Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » El hijo del embalsamador

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El hijo del embalsamador

—¡Te quiero! Ahora mi vida es perfecta.

Llegó el día, menos de tres semanas después de que cumpliera dieciséis años, el 19 de junio de 1942, el día en que Norma Jeane intercambió los sagrados votos matrimoniales con un muchacho al que amó a primera vista, que la amó a primera vista, mirándose el uno al otro con un asombro cargado de ternura (Hola, soy Bucky y Yo, No-norma Jeane), mientras a una distancia prudencial Bess Glazer y Elsie Pirig los observaban con ojos risueños y ya húmedos, previendo este gran momento. Naturalmente, todas las mujeres asistentes a la boda en la Primera Iglesia de Cristo de Mission Hills, California, lloraron ese día al ver a la joven y hermosa novia que aparentaba apenas catorce años junto al novio, imponente con su metro noventa y dos de estatura y sus ochenta y seis kilos, que por su parte no parecía mayor de dieciocho, un muchacho desgarbado pero gallardo, apuesto como un Jackie Coogan adulto con el pelo moreno cortado a cepillo, dejando al descubierto sus grandes y puntiagudas orejas. En el instituto había sido campeón de lucha libre y jugador de fútbol y era obvio que protegería a esa pobre niña huérfana. Amor a primera vista por ambas partes. Prometidos durante menos de un mes. Son los tiempos que corren, la guerra. Todo va más deprisa.

¡Mirad sus caras!

La de la novia, pálida y luminosa como el nácar excepto en las mejillas delicadamente maquilladas con colorete. Sus ojos parecían llamas danzarinas. Su perfecta cara de muñeca enmarcada por el cabello rubio oscuro, brillante como aprisionados rayos de sol, peinado en parte en tirabuzones y en parte en trenzas hechas por la propia madre de la novia y entrelazado con lirios del valle sobre los cuales flotaba el velo nupcial, ligero y vaporoso como un soplo de aire. En la pequeña iglesia se respiraba la dulce y nostálgica inocencia de los lirios del valle, ese aroma que recordaré durante el resto de mi vida, el aroma de la felicidad hecha realidad. Y el miedo a que mi corazón se parara y Dios me acogiera en su seno.

Y el vestido de novia, tan bonito. Metros de resplandeciente raso blanco, un corpiño ceñido, ajustadas mangas largas con volantes en los puños, metros y metros de deslumbrante raso, pliegues y tablas blancas, cintas, puntillas, pequeños lazos, diminutos botones de perla y una cola de metro y medio: nadie habría adivinado que era un vestido usado, perteneciente a Lorraine, la hermana de Bucky; naturalmente, lo habían adaptado a la altura y la figura de Norma Jeane y enviado a la tintorería, de modo que estaba impecable. Y las sandalias forradas de raso blanco también estaban impecables, aunque sólo habían pagado cinco dólares por ellas en una tienda benéfica de Van Nuys. La chaqueta color perla del novio se ajustaba a sus fornidos hombros; cualquiera podía ver que era un chico fuerte, corpulento, que no se andaba con chiquitas, un chico que había conseguido graduarse en el Instituto de Mission Hills en la promoción del 39 a pesar de que faltaba a clase a menudo porque detestaba los libros de texto, las aulas, las pizarras y la obligación de permanecer sentado, sentado y sentado en pupitres demasiado pequeños para él, escuchando a profesores solterones de ambos sexos soltar peroratas y peroratas como si conocieran el secreto de la vida, cosa que obviamente no era así. En razón de sus méritos deportivos, a Bucky Glazer le habían ofrecido becas en las universidades de Los Ángeles, Pacific y San Diego, entre otras, pero él las había rechazado porque prefería ganar dinero y ser independiente y había aceptado un empleo de media jornada como ayudante de embalsamador en la más antigua y prestigiosa funeraria de Mission Hills, de modo que los Glazer se jactaban de que su hijo era casi un embalsamador, y un embalsamador era casi lo mismo que un médico que hace autopsias, un forense; pero por las noches también trabajaba en la cadena de montaje de Lockheed Aviation, fabricando milagrosos bombarderos como el B-17, destinado a aniquilar a los enemigos de Estados Unidos.

Sí; Bucky se proponía alistarse en las fuerzas armadas para luchar por su país, y se lo había dejado claro a su novia, Norma Jeane, desde el principio.

Son los tiempos que corren. ¡Todo va más deprisa!

La comidilla: casi todos los asistentes a la boda eran invitados del novio. Los Glazer y sus numerosos parientes eran estadounidenses robustos, saludables y de aspecto bonachón, todos parecidos a pesar de las grandes diferencias de edad y sexo, y al verlos apiñados en los bancos de la pequeña iglesia estucada, daba la impresión de que habían entrado arreados como ganado. A una señal, se levantarían y saldrían en manada. Muchos eran feligreses de la Primera Iglesia de Cristo y se los veía en su elemento, asintiendo sin cesar durante la ceremonia nupcial. Los invitados de la novia se limitaban a los padres adoptivos, los Pirig; dos chicos muy distintos entre sí, descritos como «hermanos adoptivos»; unas cuantas alumnas del instituto llamativamente maquilladas, y una mujer con el cabello encrespado, vestida con traje de sarga azul, que se presentó a sí misma como «doctora» y rompió a llorar con voz ronca cuando el pastor de la Iglesia de Cristo preguntó con voz seria a la novia: «¿Tú, Norma Jeane, aceptas a este hombre, Buchanan Glazer, como tu legítimo esposo en la riqueza o en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe, en el nombre de Dios Nuestro Señor y Jesucristo, su Único Hijo?» y la novia tragó saliva antes de responder en un murmullo:

—¡Oh!, sí, señor.

Con la titubeante voz de una huérfana. Para toda la vida.

La doctora Edith Mittelstadt regaló a los recién casados una «reliquia de la familia»: un servicio de té de plata —una tetera pesada y barroca, boles para la nata y el azúcar y bandeja a juego— que Bucky empeñaría en Santa Mónica por la decepcionante cantidad de veinticinco dólares.

Y encima había tenido que sufrir la ofensa de que le tomaran las huellas dactilares mientras Norma Jeane, roja de vergüenza y riendo tontamente, contemplaba la escena.

Como si fuera un delincuente. Joder; qué rabia.

¿Dónde estaba la verdadera madre de la novia? ¿No había asistido a la boda de su hija? ¿Y el padre? Nadie se atrevió a preguntar.

¿Era cierto que la madre de la novia estaba confinada en un manicomio? ¿Era cierto que estaba encerrada en una cárcel de mujeres? ¿Era cierto que había intentado matar a su hija cuando ésta era pequeña? ¿Era cierto que se había suicidado en el manicomio, o en la cárcel? Nadie se atrevió a hacer preguntas en una ocasión tan dichosa.

¿Era cierto que no tenía padre? ¿Que no había ningún Baker? ¿La novia era hija ilegítima? ¿Figuraba acaso en su partida de nacimiento la inscripción «PADRE DESCONOCIDO»?

Como Bucky había dicho a su futura esposa la víspera de la boda, no debía avergonzarse de sus circunstancias. No pienses en ello, cariño. Ningún miembro de la familia Glazer desprecia a una persona por motivos que no están bajo su control, te lo prometo. Si lo hicieran, les pegaría un puñetazo en la nariz.

Ahora que Norma Jeane se había transformado en una mujer lo suficientemente hermosa, un hombre la reclamaba.

Amor a primera vista, un amor que atesoraremos durante toda nuestra vida, aunque quizá no fuera del todo así.

La verdad es que Bucky Glazer no quería conocer a Norma Jeane Baker. Al verla en el Sepulveda con esa arpía de Elsie Pirig, las dos en el escenario, al exigente Bucky se le había antojado que era una colegiala pendona del montón —con el agravante de ser demasiado joven—, de modo que había hecho enfadar a su madre escapando del cine y esperándola en el aparcamiento, reclinado contra el capó del coche y fumando un cigarrillo como un personaje de película. Pobre señora Glazer, tambaleándose sobre sus altos tacones y riñendo a su hijo como si tuviera doce años en lugar de veintiuno.

—¡Buchanan Glazer! ¡Cómo te atreves! ¡Grosero! ¡Humillar a tu propia madre! ¿Qué le diré a Elsie? Me llamará por la mañana. ¡He tenido que esconderme para que no me viera! Y la chica es un encanto.

Era la exasperante estrategia de Bucky permitir que su madre protestara cuanto quisiera, echara humo por las orejas y se sonara los mocos, convencida de que a la larga se saldría con la suya como todas las mujeres de la familia Glazer. Lo había hecho con el hermano mayor y las dos hermanas mayores de Bucky, obligándolos a casarse jóvenes, la medida más prudente para evitar problemas; el mundo es tan peligroso para los chicos como para las chicas y la pobre Bess estaba desesperada por que Bucky rompiera su escandalosa aventura con una divorciada de veintinueve años a quien había conocido en el turno de noche de Lockheed, madre de un niño pequeño, una cara bonita y dura que «ha cogido a mi niño entre sus garras», como se lamentaba Bess a todo el que estuviera dispuesto a escucharla. Bucky había salido con muchas chicas en sus años de instituto y en la actualidad frecuentaba a varias, incluida la hija del director de la funeraria, pero en opinión de Bess la divorciada suponía una seria amenaza.

—¿Qué tiene de malo la hija de Elsie Pirig? ¿Por qué no te gusta? Elsie jura que es una buena cristiana que no fuma ni bebe, lee la Biblia, ha nacido para ama de casa y es reservada con los chicos. ¿Sabes, Bucky?, deberías pensar en sentar la cabeza con una chica en la que puedas confiar. Si te marchas al extranjero, desearás que alguien te esté esperando en casa. Necesitarás una enamorada que te escriba.

Bucky no pudo resistirse.

—Carmen me escribirá, mamá. Ya les escribe a un par de tipos.

Bess se echó a llorar. Carmen era la guapa divorciada que había cogido a Bucky entre sus garras.

Arrepentido, Bucky rió y abrazó a su madre diciendo:

—Tú me estarás esperando en casa, ¿no, mamá? Y me escribirás. ¿Para qué necesito a otra?

Poco tiempo después, Bucky escandalizó a una habitación llena de parientes femeninas cuando oyó que su madre decía con llorosa voz de mártir: «Mi hijo se merece una virgen»; entonces se inclinó contra la jamba de la puerta y preguntó en voz alta, con cara inexpresiva:

—¿Qué es una virgen? ¿Cómo la reconocería si la viera? ¿Y , mamá? —y siguió su camino silbando. Vaya con Bucky Glazer, ¿no es demasiado? El más listo de la familia.

Pero, de alguna manera, ocurrió. Bucky accedió a conocer a Norma Jeane. Era más sencillo ceder ante Bess que soportar sus quejas o, peor aún, sus suspiros y miradas de víctima. Sabía que Norma Jeane era joven, pero no le habían dicho que tenía quince años, así que se llevó toda una impresión al verla de cerca. Su andar titubeante, como el de una sonámbula, cuando fue a su encuentro y cómo se detuvo de repente, paralizada por la timidez, diciendo su nombre entre tartamudeos. Una cría. Pero, Dios, había que verla. ¡Qué silueta! Aunque había planeado que más tarde se burlaría de su «cita» con los amigotes, ahora experimentó una atracción tan fuerte hacia la chica que sus pensamientos se adelantaron hasta el momento en que se jactaría de haber salido con ella. Se vio enseñando su foto. Mejor aún, presentándola. Mi nueva novia, Norma Jeane. Es algo joven, pero madura para su edad.

Bucky podía imaginar la expresión de sus amigos.

La llevó al cine. La llevó a bailar. La llevó de excursión, a pasear en canoa y a pescar. Le sorprendió comprobar que, a pesar de su apariencia, a la chica le gustaba la naturaleza. Entre los amigos de él, todos de su edad, permanecía callada, atenta y risueña, disfrutando con sus chistes y juegos, y estaba tan claro como el agua que Norma Jeane era la chica más guapa que cualquiera hubiera visto fuera de una película, con esa carita de corazón, ese hoyuelo, ese cabello rubio oscuro cayendo sobre sus hombros en una cascada de rizos y la elegancia con que lucía sus ceñidos jerséis, faldas y pantalones con pinzas, ahora que en los lugares públicos se permitía llevar pantalones a las mujeres.

Sexy como Rita Hayworth. Pero la clase de chica con la que uno querría casarse, igual que Jeanette MacDonald.

Eran tiempos en los que las cosas se precipitaban. Desde el horror de Pearl Harbor. Cada día era como un terremoto y, al despertar, uno se preguntaba qué pasaría a continuación. Titulares de periódico, boletines de radio. Pero también era emocionante.

Había que compadecer a los viejos de más de cuarenta, que ya habían perdido su oportunidad en las fuerzas armadas y no los llamaban para combatir de verdad. Para defender su país. Y si habían tenido su oportunidad —en la Primera Guerra Mundial, por ejemplo—, hacía tanto tiempo de ello que ya nadie se acordaba. Lo que ocurría en Europa y en el Pacífico era el presente.

Norma Jeane tenía una forma de inclinarse hacia él, casi temblando de expectación ante lo que iba a decir; rozándole la muñeca y alzando los soñadores y vidriosos ojos azules con la respiración entrecortada, como si hubiera corrido, para preguntarle qué creía que les depararía el futuro. ¿Estados Unidos ganaría la guerra y salvaría al mundo de las garras de Hitler y Tojo? ¿Cuánto duraría la guerra?, y ¿verían caer bombas en su país? ¿En California? En tal caso, ¿qué les sucedería? ¿Cuál sería su destino? Bucky no pudo por menos que sonreír; nadie que él conociera habría usado una palabra tan curiosa: destino. Pero ahí estaba esa chica que lo obligaba a pensar, y eso le gustaba. A veces se sorprendía a sí mismo hablando como alguien de la radio. Tranquilizaba a Norma Jeane diciéndole que no se preocupara: si los japoneses intentaban bombardear California o cualquier otra zona del «territorio de Estados Unidos», los liquidarían en el aire con armas antiaéreas. («Para tu información, en Lockheed estamos fabricando misiles secretos.») Si alguna vez trataban de desembarcar tropas, los hundirían antes de que llegaran a la costa. Y si conseguían pisar suelo estadounidense, todos los ciudadanos sanos lucharían contra ellos hasta la muerte. Es imposible que triunfen aquí.

Mantuvieron una extraña conversación. Norma Jeane hablaba de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, que decía haber leído, y Bucky le explicó que no, que se trataba de un programa de radio conducido por Orson Welles unos años antes. Norma Jeane no discutió y dijo que seguramente se había confundido. Bucky creyó adivinar el motivo de esa confusión:

—Supongo que no lo escuchaste, ¿no? Eras muy pequeña. En casa lo oímos. ¡Caray, fue increíble! Mi abuelo pensó que era verdad y casi le da un ataque al corazón y mi madre, ya sabes cómo es, a pesar de que Orson Welles no dejaba de decir que era un «informativo simulado», estaba aterrorizada, como todo el mundo, yo era un crío y pensé que podía ser real, pero en el fondo sabía que no, que no era más que un programa de radio. Pero, joder —Bucky sonrió al ver que Norma Jeane lo miraba con profundo interés, como si cada palabra que él pronunciaba fuera preciosa—, todos los que vivieron ese momento, el programa de esa noche, pensaron que podía ser real, aunque no lo fuera. Así que cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor unos años después, la cosa no fue muy distinta, ¿eh?

Había perdido el hilo de lo que decía. Pretendía hacer una observación y sabía que era una observación importante, pero con Norma Jeane tan cerca de él, oliendo a jabón o a polvos de talco o a lo que fuera, un aroma floral, le resultaba imposible concentrarse. No había nadie cerca, de modo que se inclinó rápidamente para besarla en los labios y de inmediato los ojos de ella se cerraron, igual que los de una muñeca, y un calor como una llama recorrió el cuerpo de él, desde el pecho a la entrepierna, y le puso una mano con los dedos extendidos detrás de la cabeza ladeada, levantando la cascada de rizos, y la besó con más fuerza, ahora también él con los ojos cerrados; se perdió en un sueño aspirando su fragancia, e igual que la mujer de un sueño, ella era suave, dócil, sumisa, así que la besó más fuerte aún, tratando de abrir con la lengua los labios firmemente cerrados, a sabiendas de que uno de esos días Norma Jeane abriría la boca y, ¡oh, Dios!, ojalá no se corriera en los pantalones.

Amor a primera vista. Bucky Glazer empezaba a creérselo.

Ya les contaba a los muchachos de Lockheed que la había visto por primera vez en el escenario de un cine. Ella había ganado un premio y ay, tíos, ay, ella misma era un premio mientras subía hacia las candilejas y el público aplaudía, enloquecido.

—Todo hombre merece casarse con una virgen. Es una cuestión de respeto hacia sí mismo.

Pensaba mucho en Norma Jeane. Los habían presentado en mayo y su cumpleaños era el primero de junio; entonces cumpliría los dieciséis. Las chicas podían casarse a los dieciséis, en la familia Glazer había varios ejemplos. «No debes precipitarte, Bucky», había advertido su madre, pero él se percató de que era una de las tácticas de Bess: decirle lo que no debía hacer, a sabiendas de que eso sería precisamente lo que desearía hacer. Sin embargo, nunca había pensado en una chica como pensaba en Norma Jeane. Incluso cuando estaba con Carmen. Especialmente cuando estaba con Carmen, porque entonces hacía comparaciones. Afróntalo, es una puta. No puedes fiarte de ella. Pensaba en Norma Jeane durante las tardes en la funeraria, mientras ayudaba al señor Eeley, el embalsamador, a preparar los cadáveres para el velatorio. Si el cadáver era de mujer y medianamente joven, lo embargaba una desazón nueva para él y meditaba sobre la brevedad de la vida y la mortalidad; «Polvo eres y polvo serás», decía la Biblia. Todas las semanas la revista Life publicaba fotografías de heridos y muertos, soldados semienterrados en arena en alguna isla del Pacífico dejada de la mano de Dios de la cual nadie había oído hablar con anterioridad, montañas de cadáveres de chinos muertos durante los bombardeos de los japoneses. Todos los muertos estaban desnudos. ¿Qué aspecto tendría Norma Jeane desnuda? A punto de desmayarse, tuvo que doblar el torso para poner la cabeza entre las rodillas, y el señor Eeley, un gracioso solterón con cejas tan gruesas como las de Groucho Marx, se burló de su «flaqueza». Durante sus turnos de noche en Lockheed, en medio de un barullo ensordecedor, recordaba a Norma Jeane, preguntándose si habría salido esa noche a pesar de que le había prometido que se quedaría en casa pensando en él. En la línea de montaje trabajaban hombres poco mayores que él, hombres impacientes por volver a casa con su mujer y meterse en la cama a las seis de la mañana. Las cosas que decían restregándose las manos. Sonriendo y poniendo los ojos en blanco. Algunos enseñaban fotos de sus jóvenes y guapas esposas o novias. Uno de ellos hizo circular una foto de su esposa en una pose al estilo de Betty Grable, dando la espalda a la cámara y mirando por encima del hombro, aunque no vestía un bañador, como Betty Grable, sino unas bragas de encaje y tacones altos. Señor. A Bucky prácticamente le rechinaron los dientes. La mujer no estaba ni la mitad de sugerente de lo que lo estaría Norma Jeane en esa misma pose. Esperad a ver a mi chica.

¿Se estaba enamorando? ¡Maldición! Puede que sí. Quizá ya fuera hora. No permitiría que se la llevara otro.

En opinión de Bucky Glazer había dos clases de mujeres: las «duras» y las «tiernas». Y él sabía que tenía debilidad por las segundas. Ahí estaba esa dulce niña, mirándolo con los ojos muy abiertos y confiados, asintiendo a prácticamente todo lo que él decía; claro que él sabía mucho más que ella, de modo que era lógico que asintiera, y por eso la admiraba; no le gustaban las mujeres agresivas que creían que exasperar a los hombres era la mejor manera de seducirlos, como Katharine Hepburn en las películas. Puede que esas maniobras excitaran también a Bucky, pero la sumisa y complaciente Norma Jeane lo excitaba de una manera diferente, de modo que comenzó a murmurar su nombre en sueños, a fantasear con que la abrazaba cuando abrazaba las mantas, a besarla y acariciarla con la imaginación. No te haré daño, te lo prometo. Estoy loco por ti. Despertaba en plena noche, loco de deseo, en la cama donde había dormido desde Dios sabía cuándo, desde los doce años, una cama que se le había quedado pequeña tiempo atrás, pues ahora sus tobillos y sus pies del cuarenta y seis rebasaban el borde del colchón. Es hora de que compres tu propia cama. Una cama de matrimonio.

Así que esa noche tomó la decisión. Tres semanas después de que los presentaran. En fin, en los tiempos que corrían todo sucedía más deprisa. Un tío de Bucky había sido dado por desaparecido en Corregidor. Su mejor amigo del equipo de lucha libre de Mission Hills era piloto de la armada y ya volaba en solitario, bombardeando puntos del sureste asiático. Norma Jeane lloró, dijo que sí, que se casaría con él, que aceptaba el anillo de pedida, que lo amaba; como si eso no fuera suficiente, acto seguido hizo la cosa más extraña que una chica hubiera hecho jamás, tanto en las películas como en la vida real: cogió las grandes y ajadas manos de él entre las suyas, pequeñas y suaves, y sin importarle que olieran al líquido de embalsamar (por mucho que las restregara, Bucky no conseguía eliminarlo), una mezcla de formaldehído, glicerina, bórax y fenol, se las llevó a la cara e inspiró, como si aquel hedor fuera un bálsamo para ella o le recordara un aroma entrañable, con los ojos cerrados, expresión soñadora y una voz que era apenas un murmullo:

—¡Te quiero! Ahora mi vida es perfecta.

Gracias, Dios. Gracias, oh, Dios. Prometo que nunca volveré a dudar de ti mientras viva. Nunca desearé castigarme por sentirme no deseada ni querida.

Por fin concluyó la solemne ceremonia en la Primera Iglesia de Cristo de Mission Hills, California. Las mujeres no eran las únicas que habían llorado; muchos hombres se enjugaban los ojos. El alto novio, con las mejillas encendidas, se inclinó para besar a la novia, tímida y ansiosa como un niño en la mañana de Navidad. Estrechó sus costillas con tanta fuerza que el vestido de raso se abultó sobre la parte inferior de la espalda y el velo cayó con poca elegancia hacia atrás, descubriendo la cabeza.

Besó en la boca a la novia, ya la señora de Buchanan Glazer, y ella abrió sus temblorosos labios. Aunque sólo un poco.

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