Blue

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Poco después, el equipo al completo se reunía en la tienda de Rupert para debatir las medidas de seguridad que adoptarían esa noche. Ninguno de los integrantes del grupo tuvo la sensación de que los hubieran seguido durante el descenso al campamento, y según su análisis de los hechos, se había tratado de un tiro fortuito, al azar, desafortunadísimo para Enzo, cuyo cadáver, envuelto en una lona en la trasera de un camión, aguardaba a que lo trasladasen a la ciudad, desde donde Cruz Roja lo enviaría a Italia.

Rupert les aconsejó que extremaran las precauciones y ordenó a los varones del campamento que montasen guardia esa noche. Habían contactado con las autoridades locales por radio, y la policía les había prometido que estarían vigilantes. Mientras Ginny y el resto del grupo trataban de que no cundiera el pánico entre las mujeres y los niños, se notaba la tensión en todo el campamento. El ambiente había cambiado de inmediato, de confiado y tranquilo, a alerta y asustado. Ginny se dio cuenta de nuevo de lo peligrosa que era la labor que hacían y de que no debían tomarse los riesgos a la ligera.

Después, Rupert la hizo llamar. La esperaba sentado a su escritorio improvisado, con semblante sombrío.

—La semana que viene voy a enviarte a ti y a otras cooperantes a casa. Acaban de informarme de que anoche había otro francotirador apostado a pocas millas de aquí. Creo que las cosas pueden volver a calentarse por estos pagos. —Ginny sabía que su sustituto era un hombre. Y Rupert velaba por la seguridad de todos ellos, tanto hombres como mujeres, y actuaba de manera muy profesional y eficiente cada vez que las circunstancias así lo exigían—. Me quedo más tranquilo si os mando a casa. Llevas dos meses y medio aquí, prácticamente todo el tiempo que te habían asignado. Has cumplido tu cometido y no es necesario que continúes más tiempo. —Lo cierto era que el campamento había funcionado a la perfección durante los últimos dos meses, mejor que nunca, gracias a la ayuda de Ginny.

—Yo estoy dispuesta a quedarme —respondió ella en voz baja—. Simplemente no subiremos más a las montañas. —Los insurgentes y los milicianos de la oposición rara vez bajaban de las cuevas.

—Ya lo sé. Siempre estás dispuesta. Pero es hora de que vuelvas a casa —replicó él con firmeza.

Ginny comprendió que iba a ser inútil discutir con él, que la decisión estaba tomada. Le dio las gracias y salió de la tienda. Era un poco como estar en el ejército: había que obedecer órdenes. Rupert llevaba el campamento con un estilo muy castrense. Se notaba que había sido oficial del ejército y que estaba acostumbrado a que se cumpliesen sus órdenes. Ginny regresó a su tienda y contó a las demás mujeres que iban a mandarlas a casa. Rupert se quedaba con los hombres y quería que abandonase el campamento el máximo número posible de mujeres cooperantes. No estaba a gusto manteniéndolas allí. Las mujeres se tomaron la noticia con alivio. Solo Ginny dijo que estaba dispuesta a quedarse. Y lo habría hecho si él la hubiese dejado.

La muerte de Enzo empañó el ambiente del campamento durante los días siguientes. No se produjeron más incidentes pero, aun así, Rupert insistió en que las mujeres regresasen a sus países de procedencia. Y Ginny, que ya estaba a la espera de que la reemplazasen, encabezaba la lista. El día que llegó el sustituto, Rupert convocó a todas las cooperantes a su tienda.

—Partís mañana —les dijo sin alzar la voz—. Corre el rumor, verosímil, de que dentro de poco podría producirse un incremento de la violencia en la zona. De hecho, creo que vamos a trasladar el campamento. Pero vosotras os marcháis. —Les dio las gracias por el excelente trabajo realizado y estuvo charlando con Ginny unos minutos cuando las demás salieron de la tienda—. Ha sido un placer trabajar contigo —le dijo—. Había oído hablar muy bien de ti antes de que llegaras, pero la realidad ha superado con creces la buena fama que te precedía. —Le sonrió—. Eres una mujer muy valiente y haces un trabajo excelente. —Teniendo en cuenta lo competente que era él mismo, era todo un halago—. Espero que te vaya todo bien a tu regreso. Y espero que volvamos a coincidir en alguno de estos sitios de locos. Desde luego, hay destinos más fáciles que este.

Él personalmente siempre había preferido los más peligrosos. Echaba de menos el subidón de adrenalina del combate y jamás se preocupaba por los riesgos que podía correr. Era un verdadero guerrero y también admiraba ese rasgo en Ginny. Aquella mujer no se arredraba ante nada. Incluso cuando Enzo cayó abatido, mantuvo la calma y se comportó con fortaleza y serenidad durante todo el descenso al campamento, ayudando al jinete del otro lado a mantener el cuerpo de Enzo sobre el caballo. En ningún momento se había preocupado por si ella misma recibía un disparo.

—¿Te quedarás un tiempo en Nueva York? —le preguntó, como para charlar sobre asuntos más livianos antes de que Ginny se fuese a hacer el petate.

—Nunca me quedo mucho —le respondió ella con una sonrisa—. Soy como tú. Aquí es donde quiero estar. En sitios como este revivo, haciendo este tipo de trabajo. En Nueva York me aburro.

—Sí, está claro, allí no van a dispararte desde ninguna cueva. Eso es lo único que debes evitar. —Sin embargo, ambos sabían que ese tipo de peligro era inherente a esos territorios, que eran gajes del oficio.

Esa noche cenaron todos juntos en la tienda de la cantina. Fue una cena cordial pero tranquila. Al día siguiente, Rupert fue con ellas para despedirse. Junto a Ginny partían otras cinco mujeres: dos jóvenes de Lyon que habían llegado juntas hacía seis meses y que trabajaban para una organización francesa, una inglesa y dos alemanas. Ginny había recorrido el campamento para despedirse de las mujeres y de los niños a los que había cuidado. Y ya en el momento de arrancar, echó de menos el compañerismo natural del que tanto disfrutaba estando allí. Las seis mujeres hicieron el viaje a Asadabad conversando todo el camino. Desde allí viajaron a Jalalabad para coger un avión a Kabul. Solo las dos chicas francesas se alegraban de marcharse. Las alemanas y la inglesa estaban tan tristes como Ginny. Todas sabían que les costaría mucho adaptarse de nuevo a la vida lejos de la misión humanitaria.

Mientras charlaron, se enteraron de que Ginny llevaba tres años dedicándose a ese tipo de trabajo. No conocían a nadie que hubiese pasado tanto tiempo desempeñando esas labores sobre el terreno. Pero Ginny no lo concebía de otro modo, lo último que deseaba era encerrarse en un despacho neoyorquino. Aquello se había convertido en su vida.

Solo cuando aterrizaron en el aeropuerto de Kabul tras el vuelo desde Jalalabad comenzó a pensar de nuevo en su vida en Nueva York. Por lo general, le daba horror volver a casa, a su apartamento vacío y a la vida inexistente que llevaba allí. Pero esa vez estaba impaciente. Tenía que encontrar a Blue. Albergaba la esperanza de que se presentase en su apartamento el día que tenía prevista su llegada. Si no, estaba completamente decidida a buscarlo, a poner la ciudad patas arriba para localizarlo. Experimentaba una extraña sensación de pánico en su interior, como si fuera a arrastrarla una ola, y se angustió pensando qué pasaría si nunca más volvía a verlo. Sabía que la destrozaría. Costara lo que costase, lo encontraría.

Intentó hablar con él por Skype desde el aeropuerto de Kabul, pero no obtuvo respuesta y le escribió un

e-mail antes de que despegara el avión. Volvió a intentarlo durante la escala en Londres. Blue, sin embargo, no cogía la llamada de Skype y no había respondido a sus mensajes. Estuviera donde estuviese, no quería dar señales de vida. Ginny se preguntó si habría vuelto a la caseta de obra. Estaban a primeros de abril y ya no haría tanto frío, por lo que no se asustó. Pero quería encontrarlo lo antes posible, saber cómo estaba y por qué había dejado de ir a clase. Y, una vez que lo hubiese encontrado, cumpliría la promesa que le había hecho a Becky de ir a ver a su padre a Los Ángeles.

En el vuelo a Nueva York se durmió pensando en Blue. Y seguía pensando en él cuando despertó. Se lo imaginaba con su mirada traviesa y el gesto muy serio. Cuando aterrizaron, se encontraba totalmente espabilada. Y en cuanto llegó al apartamento, soltó los bártulos y se fue a la caseta. Pero él no estaba allí. El ayuntamiento había recuperado la propiedad poniéndole un candado en la puerta. Y dado que la caseta había dejado de ser una opción, no tenía ni idea de dónde podría estar.

Al día siguiente se acercó a Houston Street sin parar siquiera para desayunar. Se reunió con Julio Fernández, quien le explicó que Blue nunca llegó a adaptarse realmente al centro y que había vuelto a la calle, como les pasaba a algunos chavales. Era la vida que conocían y, en algunos casos, les resultaba más fácil manejarse en ese entorno, pese a las incomodidades y los peligros. Julio le deseó buena suerte en su búsqueda del chico.

Telefoneó a su tía Charlene, que tampoco conocía su paradero. No había sabido nada de su sobrino durante el tiempo que Ginny había estado fuera, y hacía ya siete meses que no hablaba con él. Y le recordó a Ginny que ella le había advertido que se escaparía.

Ginny lo buscó en otros albergues, así como en lugares por donde, según le dijeron, solían pulular adolescentes sin hogar. Miró en centros de día para jóvenes. Por último, hacia finales de la semana, se dio por vencida. Ya solo le quedaba esperar a que él se presentase en su apartamento por su propio pie. Le había mandado varios mensajes para informarle de que había vuelto, pero él no había respondido ninguno. También le dejó una nota en el portal electrónico de chicos sin hogar, por si le habían robado el portátil o lo había perdido. No podía hacer nada más. Cuando fue a las oficinas de SOS/HR a entregar su informe, estaba muy afectada. Sus compañeros se habían enterado del suceso con el francotirador y se alegraban de que hubiese resultado ilesa. Becky también, que había sabido lo ocurrido por las noticias. Su padre seguía mejorando gracias a la nueva medicación, pero eran conscientes de que sería una mejoría temporal y que, tarde o temprano, empeoraría de nuevo. Esas medicinas servían para mantener a raya el avance del Alzheimer durante un tiempo limitado. Ginny se había brindado a hablar con él cuando regresó a Nueva York, pero Becky le dijo que hablar por teléfono seguía confundiéndolo.

Diez días después de regresar, iba arrastrando los pies por el apartamento, sin saber adónde se dirigía, preguntándose si volvería a ver a Blue, cuando recibió una llamada de la oficina en la que le comunicaban que necesitaban que acudiese a una sesión del Senado, en Washington, D. C. Se trataba de una reunión acerca de la situación de las mujeres en Afganistán y consideraban que ella era la persona idónea para hablar, dado que había estado en el país hacía tan poco tiempo. Normalmente se lo habría tomado con ilusión. Pero, después de la búsqueda infructuosa de Blue, no estaba con ánimos. Acababa de perder a otra persona que le importaba y, aunque no había formado parte de su vida mucho tiempo, ya ocupaba un lugar en su corazón. No encontrarlo la había deprimido. Esperaba que estuviese bien, dondequiera que se hallase, y que no lo hubiesen herido o algo peor.

La sesión del Senado tendría lugar la semana siguiente, y Ginny dedicó el fin de semana a preparar su discurso sobre la dura situación de las mujeres en Afganistán. Las cosas habían cambiado muy poco a pesar de la gran cantidad de organizaciones de defensa de los derechos humanos que habían pasado por allí. Las viejas tradiciones resultaban casi imposibles de cambiar, y el castigo por vulnerarlas era severo, en ocasiones incluso conllevaba la muerte. Ginny pensaba informar sobre dos mujeres a las que habían lapidado hasta matarlas, en ambos casos por delitos cometidos por hombres contra ellas. Su cultura era un ejemplo claro de lo que hacía falta cambiar. Pero realizar esos cambios era una batalla que aún no habían ganado y que probablemente no ganarían hasta muchos años después.

Debía pronunciar el discurso el lunes por la tarde ante una subcomisión de derechos humanos. Habría otros dos ponentes, y ella intervendría en último lugar. Tenía pensado coger el Acela, el tren de alta velocidad, a Washington. De ese modo, llegaría poco después del mediodía.

Se dirigió a Penn Station vestida con un traje de color azul oscuro y zapatos de tacón, un cambio de atuendo radical para ella. Llevaba el discurso en un maletín, junto con el ordenador portátil, para poder trabajar en él un poco más durante el trayecto y añadir cambios de última hora. Estaba subiendo al tren cuando, casualmente, dio media vuelta y vio pasar corriendo por su lado a un grupo de quinceañeros que saltaron del andén a las vías para meterse por un ramal del túnel. Allí distinguió a otros chicos acampados, durmiendo en sacos de dormir. Era un sitio peligroso si cruzaban unas vías por las que apareciera un tren, pero se las habían ingeniado para ocultarse, y los guardias de seguridad de la estación no se habían percatado de su presencia.

De pronto, en medio de los chicos, vio una silueta que le resultó familiar. Llevaba la vieja parka que le había regalado la noche que se conocieron. Entonces, tras comprobar que nadie la veía, saltó del andén, cayó de forma precaria y estuvo a punto de irse al suelo. Echó a correr por las vías, llamándolo.

Él se volvió al oír su nombre. Y cuando la vio, parecía que hubiese visto una aparición. Todo en aquella mirada la hizo entender que jamás había creído que fuese a volver. Que pensaba que ya nunca más la vería. Y estaba llamándolo por su nombre, a voces, abriéndose paso por las vías de la estación, corriendo con tacones en dirección a él. Blue se quedó petrificado, inmóvil, y a continuación echó a andar lentamente hacia ella. Luego, cuando estaban los dos cara a cara, cerca de las vías, la observó con la mirada perdida. No se aproximaba ningún convoy. Ella jadeaba a causa de la carrera y tenía que esforzarse para mantener el equilibrio con los tacones.

—Llevo dos semanas buscándote por todas partes —dijo, mirándolo intensamente cuando sus ojos azules se cruzaron con los de ella—. ¿Dónde estabas?

—Aquí —respondió él sin más, y señaló con un gesto vago el andén donde se apiñaban los demás. Eran un nido de chavales sin casa que vivían juntos.

—¿Por qué te fuiste de Houston Street y dejaste el colegio?

—No me gustaba. Y el colegio es una idiotez.

A Ginny le entraron ganas de decirle que él también era idiota si pensaba que podría arreglárselas el resto de su vida sin haber acabado la escuela siquiera, pero se mordió la lengua. Blue ya sabía lo que opinaba del asunto.

—Cometiste una estupidez. —Fue lo que le dijo, enojada—. ¿Y por qué no respondiste mis mensajes ni me dijiste dónde estabas? ¿Todavía tienes el portátil?

—Sí. Pensé que estarías muy enfadada conmigo. —La miró contrito.

—Y lo estoy. Pero eso no quiere decir que no me importes. —Oyó el último aviso de salida de su tren. No podía quedarse más tiempo, pero al menos ya sabía dónde estaba—. Tengo que irme. Salgo de viaje a Washington y vuelvo esta noche. Ven mañana al apartamento y hablamos.

—No pienso volver allí —replicó él, obcecado.

Y Ginny no supo si se refería al colegio o a Houston Street. Pero no tenía tiempo para discutir con él. Lo miró por última vez y lo rodeó con los brazos, y él la abrazó a ella.

—Ven a verme. No voy a leerte la cartilla —lo tranquilizó.

Blue asintió con la cabeza mientras ella regresaba a toda prisa por las vías. Una vez de nuevo en el andén, se dio la vuelta para decirle adiós con la mano y él también se despidió. Entonces Ginny corrió al Acela lo más rápido que pudo y entró en un vagón justo cuando se cerraban las puertas. Se quedó mirando por el cristal mientras el tren empezaba a alejarse de la estación y lo vio en el túnel con los otros chicos. Hablaba con ellos y se reía, uno más en esa vida extraña que para él era familiar. Había pasado más de dos meses viviendo en la calle, desde que ella se había marchado, una larga temporada para alguien de su edad. Se preguntó si iría a su apartamento. Tal vez había decidido que no quería formar parte de su vida.

Mientras el tren ganaba velocidad, notó que iba hecha unos zorros. Se le había desabotonado la chaqueta y se había rozado un zapato. Trató de serenarse leyendo el discurso de nuevo, pero tenía el corazón desbocado. Estaba eufórica por haber encontrado a Blue, y ya no podía pensar más que en el chico.

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