentos caía en una cierta irrealidad.

A Jorge lo demolía que no le cambiasen el agua y lo obligaran a soportar durante horas el olor de sus deposiciones. Pero en lugar de quejarse ideó una treta. Pateó el balde y arrojó un poco de agua sucia hacia la sala de guardia.

¡¿Qué hace?! —lo increparon.

Me tropecé —mintió.

—¡¿Pero cómo?!

Por guardar este balde sucio donde apeste menos. Podrían evitar nuevos accidentes si cambiaran el agua con más frecuencia, así el balde se puede quedar al lado de la cama.

Lo consiguió.

 

Además de haberse encargado de planear y ejecutar la Operación Mellizas, Quieto —a cargo de la División de Prensa de los Montoneros— supervisó el ingreso de cámaras a las celdas de los Born para que se tomaran unas diapositivas que darían base a un video.

Con las imágenes que montó el Servicio de Audiovisuales de la organización armada se trató de demostrar que, al cabo del período de adaptación, los hermanos aceptaban las normas de su nueva realidad. Una voz en off decía:

 

“Las costumbres de vida de los industriales han sido, como se puede suponer, sometidas a un cambio brutal. Cada mañana, Juan y Jorge toman su desayuno, luego lavan sus ropas y se ocupaban de hacer la limpieza. Comen a horas precisas. Las tardes y la parte temprana de las noches se la pasan escuchando la radio y leyendo. Hacen gimnasia. Resignados, los detenidos se comportan con corrección.”

 

Para transmitir una imagen de triunfo revolucionario y de sometimiento ejemplar del dúo burgués, el manifiesto incurría en inexactitudes: los Born no podían escuchar radio en horarios corridos. Les filtraban los informativos para que vieran la actualidad según la exégesis de los Montoneros.

Solo una vez le hicieron escuchar a Jorge una noticia en un informativo de radio. Pareció casual, pero fue adrede.

Se trató del secuestro de Alfonso Margueritte, un alto ejecutivo de Bunge y Born, de 64 años. El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) lo había capturado once días después de que ellos secuestraran a los hermanos.

Margueritte, a quien todos estimaban en la empresa, había caído en manos de una organización guerrillera, escuchó Born. La noticia escueta, sin más precisiones, lo afectó tanto por la víctima como por su padre: lo presionaban con dos extorsiones simultáneas. Le preocupó que las tensiones dañasen la salud de su padre.

En las celdas les dejaban copias de Evita Montonera (el órgano oficial del grupo, en cuya redacción intervenía la CN, editado de manera clandestina) y algunos ejemplares viejos de La Causa Peronista, la publicación que había dirigido Galimberti y que el gobierno de Isabel Perón había clausurado a comienzos del mes del secuestro.

Los Born recibían esos objetos exóticos con actitudes disímiles. Juan seguía demasiado perturbado para leer, pero Jorge encontraba una fuente de distracción en esos diaruchos, como los llamaba. Además agradecía cualquier elemento que lo ayudase a que las horas pasaran y a tomar contacto con los acontecimientos del mundo exterior, aunque fuese a través del filtro tergiversado de los Montoneros. Los textos, que encontraba entre ridículos e ingenuos, le resultaban útiles, además, para calcular el paso de las semanas.

 

El 1º de octubre se cumplieron tres meses de la muerte de Perón. A los quince días Montoneros realizó otro golpe espectacular: un grupo comando, bajo la dirección del poeta Francisco Paco Urondo, ingresó al Cementerio de la Recoleta, donde yace el patriciado argentino, y se llevó el ataúd que contenía el cadáver del general Pedro Eugenio Aramburu.

El operativo había nacido de un hecho fortuito: sin conocer su filiación, un policía sintió atracción por una militante montonera apodada la Gorda Susana y le confió que una de sus tareas consistía en custodiar la bóveda de Aramburu. Ella simuló interés en el juego de seducción y le propuso un encuentro amoroso entre las tumbas. Ilusionado, el policía abrió las puertas del cementerio. Un comando que seguía el plan elaborado por Rodolfo Walsh redujo al enamorado en cuestión de segundos y cargó el ataúd en una camioneta que esperaba bajo la lluvia intensa.6

—¿No les bastó con haberlo fusilado? —se asombró Born.

Pronto el pasmo quedó superado por el horror. El muerto había sido desenterrado para concretar un canje macabro.

Bajo la dictadura de Aramburu, el teniente coronel Carlos Moori Koenig había robado el cadáver de Eva Perón y lo había sometido a un derrotero ultrajante hasta sepultarlo en Italia bajo el nombre de María Maggi. Al cabo de quince años Perón recibió la momia en su casa de Puerta de Hierro, donde Isabel le peinaba el largo pelo rubio mientras José López Rega decía transmutar el alma de Eva a la nueva esposa. El cuerpo embalsamado quedó en España. Los Montoneros solo devolverían los restos de Aramburu cuando los de ella fueran repatriados. Exigían, además, que López Rega diera marcha atrás con su idea de que Perón y Eva descansaran, junto a otros protagonistas de la historia nacional, en el Altar de la Patria, un gran mausoleo que había propuesto el superministro y que nunca se llegó a construir.

El canje —cuya concreción Born conoció mucho después— se realizaría semanas más tarde, el 17 de noviembre, cuando el cadáver de Eva Perón llegó al país en un operativo que organizó López Rega. El ministro que guiaba a la presidenta seguía acumulando poder y perfeccionando las acciones de sus parapoliciales de la Triple A.

Los simpatizantes de la izquierda peronista que no habían quedado protegidos por el pase a la clandestinidad debieron dejar el país para preservar sus vidas. También comenzó el éxodo de intelectuales, periodistas, académicos y artistas que solo regresarían con la democracia, casi una década más tarde. La Triple A intimó a los actores Nacha Guevara, Norman Briski, Luis Brandoni y Héctor Alterio a que se fueran en cuestión de horas.

Por aquellos días, las revistas de variedades, como Siete Días, (que no llegaban a la celda de los Born porque los Montoneros las consideraban en extremo frívolas) celebraban a Carlos Monzón, el campeón mundial de box imbatible entre los medianos, que acababa de retener el título y se separaba de su esposa para elegir el romance intenso que había comenzado con la modelo Susana Giménez en el set de La Mary, una película de Daniel Tinayre, estrenada en agosto, que abordaba un tema tabú como el aborto.

Las publicaciones deportivas, que cada tanto pasaban la censura de los carceleros, se ocupaban de otros argentinos que también hacían historia en aquellos tiempos: Carlos Reutemann ganaba el premio en la Fórmula 1 y Guillermo Vilas descollaba en la élite del tenis mundial.

A Born III le interesaban las noticias de Vilas porque él mismo jugaba al tenis con frecuencia. También era un buen navegante, aunque no tanto como su padre. Y como todo hombre de su círculo social, practicaba golf.

No le prestaba mucha atención al fútbol: apoyaba a San Lorenzo por influencia del padre de Bosch, un enamorado de los colores de Boedo. Su amigo lo había enganchado con el equipo azulgrana después de una gira triunfal por Europa: corría el año 1946 cuando San Lorenzo derrotó con goles y clase a los clubes más poderosos del fútbol mundial.

Su hermano Juan, en cambio, era fanático de River Plate desde pequeño. Como su contacto con la prensa política se limitaba a que la tomaba y la tiraba a un costado, los guardias intentaron animarlo con una revista del club de sus amores. River arrastraba una mala racha de dieciocho años sin ganar campeonatos. Esa suerte cambiaría en pocos meses: en 1975 Ángel Labruna, el máximo goleador de la historia de los millonarios, asumió como técnico y ganó los dos torneos, el Metropolitano y el Nacional.

Pero ni siquiera el fútbol despertó el interés de Juan. Los carceleros, preocupados, señalaron su conducta extraña en informes periódicos que hacían llegar a sus superiores.

La División de Prensa de Montoneros difundió algunas escenas de la vida cotidiana en el cautiverio a modo de prueba de vida de los Born. Se veía a Juan con barba, sentado sobre una superficie redonda; sus brazos largos, entre las piernas, estrujaban una prenda sobre un balde pequeño a sus pies. Otra imagen mostraba los dedos índice y medio de su mano derecha en “V”, el signo de la victoria para la guerrilla peronista. El gesto se notaba forzado: el codo a la altura del hombro y la mano hacia la cara, casi un símbolo matemático más que una “V”. No obstante, los Montoneros escribieron en el epígrafe que “Juan Born reconoce la derrota del monopolio”.

Jorge aparecía con las piernas cruzadas de tal manera que lucía distinguido aún sin una camiseta siquiera, demacrado y con un cartel de Montoneros como fondo. En otra toma se lo veía con su pelo negro fino y algo enrulado bastante desprolijo, la cara afeitada y semidesnudo —apenas llevaba calzoncillos— mientras blandía una escoba. Apretaba demasiado la parte superior del palo: no era muy ducho para barrer. Pero la torpeza del guardia que limpiaba el piso de su celda superaba la suya y lo exasperaba: no toleraba que el vigilante dejara la mugre en las juntas sin siquiera advertirlo.

Le voy a enseñar a frotar el piso —lo había desafiado, siempre de usted—. No tiene que ir y venir con el trapo, tiene que pasarlo siempre en la misma dirección.

En otra de las fotos sus brazos extendidos ilustraban su sesión de gimnasia. Para sobrevivir, y para prevenir la distrofia muscular por la inmovilidad del encierro, Jorge se había propuesto ejercitarse media hora dos veces al día, una después del desayuno y otra antes de la última comida. Calculaba el tiempo con métodos caseros: si empezaba a transpirar, significaba que habían pasado ya diez minutos. También recurría a sus pulsaciones: las sabía de entre 60 y 65 por minuto. Su rutina arrancaba con un precalentamiento; seguía con un trote fuerte en el lugar, con las rodillas en alto, para estimular su actividad cardiovascular; luego realizaba flexiones y terminaba con algunas series de abdominales.

A la larga el cuerpo se acostumbra a todo, pero si no hago ejercicio me vuelvo loco… Con lo que me dan de comer me faltan vitaminas. Esto me hace sentir bien —les explicaba a sus captores.

En efecto, el menú repetía demasiado carbohidratos como el arroz y los fideos. Las raciones le llegaban en una bandeja redonda, con un vaso de agua y una rodaja de pan lactal: en otra de las imágenes difundidas por Montoneros se lo veía comer en una mesita de fórmica de medio metro de ancho, adosada con ménsulas a la pared.

CAUSA JUDICIAL Nº 26.094

Jorge Born en cautiverio ilustra a los Montoneros sobre su pericia en el uso de la escoba.

Una vez que le llevaron carne, el cuchillo se torció. El guardia le llamó la atención con un reto virulento: tenía que cuidar las cosas que le proveían.

El cuchillo que usted me ha dado es una porquería, no sirve para nada, y la carne está dura —se defendió.

Juan ni siquiera quería comer. Podía ser falta de apetito o una forma de rebelión: por la razón que fuere, su fragilidad complicaba a los custodios mucho más que el comportamiento adaptado de Jorge. El nerviosismo constante de Juan alzaba una barrera infranqueable para sus carceleros: no quería o no podía —lo mismo daba— dejarse manejar o fingirlo. No se acomodaba al plan. El video de Quieto, desde luego, creaba otro relato:

 

“Ya se han adaptado completamente, aunque ninguno de los detenidos cambió para nada las ideas con las que entraron. Eso sí: desde ahora y para siempre saben que la justicia popular puede llegarles directamente, que tarde o temprano serán castigados por la explotación que ellos representan y aprovechan…”

Notas:

4 Juan Bautista el Tata Yofre, titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) durante el gobierno de Carlos Menem, echó a rodar la versión de que Garré había sido carcelera de Born después de que Néstor Kirchner la nombrara ministra de Defensa, en el año 2005. Born encontró verosímil la versión de Yofre, pero nunca pudo aportar datos que la sustentaran. Consultada para este libro por correo electrónico, Garré respondió: “Nunca pertenecí a la Organización Montoneros y la versión es un disparate. A Born no lo conozco. Evidentemente fue engañado por Galimberti y Yofre con información absolutamente falsa cuya intención no entiendo. En ese momento yo era diputada nacional. Mi vida y mi actividad eran públicas, situación absolutamente incompatible con los compromisos que requiere la custodia de una persona secuestrada”.

5 José Pepe Nun, abogado y politólogo, fue secretario de Cultura de la Nación, designado por el presidente Néstor Kirchner y luego ratificado por Cristina Kirchner, entre 2004 y 2009.

6 Roberto Baschetti, Francisco Paco Urondo, De la poesía al combate, EDUCO, Universidad Nacional del Comahue, Neuquén, 2014, pp. 49-50.

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