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Ginny no llamó a Becky antes de salir de Nueva York al día siguiente. No quería hablar con ella después de todo lo que había dicho sobre Blue y sobre el caso de abusos sexuales contra el cura. Le mandó un mensaje de texto para contarle que se marchaba y darle los números de teléfono en los que podría contactar con ella durante las ocho semanas siguientes, por si le ocurría algo a su padre. Aunque Becky no respondió, tenía toda la información que necesitaba.

El viaje hasta el campamento, en las proximidades de Homs, fue interminable, como de costumbre. Y una vez allí, comprobó que las condiciones de vida eran aún peores de lo que le habían contado. Había niños en situaciones terribles, tendidos en camastros, con los ojos empañados, aferrándose apenas a un hilo de vida. Chicos a los que habían violado, otros con brazos o piernas amputados, una niña preciosa a la que su propio padre le había arrancado los ojos y cuya familia la había abandonado en la carretera en lugar de cuidar de ella. Estaban torturando a niños. En comparación, el drama de Blue con el padre Teddy no parecía tan grave. Ginny pasaba su tiempo junto a jóvenes heridos en condiciones apabullantes, con suministros insuficientes y en un ambiente de tensión constante. Y cada día llegaban más niños. Cruz Roja y el personal sanitario, integrado por voluntarios, realizaban una labor heroica, y tanto Ginny como sus compañeros hacían todo lo posible por ayudar. Y debido al volátil clima político, todos los trabajadores actuaban con suma cautela, no salían del campamento y, siempre que era posible, iban a todas partes de dos en dos o en grupo. Ginny prestaba toda su atención a los niños heridos, no a los peligros que pudiera correr. Aquella misión les rompía el corazón a todos. En las contadas ocasiones en que se hallaba en algún sitio con acceso a internet, comprobaba si tenía mensajes de correo de Andrew O’Connor y de Blue. De su hermana no tuvo noticias en todo el tiempo que duró su misión. Pero al menos eso significaba que su padre seguía con vida. Ginny nunca se había sentido tan al borde de sus fuerzas, física y emocionalmente. Por suerte la relevarían al cabo de unas semanas.

A Blue parecía estar yéndole todo bien, según los mensajes que le escribía. Se quejaba de Houston Street, pero con menos acritud que antes, como si hubiese hecho las paces con la situación. Le contaba que estaba componiendo temas con el piano del centro. Eso la hizo sonreír; sabía que, si andaba enfrascado con la música, estaría bien. La ceremonia de graduación, celebrada poco después de que se marchase, había transcurrido bien y hacía trabajillos en la residencia juvenil para echar una mano. También le contaba que hacía calor en Nueva York y que, para sorpresa y alegría de Ginny, había ido a verle Andrew O’Connor. Decía que era un gran tipo.

En cuanto a los mensajes de Andrew, Ginny los encontró muy interesantes y esperanzadores. En ellos le explicaba que los investigadores de la policía habían descubierto cinco casos de abusos cometidos por el padre Teddy en la parroquia de St. Francis, correspondientes a chicos que habían decidido hablar, y otros dos en la de St. Anne, de Chicago. Andrew estaba convencido de que aparecerían más. Habían abierto la caja de Pandora del díscolo sacerdote, que había permanecido firmemente cerrada y sellada durante años. La policía sospechaba que la archidiócesis había tenido conocimiento de algunos casos y lo había trasladado a Chicago para que pudiera hacer borrón y cuenta nueva. Pero que, una vez en su nuevo destino, había vuelto a las andadas. Ginny ardía de impaciencia por regresar a casa para ponerse al día de todas las pesquisas y estar junto a Blue. Por primera vez desde que viajaba en misiones humanitarias, estaba deseando volver. Ni Andrew ni la policía habían querido contarle nada al chico en ausencia de Ginny, y no tenían intención de hacerlo hasta que ella volviese. Andrew consideraba que era mejor esperar hasta entonces, y ella compartía su parecer. Desde donde se encontraba, no podía hacer nada.

El abogado le mencionó también su visita a Blue. Había pensado que el chico se sentiría solo sin ella y por eso había decidido acercarse a verlo, como amigo. En su correo le pedía permiso para llevárselo a ver un partido de béisbol. Eso le llegó al alma y le respondió enseguida para darle las gracias y decirle que a Blue le encantaría ir con él a un partido, pues era fan de los Yankees. Andrew respondió que casualmente conocía al dueño del equipo y que tal vez podría presentarle a Blue a algunos jugadores. La siguiente vez que tuvo noticias de Blue, el chico le contaba entusiasmado lo bien que lo había pasado y a qué jugadores había conocido. Le habían firmado dos pelotas, un bate y un guante, y le había pedido a Julio que se lo guardase todo bajo llave para que no desapareciera. A modo de agradecimiento, había compuesto una pieza musical para Andrew. Le contó que Andrew también tocaba el piano y que le había gustado su composición. Ginny se sentía agradecida por el tiempo que el abogado estaba dedicando a Blue en su ausencia. Era una manera de sentirse menos desconectada de él, en la otra punta del planeta, y a la vez pensaba que era fabuloso que Blue contase con una figura masculina en su vida.

Le dio las gracias personalmente a Andrew en otro mensaje de correo electrónico, al que él respondió y aprovechó para preguntarle por su labor en Siria. No era nada fácil describir en un correo las tragedias con que se topaba a diario, situaciones terribles que allí formaban parte del día a día, injusticias que ya no sorprendían a nadie, en su mayor parte perpetradas contra mujeres y niños. Él contestó con palabras reflexivas, cargadas de empatía, y finalizó con un chiste y una tira cómica de

The New Yorker que la hicieron reír, antes de regresar a su trabajo. Todo aquello la ayudaba a no ver tan lejana la civilización. Andrew O’Connor le parecía una buena persona, profundamente comprometida con su trabajo y con sus clientes, como había intuido el día que se conocieron.

En el campamento siguió reinando la tensión todo el tiempo que estuvo allí. Todo el mundo estaba muy ocupado. Tanto Cruz Roja como otras organizaciones internacionales habían enviado refuerzos. Iba a costar mucho volver a la vida cotidiana después de una experiencia como aquella. En comparación con lo que hacía y veía a diario, Nueva York le parecía de otro planeta. El brutal sufrimiento de esos niños tan gravemente heridos, que no tenían ninguna esperanza de vivir una vida mejor, era demoledor y le daban ganas de llevárselos a todos a casa con ella.

Sus propias condiciones de vida en el campamento eran las peores en las que había tenido que desenvolverse nunca. Aquel período en Siria se le hizo más largo y arduo que cualquiera de las misiones anteriores: las ocho semanas que vivió allí se le hicieron eternas. Cuando llegó su relevo, tan solo dos días antes de la fecha de su regreso, sintió un gran alivio. Varios cooperantes habían empezado a enfermar de gravedad y estaban enviándolos a casa. Ginny había sufrido disentería durante semanas y había perdido cuatro kilos y medio de peso. Había sido una de las misiones más duras de su carrera; muchos de los trabajadores con menos experiencia salieron de aquello profundamente abatidos, y los más avezados terminaron agotados. Cuando Ginny se fue, aún quedaba mucho que hacer, pero estaba preparada para volver a casa y ansiosa por ver de nuevo a Blue. Pasó el primer vuelo del viaje de regreso, de Homs a Damasco, durmiendo del tirón.

Al llegar a Damasco, le pareció irreal volver a la civilización; iba por el aeropuerto aturdida, sin saber qué hacer, abrumada por la gente, la multitud, las tiendas del aeropuerto, después de todo lo que había visto y vivido durante dos meses. En el segundo vuelo, de Damasco a Amán, en Jordania, fue regresando al reino de los vivos poco a poco, mientras tomaba una comida ligera y veía una película. No estaba muy segura de que su estómago volviese a ser el de antes. Y lo único que deseaba era olvidar lo que había visto en el campamento.

El viaje había sido deprimente, nunca había tenido que ocuparse de tal cantidad de personas, todas niños y jóvenes por quienes tan poco podía hacer. Sabía que aquel recuerdo la acompañaría siempre. Todo había sido diez veces peor y por momentos incluso cien veces peor de lo que le habían contado. Aun así, se alegraba de haber ido, incluso para hacer lo poco que había podido hacer. Tenía la sensación de haber estado fuera de casa un año entero, no unas semanas. Estaban a primeros de agosto y abrigaba la esperanza de poder irse unos días con Blue a algún sitio antes de que él empezase el instituto y ella tuviese que marcharse de nuevo.

Cuando el avión aterrizó en Nueva York, le dieron ganas de besar el suelo. Su aspecto era el de una refugiada recién llegada de un lugar espantoso. Así cruzó el aeropuerto. Estaba impaciente por llegar a casa y darse un baño caliente con jabón, pero le había prometido a Blue que lo recogería en la residencia de camino a casa desde el aeropuerto. En esos momentos, llevaba más de veinte horas viajando, por tierra y por aire. Cogió un taxi, dio las señas del centro de Houston Street al taxista y le informó de que, después de recoger a alguien, necesitaba que los llevara a otra dirección.

Blue sabía a qué hora llegaba, y Ginny lo avisó con un mensaje de texto al salir del aeropuerto. Estaba esperándola con las maletas preparadas cuando el taxi llegó a la residencia. Ginny entró en el edificio con aspecto agotado, pero una sonrisa le iluminó la cara al ver al chico. Él también se alegró mucho, aunque se quedó impresionado: estaba pálida, flaquísima, y tenía profundas ojeras. Los dos meses que había pasado en el campamento sirio le habían pasado factura, más de lo que ella misma se daba cuenta.

—¡Madre mía! Qué mala cara. ¿Es que no has comido nada allí? —Blue estaba visiblemente feliz de verla, pero ella tenía pinta de haber pasado verdadera hambre.

—Pues no mucho, no.

Ginny le sonrió. Llevaba la cara sucia del viaje, y el pelo, suelto. Le dio un fuerte abrazo. Se alegraba muchísimo de verlo con buen aspecto, entero, ileso, y de que nunca tuviera que pasar por las penurias a las que se enfrentaban las criaturas y los jóvenes que acababa de dejar atrás. Le pasara lo que le pasase, jamás sería tan malo. La gente joven a la que había estado tratando de ayudar no tenía ninguna salida, ninguna escapatoria, mientras que él tenía una vida entera por delante llena de grandes oportunidades, sobre todo entonces, cuando iba a estudiar en un instituto en el que cultivaría su talento y en el que aprendería cosas nuevas todos los días.

Blue bajó sus maletas a la acera, después de que Ginny y él le diesen las gracias a Julio Fernández, quien se despidió del chico con una gran sonrisa. Blue llevaba el bate firmado y un guante que le habían regalado cuando Andrew lo llevó al partido de los Yankees, y se los había enseñado a Ginny inmediatamente diciéndole que quería ponerlos en la estantería de su cuarto.

—Algo me dice que no volveremos a verte por aquí, colega. —Julio lanzó una mirada a Ginny al pronunciar esas palabras. Esa mujer era la garantía de que Blue no acabaría de nuevo en las calles y, pese a que no se trataba de su tutora legal, ya no podía considerarse que el muchacho fuese un sintecho. La tenía a ella. Al verlos marchar del albergue, le parecieron una familia—. No te alejes demasiado, ven a vernos. Voy a echarte de menos —le dijo sinceramente a Blue.

Él le dio un abrazo y, acto seguido, bajó corriendo las escaleras de la entrada para meterse en el taxi con Ginny. Ella había vuelto, tal como le había dicho. Se le había quedado grabado. Sabía que podía fiarse de ella, siempre y cuando no le ocurriese nada. Y ella le había escrito desde Siria siempre que había podido, para tranquilizarlo.

Ginny le dio la dirección al taxista y se dirigieron a casa. Mientras charlaban, al sentir el calor tórrido que hacía ese día de principios de agosto, fue quitándose las capas de ropa que había llevado durante el viaje. Al llegar a casa, quería tirar todo lo que llevaba puesto a la basura. Se sentía todavía más sucia de lo que aparentaba, pero, aun así, no dejaban de sonreírse y Blue hablaba a mil por hora.

—Bueno, ¿y qué has hecho que no me hayas contado por

e-mail? —le preguntó ella mientras cruzaban la ciudad.

—Pues Andrew nos ha invitado a otro partido de los Yankees, por mi cumpleaños. —Estaba entusiasmado. Iba a cumplir catorce años, y Ginny se alegraba muchísimo de haber vuelto a casa a tiempo para celebrarlo—. ¿Podemos ir?

Ginny no tenía más planes que estar con él durante el siguiente mes o mes y medio. Había recibido un correo electrónico de Ellen en el que le decía que quizá la enviasen a la India. Pero, por el momento, lo único que tenía en mente era Blue, pasar tiempo con él y llevarlo al instituto después del día del Trabajo, el 4 de septiembre.

—Claro que sí —respondió con una enorme sonrisa.

—Andrew es guay. Lo sabe todo de los mejores jugadores de los Yankees. No me puedo creer que antes fuese cura. —Viniendo de él, era todo un halago.

Le contó todo lo que recordaba de los dos partidos de los Yankees a los que había ido con Andrew, quien además lo había llevado a ver a los Mets. Por su parte, Jane Sanders, a cargo de la investigación policial, también se había pasado a verlo por el centro de menores. Blue le contó a Ginny que había tocado el piano para ella. Sin embargo, en ningún momento mencionó la investigación, y Ginny no le preguntó. Pensaba llamar a Jane Sanders para que la pusiera al corriente de las últimas novedades.

Cuando llegaron al apartamento, a los dos les pareció que estaban en el cielo. Ginny mandó a Blue a hacer la compra mientras ella se dirigía al baño. No podía esperar para darse un baño de verdad. Cuando salió con el albornoz rosa de rizo, con la piel limpia frotada a conciencia, se comió un sándwich con Blue. Se le cerraban los ojos; le dijo que lo quería y se fue a dormir. Blue, entretanto, se acomodó en el sofá a jugar a los videojuegos y a ver películas. Estaba feliz de hallarse de nuevo en casa con ella y de dormir en su cuarto, en su propia cama.

Ginny durmió hasta el día siguiente y se despertó llena de vitalidad y lista para ponerse manos a la obra con Blue. Llamó a Jane Sanders para interesarse por las novedades del caso y a Andrew O’Connor para darle las gracias por su amabilidad con Blue y aceptar su invitación a ir a ver a los Yankees para celebrar su cumpleaños.

—En tus mensajes describías una vida muy dura —comentó Andrew al teléfono, tuteándola. Parecía impresionado.

—Ha sido bastante difícil —admitió ella—. Resulta agradable estar de vuelta en casa. Blue está estupendo. Gracias por sacarlo de vez en cuando y por ir a verlo. —Había pasado a tener una vida a la que regresar, lo cual suponía todo un cambio para ella, como lo era para Blue.

—Es un chico genial —dijo Andrew sin ningún pudor— y tiene un talento increíble. Ha tocado el piano para mí un par de veces, cuando he ido a verlo.

—Dice que tú también eres bastante bueno —contestó Ginny con simpatía, añadiéndose al tuteo y disfrutando de la conversación.

—Yo a su lado soy un triste aficionado. Si hasta me compuso una pieza original.

—LaGuardia va a ser fantástico para él —comentó Ginny encantada.

—Tú sí que eres fantástica para él. El chico estaba ansioso por que volvieses —le aseguró Andrew.

—¡Y yo! Ha sido un viaje muy duro, más corto de lo habitual, pero mucho más duro. —Habían sido ocho semanas en el infierno, como él había deducido incluso con la poca información que le había dado.

—¿Y adónde será el siguiente? ¿Lo sabes ya? —Se lo preguntaba con verdadero interés.

—No lo sé seguro. Puede que a la India, en septiembre. Me da mucha rabia tener que separarme tan pronto de Blue.

Andrew no quería decirle cuánto la había echado de menos el muchacho. No había parado de hablar de Ginny y se había preocupado por ella. Ginny era el centro de su existencia y la única adulta a la que había conocido en la vida en la que pudiera confiar, con la que pudiera contar y que nunca lo hubiera defraudado.

—Puede que ahora te dejen pasar más tiempo en casa entre viaje y viaje —comentó Andrew con optimismo.

Ella también lo había pensado, pero no sabía cómo se lo tomaría Ellen. Su trabajo conllevaba estar fuera de casa nueve meses al año como mínimo, ese era su acuerdo con SOS. Y en su día les había dicho que no tenía ataduras personales, que era dueña de sí y libre.

—Ya veremos —respondió Ginny distraídamente.

Andrew se despidió diciendo que la llamaría al cabo de unos días para ver qué tal iba todo.

Blue y ella prepararon la comida. Daba la impresión de que el chico había crecido cinco centímetros en esos dos meses. Ginny sabía que era imposible, pero lo veía más alto. Y sano. Lo habían alimentado bien en Houston Street; como casi todos los residentes eran adolescentes, las raciones eran grandes.

Ginny estaba feliz de estar en casa. Se había preocupado por él, pero no se había escapado del centro. Se sentía orgullosa de que hubiese cumplido su palabra y se lo dijo cuando terminaron de comer y metieron los platos en el lavavajillas, antes de bajar a un concierto al aire libre, en el parque.

—Como me dijiste que me matarías si me iba, me quedé —bromeó él. Entonces le enseñó su diploma. Lo había encontrado esa mañana entre el correo mientras ella dormía.

Ginny le prometió que lo enmarcaría y que lo colgaría de la pared de su cuarto, junto con todos los objetos de los Yankees.

La noche anterior le había mandado un mensaje de texto a Becky y no había recibido respuesta, así que decidió llamarla después de comer. Hacía más de dos meses que no hablaban ni se comunicaban de ninguna manera. Su última conversación, si es que podía llamarse así y no «pelea», les había dejado mal sabor de boca a las dos. Ninguna estaba loca por hablar con la otra. Becky pensó que se habría puesto de nuevo como una furia, como empezaba a ser costumbre en ella, desde que le daba por meterse en historias a cuál más peregrina, y Ginny por su parte opinaba que su hermana era una insensible y una majareta por empeñarse en proteger a curas pederastas, por el respeto que profesaba a la Iglesia católica pero sin la más mínima consideración hacia las criaturas a las que habían hecho daño, como Blue. Pero Ginny quería saber de su padre y no había tenido noticias de él desde el mes de junio. Deducía que todo seguía igual.

Becky contestó sorprendida.

—¿Has vuelto?

—Sí. Sigo viva. ¿Qué tal papá?

Blue, sentado delante de su ordenador, aguzó el oído. Lizzie le había contado por mensaje que su abuelo seguía más o menos igual.

—Pues apagándose poco a poco. Ahora solo se despierta varias veces al día y vuelve a dormirse —respondió Becky—. Ya no nos reconoce a ninguno de nosotros.

Ginny sintió lástima por ella, sabía que tenía que ser duro presenciar su deterioro día tras día. Eso mitigó el enojo que sentía por la diatriba que le había soltado en contra de su denuncia del cura.

—¿Y tú qué tal? —preguntó entonces con un tono más amable.

—Yo bien. ¿Y tú? ¿Dispuesta ya a dejarte de cazas de brujas?

Becky albergaba la esperanza de que su viaje a Siria la hubiese disuadido de sus disparatados planes de ayudar a Blue a demandar a la archidiócesis y a presentar acciones penales contra un sacerdote. Cada vez que se acordaba, seguía sacándola de sus casillas. Pero Ginny se vino abajo al oírla. Becky no había cambiado, era la misma de siempre, con sus limitaciones, sus prejuicios y su estrechez de miras. Para Ginny era decepcionante oírla decir eso.

—No es ninguna caza de brujas —replicó, haciendo de tripas corazón—. Es real: hay curas que están haciendo daño a niños de carne y hueso, que están cometiendo delitos reales. Imagínate cómo te sentirías si se lo hubiesen hecho a Charlie.

Becky hizo oídos sordos.

—¡Por el amor de Dios, Ginny! Déjalo ya —la abroncó exasperada.

Alan tampoco estaba conforme con la idea. Lo habían hablado largo y tendido, y los dos estaban horrorizados ante lo que se disponía a hacer Ginny. Él se lo tomaba aún más a pecho que Becky, consideraba que iniciar ese pleito era pecado y que sería una vergüenza para la familia. Y rezaba por que no se enterase ningún conocido. También a sus hijos les habían explicado que era un gran error. Lizzie le había contado a Blue lo que opinaban sus padres y le había dicho que ella no estaba de acuerdo y que le parecía que estaba siendo muy valiente. Él se lo agradeció. Lo reconfortaba saberlo. Y ella no le hizo preguntas al respecto. Era una chica educada, le gustaba mucho Blue y no quería que se sintiera incómodo con ella, pues ya se habían hecho amigos.

La conversación con Becky fue tensa, dado que ninguna de las dos había suavizado su postura. Ginny colgó en cuanto le fue posible. Lo que quería era saber cómo estaba su padre; Becky la había informado y no tenían nada más que decirse. Ginny trató de quitárselo de la cabeza y, media hora después, salía con Blue camino del concierto en Central Park.

Escuchar a Mozart en aquel entorno apacible, rodeados de gente alegre con aspecto saludable, después de dos meses viviendo los rigores del campamento en Siria, se le hizo muy extraño. Seguía resultándole irreal estar de nuevo en casa. Pero a Blue y a ella les gustó muchísimo el concierto.

Cuando volvieron al apartamento, recibió una llamada de Andrew. Había tenido noticias de la archidiócesis esa misma tarde. No podía haber sido en un momento más oportuno, con ella de vuelta en Nueva York.

—Quieren vernos —le dijo contento—. Así que la semana que viene tenemos cita con el religioso que se ocupa de estos casos, en la archidiócesis. Es un viejo cabezota, también jesuita. Trabajé con él dos años en Roma. No nos lo pondrá fácil. Pero también es un hombre inteligente y acabará dando su brazo a torcer. No tienen modo de defender al cura. —Le contó—. Hoy he hablado con Jane. Están apareciendo más víctimas, algunos son hombres hechos y derechos ya, el mayor que he visto en la lista tiene treinta y siete años. Tenía catorce cuando el padre Teddy abusó de él, recién salido del seminario, en Washington, D. C. Todo esto pinta muy mal para él. Es evidente que este cura tiene un problema desde hace años, y ellos lo saben. Viene a reforzar aún más la acusación de Blue.

—¿Sabes algo del amigo de Blue, Jimmy Ewald? —le preguntó, satisfecha con lo que le había contado.

—Un investigador de la policía ha hablado con él. Lo niega todo. Dice que el padre Teddy es la mejor persona que ha conocido en su vida. Yo no le creo, pero me parece que está demasiado asustado. El padre Teddy debió de amenazarlo también.

Tal como estaban las cosas, aun antes de que concluyese la investigación, había cada vez más pruebas. Andrew le contó también que se habían presentado quince chicos más, contando historias prácticamente idénticas a la de Blue, sobre abusos sexuales cometidos contra ellos por el carismático sacerdote. El responsable diocesano quería reunirse con ella y con Andrew, pero no con Blue. Iba a ser un encuentro de lo más interesante. El abogado le aseguró que todo iría bien, pero a ella le preocupaba que la archidiócesis invirtiera todos sus esfuerzos en defender al padre Teddy y a la Iglesia, en lugar de intentar compensar a Blue por todo lo que le habían hecho. Andrew la avisó de que era posible que aún pretendieran desacreditar y minar a Blue, y que casi con toda seguridad sería lo que intentarían en esa primera reunión.

—Pero no te preocupes, lo conseguiremos —quiso tranquilizarla Andrew—, aunque empiecen pegando fuerte. No me dan miedo. Recuerda que en su día fui uno de ellos. Eso me da una ventaja sin igual, aparte de que conozco a muchos de los jugadores, sobre todo a los que tienen poder. Conozco muy bien a ese prelado, es un hombre implacable, pero es justo y honrado.

Ginny sintió de nuevo curiosidad por la historia del abogado, por los motivos que lo habían llevado a abandonar la Iglesia. Pero no se le ocurriría preguntar nada, del mismo modo que él tampoco la sondeaba acerca de los crímenes nefandos que pretendía expiar ella viviendo en campamentos de refugiados del mundo entero.

Quedaron en verse media hora antes de la reunión en la archidiócesis, el lunes, en un pequeño restaurante cercano. Cuando colgó, se lo contó a Blue.

—¿Y eso es bueno o malo? —preguntó el chico, preocupado por la reunión.

—Es el procedimiento habitual —respondió ella con calma—. El prelado al cargo quiere vernos para hablar del tema. No hace falta que vengas, iremos solo Andrew y yo.

Blue pareció aliviado. Esa noche fueron al cine, y al día siguiente, a Coney Island, para que Blue montase en el Cyclone. Luego comentó que no era tan bueno como la montaña rusa de Magic Mountain y escribió a Lizzie para contárselo. Después se tumbaron un rato en la playa. Lo pasaban bien juntos, y Ginny no podía estar más feliz de hallarse en casa.

Estaban volviendo a la ciudad cuando Becky llamó por teléfono a Ginny. Nada más atender la llamada, detectó tristeza en la voz de su hermana y supo lo que había pasado antes de que Becky pronunciase palabra.

—¿Papá? —Fue todo lo que Ginny preguntó, y Becky confirmó sus temores.

—Sí. Hace una hora. He subido a ver cómo estaba, después de comer, y he visto que dormía tranquilamente. Luego, he vuelto al cabo de media hora y ya no respiraba. No he podido despedirme de él. —Entonces rompió a llorar, y Ginny también.

—Has estado despidiéndote de él día tras día desde hace más de dos años, con todo lo que has hecho por él, con tu forma de cuidarlo, dejándolo vivir en vuestra casa. Estaba listo para irse. La vida que llevaba ya no merecía la pena. Es mejor así —dijo Ginny en voz baja.

—Sí, tienes razón. Pero me da pena. Voy a echarlo de menos. Ha sido precioso poder hacer todo esto por él. Siempre fue tan bueno con nosotras… —añadió Becky entre lágrimas.

Había sido un padre maravilloso hasta el final. Para ellas había sido una bendición contar con él, y también su madre había sido una mujer buena y afectuosa. Habían tenido unos padres magníficos, no como Blue, que se había quedado solo en el mundo después de la muerte de su madre. Precisamente las historias como la de Blue inspiraban a Ginny a ser caritativa con quienes tenían menos suerte que ella.

—Ahora está con mamá —aseguró Ginny con serenidad, mientras le resbalaban las lágrimas por el rostro—. Seguro que prefiere estar con ella.

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