Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » «Hora de que te cases»

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—Podrías pedirle que se protegiera. Ya sabes, que usara uno de esos chismes de goma.

Norma Jeane arrugó la nariz.

—¿Esas cosas que son como globos?

—Son asquerosas —convino Elsie—, pero lo otro es peor. A su edad, tu marido debería alistarse en el ejército, la marina o lo que sea; hasta puede que ya lo haya hecho. Y no tendrá más interés que tú en que te quedes embarazada. Y si se marcha al extranjero, estarás segura.

Norma Jeane se animó.

—¿Crees que se iría al extranjero? Sí. Irá a la guerra.

—Todos los hombres van.

—¡Ojalá pudiera ir yo! Me gustaría ser hombre.

Y a quién no. Pero no caerá esa breva. Debemos jugar con las cartas que nos han tocado.

Elsie había llegado al final de una calle de tierra sin salida. Cerca de allí estaban las vías del tren, aunque era imposible verlas en la oscuridad. Un año antes habían encontrado en los alrededores el cuerpo acribillado a balazos de un hombre de otra ciudad. Un «ajuste de cuentas del hampa», según los periódicos.

Ahora el viento soplaba entre la alta hierba como los espíritus de los muertos. Las cosas que se hacen los hombres entre sí. Todo el mundo recibe su parte de sufrimiento. Elsie pensó que si aquélla hubiera sido una escena de película, ella y Norma Jeane solas en ese lugar desolado, habría ocurrido algo: la música habría sugerido que estaba a punto de ocurrir algo. En la vida real no había música ni pistas. Te metías en una escena sin saber si era importante o no. Si la recordarías durante el resto de tu vida o la olvidarías en menos de una hora. El solo hecho de que la gente apareciera en una película, ante el objetivo de la cámara, significaba que iba a suceder algo crucial; la sola presencia de la cámara indicaba que pasaría algo. Quizá se debiera a la alegría de haber ganado los platos de plástico (que usaría y sorprenderían gratamente a Warren), pero lo cierto era que esa noche sus pensamientos volaban en todas las direcciones y tuvo que hacer un esfuerzo para no coger la mano de Norma Jeane y apretar, apretar, apretar.

—Las películas como las que hemos visto esta noche están bien y entretienen —dijo de repente, como si viniera a cuento—, pero no son más que una sarta de mentiras, ¿sabes? Bob Hope es muy gracioso, pero no es real. Las películas que me gustan a mí son El enemigo público; Hampa dorada; Scarface, el terror del hampa. Jimmy Cagney, Edward G. Robinson, Paul Muni. Hombres guapos y mezquinos que al final se salen con la suya.

Elsie dio la vuelta con el coche y condujo hacia Reseda. No había nada que le impidiera volver a casa; era tarde y le apetecía una cerveza, pero no se la tomaría en la cocina, sino que la llevaría a su habitación y la bebería despacio hasta que le entrara sueño. Finalmente dijo con voz más animada, como si en efecto interpretara la escena de una película que de pronto cambiaba de tono:

—Hasta es posible que te guste tu marido, Norma Jeane. Y que quieras tener hijos. En un tiempo, yo quise.

El tono de Norma Jeane también cambió cuando repuso:

—Puede que quiera tener hijos. Es lo normal, ¿no? Un niño de verdad. Una vez que ha nacido y salido de tu cuerpo. Cuando ya no puede hacerte daño. Me encanta abrazar a los bebés. Ni siquiera tendría que ser mío. Cualquier bebé —hizo una pausa para recuperar el aliento—. Pero si fuera mi hijo, tendría derecho a estar con él las veinticuatro horas del día.

Elsie la miró, sorprendida por su cambio de humor. Sin embargo, esas oscilaciones eran típicas de Norma Jeane: a veces estaba meditabunda y abstraída y en cuanto te veía se transformaba en una joven desenfadada, animada y rebosante de alegría, como si de súbito la enfocara una cámara.

—Sí, me gustaría tener un bebé —repitió con mayor entusiasmo—. Bastaría con uno. Entonces no me sentiría sola, ¿no?

Elsie respondió con tristeza:

—Por un tiempo —suspiró—. Hasta que ella se fuera y te dejara.

—¿Ella? Yo no quiero una hija. Mi madre sólo tuvo niñas. Yo quiero un niño.

Norma Jeane hablaba con tanta vehemencia que Elsie la miró con alarma.

Qué chica más rara. ¿Es posible que no la conozca?

Elsie se alegró de ver que la destartalada furgoneta de Warren no estaba en el camino de entrada, aunque eso significaba que volvería tarde, sin duda borracho, y si había perdido en una partida de cartas, como le ocurría a menudo en los últimos tiempos, estaría de pésimo humor, pero arrinconó esa idea por el momento. Dejaría los platos de plástico en la mesa de la cocina para que Warren los viera y se preguntara: ¿qué diablos? Imaginó su expresión de intriga. Le gustaban las buenas noticias. Hasta puede que sonriera. Cualquier cosa que uno consiguiera sin dar nada a cambio, que cayera como llovida del cielo, era un chollo, ¿no? Elsie dio las buenas noches a Norma Jeane con un beso y dijo en voz baja:

—Todo lo que te he dicho esta noche es por tu bien, cariño. Tienes que casarte porque no puedes quedarte con nosotros y sabe Dios que no te conviene volver a… a ese lugar.

Norma Jeane parecía haber asimilado con serenidad esta revelación, que días antes la había horrorizado.

—Lo sé, tía Elsie.

—Algún día tendrás que convertirte en una mujer. Es inevitable.

Norma Jeane emitió una risita triste y chillona.

—Supongo que me ha llegado la hora, tía Elsie.

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