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Como era habitual, para llegar al destino que le habían asignado, Ginny voló primero de Nueva York a Londres, donde hacía escala. Las dimensiones mastodónticas y el caos de Heathrow la sacaban de sus casillas, pero conocía bien el aeropuerto. Y mientras aguardaba, habló con Blue por Skype. Él estaba en el recreo, así que charlaron unos minutos. Después durmió varias horas en un asiento y a continuación embarcó en el avión a Kabul. Durmió también la mayor parte del vuelo, y luego cogió otro avión a Jalalabad, en el este de Afganistán, donde otro enviado de SOS/HR la recogería para llevarla en coche a través del macizo del Hindukush, cruzarían la ciudad de Asadabad, en la frontera con Pakistán, y finalmente llegarían a una aldea a orillas del Kunar, donde se levantaba el campamento.

Las condiciones de vida allí eran más severas de lo que recordaba. Habían funcionado durante cinco años sin la ayuda de Médicos Sin Fronteras, pero la organización había empezado a trabajar allí de nuevo, gracias a lo cual contaban con buena asistencia médica. El lugar, sin embargo, estaba más masificado que la última vez que Ginny había estado allí. Los suministros eran limitados, carecían de cualquier clase de comodidad y, al tratar de satisfacer las necesidades de todos, el ambiente en el campamento resultaba estresante para los trabajadores humanitarios. SOS/HR actuaba con el máximo de eficacia posible, en medio de lo que básicamente era una zona de guerra desde hacía más de tres décadas.

El conductor que llevó a Ginny era un hombre joven de poco más de veinte años que estaba haciendo su tesis en el campamento al que había sido asignada. Se llamaba Phillip y había estudiado en Princeton, y estaba lleno de teorías nuevas e innovadoras, y de ideales ingenuos sobre lo que deberían hacer y no estaban haciendo. Ella lo escuchó pacientemente mientras peroraba, pero lo cierto era que tenía más experiencia que el joven y era más realista en cuanto a lo que cabía lograr. Aunque no quería desanimarlo, sabía que harían falta otros veinte años, si acaso, para poder ver hechas realidad la mayoría de sus propuestas. La situación en Afganistán era muy dura, y había sido así desde hacía muchos años. Las mujeres sufrían abusos brutales, y moría uno de cada diez niños.

Cuando se acercaban al campamento, Ginny oyó disparos a lo lejos. El conductor le contó que en los campamentos de la propia Jalalabad las cosas estaban aún peor. En la ciudad había más de cuarenta asentamientos, en su mayoría formados por casuchas de adobe y chabolas de barro, donde la gente moría por falta de alimento. Los peor parados parecían ser los niños, y muchas familias habían llegado allí huyendo de los combates en las provincias para acabar muriendo por culpa de la escasez de comida y de la atención médica deficiente en los campamentos de refugiados de la ciudad. Costaba saber qué era peor.

Después de casi tres años sobre el terreno, Ginny sabía que a veces era simplemente cuestión de ayudar a los lugareños a sobrevivir a las adversidades a las que se enfrentaban, no de darles lecciones sobre cómo vivir la vida de un modo nuevo ni de cambiar el mundo. Estaba acostumbrada a tratar con mujeres que arrastraban lesiones gravísimas, niños con miembros amputados o a punto de morir de enfermedades espantosas o de dolencias leves para las que no disponían de medicamentos. Y en ocasiones la gente simplemente fallecía por haber pasado demasiadas calamidades. Su labor consistía en apoyarlos de cualquier manera que estuviera a su alcance, y en hacer lo que fuese preciso en cada situación.

Cuando Ginny se bajó de la camioneta, notó que la invadía una inmensa oleada de alivio. Estar allí, en un lugar como aquel, en el que no importaban nada más que la vida humana y la capacidad más elemental de supervivencia, hacía que todo se redujese al valor de la dignidad y la vida humanas. Y todo lo demás que había experimentado se esfumó en cuanto pisó el suelo. Se sentía necesitada, útil, y al menos allí podía intentar aportar su granito de arena para mejorar de algún modo la vida de esas personas, aunque el resultado estuviese por debajo de lo esperado.

Por el campamento merodeaban niños vestidos con poco más que harapos, descalzos o con sandalias de plástico a pesar del frío helador. Las mujeres llevaban burkas. Ella misma se había puesto uno al aterrizar en Jalalabad para no ofender a nadie ni causar problemas en el campamento. No era la primera vez que vivía y trabajaba con un burka o con la cabeza cubierta. En los largos vuelos había pensado en varias ocasiones en Blue, pero ante lo que tenía que hacer allí, casi se olvidó de él. Había hecho lo que había podido por él, pero en ese momento tenía cosas más importantes entre manos y necesitaba centrar toda su atención en su trabajo. El país se hallaba en estado de guerra civil constante. Y sabía por Phillip que muchos insurgentes vivían en las cuevas de los alrededores, cosa que tampoco la sorprendió.

Había un puesto médico en el borde del campamento, al que habitualmente trasladaban a los civiles heridos. Por desgracia, muchos no lograban sobrevivir, pues llegaban demasiado graves y en muchos casos con heridas infectadas que hasta entonces habían recibido poco o ningún tratamiento médico. Todo era de lo más básico y rudimentario. Una vez al mes, recibían suministros por helicóptero y tenían que arreglárselas con lo que tenían hasta el envío aéreo siguiente. Médicos Sin Fronteras acudía con regularidad para proporcionar asistencia a los pacientes más graves, y el resto del tiempo los trabajadores humanitarios hacían lo que buenamente podían con el material disponible.

Ginny y Phillip eran de los pocos cooperantes sin formación médico-sanitaria del campamento. En el pasado, en misiones similares, Ginny había tenido que entrar en la tienda de operaciones para sostener palanganas llenas de vendajes nauseabundos y trapos sanguinolentos. Había que tener estómago para trabajar allí, así como una espalda fuerte para el trabajo pesado como el de ayudar a descargar camiones llenos de suministros y equipamiento; pero, sobre todo, había que demostrar buena voluntad y amar al prójimo. Ella no tenía poder para cambiar las condiciones de vida de esas personas, ni el estado en que se hallaba el país, pero sí podía facilitarles de algún modo las cosas y ofrecerles consuelo y esperanza. El hecho de estar dispuesta a vivir con ellos en el campamento y a experimentar los mismos peligros, les transmitía, a través de sus actos, lo importantes que eran para ella.

Dos niñas cogidas de la mano la miraron fijamente y sonrieron cuando cruzaba el campamento en dirección a la tienda principal. El equipamiento y los suministros eran en su mayor parte excedentes militares viejos pero funcionales, pues les proporcionaban el servicio que necesitaban. Ella misma vestía pesadas prendas militares, botas recias y una parka de hombre. Hacía muchísimo frío, ese día a primera hora había nevado. Por encima de las bastas prendas, llevaba el burka y, cuando se lo quitaba, se le veía el brazalete que indicaba que era una cooperante, como señalaba el logotipo de SOS/HR impreso a lo largo de la banda. En el campamento había dos hombres que llevaban el brazalete de Cruz Roja. SOS/HR trabajaba codo con codo con ellos.

Ginny fue a informar de su llegada y a presentarse a un inglés fornido y pelirrojo, con un enorme bigote. Estaba sentado a un escritorio improvisado en la tienda principal, rodeado de estufas de butano. Por las noches dormían o en las tiendas o en los camiones. El máximo responsable del campamento se llamaba Rupert MacIntosh y había servido en el ejército británico. Aunque para ella era nuevo en el puesto, desde la última vez que había estado allí, MacIntosh llevaba ya años trabajando sobre el terreno y era famoso por su competencia. Ginny estaba encantada de conocerlo en persona.

—He oído hablar de ti —le señaló él cuando se saludaron con un apretón de manos—. Te has labrado la fama de temeraria, por así decirlo. Te advierto que aquí no quiero accidentes. Hacemos todo lo posible por evitarlos. Y me gustaría que continuara siendo así. —La miró con severidad pero a continuación sonrió—. Un atuendo muy favorecedor, he de decir.

Ginny, con el burka encima de la ropa basta y las botas de marcha, se rio con la ocurrencia, al igual que él. Le habían dicho también que era una mujer muy guapa, pero costaba saberlo viéndola con todo lo que llevaba encima. Incluso se había encasquetado un gorro de lana debajo del burka. Allí uno se vestía de acuerdo con la climatología y con la ardua faena, y nada más.

El hombre describió las misiones en las que habían estado centrándose hasta entonces. Un buen número de mujeres y niños había logrado llegar al campamento, y a los lugareños no les hacía gracia que se resistieran a marcharse de vuelta a sus lugares de origen, donde sufrirían de nuevo un trato vejatorio. Pero tarde o temprano tendrían que regresar. Informó a Ginny de que hacía dos días se había producido una lapidación en una aldea cercana; la víctima había sido una mujer a la que habían violado y culpado de la violación por «tentar» a su atacante. La habían matado. El violador quedó en libertad y se marchó a su casa. Era una más de las situaciones típicas a las que todos ellos se habían enfrentado en numerosas ocasiones.

—¿Sabes montar a caballo? —le preguntó, y ella respondió que sí.

Ginny se había fijado en los caballos y las mulas que tenían maneados en un cercado hecho con cuerdas, para cuando se trasladaban a zonas de las montañas en las que no había senderos. Ginny había montado en otras misiones en lugares parecidos.

—Me defiendo.

—Será suficiente.

Cuando conoció al resto del personal en la tienda en la que habían instalado el comedor, se fijó en la cantidad de nacionalidades distintas que lo componían: había franceses, británicos, italianos, canadienses, alemanes, estadounidenses, todos trabajadores humanitarios de las organizaciones que actuaban en la región coordinando sus esfuerzos. Semejante combinación de nacionalidades hacía más interesante estar en el campamento, si bien todos se entendían en inglés y además ella sabía algo de francés.

La comida era tan mala y escasa como esperaba. Estaba tan cansada por el largo viaje que, al terminar de comer, prácticamente se estaba quedando dormida encima del plato.

—Ve a dormir un poco —le dijo Rupert, dándole unas palmaditas en el hombro.

Una alemana la acompañó a la tienda, en la que le habían reservado un catre de los seis que había; como Blue en Houston Street. A Ginny la agradó volver a lo esencial, vivir de un modo tan básico y rudimentario. Era una manera de relativizar todas las cosas. Los problemas personales dejaban de existir. Lo había aprendido la primera vez que estuvo allí, durante su primera misión humanitaria. Esa noche estaba tan rendida que ni siquiera se quitó la ropa y se quedó dormida en cuanto se metió dentro del grueso saco de dormir, en el camastro. No despertó hasta el amanecer.

Al día siguiente se presentó en la tienda a la que la habían asignado, donde tomó nota de la situación personal de cada niño con ayuda de un intérprete. Siguiendo órdenes estrictas, nunca se implicaban en asuntos de política local, de modo que durante el año anterior los insurgentes no los habían molestado. Sin embargo, todos sabían que eso podía cambiar en cualquier momento.

Una semana después de su llegada, los cooperantes subieron a las montañas en mulas, por los caminos estrechos y serpenteantes que bordeaban un despeñadero, para ver si alguien necesitaba su ayuda o precisaba que lo bajasen al campamento para recibir cuidados médicos. Llevaban un par de mulas libres con ese fin. A su regreso, las utilizaron para bajar a un crío de seis años y a su madre, de diecinueve. El niño se había quemado de gravedad con una hoguera y estaba desfigurado, pero había sobrevivido. La joven dejaba en su casucha, junto a su propia madre, a otras cinco criaturas. Aunque el marido y padre de los niños no quería que se marchase del pueblo, al final la había dejado partir por el bien del niño. Ella, con la cara cubierta por un velo tupido, viajó con la mirada gacha y sin cruzar palabra con nadie en todo el camino. Cuando llegaron al campamento, desapareció enseguida entre las mujeres del lugar.

Ginny trabajaba sin descanso desde el amanecer hasta prácticamente la medianoche, pero no tuvo sensación de peligro en ningún momento. La gente de la zona no era hostil con ellos. Además, cada vez había más mujeres y niños en el campamento. Pasó otro mes, aproximadamente, hasta que fue a Asadabad, la capital de la provincia de Kunar. Viajó en uno de los camiones con una de las alemanas, un italiano y una monja francesa. Dado que en el campamento no disponían de conexión a internet, Rupert le había pedido que enviase una serie de

e-mails desde Asadabad, donde sí había. En la ciudad tenían permiso para utilizar la sede local de Cruz Roja. Allí entró, con la lista de comunicaciones y de informes que tenía que enviar. Le dejaron una mesa y un ordenador para trabajar mientras los demás se iban a dar una vuelta por la ciudad. Una vez que hubo enviado los mensajes de Rupert, decidió consultar su propio correo, en lugar de irse a comer con el resto del grupo.

Tenía tres mensajes de Becky, en los que la informaba sobre el deterioro de su padre y le pedía que la llamase. En ese momento llevaba seis semanas en Afganistán, y el último mensaje de su hermana era de hacía dos. Había terminado por renunciar a contactar con Ginny y parecía exasperada por su silencio debido a que Ginny no podía recibir

e-mails, cosa de la que ya la había advertido antes de partir. También tenía un mensaje de Julio Fernández, de Houston Street, y otro de Blue de hacía solo tres días. Decidió leer primero el de Blue, que abrió a toda prisa. Aunque había pensado en él desde su llegada, había tenido asuntos más acuciantes en la cabeza casi todo el tiempo. Sus jornadas eran muy ajetreadas.

El mensaje de Blue comenzaba con una disculpa y, nada más verla, imaginó el resto. Decía que la gente de Houston Street era muy amable, pero que no soportaba todas aquellas normas. Tampoco estaba precisamente entusiasmado con los demás chicos. Algunos eran pasables, pero uno de sus compañeros de cuarto había intentado robarle el ordenador, y por las noches había tanto ruido que no pegaba ojo. Decía que era como vivir en un zoo, y que por eso le escribía para contarle que se había marchado. No sabía adónde iba a ir, pero le aseguraba que estaría bien y que esperaba que ella estuviera fuera de peligro y que volviese pronto y de una pieza.

Después de leerlo, vio que tenía otro de la escuela de Blue, en el que la avisaban de que el chico había abandonado las clases dos semanas después de que ella se fuera. Y el último, el de Julio Fernández, decía que habían intentado convencerlo para que se quedara, pero que Blue estaba empeñado en irse. Le explicaba que no se había adaptado bien a la rutina del centro y que estaba demasiado acostumbrado a hacer lo que quería en las calles. También le decía que, si bien no era infrecuente, resultaba incompatible con lo que esperaban de sus residentes. En definitiva, Blue había hecho justo lo que había vaticinado Charlene: se había escapado de la residencia y había dejado colgados los estudios. Y Ginny no tenía ni idea de dónde estaba ni podía hacer nada. Aún le quedaban seis semanas de trabajo allí. Con tan pocas vías de comunicación disponibles, y sin absolutamente ninguna en el campamento, era como estar atada de pies y manos. Además, desde allí le resultaba imposible localizarlo.

Respondió en primer lugar el mensaje de Blue, para decirle que esperaba que se encontrara bien. Se aseguró de decirle también que ella estaba bien. Y le rogó que volviese al albergue y a las clases. Le recordó que tenía pensado regresar a finales de abril y le dijo que esperaba verlo en el apartamento en cuanto regresase. Trató de tranquilizarse recordándose a sí misma que se las había arreglado sin ella durante trece años; no le cabía duda de que sobreviviría seis semanas más en las calles, pese a que no le hacía ninguna gracia lo que había hecho. Se había llevado una enorme decepción al ver que el chico no había logrado cumplir su compromiso, sobre todo en lo relativo a los estudios. Pero vería qué podía hacer cuando volviese a casa. Entretanto, Blue estaría solo y tendría que ingeniárselas, como había hecho antes. Y Ginny sabía que conocía a la perfección la vida de la calle.

Después dio las gracias a Julio Fernández por sus esfuerzos y le aseguró que se pondría en contacto con él a la vuelta. También escribió al colegio de Blue, les pidió que lo consideraran como una especie de excedencia y les prometió que el chico se pondría al día con las tareas pendientes en cuanto volviese a las clases. Eran todo artificios, pero de momento no podía hacer otra cosa. Por último escribió a Becky para informarla de que en el campamento no disponían de ningún medio de comunicación, a excepción de las radios, que utilizaban únicamente en caso de emergencia y no eran de largo alcance. No quiso extenderse con este último correo para su hermana, y una vez enviado, la llamó directamente al móvil desde la oficina de Cruz Roja. Becky respondió al segundo tono de llamada.

—¿Dónde demonios estás? —dijo. Parecía preocupada.

—En Afganistán. Ya lo sabes. No tenemos acceso al correo electrónico desde el campamento. Es la primera vez que vengo a la ciudad desde que llegué, y lo más seguro es que no vuelva. ¿Qué tal papá? —La aterraba que le dijese que había muerto.

—Pues, a decir verdad, mejor. Querían probar una medicación nueva con él y parece que da resultado. Está un poco más lúcido, al menos por las mañanas. Por las noches siempre está hecho un lío. Pero ahora le damos un somnífero y ya no estoy tan angustiada por que se levante de madrugada y salga de casa mientras todos dormimos. —Ese temor no la había dejado conciliar el sueño desde hacía meses.

—Vaya, es un alivio. —Ginny había sentido pánico durante unos instantes, pero al oír las noticias de Becky se tranquilizó un poco.

—No sabes cuánto deseo que vuelvas y lleves una vida más razonable. Todo esto es una locura, sobre todo ahora, con papá. No tengo modo de comunicarme contigo si se pone malo de verdad, o si se muere.

—Tienes el número al que puedes llamarme si hay alguna emergencia, es el de la oficina de Cruz Roja de aquí. Te lo di antes de irme —le recordó—. Si pasa cualquier cosa, enviarán a alguien al campamento para avisarme. Si no, volveré dentro de seis semanas.

—No puedes seguir así, Ginny. Tienes treinta y seis años. No eres una cría sin responsabilidades del Cuerpo de Paz, y yo no puedo tomar todas las decisiones sola en todo momento. Tienes que formar parte de esto también.

—Ya te lo dije, iré a Los Ángeles cuando vuelva.

—Llevas casi tres años diciendo eso.

Ginny no le explicó a su hermana que era mucho más útil allí que si hubiera ido a Los Ángeles. Y sentía que era donde debía estar, al menos de momento.

—No puedo hablar mucho. Es el teléfono de Cruz Roja. Dale un beso a papá de mi parte.

—Cuídate, Gin. Haznos un favor a todos: evita que te disparen o te maten.

—Lo intentaré. Tienes más probabilidades de llevarte un disparo tú en Los Ángeles que yo aquí. El campamento está muy tranquilo.

—Bien. Te quiero.

—Yo también te quiero —respondió Ginny, pese a que a veces su hermana la crispaba.

No se imaginaba llevando una vida como la de Becky o, incluso, como la suya de antes. Es decir, casada, con niños, residiendo en Pasadena. Tiempo atrás, durante su matrimonio con Mark, Becky pensaba que la vida de ellos era superficial, de relumbrón. En ese momento, opinaba que su hermana estaba loca. Sus vidas nunca habían corrido en paralelo ni se habían parecido en nada, ni por asomo, y Becky jamás había visto con buenos ojos nada de lo que hacía. Esa certidumbre mitigaba en parte el escozor que le producían sus palabras. Pero en su mente, Becky siempre era la hermana mayor censuradora, lo había sido desde que eran niñas.

Después de la llamada, Ginny imprimió los mensajes que habían llegado para Rupert y salió al encuentro de sus compañeros, que estaban terminando de almorzar en un restaurante cercano. La comida tenía una pinta horrible y olía fatal, por lo que se alegró de habérsela perdido por ocuparse de su correo desde la sede de Cruz Roja.

—¿Qué habéis pedido, el especial fiebre tifoidea? —Ginny arrugó la nariz e hizo una mueca ante lo que fuera que estaban comiendo.

Se tomó un té con ellos cuando se terminaron los platos y después fueron a dar un paseo por la ciudad. Finalmente regresaron al camión para que los llevase de vuelta al campamento.

Entregó a Rupert sus mensajes y pasaron un rato conversando, sentados en su tienda. El tiempo aún era frío, gélido por las noches, como el día que había llegado. Estaban a primeros de marzo y seguía siendo invierno. Rupert y ella hablaron sobre algunos problemas de orden médico a los que se enfrentaban, y él le explicó que volverían a subir a las montañas al cabo de unos días. Le pidió que lo acompañase, pues le gustaba su forma de relacionarse con los lugareños; además, tenía muy buena mano con los niños, a los que trataba de una manera afectuosa y amable.

—Deberías tener hijos —comentó él con una sonrisa cariñosa.

Si bien estaba casado, tenía cierta fama de mujeriego. A su mujer, que vivía en Inglaterra, apenas la veía. Él no sabía nada de la historia personal de Ginny, por eso se quedó desconcertado ante la mirada pétrea que le lanzó en respuesta a su comentario.

—Pues… en realidad tuve un hijo —contestó vacilante—. Falleció con mi marido en un accidente de tráfico. —«Por mi culpa», añadió para sus adentros, aunque no lo dijo en voz alta.

—Lo siento muchísimo —repuso él, muy avergonzado—. Ha sido una estupidez por mi parte. No tenía ni idea. Pensé que eras una de esas americanas solteras que van posponiendo el matrimonio y la maternidad hasta que cumplen los cuarenta. Al parecer abundan hoy en día.

—No pasa nada.

Ginny le sonrió con simpatía. Siempre resultaba difícil decirlo y no le gustaba nada la imagen patética que esa confesión daba de ella ni la implicación trágica que contenía. Pero no le parecía bien guardarse que Mark y Chris habían existido. Y les recordó, tanto a ella como a Rupert, lo poco que sabían los cooperantes acerca de la vida de sus compañeros y de los motivos que los llevaban a elegir ese tipo de trabajo. En el caso de él, había abandonado la carrera de Medicina y estaba casado con una mujer a la que no le importaba ver a su marido solo un puñado de veces al año.

—Entiendo que no tienes más hijos.

Su gesto fue de compasión sincera cuando ella negó con la cabeza.

—Por eso me metí en esto. Puedo ser útil a los demás, en lugar de quedarme de brazos cruzados en mi casa, compadeciéndome de mí misma.

—Eres una mujer valiente —dijo él con admiración.

De pronto le vino a la mente, como un fogonazo, el recuerdo de las aguas del East River el día del aniversario de la muerte de Mark y Chris. Lo único que había impedido que saltara al río esa noche fue conocer a Blue. Desde aquel encuentro, se había sentido de una manera totalmente diferente respecto a su vida. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía más útil, y además quería ayudarlo a él también.

—No siempre —reconoció con franqueza—. He pasado momentos duros. Pero aquí no hay tiempo de pensar en eso.

Él asintió y la acompañó hasta el centro del asentamiento. Era muy consciente de que, incluso con el burka y todas aquellas capas de ropa de abrigo, Ginny era una mujer hermosa. Se había fijado en ella desde el instante en que llegó. Ella, sin embargo, después de enterarse de la fama de Rupert, por boca de sus compañeros, había procurado no darle alas, ya que era un hombre casado y no quería complicarse la vida. Estaba allí para trabajar.

Gracias a las idas y venidas en el campamento, siempre pasaban cosas interesantes. De vez en cuando aparecía gente nueva, como una delegación de la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en Ginebra o un grupo de médicos alemanes a los que acogieron con los brazos abiertos durante el tiempo que pasaron allí. Con ellos subieron Ginny y otros compañeros a las montañas, a lomos de los caballos. Ayudaron en un parto y pasaron consulta a unos cuantos niños enfermos. A dos se los llevaron al campamento, junto con sus madres, para proporcionarles tratamiento médico.

Dos semanas antes de su fecha de regreso, Ginny subió de nuevo a las montañas junto con parte del equipo médico del campamento. Hasta ese momento, todo había transcurrido con tranquilidad, y estaba previsto que su sustituto llegase de la sede de Nueva York una semana más tarde. Estaba relajada, conversando con Enzo, un joven italiano con formación médica que había llegado hacía una semana. Mientras ascendían con los caballos y las mulas por el empinado sendero sembrado de piedras, Enzo y ella iban hablando de todo lo que pensaban comer cuando volviesen a casa; los alimentos en el campamento eran escasos y a duras penas comibles. Dejaron atrás un recodo complicado y pasaron por delante de una de las cuevas en las que siempre les habían dicho que se escondían milicianos rebeldes. Enzo y ella iban riéndose por algo que había dicho él cuando restalló un disparo, cerca, y la montura de Ginny se levantó sobre los cuartos traseros.

Ginny se agarró con fuerza a las crines del caballo, al tiempo que rezaba para que no echase a correr por el borde del sendero y se lanzase barranco abajo. Se las ingenió para calmarlo y apartarlo del borde del despeñadero. Aunque estaba asustado. El italiano fue a coger la brida para echarle una mano, pero de pronto se oyó otro disparo, más cerca todavía. Ginny miró inmediatamente al jefe de la partida, que les hizo a todos una seña para que volviesen por donde habían subido. En ese momento, Enzo cayó de bruces sobre su caballo con un balazo en la nuca y el cerebro estallándole por el orificio. En cuanto ella lo vio, supo que estaba muerto.

Uno de los alemanes del grupo asió rápidamente las riendas del caballo y encabezó el descenso por el sendero de montaña, con todos los demás siguiéndolo de forma apresurada. No se produjeron más disparos. Pero Enzo se había convertido en la primera baja que registraban desde hacía casi un año. No aminoraron hasta que llegaron al campamento. Uno de los hombres bajó el cadáver de Enzo del caballo. Habían logrado evitar que se cayera durante el camino de regreso. Todos estaban conmocionados por su repentina muerte.

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